Mientras tanto, ya en 1487,
Huayna Cápac baja a la costa a fin de conquistarla; llega al valle de Chimú
—Trujillo—. Luego de medir fuerzas, ordena que se allanen los del valle de Chacma
y Pacasmayo; quienes al verse disminuidos responden positivamente. Lo mismo
ocurre con los de Zaña, Collque, Cintu, Tumi, Sayanca, Mutupi, Pichiu y
Sullana. Esto le costó dos añitos, más o menos. Pero para bien, porque con sus
nuevas conquistas renovó su ejército haciéndolo cuatro veces mayor.
Entonces volvió a Quito
donde se ocupó en la construcción de varias fortalezas y ductos de agua.
También mandó construir, para variar, “la casa de las escogidas”.
Lo mismo hizo, pero en menor
grado, en Tumbes. Para esto trascurría el año de 1492.
***
Así, luego de la toma de
Granada por los castellanos y que el rey moro besara, de rodillas, las reales
manos a los Reyes Católicos, el cargoso de Colón volvió a reunirse con ellos
después de mendigar por toda Europa con un nuevo mundo en las manos. Ahora no
le quedó otra que contarles la susodicha “información privilegiada”.
Pero como los recursos del
erario eran harto escasos, la campaña tenía que ser pospuesta o, por último,
desechada. Entonces apareció un tal Luis de Santángel, funcionario de la corte
de los Reyes Católicos, de familia judeoconversa, y que luego se convertiría en
protector de Colón. Como buen judío se había enriquecido a costa de la guerra.
En su “afán” de auxiliar a moros y judíos perseguidos por la inquisición, hizo
gran fortuna. Hubo una en especial: el rescate de los judíos malagueños que
fueron expulsados de Castilla. Este angelito y su adjunto, un tal Pinelo, les
cobraron mucho dinero, que fue pagado en efectivo y en bienes. Y así, siguiendo
con sus fechorías, los dos personajes se vuelven prestamistas de la corona.
Aunque ya entre 1489 y 1491 habían financiado parte de la conquista de Granada;
la que llegó a la friolera suma de 315.000.000 maravedís. También dicen las
malas lenguas, que a inicios de 1492 los reyes mandaron pagar, por
intermedio de Santángel, a un tal Isaac Abravanel —nombrecito nada judío—, la
“pequeña” suma de 1.500.000 maravedís por un préstamo que éste les había hecho;
pero como el judío estaba en trance de expulsión, el angelito de Santángel se
“olvidó” de pagarle. Y así sucesivamente…
En esta galería de colección
industrial de maravedís por parte de Santángel, nace la financiación del primer
viaje de Colón por encargo de su alteza Isabel la Católica. Así, la nueva
cruzada tenía resuelta lo económico. Es decir, se desembolsó 1.400.000 maravedís
contantes y sonantes.
Mejor sigamos, porque si me
detengo en estos avatares el relato se convierte en la de “Las mil y una
noches” con Alí Babá y sus cuarentas ladrones
incluidos.
Entonces Colón llega a
América creyéndose el nuevo Marco Polo; atraca en la isla de San Salvador, que
queda en el archipiélago de Lucayas. Pero el muy tarugo cree que ha llegado a
la India. Por eso, pluma en mano, relata sus aventuras épicas con el afán de
hacerse famoso; aunque siempre dejando en duda el lugar de su nacimiento. ¿Por
qué sería?... Pero está contento porque acaba de encontrar los nuevos mercados
y el futuro enriquecimiento de él y de los hombres que se sumaron a la
expedición; y porque también llegan para evangelizar a los pájaros, animales y plantas
y ponerlos al “servicio de Dios”. Le había llegado la hora de salir de misio,
escalar hacia la nobleza castellana y buscar nuevas historias que contar a sus
nietos. Así, mismo Concilio de Clermont que dio inicio a la primera cruzada, lo
divino y lo caballeresco fueron los ejes en las que giró la conquista del nuevo
mundo. Para estos angelitos, los “indios” son un grupo homogéneo carente de
atributos culturales; tienen la misma estatura, el mismo color, la misma
desnudez, todos andan pitados igual y no tienen lengua, ley ni religión. Seres
raros como los animales que no tienen voluntad; especímenes dignos de cualquier
álbum coleccionable para ser mostrado en el “viejo mundo”. Desde sus
perspectivas religiosas y novelísticas, había que domarlos y transformarlos. Se
creían los mejores del mundo. Así, el imbécil de Colón descubría un nuevo mundo
sin saberlo; pero no a los americanos. Fueron estos pensamientos los que
sentaron las bases para la justificación del esclavismo y la explotación de los
indígenas. Después de todo, el intercambio de oro por religión era lo justo y
necesario.
5 de diciembre de 1492,
Colón llega a la isla de La Española (Haití y la Republica Dominicana). Forma
la primera colonia europea en el nuevo mundo. Ningún monje Dominico o Jesuita
lo acompañan en su primer viaje; ni tarugos que fueran.
Pero esta expansión
castellana en el oeste produce tensiones con Portugal. Así que el papa
Alejandro VI —Rodrigo de Borgia— entra a tallar de mediador; y lanza su bula
Inter Caetera en 1493 que limitó el área de influencia de ambos. Se reunieron y
acordaron trazar una línea imaginaria de polo a polo situada a 100 leguas al
oeste de las Azores —conjunto de nueve islitas paradisiacas entre Europa y
América—. Ahora cada reino podía reclamar al otro. Poco después, el tratado de
Tordesillas de 1494 trasladó la línea fronteriza a 370 leguas al oeste de Cabo
Verde, que abrió así una amplia zona al este de Sudamérica, para la expansión
portuguesa, que luego se conocería como Brasil.
