viernes, 31 de octubre de 2014

En lechugilandia

Parece increíble, pero me dirigía de forma voluntaria al aeropuerto para encontrarme con mis amigos. Íbamos a volar los tres rumbo a Iquitos.

Así que allí estaba, en el fondo del ómnibus, sentado junto a la ventana y aún soñoliento. Permanecía recostado en el asiento, reflexionando sobre mis experiencias amorosas y tratando de imaginar lo que encontraríamos en ese lugar. Pronto me di cuenta de que mis pensamientos se estaban volviendo excesivamente sensuales, aunque no podría describirlos con precisión. Después de un breve descanso, quizás un tanto obvio, de repente, como si fuera algo distante en el tiempo, comencé a recordar mi lejana infancia. La nostalgia me invadió, pero debo confesar que también experimentaba una sensación de alegría y satisfacción.

A pesar de que afuera, más allá de la ventana, el resto de la gente se movía sin prestar atención a la realidad, yo me deslizaba junto a mi mochila, de aquí para allá, al compás de los movimientos torpes del bus en su agitado andar. Con la frente pegada a los cristales, salí de lo sensual y demostré cierto interés en las cosas del presente, en donde parecía buscar algo que en esos días me incomodaba. Pero mientras lo hacía, al mismo tiempo, sentía que los sonidos a mi alrededor flotaban de un lado a otro sin que nadie los pudiera controlar. Una mujer muy guapa, de unos veinticinco años, que iba a mi derecha, estaba dormida y roncaba. También llevaba una mochila en su falda, como yo. En aquel momento, viéndola así, quieta y desprotegida, me entraron ganas de darle un beso y fastidiar a Morfeo. Estuve con esas agobiantes ganas unos minutos; hasta que ella se repuso, abrió totalmente los ojos y me miró con desconfianza. Disimulando su interrogante mirada, sacó un pañuelo de su cartera y se limpió el rostro. Tenía la frente empapada de sudor. En su confusión, miró su reloj de pulsera, se puso en pie y avanzó hasta llegar a la puerta. Luego se inclinó y miró por la ventana. Por un momento, todo quedó inmóvil. Lo que me permitió examinar atentamente el escultural cuerpo que estuvo antes a mi lado. Reinaba en ella una figura picante y atrevida; su cuerpo, mediano y delgado, estaba envuelto por una blusa blanca y un pantalón que acentuaba su rico trasero. Permaneció en esa posición hasta que finalmente se sentó. Se había equivocado de paradero.

Ahora yo iba con más ánimo y con una multitud de ideas agolpadas en mi cabeza. A fuerza de evitar mis agradables pensamientos y regresar a la realidad, consulté mi reloj de pulsera y me puse a observar a los demás. La otra gente iba inquieta y con ganas de ir a ninguna parte. Sus sonrisas eran patéticas, como sus conversaciones, cortas y sin sentido. Allí también el chofer agitaba las manos y le daba golpes a la radio que no quería funcionar.

Hacía frío, así que me abrigué un poco y me puse a contemplar por detrás de la ventana. Veía pasar apurada a otra gente... tan verdadera como yo. Tal vez exagero, pero las miraba con fascinación. Todo aquí y allá me parecía irreal, inverosímil. Creo que era por la nostalgia de todos mis días antiguos en que, supongo, me parecía a ellos. Ahora era un desertor, un viajero creando olvido; una especie de novel vagabundo...

Después de esta súbita agonía, obligatoria tal vez, dejé de escuchar a mis pensamientos y me atreví a registrar mi mochila que apretaba sobre mis piernas, como si alguien me la quisiera quitar. Luego de agitar mi mano derecha en su interior y buscarlos, los encuentro; entonces me pongo los audífonos y busco en mi celular la canción "A dónde van" de Silvio Rodríguez, quizá evitando otra visión o sonido inesperado. Cuando finalizó, me pareció una melodía muy concisa, remota. Puse otra canción más amena, una salsa de Richie Ray & Bobby Cruz: "Sonido bestial". Al tan solo escuchar el inicio de este aderezo con sabor montuno, mi estado cambió y logró que me burlara de todo con una solapada hipocresía. Sonreía para mis adentros, con absoluta libertad, como quien dice: “apago el televisor y que todo se vaya a la mismísima mierda...”. Total, estaba con cincuenta y cuatro años a cuestas y con tiempo aún.

El vuelo saldría a las seis y veinte de la mañana, y eran las cuatro y treinta en mi reloj de pulsera. Por lo que en dos horas más estaría en el avión con mis dos amigos, rumbo a Iquitos. Me habían pedido —exigido— cinco días de licencia y no podían negármelos. Ya cerca del aeropuerto, me vinieron a la mente las veces que salimos juntos, aquellas de Cañete y la pampa de Nazca..., y otras más; pero traté de no hacerle caso a mi nostalgia, porque los recuerdos son siempre tristes y no era momento de tristezas.

Al llegar, bajé apurado y caminé un pequeño trecho, hasta cruzar una reja amplia, para luego seguir por una vereda larga, en cuyo espacio se repetían otras gentes apuradas como yo. Me detuve casi al final y giré a la izquierda para cruzar los estacionamientos, y caminé casi corriendo por sobre las cebras amarillas. El frío había disminuido y el ambiente estaba ahora algo templado.

