En mi habitación, una mañana extremadamente fría, mientras bebía
una copa de un exquisito vino y leía atentamente el último relato de un amigo
(relato que, por cierto, me ha inquietado), escuché de pronto un abrir y cerrar
de puerta, y fuertes golpes y jadeos que provenían del apartamento de mi nuevo
vecino. Este es un hombre flaco, alto, lampiño y de frente amplia. La primera
vez que lo vi fue en la navidad pasada. Se presentó solo, me dijo que era
periodista y que venía procedente de Perú, que era cajamarquino y que, además,
tenía buenas referencias de casi todos nosotros, los que vivíamos en el
condominio, lo cual me pareció simpático.
Cuando los ruidos empezaron, estaba en mi hora de reposo, luego de
un desayuno acogedor, desvinculándome de la realidad. El día frío se prestaba
para tener un momento de paz y meditación. Además, luego de relajarme, debía
recuperar cantidad de manuscritos hechos en mi adolescencia y exigirme una
traducción (corrección) actual. Resultaba inconcebible llevarla a cabo con
normalidad si esos ruidos persistían. Entonces, sobresaltada, decidí ir a
averiguar qué sucedía.
Apurada, abrí la puerta y salí del apartamento. En ese instante,
desde el fondo del corredor, oigo un crujido de tela y un golpe seco. Vuelvo la
vista y veo salir trastabillando a mi vecino. Rengueando, trataba de caminar al
frente en dirección a la puerta que colindaba con la mía; estaba hecho un
manojo de nervios, algo lo tenía intranquilo, ¿qué sería?
Al advertirme, se paró en seco y me quedó mirando con
interrogación. Yo me quedé sorprendida y, a la vez, resistiendo una carcajada
por su terrible desaliño. Sin dudar, le expresé mi sorpresa y le pregunté las
causas de tales ruidos, le acusé de turbar mi tan ganada tranquilidad y de no
dejarme llevar a cabo mis deberes. "Buenos días", me saludó con
tristeza. "Disculpe mi manera de vestir... ¿Qué ha escuchado usted?",
preguntó atemorizado. Estaba maltrecho, con el pantalón y la camisa hechos
tiras, como si le hubieran dado de palos; tenía el rostro lleno de pintura
negra y la mano ensangrentada. Era todo un payaso de circo. Al verlo así, la
risa me rebalsaba. Apretando los labios, logré sonreír pendencieramente.
Tratando de regresar a mi postura anterior, resoplé tomando aire y me puse
seria. "La estridencia desmesurada de la desconsideración", respondí.
"¡Ah!", exclamó. Con los ojos vidriosos y la respiración excitada,
parecía pensar que más decir; su situación era desesperada. Otro individuo,
desconocido para mí, salió del mismo lugar del que había salido el primero. Era
un hombre alto, escuálido, con bigote y barba espesa que parecía salírsele de
la quijada. Presentaba, además, la cara torcida y los ojos exageradamente
rojos. Llevaba calzones a raya y tenía el dorso desnudo. Éste me miró con
recelo e inmediatamente me mostró un instrumento sexual como arma, con el que,
meneándolo, me apuntó al rostro, gritando sandeces. Ignoro la cara que puse,
solo recuerdo que había odio en mi mirada. Con impaciencia, erguí los hombros,
dándome ánimos. "¿Qué te has creído, pedazo de idiota? ¿Con quién crees
que estás? Lo único que deseo es que dejen de hacer el maldito ruido", le
dije enfrentándolo, sin dudar, sin alzar exageradamente la voz. Lo cual lo
sorprendió. Este, exaltado, soltó el objeto y sacudió las manos ennegrecidas de
pintura en forma de amenaza; al hacerlo, manchó mi blusa de seda blanca,
salpicándola. Esto me encolerizó e inmediatamente le grité, ya no calmada como
lo había hecho antes, sino que ahora mi tono de voz era el de una fiera
endemoniada.
Los amenacé un par de veces más. Ellos, desconcertados por mi
repentino cambio de humor, me miraron incrédulos. El primer hombre,
condescendiente, pero con gesto y tono burlón, se ofreció a lavar mi blusa, algo
que yo no acepté, por supuesto, asegurando que la mancha se quitaría. Como
volviendo a la tierra y seleccionando palabras enredadas, alcanzó a jurarme por
su madre que no volvería a molestarme con sus ruidos.
