Nacido en Tomebamba, durante
la conquista del septentrión, ciudad de los cañaris, que ocupaba el segundo
lugar en importancia después del Cusco —sus edificaciones competían con los de
la capital del Imperio—. Estuvo en su afamada ciudad natal hasta la edad de
seis años. Obligado por la edad y la circunstancia lo llevaron al “Ombligo del
Mundo” junto a su padre el Sapa Inca Tupac Yupanqui. Allí, los mejores amautas
y sacerdotes, hicieron de él un disciplinado e inteligente muchacho. En esa
inclinación, el Inca, en medio de duras y constantes faenas guerreras, lo
curtió.
¡Pero cuántas intimidades
eróticas y asfixiantes concubinas del Sapa Inca inculcaron al primogénito!
Conviene recordar que las mujeres tenían bastante poder y que las relaciones
familiares no eran matriarcales, sino matrilineales. Es por eso que una maniaca
madre se ocupaba de sus hijos; era ella la principal encargada de prepararle el
matrimonio. Inevitablemente sabía que, de una de estas uniones, muy bien
planificada, su hijo podía tener un control efectivo del Tahuantinsuyo o de los
cuatro Estados Unidos o cuatro Suyos Unidos del Incanato.
Cuentan algunos desaforados
cronistas que las cuestiones eróticas eran muy importante en la nobleza del
Imperio; había un ritual en que los jóvenes de ambos sexos, luego de tomar
chicha fermentada y bailar al son de la quena, la tinya y la zampoña,
terminaban totalmente desnudos en cualquier iluminada y amplia cancha; para
luego continuar en una tremenda orgía de padre y señor mío. Gusto florido que
ellos creían era disfrutado por la Pachamama.
Acá hay un relato. Esto
empezó poco antes del matrimonio del príncipe Inca.
Se ve al sol en toda su
altura y hay una fuente hecha de piedras bien talladas de donde brotan chorros
de agua que fluyen suavemente. Un grupo mixto de jóvenes, moviendo las manos,
señalan los jardines colindantes. Parecen preparados y resueltos para una
competencia. La corriente de aire produce un bienestar en sus cabellos sueltos.
Y hay sentimientos que proliferan en las mujeres que se ubican muy cerca del
Sapa Inca, que sonríe astutamente.
Desde su lugar, la Coya que
está sentada, se pone en pie y se acerca a su hijo, que está alejado del grupo.
—Hoy tienes que participar
en la danza ritual de fecundidad en honor de Chaupiñanca —le dice.
Éste sonríe para sí.
—Bueno. ¿Me ofrecerán los
dos puñados de coca, madre?
—Los dos puñados de coca y
un buen kero de maca… porque me ha dicho tu padre que sólo quieres tener sexo
con cinco de ellas… Hijo, no me vayas a fallar… Debes saber que cuando crezca
tu pájaro negro chiwillu todas las mujeres vendrán… Y cuando digo todas, son
todas… Ya tu padre te habrá dicho que no se salva ni tu abuela ni las
embarazadas.
—¡No, madre, no se
preocupe…! Hoy entraré en trance y llevaré al wachoq a diez de las que usted
escoja; y con mi raka las copularé hasta las últimas consecuencias… Ya el Sapa
Inca me ha instruido… Me dijo que en sus orgias con tía Pillcu y diez
concubinas se entregaba con mucha pasión; las ponía en las poses convenientes y
les daba por todos lados… Y que al final no dejaba agujero sin estrenar… aunque
terminaba con el chiwillu muy escaldado… Pero lo solucionaba con un pedazo de
nieve que el chasqui le traía; con eso calmaba el ardor…
—Naturalmente que sí; pero…
no te cuides… Si una de ellas te dice que concluyas en sus senos, no le hagas
caso… Siempre salen con una sobadita en las tetas y en la cara; eso déjalo para
el final porque si no te harán terminar pronto… Tú tienes que ser el último en
concluir con la faena… Recuerda que eres el primogénito del Sapa Inca… El
futuro Viracocha.
—Claro que sí… ¡Gracias por
sus consejos! Pero ahora voy a juntarme con el grupo.
Cincuenta, sesenta
repeticiones como éstas se encargaban de ejercitar fisicoquímica y mentalmente
al futuro Sapa Inca.