Después de llegar a la puerta, entré en el interior del terminal aéreo y me quedé parado, moviendo la cabeza. Buscaba a mis amigos por todas partes. Me sentía un poco perdido. Al verlos, fui deprisa para reunirme con ellos en la cola de entrega de la tarjeta de embarque —creo que era la primera vez que llegaba a un vuelo con una holgura de tiempo—. Entonces apuré el paso y me puse tras una fila, a dos personas de ellos.

La señorita que me precedía olía a recién bañada y presentaba unas voluptuosas nalgas, las que sobresalían del interior de su apretado pantalón negro. Sus cabellos, largos y crespos, más allá de sus hombros, impedían que le viera totalmente la espalda y el perfil del rostro; pero por la magia de su cuerpo, que lo explicaba todo, me la imaginé bonita y simpática. Justo en ese pequeño instante de observación perruna, mis amigos me hicieron unas ligeras señas, las que lograron devolverme a la realidad y olvidarme de ella. Cuando los vi, no reprimían sus carcajadas, y también hablaban con gestos para llamar mi atención. Yo, como si hubiera entendido, les respondí con una larga sonrisa.

Al llegar mi turno, y sin decir nada, me acerqué lentamente al mostrador. La señorita agente, como monja pastora en un púlpito, me recibió con una peculiar majestad; su sonrisa era agradable y su voz dulce como su rostro. La del pantalón negro, un poco a regañadientes, volvió y nos interrumpió. Creí que lo hacía adrede, tan solo para fastidiarme. Entendí, abrumado, que toda protesta era vana. Como estaban ocupadas, me aparté a un lado disimulando una sonrisa tenue que reflejaba de algún modo mi postura de subalterno. Entonces esperé, no sé qué tiempo, mirándola de soslayo y sintiendo la fragancia que emergía de su fresca e inquietante figura. Cuando terminó su consulta, giró la cabeza y me miró seriamente con sus grandes ojos negros.

Luego salió delante de mí moviendo sensualmente todo su espectacular y aguitarrado cuerpo. Por sus gestos, creí que me reprochaba alguna cosa. Abochornado, pero sin tomar el hecho en serio, volví otra vez al frente. La simpática agente me recibió con una enternecida y articulada voz, que logró que yo le sonriera. Así que estiré el brazo y le entregué mi DNI. Después de registrar mi documento, con mirada atenta y sonrisa infantil, me lo devolvió junto con el boleto. No pensando nada, salí casi corriendo y luchando con mi mochila al hombro para dar alcance a mis amigos.

Apurados, y sin casi saludarnos, atravesamos un enorme patio en donde había mucha gente enredada y moviéndose por todos lados —aquel espacio parecía un singular mundo hecho de apuros y sin tiempo, un perfecto laberinto tenaz e infatigable, dionisíaco—. Finalmente, pero luego de dar varias vueltas en busca de la entrada, ingresamos con alguna incomodidad a la sala de embarque. Ya en otra cola, agitando las manos, me saqué la correa y todo el metal que llevaba sobre mi cuerpo... Fue entonces que la volví a encontrar. Estaba en la otra fila, quieta y con los hombros descubiertos. El cabello lo tenía recogido. Giró su cabeza y me miró a los ojos por unos segundos con la misma cara seria.

Me ruboricé pensando que había descubierto mi mirada libidinosa. Al observarla por unos segundos, me quedé aún más sorprendido, porque me pareció reconocerla de algún lugar. Pero quizá me equivocaba. Vacilante, la volví a examinar. Sí, no me había equivocado, la señorita de nalgas voluptuosas tenía un rostro joven, suave y travieso; el pecho levantado y muy natural. Cuando empezó a caminar y cruzar sus amplias piernas, hizo resaltar más su agradable trasero gordo.

Disimulé susurrándole algo a Poncho, que iba delante de mí —no sin el dolor que me costó privarme de aquella observación—; luego caminé un pequeño tramo, hasta llegar con agilidad al escáner de la derecha. A unos pasos de donde yo estaba, pero parada en el de la izquierda, la volví a encontrar: miraba para todos lados con impaciencia.

Cuando me volvió a mirar con sus grandes ojos negros, le solté una sonrisa atrevida, continental; diría que con profunda fuerza. Por eso, en ese instante pensé que estábamos de buen humor y éramos capaces de hablar. No me equivoqué otra vez. Sus enormes ojos no rehusaron mi sonrisa. Porque sin aviso, y enseñándome sus blancos y hermosos dientes, me devolvió una apabullante y eterna mirada. “Hola, creo que me estás siguiendo”, me dijo con tenue y calmada voz.

Ignoro la cara que puse, porque ya sin tiempo para replicarle, y lleno de vergüenza, apuré el paso y volví a dar alcance a mis amigos; quienes sonrientes me esperaban al otro lado. Ahora nos saludamos con un apretón de manos. “Todavía no lo creo, pero el chato está aquí... ¿No será su holograma?”, dijo Joel. “Para mí que este pendejo ha pernoctado en la casa de su hermano”, aumentó Poncho. Preferí no decir nada. Quería olvidarme del tiempo y de las cosas que la bordeaban. Estas vacaciones cortas con mis amigos se merecían disfrutarlas de la mejor manera.

Ya acomodado en el interior del avión, fui divisando los rostros que tenía a mi frente: pasivos y somnolientos; algunos con notorias arrugas y comprensibles peculiaridades. Luego, de pronto, cuando salí de mi observación, entendí que conversaba con mis amigos. Hacíamos hora mientras esperábamos con impaciencia el protocolo de vuelo. “Qué carajo..., como si a medio vuelo, y luego de apagarse los motores, y en caída libre, a ver si vamos a seguir los consejos”, pensé.