***
El tiempo, que a todos nos
ocurre y que como Cronos devora todo lo existente, no se detuvo; siguió y hasta
allí llegó un viejo Huayna Cápac. Ahora consuela su vejes —como todo viejo
huevón— recordando cada pasaje de su conquistadora vida. Habían pasado muchas
lunas de no ver su palacio de oro y piedra. Ahora el hijo nacido del vientre de
la extranjera era un mozalbete guerrero y ambicioso. ¿Qué edad tenían los dos?
El Auqui “veintiocho veces trece lunas”; el bastardo, apenas “sesenta lunas
menor”.
Sí, “El Joven Señor” está
viejo; ahora es un carcamán de 72 veces trece lunas. En el amor y sexo no tuvo
competencia. Ni su padre Tupac Yupanqui llegó a tanto. Tal vez podríamos
compararlo con algún cuerdo emperador romano que tomó como deporte favorito lo
erótico.
—Sapa Inca, un grupo de
extranjeros han puesto sus pies en el imperio.
—¿Otra conferencia? Llevo el
alma cansada… y mi cabeza quiere volar en mil pedazos; y no sé si por mucha
metida de lengua tengo unas manchas rojas por toda la boca que se van
ampliando; qué te parece si lo dejamos para mañana. ¡Ay, cómo me duele el
cuerpo, por la puta madre! —Disimulando su dolor, aumentó— ¿Qué más?... Tú
sabes que mi reino es inmenso, sacerdote. El Tahuantinsuyo ha crecido tanto que
abarca muchas razas. Y todas pueden llevar una existencia digna del ser humano.
Tú sabes lo que me costó la Maskaypacha: intrigas y ambiciones cortesanas.
Primero, que el hijo de una de las concubinas de mi padre; después, que el hijo
de mi tío Apu Huallpaya… cojudeces, puras cojudeces. Para eso estaba mi vieja
Mama Ocllo y la lealtad de mi tío Huamán Achachi.
El Villac Umu lo mira
impávidamente, detiene los ojos en dirección de la borla carmesí, de la
Maskaypacha; quiere explayar mejor la idea. ¡Aquellos extranjeros! ¡Estos
extranjeros son diferentes, sin dudas! Serian acaso los mismos del sueño que le
contó el Sapa Inca. Aquel sueño manso que luego se convirtió en pesadilla:
Fantásticas y gigantes naves atracaban a la orilla de la verde e inmensa Mama
Cocha, traían hermosos atavíos, que presiente y adivina no conoce. Eso le da
miedo. Por eso el narrador desfigura los hechos y soslaya sus presentimientos.
“Mi reino es demasiado grande que mis veloces chasquis tardan muchas lunas en
entregarme la última noticia de lo que sucede con mis tropas que combaten en el
Maule”.
—¡Sapa Inca, en el Cusco te
reclaman!
—Iré… Ya veremos, hoy quiero
el día para mí y algunas de mi Huayrur aclla… Tal vez sea mi último polvito.
Así que retírate y de pasadita dale aviso a la mamacona, dile que se haga
presente con tres de ellas… y que no demore, que mi desayuno de maca me ha
puesto “duro”. Y también manda llamar a mi hijo Ninan Cuyochi… No sé por dónde
anda ese pendejo…
—Ja, ja, ja. —se ríe en
silencio el sacerdote — Si a éste ya le han preparado su estatua de oro, su
“guaoqui”. Debería de llamar a sus chácaras, yanaconas… e ir a su gineceo… El
pobre está más allá que para acá… Hace buenas lunas que no se le levanta ni el
ánimo… Lo que necesita son tres, pero del Taqui Aclla. Éste es puro pututo…
—dijo saliendo y murmurando el Villac Umu.
Pero ahora era 1525. Y
después de una larga ausencia, volvía al Cusco. Iba acompañado de sus generales
y por toda su nobleza. En hombros y con gallarda caminata llegaban al Ombligo
del Mundo. “El Inca regresaba después de intensas campañas en el norte del
imperio. Ahora todos saben que ha conquistado Chachapoyas y Llamichus; y
aplastado la rebelión de los Calanques. Regresa acompañado de sus consejeros.
Ha dejado en Tomebamba (Tumipampa o Tumipamba) a uno de sus hijos predilectos,
Atahualpa. Y lo espera otro de sus hijos, Huáscar. Sí, Huayna Cápac regresa
como lo hiciera antes; sólo que esta vez, y pocos lo saben, el Inca está sin
alma”.
***
Mientras tanto en Portugal,
después del tratado de Tordesillas y luego del “gana, gana” o de quién llega primero
a las islas Molucas (Maluku en la actualidad o Malucas en el siglo XVI),
también conocidas como las Islas de las Especias —que forman parte de la actual
Indonesia—, entre Portugal y España, el primer conde sin sangre real, conde de
Vidigueira, fue enviado de regreso a la India tras permanecer de asueto naval
20 añitos. Tenía que sustituir al desastroso y pervertido virrey Duarte de
Meneses. El destino quiso que este lobo de mar contrajera la malaria al poco
tiempo de su llegada. Así, convaleciente, puso mano fuerte y logró poner todo
en orden; lo que no pudo fue vencer la enfermedad; así que ésta lo llevó con
diosito en las vísperas de navidad del año 1524. Era nada más y nada menos que
Vasco da Gama, navegante portugués que descubrió por primera vez una ruta para
llegar a la India rodeando el Cabo de Buena Esperanza. Entonces Lisboa pasó a
ser la capital de las especias. Pero antes, como ya lo hemos dicho, Cristóbal
Colón dio un nuevo giro a la idea de navegar hacia el este; se mandó con todo
al oeste, descubriendo América.