Después de esta digresión pintoresca, pedantesca y ridícula, volví
a entrar a mi apartamento y me dirigí a mi pequeño bar, donde me serví una copa
de vino. Ya en mi habitación y sin mediar tiempo, la bebí de un solo sorbo.
Luego me quité los zapatos, me tiré en la cama y me estiré desperezándome,
estirando los brazos. Me puse cómoda tratando de olvidar lo acontecido. Ahora
tenía nuevamente en las manos el relato impreso de mi amigo en el que propone
sus traiciones. Sin releerlo, permanecí unos instantes tranquila, tratando de
precisar fronteras, como si hubiera ingresado en el invisible limbo de la
Divina Comedia. De pronto, recordando, conjeturé sobre la corta polémica de
héroe y traidor que había leído antes en el relato de mi amigo. Esto me adentró
con Dante por un inmenso lago de hielo. Confieso que esta somera descripción me
pareció interesante, pero incompleta. Había detalles que merecían un mejor
destino. Me decidí a releerlo. Mientras hacía esto, y sin darme cuenta, me
encontré sumergida en el frío insostenible de la Divina Comedia y rodeada de
los gigantes que formaban una muralla humana en el último círculo de Dante.
Tras este corto viaje y cuando mis conjeturas estaban por ser complacidas,
volví a sentir otra vez fuertes y molestos sonidos que venían del mismo
lugar...
Entonces, enfurecida, fui directo a la puerta de mi vecino y toqué
el timbre insistentemente. Me abrió el "segundo hombre" un tanto
alterado. Vi al "primer hombre" sentado en un espantoso sillón, de
hecho, toda la decoración del lugar parecía haber salido de la mente de un
sicópata. También me percaté de que sobre la alfombra, tirada frente al sillón,
había una muñeca inflable pintada de negro y algo desfigurada. El olor que
salía de ahí era una mezcla de vinagre y legía. Después de esa penosa
observación, yo les hice ver con un gesto que esta era la gota que había
derramado el vaso. Dándoles una última oportunidad, les dije: "Me hacen
venir hasta este maloliente lugar para que les repita algo que ya había dejado
muy claro anteriormente... ¡Simios náufragos! ¿Es que acaso no comprenden
cuando se les habla? ¡A mí me importa un pepino qué clase de depravados actos
estén desarrollando en este repugnante lugar! Jueguen con sus aparatos,
píntense las caras, jueguen con una muñeca de hule. ¡Pero no me molesten con
sus ruidos, cretinos de m...! No pienso volver a repetírselos, ya no voy a
volver, saquen sus conclusiones, ustedes no parecen saber con quién se meten...
¿Les quedó bien claro?”.
Sin más, les di la espalda y me fui de ahí, confiada, aunque experimentando una sensación ingrata de temor.
Un par de días después, aún no he sentido sonido alguno que pueda
llegar a turbarme. Tampoco he visto a los dos fulanos salir de aquella
habitación de asquerosas paredes, que más parecía una alacena porque estaba
llena de comida regada por todos lados. Pero luego de releer el último relato
de mi amigo, sobre el “delator y el héroe”, he comenzado a dudar. Me acordé de
mis buenas costumbres y de que vivía en un lugar adecuado y rodeada de buenas
personas. Esto me llevó a sentirme avergonzada y furiosa. Por eso, estoy
pensando seriamente en advertir, en la próxima junta del condominio, acerca de
estos incidentes. Esto no puede ser pasado por alto, por la salud de todos.
Pero si lo hago, me convertiría en una vil soplona, una delatora...
Creo que en vano fatigo mi memoria. Pienso que sí, que debo hablar
de esta situación, porque no creo ser la única que la ha padecido. Además,
ellos me han mentido, pues habían dicho, en nuestro primer encuentro, que no
volvería a haber disturbios. Sin embargo, momentos después se repitieron. ¿Y si
se repiten nuevamente? Solo han pasado dos días... no puedo confiar en su
palabra.
Espero poder resolver este dilema: ¿Convertirme en una delatora?
¿O mentir haciendo de la vista gorda?
Libertad
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