lunes, 18 de abril de 2016

Examen de una muerte declarada IV



Cuatro largos años habían trascurrido desde la primera ilusión de descubrir las ricas tierras del Perú. Corría el verano de 1528. Un resuelto Carlos V de España —nieto de los Reyes Católicos, de Maximiliano I y María de Borgoña— dormía cómodamente en Toledo en compañía de su amada prima y esposa, Isabel de Portugal. Éste caballero que Tiziano muestra en uno de sus cuadros, con nítida claridad, como vencedor de una coalición de príncipes alemanes en la batalla de Mühlberg, está de lo más relajado, nada lo perturba. El pasado no le interesa porque el presente es la victoria. A sus 28 años todo parece cambiar a su favor. Es la época más esplendida y de su mayor gloria. Y, en efecto, derrotados los franceses en Pavía, hecho preso su archienemigo, el rey Francisco I, y saqueada Roma, no era para menos.
El ahora emperador de los cristianos dormía plácidamente a la espera de quienes lo llevarían a embarcarse en la capital de los territorios de la antigua Roma. En el pórtico situado delante de la habitación hay arcos triunfales a manera de puertas. Cada una tiene pintado los estados que le pertenecen: el de Flandes; el de Gantes; el de Castilla y Aragón; el de Austria; y el etc... Toda la habitación está adornada por figuras del Viejo y Nuevo Testamento; también hay colgadas en la pared, hachas y una nao cubierta de ricos paños de oro; y sobre el aparador, hermosos vasos de oro y plata están acompañados por muchas banderas.
Llegaba una procesión de cónsules y magistrados y de varones ilustres. Seguían a sus espaldas dos caballeros vestidos recatadamente. Pero como siempre, como cabeza de procesión, iban dos perlados: arzobispo y obispo.    
De pronto, tocaron a la puerta.
—Despierta Isabel… Vístete.
—Pero, mi amor… uno más…
—Una vez en Italia, nos metemos otro polvito… Pero ¡cómo joden…! Supongo que debe ser algo importante… Están tocando insistentemente. ¿No se habrá escapado el pendejo de Francisco?
—No, no lo creo. Sus captores, el capitán Alonso Pita, Juan de Urbieta y Diego de Ávila están a su cuidado… Bueno, pero no me cambies la conversación… Mira, lo prometido, prometido está… Y no te preocupes que Dios está de nuestro lado, él siempre te dará fuerzas; todo está saliendo más allá de tus expectativas… Tenemos el mundo a nuestros pies…
—¿Hum?
Entonces se visten y todos van a la estancia de la corte. Hay mucha gente, menos dos. Ella sigue su marcha y desaparece tras el corredor.
Al rato, hacen su ingreso dos personajes trayendo objetos raros y curiosos. Todos abren los ojos más allá de lo común. Uno de los aventureros es Hernán Cortés; el otro, Pizarro. Éste último se presenta allí ante el más poderoso de los monarcas europeos; “no en solicitud de gracias; no en petición de mercedes, se presenta para ofrecerle un imperio”. Cuando empezó a hablar, todos hicieron silencio. Misma “telenovela”, Pizarro narró todos los pormenores de sus extraordinarias aventuras por mar y tierra en el nuevo mundo; les dijo que todo lo hizo para extender el imperio de Castilla, el nombre y el poder del “Emperador”. No reparó en nada; hasta le arrancó unas lágrimas a los escuchantes cuando les contó lo de la Isla del Gallo.
Es así que Pizarro fue nombrado, de por vida, gobernador y capitán general de doscientas leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dio al entonces Perú. Obtuvo, además, otros títulos… Éste se comprometió en levantar una fuerza de doscientos hombres bien apertrechados y a emprender la expedición. ¿Con que billete? Ahí estaba el problema. Tenía en esos momentos todo el oro que había conseguido en el primer y segundo viaje. Pero no le alcanzaría. Entonces entró a tallar su tío lejano —compartían rebisabuelos— Hernán Cortez, que, como él, se encontraba en España y fue quien lo recomendó con Carlos V.
Los dos capitanes y parientes se habían hecho buenos amigos —aunque no digamos tanto— en el fragor de muchas batallas que sucedieron en el nuevo mundo. A Cortés le había ido muy bien en la conquista de México. A Pizarro, a pesar de estar presente en la última expedición de Ojeda a tierra firme y quedar como teniente, y las diligentes empresas en que se le empleaba: con Balboa, al Mar del Sur; con Pedrarias, a Panamá, sólo le ladraban los perros. Sin pensarlo dos veces, el conquistador de los aztecas, le dio de su bolsillo una generosa cantidad de dinero, con el que Pizarro reunió a muchos aventureros y a cuatro de sus jóvenes hermanos: Fernando, Juan y Gonzalo Pizarro. El cuarto era Francisco Martín de Alcántara, su hermano de parte de madre. Y así, partió de Sevilla.
Cuando llegó a Panamá en 1530, encontró a Almagro triste y agraviado. Pizarro se había hecho de títulos de todo calibre y al pobre no le tocó ni la migaja. Así que después de un palabreo y las merecidas disculpas, en que Pizarro le echaba toda la culpa al Rey —y el curita Luque le sobaba las espaldas—, se volvieron a amistar. Está claro que las promesas llenaron toda la conversación. Pizarro le ofreció que lo que conquistaran sería repartido “japanajá”, "half and half"; hasta se llevó los dedos a la boca y se lo juró por su madre… Pero como nosotros sabemos, uno puede ser condescendiente pero no huevón. Así que Dieguito jamás se lo perdonaría. Nacía así el bando de los almagristas y los pizarristas, como en Vizcaya, Giles y Negretes; en Italia, güelfos y gibellinos. Aunque no hay que olvidar que Pizarro le trajo al cura Luque el título de Obispo de los territorios que pudieran conquistar.
Es así que Pizarro se encontraba ahora independiente de la gobernación de Panamá. Su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguas al sur del rio Santiago. Y su empresa era privada, nada tenía que ver la corona de España en los gastos que éste generara, pero si en el porcentaje de las ganancias. El Imperio nunca pierde.
Hicieron todo lo posible y sólo llegaron a reunir 180 soldados y 37 caballos. Con esta gente todos viajarían a la conquista en tres naves pequeñas cargadas de armas, municiones y vituallas. Partió en febrero de 1531.
   