***
Luego de la muerte del Sapa
Inca Huayna Cápac y luego de la misa de un año por la muerte de Vasco da Gama,
empieza lo bueno.
***
El potente empresario y
gobernador Pedrarias, alias “el Galán”, crea la Armada de Levante en julio de
1525. Levante era la región a conquistar que quedaba al sureste de Panamá y que
luego recibiría el nombre de Perú. Aunque antes ya había un proyecto de
expedición que figura en un texto del 6 de marzo de 1524. Lo sabemos porque un
resentido Gil González Dávila, luego de llegar a Panamá, y dar cuenta de sus
exploraciones, y ante el temor de que el gobernador Pedrarias atentase contra
su vida, huyó a Santo Domingo, desde donde le escribe al Rey Carlos I de
España, V del Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Juana I de Castilla (la
loca) y Felipe I (el hermoso) y le informa que Pedrarias pretende organizar una
expedición para descubrir el Levante. Pero Pedrarias, al enterarse, cambia de
parecer y decide organizar por su cuenta la Armada de Nicaragua. Como tiene
amigotes nobles y oficiales reales de Panamá, y harto billete y harto poder
—pero como es duro—, decide hacer una chanchita para financiar la expedición a
Nicaragua y jorobar a Gil, que se encontraba allí y había recibido oro de manos
del cacique Nicarao. Se reúnen en una comilona de padre y señor mío y todos
colaboran, pero con desconfianza, ya que hay muchos intereses; entonces deciden
nombrar a Francisco Hernández de Córdoba como lugar teniente de Pedrarias. Pero
no todos quedan conformes. Unos quieren que sea un tal Francisco Pizarro;
otros, Diego de Albítes.
Al final, Pedrarias
formaliza la Compañía Comercial del Poniente y envía a Francisco Hernández,
quien previamente le había prometido muchas ganancias y le había “roto la mano”
con una fuerte cantidad de dinero.
Pero como el destino es
siempre imprevisible y crea laboriosas e insospechadas contradicciones, sucede
que el pendejo de Francisco Hernández, ya en Nicaragua, se le subleva a
Pedrarias, que queda botando espuma por la boca, franco el rostro y sumido en
un absoluto silencio. El hablador, ya no sonreía muy fácil. Entonces, ni corto
ni perezoso, va en busca de Pizarro y le ofrece el cargo de lugarteniente de
Nicaragua; y le pide, además, que utilice sus navíos y se dirija a traer al susodicho
Hernández para propinarle un reverendo castigo. Pizarro, perplejo, reacciona
echándole flores; pero le dice que con él no es la cosa, porque se halla
entregado a su trabajo y con los barcos preparados para su segundo viaje al
Levante, y que allá había full oro. Por eso, pese a la tentadora oferta,
Pizarro decide continuar su empresa con sus otros dos socios.
***
Retrocediendo al primer
viaje de la conquista del Perú, y como ya dijimos, eran tres socios o consocios
—fundaron en Panamá, después de la debacle de la primera expedición en 1524, la
Compañía de Levante, suscrito ante el escribano Hernando del Castillo, 25 de
marzo de 1526—: Francisco Pizarro, Diego de Almagro —algo mayor que Pizarro— y
Hernando de Luque que era cura de Panamá, y por lo tanto “gozaba de influencia
y de general estimación”. No olvidemos que Hernando de Luque representa los
intereses de la Iglesia Católica y del licenciado Gaspar de Espinoza, oidor de
la Audiencia de Santo Domingo y miembro de la familia de “los Espinosas”,
banqueros de Sevilla y Valladolid. Este curita pendejo, previamente había hecho
un contrato traspasando sus derechos —el tercio que le tocaba— a esta
“Compañía”. Los 20 mil pesos aportados en 1526 lo confirman. Aunque los dos
capitanes también se mojaron y aportaron parte de la suya. Es por eso que
Hernando del Castillo acredita que los dos capitanes reciben del curita la suma
de 20 mil pesos en barras de oro, o sea, más o menos, nueve millones de
maravedís.
***
Arranquemos con el primer
viaje luego de tanto preámbulo.
Para la primera expedición,
y luego de una corta búsqueda, compraron dos buques pequeños. El más grande era
uno de los construidos por Balboa para el mismo propósito; pero, como ya
sabemos, a éste le llegó antes la muerte; injusta muerte por culpa de la
envidia y la sinrazón, por no decir la urdida pendejada de Pedrarias… Al más
pequeño de ellos lo bautizaron con el nombre de “San Cristóbal”; al de Balboa
de “Santiago”.
Pero la mayor tarea fue
reclutar hombres. Porque la desconfianza en las expediciones hacia el sur era
más o menos como lanzarse a la mar en el primer viaje de Colón. Al final, luego
de ofrecer el oro y el moro, pudieron reunir 100 castellanos.
Entonces Pizarro se adelantó
en el “buque insignia” de Balboa con 80 españoles, 32 “nicaraguas”, 15 esclavos
negros y 4 caballos. Esto sucedía a mediados de setiembre de 1524, cuando el
clima era harto malísimo: “había lluvias y vientos contrarios a la navegación”.
Pero nada detenía al oblongo y cazurro Pizarro. Almagro, luego de darle un
fuerte abrazo y sobarle la espalda, lo vio partir. Le daría alcance después de
conseguir más hombres, “aparejar” el buque pequeño y llenarlo de vituallas.