Así estábamos hasta que escuché el arrancar de las turbinas y ver al avión tomar gran altura. Un rato después, el vuelo se me hizo rutinario; aunque, de cuando en cuando, observaba por detrás de la ventanilla la inmediatez del paisaje; y también comprobaba, soslayadamente, las sensuales curvas de las dos hermosas azafatas.

Estaba más descansado así, porque mis ojos sentían una especie de dulzura y encanto. Pero cuando estaba por apagar mis pensamientos de espectador, que se desvanecían por culpa de la llegada inesperada del sueño, perifonearon que estábamos aterrizando.

El tiempo del vuelo se nos hizo corto. Aterrizamos y antes de dos minutos, la azafata abrió la puerta. Entonces, en formación lineal, salimos. Ya fuera del avión, en el descanso de la escalera, Joel estaba delante de mí y Poncho iba a mis espaldas. “Parece que no han apagado las turbinas”, dijo Poncho, dudando. Así, y sin apuro, bajamos las escaleras contemplando alrededor. El calor afuera era insoportable. Por eso, inmediatamente nos quitamos las casacas y nos encaminamos en fila india hasta la zona de llegada y recojo de equipajes. Allí esperamos parados como galanes y en respetuoso silencio. Duró muy poco hasta que Poncho recuperó su otro maletín de la faja transportadora, el que había viajado como equipaje de bodega.

Salimos. Para entonces, no dejábamos de hablar. Hacíamos alusiones a las mujeres que se nos presentarían en esta calurosa ciudad; un tema que también lo habíamos conversado aquella noche sentados a la mesa de un inefable bar y en el que acordamos este viaje.

Los tres teníamos ganas de llegar al hotel para desprendernos de las mochilas que colgaban fastidiando nuestros hombros. Joel llevaba, además, una mariconera marrón cuya correa, en diagonal, le cruzaba una de las tetillas y toda la panza. Poncho portaba un simpático sombrero color trigo que cubría su creciente calvicie de monje franciscano. Ahora, parados afuera y a tres metros de la puerta de salida, no dejábamos de hacer bromas relacionadas con las damiselas del lugar. Con esta diversión o divagación apresurada, y haciéndonos los locos, evitábamos a un enjambre de mototaxistas que nos ofrecían sus servicios.

Al final, mirando alrededor y calculando el volumen de nuestros bultos, optamos por un taxi (station wagon) de color blanco. Recuerdo que la cara del taxista era mestiza y achinada, y hablaba con una sintaxis irregular, alterando el orden de la oración. Al llegar a un hotel de tres estrellas donde había una conjunción de espejos y cuadros de mapas turísticos, nos llevamos la sorpresa de que era bastante caro para lo poco que ofrecían. Lo peor de todo, y con evidente fastidio, era que teníamos que esperar algunas horas la desocupación de tres cuartos aún ocupados.

El taxista, sorprendido por nuestra sorpresa y quizás sintiéndose culpable, nos dijo con su dejo de charapa, pero con amabilidad: “... barato conozco otros más”. Al final, después de recorrer tres hoteles más, llegamos al que por cansancio nos pareció de mejor precio y el más cómodo; no había otra opción: habitación triple.

Perdidos en nuestras alegrías, nos bañamos y salimos lo más pronto que pudimos. “¡Ya estamos en lechugilandia!”, exclamó Poncho, echándose a reír. Joel lo miró inquieto y sonriente; yo solo hice gestos mezclando una sonrisa con la tos.

El desayuno, en un lugar inesperado y muy concurrido lleno de inmensas parrillas humeantes, fue de azar, porque lo encontramos sin proponérnoslo. Un rico pescado envuelto en una hoja de bijao nos hizo chupar los dedos. En todas las mesas, como en la nuestra, había gente que devoraba codiciosamente sus pedidos. Mientras tanto, Poncho, aprovechando algunas pausas, hablaba de lo que la noche nos tendría preparado; refrescaba así nuestra memoria para dejar escapar la realidad y sumergirnos en una esperanza. Luego de terminar el desayuno y contagiados de inquietud, nuestras ideas se volvieron fantasías.

Después de salir con la panza llena hasta el cansancio, tomamos un mototaxi con el que dimos varias vueltas por la ciudad. Recorrimos plazas y avenidas hasta llegar a un pintoresco barrio, totalmente pobre, compuesto por palafitos y embarcaciones pequeñas. Belén era su nombre. El siempre servicial mototaxista nos dijo que también la llamaban “La Venecia Amazónica”. El río Itaya nos acompañaba ahora —me pareció extraño lo huérfano que estaba de aves—. Resueltos, empezamos otro recorrido. El conductor, con expresión amable y sonriente, tal vez esperando una buena propina, nos transportaba sin parar de hablar. Nos mostraba así todo el visible e inesperado paisaje.

Nos condujo por caminos estrechos, trazados irregularmente, con pendientes empinadas y llenas de barro. Luego de unos minutos, inesperadamente se detuvo: “Este es Bellavista”, nos dijo; y comenzó a narrar su historia. Sin perder tiempo, aceleró y nos zambulló en las fauces de un mercadillo atestado de ambulantes. Por el lento movimiento que ahora seguíamos, se acercaban a la moto mujeres casuales y arbitrarias que nos invitaban a probar una variedad de platos típicos: tacacho, patarashca, gusanos hechos anticuchos, etc.