***
Como ya dijimos, murió Huayna Cápac en Quito rodeado de sus resentidos cusqueños y de sus fieles cañaris. Por su fidelidad al norte, trajo del cusco Ayllus completos, leales y tristes. Al final, murió abrumado de presentimientos.
Antes, ordenó que se reconozca como Sapa Inca a su primogénito Huáscar; y a su engreído Atahualpa, Rey de Quito.
Lo trasladaron en absoluta reserva al Cusco. El cuerpo del anciano fue embalsamado, trajeado y llevado a un spa Inca para maquillarlo y así simular que estaba vivo. Era lo más conveniente para evitar que los curacas de los pueblos sojuzgados, aprovechando el momento, quisieran su libertad política y económica.
En el Cusco los orejones que ya se habían enterado de la muerte del Inca y de la orden dada, toman la decisión de elegir al siguiente sucesor, al siguiente Sapa Inca. Era lo más lógico: Huáscar era el primogénito y había nacido y crecido en el ombligo del mundo.
Pero Huáscar —mismo plan Valquiria contra Hitler— sufrió un atentado, un complot que casi le cuesta la vida. Por eso andaba muy pendiente de su entorno.
Serian como la diez de la mañana cuando llegó la momia del Inca. Huáscar estaba recostado en su trono, con la cabeza levantada y los pies estirados. A unos veinte metros a su izquierda aparecía la momia sentada en el anda y acompañada de una procesión. Delante de todos, un grupo de nobles quiteños y cusqueños, formaban el desfile. A paso y ritmo de zampoñas todos cantaban. Huáscar, deteniéndose un momento para observar mejor, comprobó intrigado que en la comitiva no estaba su hermano. Este súbito golpe lo llevó a la sospecha. Entonces exigió que la comitiva le dé las explicaciones del caso.
—¡Exijo una explicación…! —dijo, mismo condorito— ¿Cuáles son los motivos que detuvieron a Atahualpa en Quito? ¿Por qué no está presente?
—Si usted, Sapa Inca, no lo sabe… menos lo sabremos nosotros. Lo único que le podemos decir es que ingresó a su habitación con diez concubinas y veinte jarras de chicha de maca… Más no sabemos.
—¡Ah! Se creen pendejos… Ahora verán de lo que soy capaz…
El capaz fue que los dejó sin cabezas.
Grave error, porque eran parte de una de las panacas del sector Hanan cusqueño que residía en Quito. Pero a Huáscar le llegó a la punta… del pie. Así que se hizo el loco y Huayna Cápac recibió los funerales de acuerdo a la tradición.
El ambiente se tornó más complicado. De rivalidad latente pasó a los hechos. Por ello, las comitivas enviadas del norte eran recibidas con agrias sospechas. Inmediatamente después, eran arrestados o asesinados. Atahualpa, al enterarse, resolvió consultar a sus generales. Mejor dicho, los tambores de guerra esperaban ávidamente un detonante, un escupitajo. Y llegó.
Un curaca delator del norte alertó a Huáscar que su hermano había mandado confeccionar el traje de un Sapa Inca en la sastrería de su padre. Y no sólo eso, sino que ahora lo llevaba puesto. También que había mandado edificar a los arquitectos su palacio, templos y residencias al estilo cusqueño. Y esa orden solo la podía dar un Sapa Inca. Lo que tomó Huáscar como un desacato a la autoridad. Así que, firme y tranquilo, decidió organizar a su ejército y enviarlo con dirección al norte.
Así procedió y envió a su general con una soldadesca de diez mil hombres. En la larga caminata se le juntarían tres mil hombres más. Pero el ejecutor de esta empresa fue capturado y hecho muerto. Luego le cortaron la cabeza y la mandaron a hervir.