Primero tocaron en el
archipiélago de Las Perlas, atravesaron el golfo de San Miguel y se dirigieron
al puerto de Las Peñas. Luego bordearon la actual costa colombiana, entrando en
el rio Birú —que algunos creen que la mala aplicación de este nombre originó la
de Perú—, “y se internaron como dos leguas”. Desembarcaron todas sus fuerzas;
ningún mercenario quedó en el barco excepto los marineros. Penetraron con mucha
dificultad; el calor intenso, los moscos y los ruidos de pájaros y otros
animales, para ellos desconocidos, llenaban todo el espacio. En su penosa
caminata, destajaban a fuerza de machete la densa y apretada vegetación
caribeña. Durante dos días estuvieron reconociendo el lugar. Sólo encontraron
un bosque infinito lleno de pantanos y peñascos. Cuando por fin logran salir,
se hallan en una región montañosa llena de innumerables piedras filudas que les
cortan los pies. El hambre, las ganas de una mujer y el calor reinante les
obligaron a volver, reembarcarse y partir. Así, siguieron recorriendo la costa
colombiana, hasta que eligieron un lugar para detenerse y para aprovisionarse
de agua y leña —otra cosa no había que conociesen—. Las provisiones en el barco
estaban a punto de agotarse. Así que, para retardar este conflicto, se llevaban
a la boca, para todo el día, dos mazorcas de maíz. Tanto fue el exceso de
hambre que, Pizarro y sus hombres parecían insectos peludos por lo demacrado de
sus cuerpos. En estas condiciones, sus soldados maldecían la hora en que aceptaron
tal viaje. Por ello, sólo deseaban regresar a Panamá, en donde podían tragar,
beber y tener sexo con las nativas. Hubo algunos que quisieron revelarse, pero
Pizarro desplegó las notables condiciones de su carácter —mismo Balboa antes de
que perdiera la cabeza, literalmente—; los animaba y les infundía fe con
palabras fuertes, pero llenas de consuelo. “¡Sí se puede! Estos muros serán
nuestros peldaños que nos llevarán a la victoria… Lo muy lejano será cercano si
viajamos hacia allá… Griten conmigo: ¡Sí se puede! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! …”. Pero los
días trascurrían y los “bastimentos se iban agotando; estaban en el extremo”.
Así que, para remediarlo, acordaron dividirse. Unos fueron en el barco a las
islas de Las Perlas, al mando de Gil de Montenegro, en búsqueda de provisiones;
Pizarro y los otros se quedaron allí rasgando la olla y abasteciéndose de la
mejor manera hasta la vuelta de los otros. Así que, los que se quedaron, todos
juntos, construyeron barracas, en donde dormían apegaditos; por las mañanas
iban a cazar culebras y a buscar raíces —mismo Adán y Eva luego de que diosito
los botara de su mansión—, muchas de ellas venenosas, que al poco tiempo les
hinchó la panza. 27 infelices fallecieron en esas condiciones. Había
transcurrido 47 días de la división, y ya se les agotaba el tiempo, la espera.
Estaban por fallecer todos cuando hizo su aparición Gil de Montenegro trayendo
carne, frutas y maíz.
—¡Te pasaste, barrio! Pero,
hubieras traído unos culitos… —dijo un desfalleciente Nicolás de Rivera, el
viejo, tesorero de la expedición.
—Tranquilo, no te me
achores… Con las justas puedes con tu vida y estás pidiendo un culo… Además, la
chachita sólo alcanzó para esto… —reculó Gil de Montenegro.
Aquella mañana de cielo
despejado, y luego de llenarse la panza hasta el cansancio, todos, al unísono,
acordaron abandonar aquel infierno. Así que, sin usar más que unas pocas
neuronas, bautizaron el lugar con el nombre de “Puerto del Hambre”. Y
continuaron el viaje; tocaron varios puntos en los que, a lo lejos, se
encontraron frente a frente con indios caribes, a los que no les hicieron mucho
caso. Hasta que por fin anclaron en un paraje, que aparentaba solitario, y
desembarcaron. Estaban examinando el lugar, sin comprender muy bien dónde se
encontraban, cuando de pronto sintieron una lluvia de piedras y lanzas que
caían de todos lados. Cinco castellanos quedaron sin almas; y hubo muchos
heridos, incluyendo a Pizarro. La lucha fue feroz; tanto, que al capitán le
hicieron rodar por una ladera con el alma en peligro. Pero este se agazapó y,
estirando el brazo, pasó por su filudo sable a dos; luego se incorporó y
contuvo a los demás. Así quedó de pie, gravemente herido y echando risitas y
mirando para todos lados.
—¡Puta madre, me han metido
un buen combo en la espalda!… Llegaron como un huayco. Casi manco… porque mi
vida quedó a merced de una inmensa piedra que pasó rozándome la mitra. Bueno…,
pero no me queden mirando…, necesitamos curar nuestras heridas. Otro día dirán
Pizarro a muerto… pero no será el día de hoy… por más que alguno lo desee.
Curados, con aceite
hirviendo, único remedio que tenían a la mano, todos apuraron a reembarcarse.
Ahora se trasladaban a
Chocama, punto muy cerca de Panamá. Pizarro, confundido, quería saber el
paradero de su socio Almagro.
—Me tinka, me late que este
pendejo ya me cerró… Y, no contento, me quiere terciar con mi nueva hembrita
allá en Panamá… —bramó un colérico Pizarro.
Se equivocaba, porque éste
ya se había hecho a la mar, siguiendo el mismo camino, con 50 hombres a bordo
del San Cristóbal. Pero para mala suerte de Almagro, desembarca también en el
“Fortín del Cacique de las Piedras”, lugar funesto para los dos capitanes.
Pues, si allí casi violan a Pizarro, a él le mataron un ojo. No solo eso,
porque si un negro no lo rescata de las manos de los nativos, al pobre le
quitan la poca ropa que llevaba y, calatito, lo pasan por las armas.