Antecedidos y precedidos por esta procesión de vendedoras, inquietas y obstinadas, atravesamos el mercadillo y una empinada curva, para luego llegar a una especie de puerto. Nos hizo bajar; él también bajó. Los cuatro, a pie, cruzamos un curso de agua por un pequeño e improvisado puente de madera. Al otro lado nos esperaba un restaurante de ambiente típico que flotaba a orillas del río y cuya única entrada sin puerta había que subirla por una pequeña y ancha escalera de madera.

Ya en el interior, el ambiente era claro y agradable. Con total sorpresa, apreciábamos por sobre el perímetro que servía de baranda y que formaba con el techo anchas ventanas sin lunas, al sinuoso río Nanay. Sí, el lugar era fantástico; y el calor también. “¿Y dónde está el Amazonas?”, preguntó Joel. “Al fondo está, el que tiene su agua más achocolatada”, respondió nuestro improvisado guía. 

Ya más cómodos, nos sentamos bordeando una mesita que estaba posicionada a pocos metros de una de las ventanas. Ahí pedimos una cerveza bien helada. Como en un descansado sueño, el ambiente era acogedor, apacible y tranquilo; todo era un balcón amplio que lograba en nosotros una visión fantástica e improvisada. Entonces, nos pusimos a conversar de lo que nos acontecería luego. La charla se hizo amena por las conjeturas, bromas y nuestras apreciaciones costumbristas. Mientras tanto, a contraluz, el mototaxista, en silencio y apoyado en el marco de una de las ventanas, permanecía parado y bebiendo una gaseosa que dispusimos para él. Nos miraba detenidamente, con ganas de meterse en nuestra conversación.

Una vez terminada la única botella de cerveza, optamos por dar algunas vueltas por el restaurante. Todo iba bien, o más o menos bien, porque seguíamos apreciando un paisaje ya repetido y tomábamos las mismas fotos. Así que decidimos marcharnos. Antes de partir, le dimos las gracias a la simpática señorita que nos atendió; guapa, pero nada sensual. Eso sí, nos fuimos de allí con la imaginación despierta.

Luego de llegar a la Plaza Mayor, despedimos a nuestro guía improvisado. Ahora la tarde se hacía presente junto a la atmosfera abrazadora e intolerable que nos rodeaba.

“Puta madre, ¿y dónde está mi sombrero?”, dijo Poncho. “Creo que lo dejé en el restaurante”, se respondió. Todos nos sentimos tristes porque era un bonito y simpático sombrero. “La chica lo debe de haber guardado… Mañana vamos y lo recuperamos”, dijo Joel. “Ojalá”, dijo Poncho con cara de duda.

La noche cayó de pronto. Había llegado la hora. Por lo que nuestro fantasear, monótono y comprensible, tendría que hacerse realidad. Para ello solo deberíamos buscar el lugar preciso en donde meter aquella cuña que la imaginación se merecía.

La ciudad de noche no es fea; diría que su aspecto es aparentemente cotidiano y caluroso; y las avenidas están llenas de motos de dos y tres ruedas, que van por todas partes; es un río rápido de ronquidos de motores pequeños, la que la hace diferente de Lima… Puedo también referir que está llena de árboles y jardines en donde hay pequeños aleteos y susurros de hojas silenciosas por la falta de viento.

En ese momento el calor abrumador pululaba en el ambiente como si la selva entera quisiera penetrar en nuestros cuerpos. Viéndonos ahí, en medio de la Plaza Mayor, y con determinación fijando nuestra mirada en el objetivo, decidimos partir. En un mototaxi y luego a pie nos encaminamos a un determinado bulevar. El mismo que el primer taxista nos había recomendado. “Después de las once de la noche las huambrillas están rondando por todos lados. El malecón se llena de ellas”, nos dijo. Fuimos con la sospecha de encontrar otras cosas más, pero que en nada cambiarían nuestras vidas. Tampoco teníamos por qué exagerar. Nuestra misión era decir: “Esto nos ocurrió”.

Después de beber dos jarras de cerveza, sentados alrededor de una mesita, fuera del bar, y al frente del malecón, en esta especie de alameda o ensayo de jirón, desde donde apenas podíamos divisar el río Itaya, nos dimos cuenta de que nada sucedería; ya que solo observábamos vendedores de cigarros, artistas improvisados y borrachos conspicuos. Los que nos resultaban divertidos al verlos en compañía de otros trasnochadores disfrazados malamente de Bob Marley, aunque con apariencia más de “bricheros”. En esta cuadra de concreto, y en parte revestida de mayólica y de árboles silenciosos y olvidados, había también otros noctámbulos bajo los focos eléctricos. Los que se paseaban en el contorno del malecón. En la parte baja y a nuestro frente, un pequeño anfiteatro nos acompañaba. Era un ridículo coliseo al aire libre, vacío en ese instante. ¿Nenas?... Nos sobraban los dedos de un manco para contarlas. “¿Qué sucede? ¿Qué pasa?”, era la pregunta que nos hacíamos inquietos. No nos quedó otra que sonreírnos incrédulamente. Por lo tanto, nuestro plan B era infinitamente necesario.

Esperanzados aún, llamamos al mozo y le hicimos algunas preguntas, las que no pudo contestar. Solo sonreía hecho un huevón, mientras movía la cabeza como si sospechara la naturaleza de nuestros pensamientos. Confusamente y sin perder más tiempo, pagamos la cuenta y nos marchamos de aquel triste y patético lugar.