Todas estas enseñanzas no
faltaron; por ello, el Auqui barrió —literalmente— con toda la familia, para
envidia de Vargas Llosa, Charles Darwin y Edgar Allan Poe.
¿No me creen? Entonces
avancemos hasta su primer matrimonio.
Hoy se nos casa el futuro
Sapa Inca con la mayor de sus hermanas y es axiomático. No sabemos si hay
romanticismo, inocencia o ganas de aventura. Lo que sí sabemos es que los
nobles y los curacas han llegado de todo el confín del imperio. Todo está
preparado para el éxito, y es divertidísimo y contagioso… Se casa el Auqui
Huayna Cápac. Ha salido del templo del sol y se dirige a la casa de la novia
con varios regalos. Padres, hermanos y hermanas lo acompañan, es una panaca
grandísima. También va acompañado de los señores del Chinchaysuyo. La novia
luce los emblemas de su panaca, que están representados en su vestimenta: el
acsu, la lliclla, un tupu, un chumpi, y en la cabeza, una hermosa sukkupa;
también cuelga de uno de sus hombros la chchuspa; y calza unas amigables y
frescas usutas. Luego del intercambio de regalos, ella se muestra triunfal; al
fin y al cabo, sabe que nada es al azar, que es inevitable la conservación de
la pureza de la sangre, y por ende su poderío.
—¡Afortunados muchachos!
—dice el Sapa Inca.
El Auqui sonríe para sí,
algo asustado.
—¡Es tan guapo! —dijo su
madre.
Los representantes de los
tres estados restantes acompañan a la futura esposa, Mama Pillcu. Lo que
significa que la Coya tiene un estándar más alto que el futuro marido. Esta
unión le asegura al Auqui la participación de los cuatro suyos y por tanto el
control total y efectivo del Imperio.
Ahora el príncipe acompaña a
la futura Coya. Van agarraditos de la mano. Y hay una demanda.
—Me gustaría tener muchos
hijos, me gustaría vestidos nuevos, me gustaría…
—¡Ah!, ¿Sí? Hijos, los que vengan…
Por lo otro, no me pidas una promesa cuando no la puedo dar. Eso lo coordina
con la Coya…
—Cuando me tenía desnuda y
abrazadita en la cama, me ofreció muchas cosas…
—Creo que sí. Es porque eres
un waylluy, un ser divino en esas circunstancias… Pero ahora estoy tan nervioso
como una vicuña. ¿Quieres verme trastabillar?
—No, señor.
—Pregúnteme todas las cosas
que quiera en la luna de miel.
—¿Qué diría usted si, hoy
precisamente he enviado la fabricación de vestidos en el norte? No puedo lucir
menos que la tal Rumi Taya.
—¡Ah, ya sabía yo que se iba
a meter con mis concubinas!
—Ya lo creo… ¡Ellas nunca le
harán sentir como yo!
—Tiene razón, es verdad…, no
lo puedo negar. En especial cuando usted se convierte en jaguar y me hace el
estilo pachamanca. Cojo pierna, pechuga, y rabadilla…
—¡Qué me dice! Me hace
sonrojar…
—No me haga reír… Si eres es
un huaco tatuados de muchas poses.
—Ya decía yo que le han ido
con el cuento…
—Descuide, que ésas son las
que más me gustan.
—¡Es todo un semental, mi
hermanito!
Así que, se casaron.
Ya en el patio amplio
hablaban con voz distinta. El frio y la altura se aliaban para un abrazo. Luego
de un beso continuaron su camino.
—Me gustaría ir contigo y
diez concubinas más de luna de miel…
La futura Coya se volvió
sobresaltada y se encogió de hombros y le dirigió una significativa sonrisa de
aprobación.
Entonces se fueron de luna
de miel y pasó lo que tuvo que pasar. Ella nunca llevó un diario —no sabía
escribir sobre los huacos ni manejar los quipus, lamentan los expertos y
fisgones—; por ello es difícil abarcar todo lo que sucedió en ese lapso de
tiempo. Lo que sí se sabe es que por más que le aplicó las 100 posiciones del
kamasutra, no obtuvo descendencia.