Al día siguiente, en la tarde de un día frio a pesar del verano y el sol reinante, Atahualpa, sentado en su anda y con un objeto entre sus manos, se dirigía al encuentro de sus súbditos; estaba con la mirada fija al sur. Dio la orden de detenerse y lanzó una mirada agria a todos. Bajó del anda y dio unos pasos hasta llegar casi en medio de sus generales, levantó las manos, como si tuviera un vaso ceremonial, y de la calavera del general muerto, bebió una espumante chicha de maca.
Huáscar, desesperado, sin aguantar una palabra, le dijo a su general Huanca Auqui:
—Una batalla perdida no hace una guerra.
—He allí el detalle —murmuró su general.
—¿Qué dices?
—No, nada… Que estoy para lo que usted mande.
Al final, el general comprendió que la orden estaba dada. Partió entonces con 12.000 soldados con dirección a Tomebamba. Cerca de un puente, en un húmedo sendero, renunció. Les volvieron a sacar la chochoca. El general Huanca Auqui imaginó lo peor, pero salvó de milagro. No había forma de que las fuerzas de Huáscar pudieran remediar la situación. Es por ello que decidieron retirarse a Cajamarca para tomar un respiro y juntar más hombres. Allí se enteró de que sus aliados los cañaris también habían sido derrotados.
Atahualpa muy seguro de sus triunfos y de sus generales, los envió hacia el sur, al Cusco. Así iniciaron una larga y azarosa caminata por el Cápac Ñam. Casi en el acto estos comprendieron que era una forma de congraciarse con los curacas vecinos y una forma de desarrollar su conocida política de reciprocidad. Algo que había descuidado el soberbio Huáscar. En todas sus acciones el tarugo y aniñado sureño Inca mantuvo una relación distante con los curacas aliados y con las panacas cusqueñas. El muy torpe llegó al extremo de mandar desenterrar las momias de los antiguos emperadores Incas, porque entendía que le ocupaban tierras fértiles que él podía utilizar. El descontento de las panacas fue general.
Todas las demás batallas en los territorios de Huancabamba, Chachapoyas y Huamachuco favorecieron a los las fuerzas de Atahualpa; todas comandadas por sus generales Calcuchimac y Quisquis. De nada valió la llegada de grupos de soldados aliados a Huáscar. Fue ahí que Huáscar harto de las derrotas, tomo una decisión: él mismo debía asumir el liderazgo. Pero ya era demasiado tarde. Una de las últimas batallas que libró fue cerca de las aguas del rio Mantaro, en el territorio de los Xauxas —Jauja—. El pobre Huáscar fue hecho prisionero cuando pretendía escapar. Algunos cronistas dicen que se encaró con su captor con palabras soeces, pero este le metió un cachiporrazo en la mitra, dejándolo grogui. Ya en manos de los generales victoriosos, estos no respetaron su envestidura y lo humillaron de la peor manera: lo hicieron caminar junto con los demás soldados hasta el Cusco. Nunca más este Inca sería cargado en andas.
Al llegar al Cusco, los generales de Atahualpa ordenaron la captura de toda la panaca del Inca vencido. Fue atroz mientras duró y más a la vista y paciencia del acongojado Huáscar. Casi, casi la totalidad de la familia fue asesinada: mujeres, hombres, niños, viejos… Hasta se destruyó el guaoqui —ídolo de oro, que representaba la escultura del Inca— de Túpac Inca Yupanqui. Todo esto sucedía en el año de 1532.

La victoria estaba casi, casi en manos de Atahualpa. Solo tenía que vencer a unos cuantos curacazgos más que estaban disconformes por lo sucedido. Además, Atahualpa tenía noticias de que una raza diferente había osado pisar su territorio sin su consentimiento. ¿Quiénes eran? No lo tenía claro.

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