A las horas, ya pasado el
susto, los castellanos lograron vencer. Almagro, con el hígado en la boca y
hecho un bravucón, mandó incendiar el fortín rebelde. Luego llamó al negro que
le salvó la vida y le dijo: “ves lo que les pasa a los que se me amotinan,
pues, este es su fin. ¡Nadie se me achora!… Toda esta porquería
se llamará ahora Pueblo Quemado”.
Pensativo, taciturno y
refunfuñando sus penas, Almagro se pregunta por Pizarro. En sus conjeturas se
hace la idea de que su amigo ha sucumbido. “Si a mí me han matado un ojo, a
este cómo le habrán dejado el ojete”.
Así, llenos todos de
desaliento, decidieron volver a Panamá. Por si las moscas, antes llegan al rio
San Juan —manglares colombianos—. Ni los residuos de Pizarro. Ya, creyendo que
el alma de su amigo correteaba en el infierno junto al alma del primogénito de
Maximiliano I, partió. Por fortuna tocaron antes en la isla de Las Perlas. Aquí
se enteró de que, el hijo de la guayaba y el mandarín, se encontraba muy
horondo en Chocama. Entonces decidió ir a su encuentro.
Al reencontrase, saltaron
como locas, y se dieron besitos, y se propusieron volver a intentarlo.
Acordaron entonces, luego de hacer un inventario de lo sucedido: la muerte de
un ojo y la casi violación de Pizarro, más el mal estado de los navichuelos, que
el nuevo tuerto “marchara a Panamá en busca de nuevos auxilios”.
Al llegar a Panamá, Almagro
fue mal recibido. Algunos desleales y chismosos, misma prensa chicha, habían
dado cuenta a Pedrarias de lo acontecido en la primera expedición. Entonces
entró a tallar la iglesia católica, por intermedio de Hernando de Luque, pues
deseaba más carneros, digo, feligreses, para explotarlos. “Business to
business” esa era su filosofía teológica. Además, no olvidemos que el hereje y
antisemita de Lutero ya estaba haciendo estragos a la iglesia católica y en
especial a su cabeza: empezó jorobando y llevándolo hasta el quicio a Leoncito
X —segundo hijo de Lorenzo de Medici—; continuó con el siguiente Vicario de
Cristo, el Papa Adriano VI, y le hacía la vida imposible al nuevo Sumo
Pontífice, Clemente VII”.
Pedrarias, ni tonto ni
perezoso, se propuso chapar la suya.
—Bueno, si me ofrecen parte
de las ganancias que se obtengan, yo levanto la prohibición para el nuevo
embarque de gente… Y hasta pongo un billetito.
—Pero usted arriesga poco,
casi nada. Es un sencillo lo que usted colabora —dijo un acalorado Luque.
—Mire, curita, tú tienes que
saber que ya me cabeceó el pendejo de Francisco Hernández…, se me sublevó en
Nicaragua… Pero ahora yace su cuerpo sin alma ni cabeza; así que… lo tomas o lo
dejas… Además, ya estás enterado de lo que le pasó a Balboa por marchar sin mi
consentimiento… —aumentó el gobernador—. Ah, y designa a Almagro como capitán y
adjunto de Pizarro. Éste se me “achoró” y no quiso ir a traer a su tocayo;
además es muy avezado y pendejo…
Cuando Pizarro llegó de
Chocama a Panamá, y se enteró de lo sucedido, se le encendió el rostro de
cólera… Pero no podía hacer nada. Al final, el curita Luque lo convenció y todo
quedó cordialísimo, que hasta celebraron los tres una misa para consagrar la
unión o contrato. Por eso, enternecidos, “los comandante o capitanes Pizarro y
Almagro, juraron en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que
prometían haciendo el juramento sobre el misal en el cual trazaron con sus
propias manos el sagrado emblema de la cruz” para luego comulgar los tres con
la misma hostia. Obviamente, el cura que ofició la susodicha misa fue Hernando
de Luque. Esto sucedía un 10 de marzo de 1526.
Ahora empieza el segundo
viaje.
Una vez juntado los fondos,
habilitaron dos buques mayores y dos canoas, las que llenaron de “bastimentos y
armas”. Luego pregonaron sin disimulo su expedición al sur, en donde
encontrarían riquezas nunca vistas. El propósito era que más hombres se
adhirieran a la aventura. Pues sabían que había “hombres colocados en situación
ruinosa” y nada tenían que perder. Al final, alistaron unos 160 hombres, 30
esclavos negros y 30 nativos; además de 20 caballos y 6 perros de razas alana,
mastín y dogo. El piloto era ni más ni menos que Bartolomé Ruiz, natural de
Moguer, en Andalucía, quién ya había explorado la costa occidental hasta Coaque.
Con todo esto, Francisco y
Diego emprendieron el segundo viaje por el mismo rumbo que la primera vez, cada
cual en su buque; pero ahora sin cometer los mismos errores. No hay primera sin
segunda… dice el dicho.
En esta travesía, entrando
por la desembocadura de un rio, vieron que sus orillas estaban cubiertas por
casas de nativos. Entonces, furtivamente, desembarcan Pizarro y algunos
hombres, logrando sorprenderlos. Capturan un excelente botín consistente en
adornos de oro, los que se hallaban en el interior de los bohíos.