Trascurría el año de 1470
cuando el Sapa Inca, viendo dilatada la conquista del norte y queriendo hacer
una permuta, lo mandó llamar para que se ejercitase en la milicia. Tenía 19
añitos. Se preparó y al año siguiente le dijo chau a su mujer y se fue con sus
generales y 12.000 soldados a la conquista del reino de Quito y de las
provincias de Quillacenca, Pastu, Otavallu y Caranque.
—Pero ¿qué pasa, hijo? ¿No
te da vergüenza? Aún sin novedad en el frente. Necesitamos un nuevo príncipe…
Cuéntame, cuéntame, hijo... ¿Qué pasó, qué piso? Porque esas cosas se hacen
aquí en el Kay Pacha y no en el Uku Pacha. Dime ¿ya has tomado chicha de maca?
—¡Figuraciones suyas, padre!
¡Ojalá viera usted lo que hago; quemo hasta el último cartucho! ¿Maca? Sí,
viejo. Además, el chamán me ha dado de comer cochayuyo; y de tomar, chucapaca;
y sí funcionan, que hasta me han levantado la moral… El problema no soy
yo, padre, porque me apalanco en su cama y lo hacemos en distintas posiciones,
todos los días, en especial cuando la noche presenta luna llena… Ella me dice
que le haga lo que quiera… “¡Amorcito, amorcito, este cuerpito es todo suyo!…
Soy tu hermana, pero también tu puta… ¡Conmigo, sólo conmigo!”. Así me dice… Y
yo la estrujo hasta más no poder… Figúrese que me miente; grita que me ama
cuando estamos haciendo el amor y ella está a punto de llegar a su estornudo de
placer. También sucede que mientras yo lanzo mi último aullido, ella ya logró
cuatro convulsiones; entonces se yergue soberbia y pide más… pero a los días,
naca la pirinaca… No pega. Y repite que lo volvamos a intentar… Viejo, creo que
tengo que probar con mi otra hermanita, la Rabita…
—¡Con mil supayas! No
pierdes tiempo… Pero creo que tienes razón. Ya me has excitado hasta los
tímpanos… Termina la conquista del norte… y ya veremos; yo tengo que volver al
Cusco; le llevo unas ganas a tu vieja… Aunque aquí las concubinas no se han
portado nada mal… Se mueven como jaguares, en especial las dos gemelitas:
Corihuaita y Cusicoyllur del reino de los Sachapuyos; son de incomparable
belleza. Corihuaita se hizo la difícil, hasta me dijo que tenía pretendiente,
un tal Huamán. Y tuvo la desfachatez de retarme, de retar al Sapa Inca. ¡Te
imaginas! Me pidió un proyecto imposible y al toque se lo hice… Así que no le
quedó otra que aflojar… Lo demás es puro cuento. Dicen los chismosos que el
general Huamán se me iba a amotinar y resistir con cinco mil hombres en la
fortaleza de Kúelap… Pero nada que ver… Ya el pobre tiene la cabeza separada del
cuerpo… Y nada…
Con estas últimas palabras,
el Inca partió al Cusco y dejó en manos de su hijo la conclusión de la
conquista del norte.
En estas guerritas se detuvo
el príncipe hasta 1475; entonces volvió al Cusco para dar cuenta a su padre de
sus logros. La bienvenida fue de “rompe y raja”; hubo chicha y pachamanca para
todo el mundo. Y ni corto ni perezoso se casó con su segunda hermana, Raba
Ocllo, con quien tuvo, después de 7 años, a su primogénito Inti Cusi Huallpa,
más conocido en el mundo de los cronistas como Huáscar.
Hasta ahí las cosas iban
bien, todo era formal y hecho legítimamente… Aunque, no habría que esforzarse
mucho en dilucidar que este bandido tuvo con sus concubinas un total de 500,
300, 200 hijos. Mejor digamos que fueron el promedio: 333 en números redondos,
ni un brazo más ni una cabeza menos. Pero eran hijos bastardos que el protocolo
Inca no contaba como descendientes legítimos...
Sigamos.