Por espacio de diez o quince minutos, caminamos varias cuadras. Doblamos a la derecha, a la izquierda y caminamos no sé cuántas cuadras. Íbamos con los ojos como linternas —mismo Diógenes— en busca de un lugar con buenas y apetecibles mujeres. Pero, nada de nada. Al percatarnos de que andábamos en círculo, hecho unos huevones, decidimos volver a la Plaza Mayor. Entonces, casi al llegar, vimos que tres huambrillas nos miraban inquietas. Estaban paradas cerca de la puerta de entrada a un casino. Por sus fachas y su exagerado andar puteril, era fácil prever que con ellas no era la cosa. Así que seguimos nuestro camino bordeando el perímetro de la plaza. Nos detuvimos al llegar al frente de una humilde iglesia. Hasta allí solo nuestra fiel amiga soledad nos acompañaba. Fatigados de hacer el ridículo, decidimos tomar un mototaxi. “A la mierda… No hay otra… Plan B… Al Alfil Mañoso, ipso pucho”, dijo Poncho con total pasión. “Ok”, contestó parcamente el nuevo mototaxista.

Entramos. El portero entró delante de nosotros indicándonos el interior. Era un hombre joven, mestizo y de mediana estatura. “Son cuarenta soles por cabeza”, dijo tartamudeando. “Ok”, respondimos. Ya en la penumbra colorida, una mujer joven se acercó y nos acompañó hasta que tomamos asiento. “¿Qué se van a servir?”, preguntó coquetamente. “Una jarra de cerveza… ¡bien helada!”, contestó Joel. A pesar de mirarla con los ojos bien abiertos, y por la oscuridad del lugar, no logré verle bien el rostro, aunque me pareció guapa. Cuando nos dio la espalda, un resplandor repentino iluminó todo su cuerpo; entonces observé que llevaba unas pequeñas prendas negras, las que dejaban notar totalmente sus sensuales curvas. Al sentarme mejor, quieto, pude advertir que estábamos en una sala amplia y amueblada. Los sillones, de un color rojo intenso, como los de chifa de barrio, estaban recostados en parte del perímetro. También se descubría en el centro de todo el espacio a una plataforma o tarima que albergaba en una de sus esquinas a un gigante y memorable alfil negro. Abriendo más los ojos, pude notar un racimo de mujeres semidesnudas moviéndose en derredor. También a otras paradas en el fondo derecho de donde estábamos sentados. Y bordeando la tarima, cuyo lado daba con la puerta de entrada y salida, a varias más. Todas llenaban así el caluroso y oscuro ambiente.

Cuando ya habíamos bebido una jarra y media, el lugar se llenó de un chiflido macho. Un grupo de galancetes hizo su ingreso. Llegaban con bastante impulso, empujándose unos a otros. Traían a uno de ellos, entre empujones y jaloneos. Sus movimientos eran agitados, risibles, como si destaparan sus válvulas de escape. Parecían muy felices, como si hubieran ganado la lotería. Prosiguieron su marcha hasta llegar al borde de la tarima, donde se detuvieron. Parados y quietos, miraron para todos lados, como si estuvieran buscando algo. Y ya sin magia ni descarga, todos tomaron asiento, desilusionados. Se quedaron inmóviles e impacientes, aunque agitaban las manos. Ahora, toda aquella sensual realidad estaba llena de murmullos. Pequeñas risas, junto a la música, acompañaban el colorido espacio. Una jovencita lúcida e irreverente, de pecho alto, cabello crespo y suelto, se les acercó y los rescató del olvido. Llevaba cortas prendas, las que dejaban ver su voluptuosa figura. Era harta de carne, e iba sobre unos gigantescos tacones negros, que la hacían más alta que todos. A su derecha, el más gordito y semejante a Brutus, y que, por sus ademanes y gestos, aparentaba ser un cliente obligado, la llamó y le dijo algo al oído. Luego, sin disimular, le entregó algo en la mano. Casi en el mismo momento, ella, sonriente, se fue directa, sin consultar ni detenerse, hasta donde estaba sentado un timorato mestizo con apariencia de funcionario mal trajeado y huérfano del festín de la vida. Este gritó imprevisiblemente al sentir que sobre el pucho y de un solo tirón la damisela lo llevó rápidamente encima de la tarima. Allí lo tenía en pie y lo hacía bailar. También bailaba muy pegada a él, pero dando vueltas a su alrededor. Sin darle tiempo, empezó a quitarle el saco, la corbata... Ahora, sin su cáscara de funcionario de alcaldía provinciana, por sus ademanes, parecía estar confundido; no quería bailar; solo movía la cabeza de un lado a otro, como un tonto mientras su cuerpo, sin ritmo, se movía como un muñeco de trapo. Y por su menguada estatura y la camisa desabotonada fuera del pantalón, parecía un Popeye sin espinacas estropeado por Brutus. Sin dejar de bailar, la mujer elevó la vista y soltó una amplia sonrisa, como si tuviera la sensación de estar ingresando a un mundo desconocido y excitante. No contenta, agitaba sus manos por la entrepierna del turbado practicante de lujuria; se la sobaba sin compasión alguna. Él, apoyándose en la cintura desnuda y delgada de la voluptuosa mujer, solo sonreía débilmente, distraído y tonto, como si su educación lo aplastara y lo dejara como un aprendiz de aventurero. Para su suerte, hubo una pausa. Los parlantes encaramados en las paredes, advertían el siguiente show: “La guapa y sensual Kamila hará un bartop dancing para todos los presentes”, resonó por todos los rincones. Entonces, la curvilínea mujer dejó de jugar con su muñeco de trapo y se dirigió a los camerinos. El muñeco la siguió sacudiéndose el pelo y acomodándose el pantalón. Luego se puso al lado de sus amigos. A los pocos minutos Kamila salió caminando lentamente y volvió a subir a la tarima.