Pero no todo fue de
maravillas; cuando antes tocaron la bahía de San Mateo y se dispusieron a
desembarcar, fueron atacados por naturales que en su extremo eran agrestes;
tanto, que hubo muchos heridos. Entonces Almagro consideró imposible y estéril
la permanencia en aquel punto. Pizarro dijo lo contrario: “¡Retroceder nunca,
rendirse jamás!” … Al no ponerse de acuerdo, discutieron acaloradamente
llegando a la injuria y a amenazarse arma en mano. Cuando ya estaban dispuestos
a trenzarse, cual gallitos de pelea, el piloto Ruiz logró separarlos con la
ayuda de otros castellanos. Al final, los dos capitanes terminaron dándose
besitos hipócritas y un abrazo gay. Se notaba ya una repulsión mutua y
solapada. Es entonces que de común acuerdo determinan que Almagro vuelva con el
botín conseguido a Panamá en busca de nueva gente y que Pizarro se dirija con
los demás a la Isla del Gallo. Este quedaba en la bahía de Tumaco, al sur de la
actual Colombia.
Sin más, Almagro parte.
Desde la proa y con un solo ojo los ve desaparecer en el horizonte.
Sin detenerse, Pizarro y el
piloto Ruíz se dividen. Deciden que El capitán y el resto de sus fuerzas
permanezca cerca del rio, porque algunos nativos capturados les aseguraron que
a corta distancia había una región abierta y cultivada, en que él y sus
soldados podían vivir con comodidad; mientras el piloto Ruíz, siguiendo la
costa del gran continente, se dirigiera a la pequeña Isla del Gallo.
Y así partió Ruíz. Pero al
llegar a la isla, los habitantes, que eran numerosos, los recibieron con
hostilidad. Interrumpido, abandona su proyecto y no desembarca. Da vuelta a la
vela y recorre la costa hasta la bahía de San Mateo. Grata fue su sorpresa, al
observar que conforme avanzaba, hallaba indicios de mejores cultivos y una
población más considerable. Así visitó la punta de Manglares, el rio Santiago,
Puma Lagartos, Punta de Ostiones, islas del Corcovado, el cabo de San Francisco
—en honor de Pizarro—, el morro de Jama, la Punta Pedernal y el poblado de San
Juan de Coaques, donde halló a los nativos muisnes o cojimíes; población que no
les tuvo miedo ni fueron adversos; sólo les quedaron viendo con la boca
abierta, como complacidos de ver a unos dioses. Al percatarse de ello y no
queriendo desengañarlos, Ruíz se embarcó y se alejó de la costa, ingresando a
alta mar. Otra fue su sorpresa cuando vio que una balsa, de regular
construcción, le dio alcance. “Al atracar la balsa al buque, Ruiz encontró en
ella varios nativos (tallanes); había hombres y mujeres; algunos engalanados
con un mosaico de plumas multicolores en estilo heráldico, además de muchos
adornos de plata y oro, trabajados con mucho esmero”. Pero lo que más le llamó
su atención fue el tejido de lana que componían sus trajes. Eran tejidos muy
finos con adornos de flores y pájaros. “También vio algo que parecía una
balanza, que supuso era para pesar metales preciosos”. Dos de los nativos eran procedentes
de Tumba (Tumbes), puerto peruano que se encontraba a unos grados más al sur;
al parecer eran comerciantes con cierta civilización. Éstos les confirmaron la
existencia de un gran imperio cuya capital era el Cusco. Por lo tanto, resolvió
detener a los más parlanchines y condescendientes, que eran tres; a quienes
bautizó con los nombres de Felipillo, Fernandillo y Francisquillo. A los demás
los dejó en libertad.
Así, emprendió el viaje y
siguió sin detenerse hacia la línea equinoccial, que cruzó sin problemas; luego
llegó a la bahía de los nativos Caráquez, y, finalmente, a la isla de San
Mateo. Aquí se encontró con los habitantes de Jocay —hoy Manta—. Estos tenían
un oratorio en donde rendían culto a la diosa Umiña, que estaba revestida de
oro y plata. Se hicieron de ellos y partieron para reencontrase con Pizarro y
los demás soldados en el lugar que los había dejado.
Ya era tiempo que llegara,
porque, para entonces, el ánimo de la gente que se quedó con Pizarro estaba
decaído. No había en sus pensamientos aquel entusiasmo primitivo que mostraron
cuando se hicieron a la mar. No hallaban los campos que les dijeron ni las
soñadas riquezas. Por donde miraran, sólo había una isla llena de horribles
temporales; y el sol, que originaba un clima abrazador, más en aquellos
terrenos impenetrables, llenos de salvajes caribes, los llenaba de fatiga,
hambre y enfermedades.
Por otro lado, el tuerto
está por llegar a Panamá en un mísero barquichuelo. Todos traen cuerpos de poca
carne y rostros afligidos por hartas derrotas. Sus bocas están selladas por
miedo a terribles castigos, que sin chistar le aplicaría un severo Almagro,
“que no gusta de hablar, sino de hacer”. Pero un avispado soldado cuchichea con
otros en un rincón del barco.
—“Éste nos venderá como
reses…Y el otro espera más víctimas… El tuerto es menos astuto y cruel, por eso
lo manda a la boca del lobo…”
—Entonces hemos de decirlo
todo… Pues el capitán ha decomisado todas las cartas… hasta mi carta de amor y
mis poemas escrita con mucho cariño para mí amada Celia.
—¿Tú crees que siquiera
podremos ver al Gobernador?… Naca la pirinaca.
Entonces, el avispado
soldado, sonríe y vuelve los ojos a todos los presentes.
—Miren lo que tengo aquí…
¡Visto o no visto! Para huevón… mi perro —Muestra a los ojos de todos un enorme
y hermoso ovillo de algodón, de cuyo interior extrae una larga misiva —Éste
será un obsequio para la mujer de Don Pedro de los Ríos, el nuevo Gobernador.
—Por favor, lee lo que dice…
Nos tienes intrigado —dijo uno de los presentes.
—Es larga, así que remataré
con esto… ¡Oído a la música!…
“Pues, señor Gobernador,
Mírelo bien por entero,
Que allá va el recogedor
Y acá queda el carnicero” …
Luego, ágilmente, vuelve a
introducir la misiva en el ovillo.