El huevo loco de “Mozo Rico”
—Huayna Cápac—, no contento con tener sexo a diestra y siniestra, y por no
tener más hermanas legítimas, tomó en terceras nupcias a su prima carnal, Mama
Runtu; con la que tuvo al luego enajenado Manco Inca. Pero esto no lo obligaba
a quedarse quieto, porque a los pocos meses embarazó a una noble mujer de la
provincia de Huaylas, una tal Añas Colque, con quien engendró al no muy
“marketeado” Paullo Topac Inca, alias “Inca títere” o “traidor a su raza”; quien
durante el periodo de 1534 a 1539 colaboró con Almagro, luego con Pizarro y
finalmente fue partidario de Cristóbal Vaca de Castro; de quien tomó su nombre
en la pila bautismal. Aunque algunos cronistas los soslayan, este angelito fue
pieza principal en la conquista española.
***
Pasaron algunos años más,
llegando a 1481. Los Reyes católicos, después de una tremenda bronca familiar,
llegaron al trono de Castilla. Habían efectuado muy bien su tarea, dejando de
lado a la princesa Juana “la Beltraneja”, hija de su madre, pero no de su
padre, porque al rey Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica —dicen los
mal pensados—, le “sudaba la espalda”. No por las puras lo apodaron “El
impotente”. Un tal Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, lo había terciado.
En pocas palabras, la reina —Juana de Portugal— le había puesto los cuernos.
Inmensos cuernos que toda la naciente nación española lo sabía.
Mientras esto sucedía en
España, en el Tahuantinsuyo, el padre de Huayna Cápac, Tupac Yupanqui, se
encontraba enfermo y sentía que era llamado a la otra orilla; donde los muertos
no mueren en el espacio y tiempo.
—Bueno, quiero hablarles…
—dijo y sonrió como una llama.
Por primera vez sentía
deseos de acercarse a todos. Entonces llamó a toda su prole, que eran más de
doscientos entre hombres y mujeres, y les dio un largo parlamento, con “café”
incluido. Entre los principales, allí presentes, contando a Huayna Cápac,
podemos nombrar a otros siete hijos varones: Auqui Amaru, Tupac Inca, Quehuar
Tupac, Huallpa Tupac, Inca Yupanqui —abuelo de Garcilaso—, Tito Inca Pimachi y
Auqui Mayta.
Con una perruna y expectante
adoración, todos concentrados y tristes, asintieron. Al día siguiente murió y
fue embalsamado y puesto en su gineceo, donde la Sapa Coya viuda y las
concubinas seguirían consintiéndolo con el propósito de permitir la cohesión
del grupo y la perdurabilidad de la panaca. Su momia era ahora un objeto sagrado
como lo fue en su primera vida. Muerta la viuda era repuesta por otra nueva y
así sucesivamente. No olvidemos que cada Sapa Inca tenía a su disposición 200
concubinas. Era la tradición. Y cuando era tiempo de fiesta o de algún
aniversario o de algún bailongo lo sacaban a la plaza en una procesión. Iba en
andas al lado de sus mujeres, criados y parientes, contentando al pueblo con la
comida y diversos sacrificios; por suerte, para los Incas, no conocían la
pólvora; de solo imaginarnos una actual fiesta patronal, conjeturaría que
hubieran reventado tímpanos de muchos orejones.
Se coronó entonces al nuevo
Sapa Inca Huayna Cápac a los treinta años de edad, recibiendo del Villac Umu
—sumo sacerdote— la Borla carmesí o Maskaypacha.
***
Era el año de 1482. El nuevo
Sapa Inca, después de visitar, muy horondo, Surampalli —su terruño— y cambiarle
el nombre por el de Tumibamba, que correspondía a la de su panaca o ayllu real,
se fue al Cusco a celebrar el nacimiento de su primogénito, el príncipe hijo de
Raba Ocllo. Y después de veinte días y más que duraron los festejos, acordó
solemnizar a los dos años el destete —bautizo— y primera “tonsura” —corte de
pelo— del príncipe heredero. Siendo la fiesta principal la de la cadenita de
oro que mandó fabricar a los orfebres chimús para dicha celebración. Dada la
orden se mandó mudar otra vez al norte.