Ya sobre ella, Kamila, con sus danzantes y sensuales movimientos, era para mí la reina de las nostalgias, porque mi juventud se hizo presente. Pero de eso más valía no hablar con mis amigos. Con la mirada quieta, no dejaba de observarla. Atento, y al ritmo de la música, seguía el desvestir de sus pequeñas prendas. Con sensuales movimientos, lo hacía de a poco y descaradamente. En ese estado lujurioso, yo solo aspiraba el cigarrillo con fuerza y bebía a sorbos cortos la cerveza que refrescaba mi garganta. Joel agregaba diplomáticamente: “Está buenaza…”. Poncho, quieto y absorbido por la desnudes de la esbelta mujer, parecía recordar algo.

La música llegó a su fin y las luces, como flashes, se apagaron. Amparada en la oscuridad, la voluptuosa estriptisera cogió apuradamente sus pequeñas prendas y se dirigió casi corriendo al camerino. Había terminado su show. Los aplausos eufóricos no se hicieron esperar. Antes, la mirada de Joel divagó como eclipsado.

Nueva pausa. Pedimos otra jarra de cerveza. La sensual Kamila ahora bebía de una copa colorida, la que fue pedida por un exaltado y estimulado Brutus; la disfrutaba sonriente y sentada en las faldas de un Popeye inquieto que no dejaba de toquetearla, tonta y cristianamente; parecían momentos capitales para él por la eficiencia de la damisela, que, con sus piernas largas y el pelo enmarañado, estaba dispuesta a todo; aunque el pobre, por su infantil desempeño, solo era un mero títere para ella. Otra pausa. Pero al rato, volvieron a sonar los parlantes advirtiendo otro nuevo show. Sorprendidos, vimos que Kamila nuevamente subía al escenario. Lo que hizo que repitiera algunos movimientos. Sin embargo, a medio show y sin aviso, dio un salto como leona hasta el asiento ocupado por Popeye. Lo agarró del cuello y lo subió rápidamente a la tarima sin hacer caso de sus súplicas. Para luego dejarlo sentado con las piernas estiradas. Ahí, en medio de todo y sin saber qué hacer, el pobre Popeye presentaba la mirada perdida. Los presentes, incluidos nosotros, vitoreábamos lo que le sucedía al pobre muchachón. Primero le arrancó la camisa, dejándolo en bivirí. Luego, al ritmo de la música, y como un remolino, y agitando el cuerpo, se dirigió, amenazante, con la entrepierna desnuda sobre el rostro asustado de su víctima. Mientras hacía esto, inclinada, guiaba sus manos, como diosa terrible, para tratar de dejarlo desnudo. El atontado Popeye, con la cabeza gacha y manoteando al aire, como un bebé aturdido, trataba de ignorar las circunstancias. No aguantando la vergüenza, hizo un esfuerzo y se puso en pie. Mostrándole la espalda, quiso huir como gallo maricón; pero Kamila se lo impidió. Como si fuera una cachascanista de profesión, se abalanzó sobre el tullido cuerpo de Popeye y lo tiró al piso. El pobre, dando vueltas, quedó bocarriba. Solo movía los brazos y las piernas como si fuera una tortuga caída de espaldas. Momento que ella aprovechó para tratar de sacarle el pantalón que él sujetaba fuertemente con sus dos manos. Al fin, y luego de varias volteretas, logró parase con el pantalón caído hasta las rodillas. Perdido en el espacio y tiempo, con la mirada secuestrada, y enseñando el calzoncillo percudido, aunque sin bulto alguno que ameritara aquel “privado”, empezó a caminar absorto. Parecía un pingüino tratando de escapar de un inminente peligro. Pero otra vez fue dominado y tirado de espaldas al piso. Sus piernas, levantadas perpendicularmente, elevaban sus pantalones como bandera izada. Por más que se defendía como puerco indomable, nada detenía a Kamila, que danzaba de pie, con las piernas abiertas a ambos lados, de espaldas, y en medio de él. Así, sin detenerse, agitando el cuerpo, inclinó sus largas piernas y posó su voluptuoso culo sobre aquel patético rostro. La que inmediatamente empezó a refregárselo ágilmente de arriba abajo. Cuando por fin el escogido del grupo, el parco Popeye, se pudo soltar, su rostro presentaba una derrota moral, una tragedia pavorosa y llena de moralina. Como en un coliseo romano, los gritos y aplausos eran incesantes. Más, porque ahora todos veíamos caminar, por sobre el borde de la tarima, lenta y completamente desnuda, a una resplandeciente e infatigable Kamila. No había dudas, la joven y agraciada damisela había cumplido otra misión con una febril pasión profesional. En ese instante, los ávidos ojos de Joel bailaban por la parodia vista. “Chato, que huevonazo… Yo la hubiera dejado que culmine… Total… no quedaría haciendo el ridículo”. Sus palabras lograron que arqueara las cejas. “Cumpa, tú no harías ese ridículo, ¿no?”, dije. “¡Nunca, cumpa!”.