—Es un secreto… ¡Que quede
claro!… Que satanás lleve a su regazo al que se dispusiera a hablar…
De pronto, todos quedan en
silencio. Hace su aparición, con el rostro agrio, el tuerto. Lleva un parche
negro en el ojo izquierdo, mismo pirata.
—¡Toda esta gente ¿qué
carajo hace?! ¿En qué piensa, arrejuntada en esta parte del barco…?
¡Cuchicheando como peluqueras…! Cuidadito con que alguien diga algo, lo colgaré
calato y de los testículos en lo alto del mástil para que las gaviotas se los
coman… Así que preparen todo que pronto desembarcamos…
Todos se limitaron a sonreír
y decir: “está bien, está bien”. Luego, como ratas, se dispersaron murmurando y
apurando el paso.
Desembarcan.
Mientras hay una tarde
calurosa, la mujer del nuevo gobernador recibe la carta. Después de releerla y
enterarse del contenido, se dirigió, como alma que lleva el diablo, a la
presencia de su esposo.
—Esposo mío, mira lo que
tengo aquí… Es cruel lo que les ha pasado a los hombres que llegaron con el
capitán Almagro… Pero más triste es lo que les pasa, en estos momentos, a los
muchachos que se quedaron con el capitán Francisco Pizarro… Cariño, tienes que
evitarlo… Todo esto es una desgracia…
—A ver, dame esa carta… —En
silencio se puso a leer— ¡Qué carajo! Ahora mismo doy la orden para que los
traigan… Ya van a ver de lo que soy capaz.
Entonces llamó en su
presencia a Almagro y le dijo “que se negaba en absoluto a permitir que hiciese
nuevos alistamientos”. Luego de darle un café, bien cargado, ordenó llamar al
capitán Tafur.
—Venga para acá, acérquese
sin miedo… La orden que le voy a dar es terminante. Me los traes por las buenas
o por las malas a los insensatos que se han quedado con el capitán Francisco
Pizarro… Y diles que se dejen de huevadas, que sus locuras por obtener oro los
va a llevar a una horrible muerte. Así que tome dos barcos y diríjase a
recogerlos.
La suerte estaba echada.
Hincha las velas de los bergantines y parten. En la playa solo un ojo los mira
con cara de malos amigos.
La buena suerte acompaña al
Capitán Tafur. Hay buen viento y el clima parece primaveral, poético. Por eso
no tiene mayores percances en su travesía.
Así, cuando los hombres de
Pizarro vieron llegar a los dos buques fue tanta la alegría en un grupo de
soldados, que empezaron a saltar como locas…
—“¡Llegan por nosotros…
llegan por nosotros!”.
En el otro pequeño grupo,
que estaba muy cerca de Pizarro, las voces son, por el contrario:
—“¡Podemos seguir!”
El capitán Tafur desembarca
y se dirige al encuentro con Pizarro. Se miran por un buen rato; luego se dan
un fuerte y cariñoso abrazo. Tafur aprovecha y le murmura al oído:
—No he venido a ayudarlos…
Tengo órdenes del gobernador don Pedro de los Ríos de llevarlos a todos,
incluido a su capitán. Usted sabe que el gobernador es un cosito… Y su mujer le
ha ordenado, por culpa de una misiva que llegó a sus manos, que cargue con
todos los presentes. Ella le ha dicho que no puede permitir…
—Ya, no se diga más… Me
hierve la sangre cuando las mujeres se meten en cosas de hombres… “Nadie fue
traído por fuerza ni nadie se quedará sin su consentimiento… sino por su libre
voluntad” —interrumpe alejándose el futuro conquistador— Y usted será testigo
de lo que ahora digo.
Los soldados, luego de
enterarse de lo que sucedía, empiezan a cuchichiar; hay voces discordantes;
discusiones por el sí y por el no. Pero cuando se acercan los dos capitanes, se
hace el silencio y nadie osa murmurar.
Sin más tiempo que mediar,
Pizarro desenvaina su espada y pronuncia una singular y breve arenga. Luego
traza de oriente a poniente una raya sobre la arena “con la punta de su
estoque”. Mueve la cabeza en media circunferencia observando a todos por un
instante. Allí parado, alto y más bien delgado, muy erguido, y con la barba
larga y saliente, estira el brazo hacia el norte y dice, “broco y viril”:
—Por ahí se va a Panamá a
ser pobres y cositos; por aquí —señalando al Sur— al Perú a tener buen sexo y
ser ricos… Escojan lo que mejor le parezca —Y con paso firme cruza la raya,
mirando desafiante al Capitán Tafur.
Uno, dos, tres, cuatro…
trece galifardos lo siguen. El piloto Ruiz es uno de ellos. El destino para
todos está echado, no hay marcha atrás. Trascurría el año de 1527.
—Bueno, capitán, ahí nos
vemos…
—Pero, “barrio”, déjame uno
de los barcos… —Pidió Pizarro.
—Oye… tú eres o te haces…
Estás muy huevón si crees que por tu culpa voy a ir preso a mi llegada… Las
órdenes son claras y estrictas… “Al Cesar lo que es del Cesar y al huevón lo
que es del huevón” … Así que, haz lo que mejor puedas para conservar tu vida y
la de los trece giles que se quedan contigo.
Momentos supremos y tristes.
Pero a Pizarro no se le mueve ni un musculo del rostro. Entonces extiende uno
de los brazos y con el índice levantado, señala a uno de los doce galifardos.
—Piloto Ruíz, coge tus cosas
y regresa a Panamá para informar al pendejo de Almagro lo que aquí ocurre.
