Como
si su alma lo persiguiera, oyéndola, ingresó casi corriendo a su habitación.
Era tarde, y la única ventana, totalmente abierta, descubría algunas nubes en
el cielo y algunos árboles de la calle. Tiró la puerta y tomó asiento en una
banca vieja, que le servía de silla, y comenzó a agitar su memoria. Aquel
encuentro debió ser un sueño o tal vez una pesadilla. No podía ser otra cosa.
Sus ojos, perdidos como los de un ciego, parecían mirar el interior de su
calavera.
En
medio de ese caos mental, intentaba entender qué había ocurrido. ¿Qué había
pasado? ¿Qué significó aquello? Finalmente asimiló que ese encuentro fue real
y, por ende, macabro.
Recordaba
que las flores que dejó rápidamente sobre la lápida las había comprado a la
misma señora gordita y bonachona de siempre, quien le hacía bromas y le daba
descuentos. También recordaba que ella le invitó un cigarrillo, fuerte para su
gusto, y le sonrió con sus dientes amarillos. No había ningún agujero ni pausa
en su memoria de cuando estuvo en ese lugar. Incluso recordaba el diálogo que
tuvo con otro visitante apesadumbrado y deshumanizado, vestido completamente de
negro, al que le pareció un Batman que se había descubierto el rostro. Se
encontraron y entretuvieron conversando mientras ambos iban en busca de agua
para llenar las vasijas que servían de floreros.
—Mire
usted —le dijo al rato el vestido como murciélago—, le he regalado una camisa y
un pantalón a mi pequeño hijo y me lo ha rechazado con un lloriqueo de los mil
diablos… Fue lo que me recomendó mi hermana mayor, Eloísa… Bueno, ella es
soltera y tal vez no sabe de estas cosas, quién sabe, tal vez la ropa tenía que
ser más para niños… Ella lo escogió… creo que equivocó el modelo… ¿usted qué
dice?
Para
él, lo que hicieron con el niño le pareció una tontería. Bruscamente se detuvo
y se volvió para mirarlo. El de negro también dejó de caminar y se puso de
frente.
—Es
que en Navidad no se regalan esas cosas a los niños —contestó—. Un regalo tiene
que ser un juguete, cualquier juguete que esté de moda —agregó.
—Sí,
creo que tiene razón…, es que la madre hacía todas las compras… No puedo pensar
que ahora esté en un viaje sin salida, sin retorno… aunque la imagino
dirigiéndose a la gracia de Dios… y eso me reconforta…
Luego
se quedó en silencio, sonriendo. Sacó un reloj de bolsillo con forma ovoide, lo
destapó y se lo acercó a los ojos. Era un reloj de plata en el que estaba
tallada una calavera atravesada por una serpiente.
—Es
un regalo de ella. Me lo dio afuera del colegio, un día que la acompañé a su
casa mientras yo ardía en fiebre... No dudé en aceptarlo. ¡Quién iba a pensar
que el tiempo estaba maquinando su muerte! Ese tiempo que siempre nos subyuga a
su voluntad y en el que nos sucede todo... Maldito tiempo...", dijo
jadeando.
De
pronto sintió palpitaciones y un vacío en el pecho que le impidió seguir
hablando de su difunta esposa. Le perturbaba pensar que ella ahora estaba
lejos, en otra dimensión, mientras él se movía solo en este espacio
tridimensional, sin su presencia.
—¿Las
flores son para un familiar cercano? —preguntó, intentando cambiar de tema.
—No,
es para una amiga —respondió de forma lacónica, observando las flores que
llevaba en una de sus manos.
—Ya
veo —dijo esbozando una sonrisa forzada—. Debió quererla mucho, y quizás ella
le dio alguna esperanza, porque es extraño visitar así a una amiga fallecida.
¿Hubo algo entre ustedes?
No
contestó; simplemente sonrió de manera natural, con la mirada perdida y la
lengua entorpecida. Sí, era cierto, todavía la amaba con la amargura de un
hombre envejecido, esperando que la muerte lo encontrara; por eso vagaba en un
laberinto de emociones y sin tiempo, como un pájaro herido buscando refugio
para dejar de existir. Se asomaba a los recuerdos inmortales que le hablaban de
ella, pausada y débilmente, en sus noches de insomnio, recostado en la fría
tumba de su cama, sin recordar el resto del día o la tarde. Pero también había
momentos de fugaces sonrisas, de profunda felicidad, porque entendía que
también se habían amado, fielmente, durante muchos años, al margen de los demás
hombres, hasta el día en que ella se quedó sin alma.
El
hombre vestido de negro, al darse cuenta de que su pregunta incomodó a su
temporal amigo, decidió retirarse.