El show llegó a su culminación con sonoros aplausos y carcajadas.

En nuestros rostros ya no había alojamiento para tanta risa. Nos costaba creer que estuviéramos ahí, riéndonos tanto. Era una desconocida ciudad y un desconocido lugar en el que una chica nos hacía la noche y el día. Así que, para disimular, pedimos otra jarra de cerveza.

Me quedé con una idea. Por eso, esperé un poco. Ya que la vi un tanto lejos. Cuando me di cuenta de que me prestaba atención, le hice unas señas para tratar de comunicarme con ella. Luego de dos intentos, me distinguió en la penumbra; se dio cuenta y vino hacia nosotros. Por el ritmo que traía, no parecía estar sorprendida. Entonces esperé impaciente hasta que estuviera a una discreta distancia. Al tenerla muy cerca, su cara me pareció familiar de algún lugar mediato, pero no le di importancia —aunque confusamente trataba de recordarla—. La oscuridad colorida del ambiente era el marco preciso que necesitaba... Tomé aire y me di valor —no dudo que me sintiera un hijo de puta, con un remolino de pensamientos de oscuras y agradables fantasías—. Después de unas efusivas palabras, que la disponía a hacerle un privado a Joel, aumenté, sonriendo: “Haz con mi amigo lo que tú quieras, pero eso sí… sobre la tarima…”. Me confío coquetamente que así lo haría. “Mi amor, le hago todo lo que tú quieras…, solo te costará cincuenta soles… Pero tienen que esperar un poquito…, después de mi siguiente privado… Ok”. “Ok”, le contesté.

Joel me miró incrédulo, pero con un silencio que implicaba una complicidad culpable. Poncho proyectaba en su rostro una intimidad erótica y de sorpresa, como sintiendo una especie de epílogo dramático e imprevisible. Un tiempo después, Joel, ya con el tiempo agotado, proyectó un relámpago de reproches, como queriéndose chupar. Poncho, viendo aquel ominoso suceso, se apuró a constatar el hecho. “Cumpa, te quiero ver… No es momento para arrugar…”. Joel, advirtiendo que el destino es siempre impredecible, se apuró a sonreír mordiéndose los labios y con el cuerpo tieso. Así que no le quedó otra que mover la cabeza en sentido afirmativo. “No te preocupes, cumpa… No puedo despreciar el regalo del chato…”, le respondió, curvando las cejas y contemplándolo con serenidad. Entonces le dio un sorbo largo a su vaso. Luego, como si fuera casual, se puso en pie y se fue al baño.

Nueva espera, pero ahora sin la presencia de Joel. Entonces, aprovechamos para soltar algunas viejas bromas. Se notaba una solidaridad cómplice. También nos divertíamos viendo las caras de los amigos de Popeye; todas eran de un aspecto risible. Mientras que, a un lado de ellos, la primera víctima, acomodándose la camisa y el pantalón, los miraba con una sonrisa más insultante que una mentada de madre. De pronto sentimos los pasos de Joel. Inmediatamente que llegó, se tendió en el asiento. “Cumpa, te has ido a mear de puro nervios”, dijo Poncho. “Nada, cumpa, he ido a sacarme el forro… Para hacer las cosas más fáciles en el ruedo…”, contestó con una sonrisa de oreja a oreja. Otra nueva pausa. La heroína, que había estrujado y casi violado a su primera víctima, levantó la mano derecha y nos hizo una seña. Comprendimos que seguíamos nosotros. Por la cara que puso la muchacha, parecía dispuesta a domar a un indomable Joel.

Había trascurrido cinco minutos. De repente, sobre la tarima, la audaz Kamila, con calma y en posición felina, estiró el brazo derecho, y agitando uno de los dedos, le hizo una señal a Joel. Incomprensiblemente, Joel no hizo caso; lo que aprovechó la doña para acercarse y empezar el privado junto a los tres. Parecía decidida a concluirlo ahí. “¡Epa!”, exclamó Poncho. “Amiga, así no es, tienes que llevarlo allá… ¡En la tarima!”, agregué.

Entendiendo nuestra orden, lo tomó del brazo y lo condujo a uno de los bordes de la tarima. Pero antes del tirón, Joel se había desprendido de sus objetos personales y se los entregó a Poncho. “No se me vaya a perder la billetera, cumpa… El celular está apagado, no hay problema…”, dijo. Por su larga sonrisa, parecía que los olores y el calor del ambiente cerrado lo excitaban más: no podía ser otra cosa. Mientras Kamila se lo llevaba al ruedo, nuestro amigo elegido, de espaldas y con la cabeza girada hacia nosotros, con mirada vacuna, levantó los brazos en señal de triunfo. Al llegar al borde, se volvió con todo el cuerpo y nos guiñó un ojo. Ahora, totalmente de espaldas al ruedo, parecía concentrar la vista en todas las sombras que relumbraban. En ese momento, algunas luces como flashes coloridos, brillaban en su rostro que estaba lleno de gotitas de sudor. Hasta una sonrisa burlona le brotó instantáneamente. Tomando la iniciativa, puso las manos a sus espaldas y se sujetó del borde. Acto seguido, y con extraña energía, de un solo esfuerzo, estiró el cuerpo y se lazó sobre la tarima. Lo hizo como si se tratara de un buzo sentado en el borde de un barco y de espaldas al mar. Ágilmente dio una voltereta sobre su cabeza y cayó de panza. “Ay chucha, creo que caí mal…”, susurró. Luego, mordiéndose los labios y frotándose el cuello, cambió de posición. Se colocó bocarriba. En el ambiente se oían gritos y aplausos de aprobación. Como si fuera un niño con juguete nuevo, en la misma postura, esperó impaciente la diversión. Esperaba el rito erótico terrible pero necesario. En la penumbra colorida de este improvisado coliseo romano, sus ojos solo miraban la entrepierna desnuda y pelada de Kamila; diría que la miraba con una alucinante pasión. En este pequeño tiempo, hizo algunos ademanes para tratar de imponer su condición; pero luego de ver la total desnudez de su contrincante, que iba envuelta en ráfagas de luces y sombras, y que eróticamente se frotaba el culo con la punta del gigante alfil negro, advirtió que no podía manejar la situación.