Llévate a estos naturales… y aquellos frutos… y aquel oro.
Allí quedaba el trujillano,
con una docena de muertos de hambre y falto de todo auxilio, en un islote
espeso y en medio del océano, sin ningún bote de que disponer.
Pero el ánimo que les
imprimió Pizarro hizo que se creyeran dioses del olimpo y con hercúleas fuerzas
como para continuar y llegar al Perú.
—Bueno, empezaremos por el
principio. Así que, manos a la obra, tenemos que construir una balsa. No vaya a
ser que se aparezcan los nativos y nos violen —dijo Pizarro, volviéndose
bruscamente hacia los once famélicos.
Así que construyeron una
balsa y se trasladaron a otra isla distante “cinco o seis leguas de la costa”.
Al llegar, desembarcaron y se encontraron con un monte lleno de cerradísimos
bosques. Al pie de los árboles, no sentían que el sol existiera. Por todos los
rincones del cielo no dejaba de llover y por todas partes manaba el agua. Todo
parecía un paisaje salido de algún cuento de Allan Poe, por lo horrible y
tenebroso. Entonces, Pedro de Candía, por lo que ahí veía le puso de nombre
“isla de la Gorgona”. Eso sí, tenían abundante caza y no les faltaba pesca.
Hasta divisaron varias ballenas en el horizonte del mar.
Con el paso de las horas,
las plagas de insectos venenosos quebrantaban su salud. La situación cambio a
angustiosa. Tanto, que uno de ellos sacó un pequeño crucifijo y, arrodillado,
empezó a orar. Los demás lo siguieron.
Aunque no de hambre, pero
llenos de soledad, pasaron uno tras otro los días y las noches infinitas;
muchas veces amanecían enterrados en la arena, para que los jodidos mosquitos
no los picaran. Y el pendejo de Almagro no aparecía. Siete meses
transcurrieron; la locura los embargaba; en sus pesadillas se creían perdidos
para siempre.
Hasta que una tarde, cerca
de la playa, al pie de una palmera, sentado en cuclillas, con el pantalón hasta
las rodillas, un Alonso Briceño se retorcía de estreñimiento. En su último
pujo, colorado el rostro, logró divisar en el horizonte las velas de un barco.
En el instante, cogió un par de hojas grandes y se limpió el culo apuradamente.
Luego, con el pantalón suelto, gritando como loco, corrió a darles aviso a sus
amigos.
—¡Barco a la vista, barco a
la vista!
Era el leal y noble piloto,
Bartolomé Ruíz, que llegaba acompañado sólo de marineros indispensables para
dirigir el barco. Ningún refuerzo más. El cosito del gobernador no había
consentido que llevaran más hombres. Almagro se lo pidió hasta de rodillas,
pero el gobernador no cedió.
—Se van con lo que tienen
—le dijo — Así que levántate y no me hagas cambiar de opinión.
Almagro murmuro infinitas
lisuras, que por suerte no llegaron a los oídos del gobernador. Hasta le mentó
la madre y le dijo cachudo en voz baja… Al final, “así será”, dijo. Salió y se
reunión con el piloto Bartolomé Ruíz.
—No hay nada que hacer… Te
tienes que ir sólo con los marineros. El sacolargo no quiere ni uno más… Ya
tengo las cosas que tienes que llevar a Pizarro y su gente, así que manos a la
obra.
Partió el barco
arrastrándose por el mar y desapareció en el horizonte.
A su llegada y después de la
algarabía, Pizarro y los trece se embarcaron. No había derrota posible; si
tenían que morir, morirían luchando cara a cara con la parca.
Salieron de Gorgona medio
muertos y llegaron con mucho trabajo a la costa cerca de Tangarara. Después de
21 días llegaron a Tumbes. Allí, sin que lo creyeran, fueron bien recibidos y
agasajados. Siendo para las dos partes de admiración mutua. Por fin para los
castellanos existía un mundo civilizado, con comida, bebida y buenos mujeres.
Por fin, y sin que lo supieran, estaban asentados en el Imperio del
Tahuantinsuyo.
Para todo esto, soldados
atrevidos como Alonso de Molina y el griego Pedro de Candía conocen el ágil
meneo y las jadeantes voces de las hembras quechuas. Por ello prefieren
quedarse para siempre entre indígenas peruanos que volverse a la península o a
Panamá. Luego de discutirlo con Pizarro y los demás, todos acordaron dejarlos
al cuidado de las mujeres, con quienes convivían, y de los nativos que se
habían hecho amigos suyos. Y también para que aprendieran la lengua y
costumbres de los nativos de aquella región. Entonces, se embarcaron y dieron
la vuelta con destino a Panamá.
A su llegada fue recibido
con honores. Hasta el sacolargo de Pedro de los Ríos le testimonió su
admiración. Por todo esto, el capitán se encontraba de buen humor y muy
contento por lo hallado y sabido del nuevo imperio. De Panamá pasó a España.
Sucedió que lo estaba
esperando un hombre muy conocido por los aventureros españoles, un tal
bachiller Enciso. Quien había tenido una activa participación en las primeras
colonizaciones de tierra firme en el nuevo mundo. Y era acreedor de algunos de
los primeros colonos de Santa María la Antigua del Darién o Cumaná. Entre ellos
estaba el susodicho Pizarro. Así que inmediatamente que éste desembarcó, ni
corto ni perezoso, le pidió el pago de la deuda. Al negarse a pagar —no por
distraído, sino porque llegó aguja— fue encarcelado.
Este hecho causo indignación
en varios de sus amigos que también lo esperaban en el puerto. Uno de ellos era
Hernán Cortés. Inmediatamente dieron aviso al rey, quien dio la orden para que
lo soltaran.