—Bueno,
debo llevar estas flores a mi esposa que falleció hace unos días; la amaba
tanto... y ella a mí, pero así es la vida, ¿qué se puede hacer? —agregó con
tristeza.
El
hombre de negro, después de abrazarlo y ofrecerle palabras de aliento
exageradas, le dio la espalda y desapareció.
Antes
de eso, él le había ofrecido una sonrisa, estrechado la mano y preguntado sobre
cómo había fallecido su esposa.
—Murió
en un accidente de tránsito... Un accidente absurdo... Así es la vida; cuando
eres más feliz y todo marcha bien..., llega la muerte y destroza tu presente y
tu futuro. Ojalá pudiera retroceder un minuto y evitar que eso pasara..., se lo
pido y ruego a Dios, pero parece estar ocupado con otras cosas... Mi esposa era
tan buena... Nos amábamos profundamente...
Sintió
pena y envidia por ese hombre a quien le arrebataron a su amada.
La
urgencia de sus pasos le hizo recordar su propósito. Para relajarse, se detuvo,
encendió un cigarrillo y, como si tuviera un GPS integrado en la memoria,
siguió su camino por esas angostas calles repletas de nichos sellados. Al
doblar las dos primeras esquinas, soplaba el humo para ahuyentar a los
mosquitos que rodeaban su cabeza formando una dispersa nube. Al doblar la
última esquina, tropezó con una botella vacía y se quedó quieto al notar que
sus manos temblaban y sus piernas se negaban a avanzar. El perfil de una figura
cubierta con un velo negro, una sombra acechante, lo paralizó. Al no
reconocerla, pensó, para vencer el miedo, que quizás era un familiar o amiga de
ella que rezaba arrodillada en aparente silencio. No quiso interrumpir la
oración y esperó impaciente a que finalizara. Retrocedió unos pasos para no oír
la plegaria y se apoyó en un muro repleto de lápidas. Sacó otro cigarrillo, se
volvió e inclinó la cabeza para prenderlo en silencio. De repente, aquel sonido
intangible proveniente de la voz de aquella mujer, y que él recordaba muy bien,
ingresó en su mente. "¿Cómo puede ser esto?", se preguntó
desconcertado. Después de unos minutos, tuvo la certeza de que era la voz
exacta de ella, su amiga, rezando por su alma con palabras que solo él
reconocía, y porque había pronunciado su nombre suplicando un favor divino. Fue
entonces cuando sintió que se desdoblaba, como si él fuera el muerto y ella
hubiera llegado a visitarlo con agua y flores. Intentó orientarse mirando en
todas direcciones, pero no se atrevió a mirar a la mujer que estaba tras él.
Sentía miedo. Miedo de estar muerto.
Como
si fuera parte de otra alma, se tendió desdoblando las piernas y quedó sentado
en el suelo. Un segundo después, estando allí, sintió que el tiempo se detenía
y que era transportado a otro lugar distante y sin espacio. Se imaginó entonces
que estaba en una densa y brumosa pesadilla. Agitó la cabeza intentando
despertar, pero seguía inmóvil, flotando sin peso. Estuvo a punto de gritar
cuando sintió una mano posarse sobre su hombro.
—Hola,
Miguel... ¿qué ha sido de tu vida? Creo que te asusté.
Antes,
en ese instante, hubiera querido levantarse, localizar su rostro y darle un
puñetazo, pero ahora su rabia instantánea se había diluido. Sin contestar el saludo
y sin levantarse, lo miró y lo palpó sujetándole un brazo. Lo sacudió con
fuerza para percibir la realidad. Confusamente, sintió un olor a tumba, a
habitación húmeda que se hundía en su respiración. Cerró los ojos y aguardó.
Entonces oyó nuevamente la voz de su amigo. Era una voz lúcida, tranquila. Esto
lo despertó por completo y reaccionó.
—Hola,
sí, me has asustado... ¿Qué haces aquí?
Con el
rostro mortificado y cubierto de un halo polvoriento, el amigo le dijo que su
mujer había fallecido el año pasado, que se había suicidado después de
enterarse de que él lo había traicionado. Pero lo dijo sin ninguna pena, sin
ninguna expresión de tristeza en el rostro, con desamor. Y, además, agregó que
no se arrepentía de lo que había hecho porque ella lo acosaba y no lo dejaba
vivir, y porque ella había cambiado tanto que no la reconocía.
—Bueno,
ojalá que Dios la tenga en su gloria... —aumentó.