Luego de besar y pasarle la lengua a tamaño obelisco, lentamente, como leona que va en busca de su presa, Kamila llegó al fondo de la esquina. Ahí estaba tendido nuestro insaciable amigo. Este la esperaba con la cabeza recogida por sus dos manos puestas en la nuca. Desde ahí la miraba atenta y apasionadamente. Ella se colocó encima de él con las piernas abiertas. Luego se inclinó y empezó a tocarle el pecho con ambas manos. Luego las empezó a bajar lentamente hasta llegar a su entrepierna. Mientras hacía esto, inclinó más el cuerpo y empezó a frotar la cara de un complaciente y nada educado Joel con sus ardientes y naturales tetas. Joel, desdoblándose como si fuera dos, y como animal hambriento, hacía el intento de chuparlas a como dé lugar. Todos nos carcajeábamos de lo lindo, ya que parecía un cuadro de la fundación de Roma con Luperca amamantando a los gemelos Rómulo y Remo. Nueva pose y nuevos movimientos. Kamila, girada de espaldas y sentada sobre la cara de su nueva víctima, cuya nariz parecía estar siendo absorbida por su voluptuoso culo, jadeaba sin dejar de mover el cuerpo. Cuando se retiró un poco y se dispuso a quitarle el pantalón, notó que este no llevaba correa. No le dio mucha importancia. Ahora, sentada sobre el pecho desnudo de Joel, ahondó sus manos por debajo del pantalón sin encontrar resistencia. No había nada, nada que cubriera la pichula erecta y hambrienta de su apasionado cliente. “¡Tampoco tiene calzoncillo!”, pensó. Estaba sorprendida; se le notó por los gestos que hizo. Pero era su hombre en ese momento y aquello no le pareció importar, ya que la fantasía de su cliente tenía que ser satisfecha. Y así lo hizo. Con el cuerpo quieto, pero agitando las manos en la entrepierna golosa de Joel, trataba de que este concluyera con el rito erótico. Pero Joel no contento, se provocó una sonrisa maligna; su rostro daba razones para creer que el alma de Calígula se le había apoderado. Por eso, con los ojos desorbitados, se propuso demostrarle que él era un macho de temer y que también tenía voluntad, porque entendía que aquello era un hecho histórico, una noche capaz de subvertir el misterio de un tiempo remoto cuando se lo contase a sus nietos. Por ello, una “frotadita pajera” no era suficiente. Primero eligió sentarse, auparla de espaldas y apretarle la cintura con las fuerzas de un oso. Segundo, cueste lo que cueste, tenía que coger (literalmente) a Kamila. Logró lo primero. Porque ahora ella era dominada por un furibundo macho; macho que le escrutaba todo el cuerpo con voluntad espartana. Cuando fue por lo segundo, este le atrapó los senos con las dos manos y agitando el cuerpo la puso en posición “pollito tomando agua”. Ella, irritada, advirtió la hipótesis de lo que vendría luego. Y es que Joel tenía el pantalón por debajo de las rodillas y blandiendo en el aire la erecta y lacrimosa pichula. Así que ella hizo un gran esfuerzo y, girando la cabeza, se volvió hacia él con gesto dramático, aunque disimulando una sonrisa: “Amigo, no seas pendejo…, esto ya es perrito… y no está en el libreto…”. “No, no va a pasar nada, mi amor, solo va a ingresar la puntita…”, contestó Joel. “No, así no… ¡Pendejo eres, no…! Tú debes ser del Callao, seguro”, aumentó Kamila soltándose de los brazos de Joel. Este hizo un comentario más sin levantarse los pantalones, con la creencia de que el show continuaba; pero todo ya estaba decidido. Así que no protestó ni trató de cambiar la decisión.

Cuando terminó el show, allí estábamos sentados los tres. Y hacíamos bromas sobre lo acontecido. Aunque por la hora, decidimos partir. Como me dieron ganas de mear, apuré el paso y me fui al baño. Ellos continuaron hasta la salida.

Cuando estaba por dar alcance a mis amigos, y de repente, un brazo me detuvo casi abrazándome.

—Parece que has gozado con mi show de principio a fin —me dijo una voz muy cerca de mis oídos.

Cuando me volví hacia aquella voz, la vi. Sí, la pude reconocer, era la misma mujer del bus y del aeropuerto, la misma de la voluptuosa figura y grandes ojos negros. Sí, estaba allí, a mi lado, con sus largos y enmarañados cabellos, erguida y espléndida.   

Loro

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