Hablaron
por un rato más. Luego él dejó de hablar. En silencio, trataba en vano de
calcular el tiempo que le había tomado llegar hasta allí. Bajó la cabeza para
meditar sobre lo que había sucedido antes. Esto produjo en él un torrente
excesivo de recuerdos, como un primitivo álbum fotográfico que se revelaba poco
a poco en su mente, junto a un espejo que reflejaba un castillo de
interminables corredores. No quiso contárselo, pensó que se burlaría. Solo lo
escuchaba y sentía que su voz era completamente viva y clara, como el recuerdo
original de una antigua conversación. Porque le parecía demasiado joven
mientras que él se sentía demasiado viejo. Pero no le dio importancia.
—Ponte
los zapatos —le dijo su amigo—. Pareces un indigente atropellado —añadió, torciendo
el cuello en un ademán de despedida.
—Sí,
claro. ¿Y qué me cuentas? Cuéntame algo de tu vida —dijo e insistió en seguir
hablando, evitando revivir la otra escena onírica.
—No,
solo estoy de paso. Me dijeron que estabas aquí; fue un hombre de negro que no
quiso decir su nombre.
Uno
parado y el otro sentado, se estrecharon las manos y se despidieron, quedando
antes para una reunión de amigos.
—El
sábado te espero en mi casa. Haremos una parrilla. Van a llegar todos, o casi
todos... No faltes, le dijo Miguel.
Al
rato, cuando se sumergió en sus pensamientos, cayó en cuenta que no podía creer
lo que le estaba sucediendo. Un muerto le había hablado, un cadáver le había
estrechado la mano y él lo había invitado a su casa. Ahí sintió una especie de
vacío interior. "No puede ser, ¿estoy muerto?", se preguntó
desconcertado. Desde allí, sentado en el suelo con las piernas estiradas,
durante unos breves minutos permaneció cavilando, tratando de entender la
situación. Ahora sentía miedo de su amiga, de su amigo y de sí mismo.
Luego,
en el mismo lugar, con otro cigarrillo apretado entre los labios, muy cerca de
un nicho sellado, inclinó el cuello y se acercó a leer. El nombre estaba
borroso, pero distinguía el apellido y la fecha de defunción del amigo que
minutos antes se había despedido: “14 de enero de 2036”. Y más abajo un
epitafio decía: “Compadre, estoy aquí en contra de mi voluntad; perdone que
falte a mi promesa de asistir a su funeral”.
Sobrecogido
por esta desagradable y misteriosa aparición, se le erizó la piel y sintió que el
alma se le trepaba por dentro. Entonces se volvió a ver a la mujer que había
dejado rezando. Pero ella ya no estaba, había desaparecido. Miró en todas
direcciones, estirando el cuello, y no pudo hallarla. Quiso ponerse en pie,
pero sintió que su cuerpo se hinchaba y sus piernas no le obedecían.
Sentado
en aquel rincón, observó un momento más. A lo lejos se veían cruces y lápidas
que llenaban un segundo cementerio, y también una planicie donde nada se movía.
Ya no pudo dudarlo, estaba solo, y había un olor a tierra quemada, a humedad
escalofriante.
De
pronto, como si el mundo se detuviera un instante a su alrededor, y su cuerpo
fuera empujado al encuentro del alma de su amiga, se sintió un cadáver
imaginario, un muerto fresco, abstracto e informal. Con una gran lucidez, pudo
entrever que estaba en otro tiempo y otro lugar, porque ya no había nada más
que aquella tumba llena de flores marchitas y una cruz a medio caer. Todo allí
era de muchos años. Esa terrible realidad, oscura y sin espacio, como si
estuviera en el fondo de un pozo, le provocó un miedo real y físico. ¿Quién lo
había arrojado allí?
No,
no podía estar muerto, puesto que su lucidez le permitía verlo todo, y también
podía oler las flores que llevaba en una mano. "¿Me habrán enterrado
vivo?", se preguntó, dubitativo. Inútilmente trataba de salir de ese
lugar. Resignado, sudoroso, solo atinó a persignarse y ponerse a rezar. Oró
todas las oraciones que recordaba y otras que de pronto vinieron a su memoria.
Pensó en sus familiares y amigos, y rememoró toda su infancia. Sentía que todos
los muertos del mundo vinieran a llevárselo.
Ya
sintiéndose un muerto total y presente, inmóvil y tendido en el fondo de una
tumba, oyó ruidos a sus espaldas y percibió unos murmullos, y unos brazos que intentaban
atraparlo. Cuando se hicieron con él y lo levantaron, lanzó un grito mudo que inundó
toda su alma. Una luz cegadora le iluminó el rostro. Ahora comprendía que no
estaba muerto. Entonces esbozó una sonrisa, descubriendo las encías bajo el
ardiente sol que lo iluminaba todo. Con ojos inexpresivos y muecas nerviosas,
rápidamente terminó de incorporarse, se pasó la mano por la cabeza, acomodó las
flores sobre la lápida y salió corriendo.
Loro
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