Luego de algo más de tres
años, vuelve al Cusco para la susodicha fiesta. Para ser más exacto llegó en
1486. Ya en la Plaza Mayor de Aucaypata y Cusipata, a ritmo de zampoñas, tinyas
y un danzante bailongo, con pachamanca y chicha al por mayor incluidas, se
estrenó aquella cadenita de oro de muchos quilates. Era tan inmensa y pesada
que algunos exagerados cronistas dicen que tenía 300 pasos —200 m— y que cada
eslabón era como el grueso de la muñeca de una mano. Se necesitaban 300
orejones para levantarla; aunque otros dicen que 600. Bueno, los que fuesen; lo
que sí sabemos es que era de una gran magnitud y la envidia actual de muchos
vanidosos raperos.
Después de las fiestas reales
y de la resaca vivida, Huayna Cápac se mandó mudar otra vez a Quito —¿Por qué sería?
— con 40 mil hombres.
Ahora, solo, sin la compañía
de su padre, cruzó los andes, cruzó llanos; hizo sentir su autoridad a los
subyugados del norte; y tomó como mujer a Paccha, “la dulce extranjera de
sangre ardiente y carne de embeleso”, hija primogénita del rey difunto de Quito
en la cual tuvo a Atahualpa y a otros más. Mientras en el Cusco quedaba la
cornuda Mama Coya y el Auqui primogénito.
***
Para entonces, y después de
setecientos ochenta años de combates y un día, y tres mil setecientas batallas
y una noche, los castellanos habían logrado desterrar a los sarracenos de las
montañas cantábricas a los montes de Toledo; de allí a las escarpadas sierras
de Andalucía; para luego reducirlos a los muros de Granada. La nación española
era ya un hecho.
Por ese mismo año Cristóbal
Colón hacía su primer ingreso en la corte de Castilla pidiendo favor para el
descubrimiento del Nuevo Mundo. Llegó con “información privilegiada”; sabía lo
que estaba por descubrir; porque antes ya se había hecho de viejos mapas en
Portugal e Italia y leído, como ratón de biblioteca, todo lo referente a
navegación. Pero a pesar de estos conocimientos, tuvo una entrevista nada
memorable, no le hicieron caso; los Reyes Católicos lo tomaron, simple y
cortésmente, por visionario. Debemos de suponer que no les contó todo; su
“información privilegiada” lo escondió bajo la manga. También debemos aumentar
que ese mismo año, los Reyes Católicos vivían ocupados haciéndole la guerra a
los moros en el Reino nazarí de Granada, último bastión árabe; por ello sus
arcas presentaban un vacío espacial; estaban más misios que vendedores de
caramelos y cigarrillos.
Cuentan algunos rimbombantes
cronistas, para verificar mi hipótesis sobre la “información privilegiada”
—incluyendo a Garcilaso—, que Colón tuvo previamente —para ser más exactos en
1484— un encuentro del tercer tipo con un piloto, un tal Alonso Sánchez de
Huelva, alias el Prenauta; quien, por una misma ruta triangular, hacía
frecuentes viajes llevando mercancías desde la península a las Islas Canarias
para luego dirigirse a la isla Madeira y volver a la península. También de la
costa de Guinea y Mina del oro extraía esclavos negros y los comercializaba. Es
en una de estas travesías que una tormenta lo desvía de su ruta y lo lleva
hacía el oeste por rumbos desconocidos. Así, luego de varias semanas de viaje a
la deriva, que ellos juzgaron seis mil millas, la pequeña embarcación deshecha,
llena de chinches, pulgas, piojo, ratas y demás alimañas, se encuentra en el
mar con tiempos favorables; por ello sin impedimento ni obstáculo alguno,
llegan a una isla muy grande, que los cronistas suponen Santo Domingo. La
bordearon, examinándola durante tres horas. Había bellos bohíos labrados con
plantas secas del lugar y jardines y viñas muy hermosas. Luego avistaron un
pequeño puerto construido rudimentariamente. Al desembarcar, se encontraron
cara a cara con un buen número de nativos.
Alguien dice:
—Capitán Alonso, ¿y ahora
qué hacemos? Somos pocos para tanta gente…
El capitán niega con la
cabeza.
—Silencio, silencio —susurró
y todos, hasta el propio capitán, empezaron a caminar sigilosamente. El viento
soplaba elevando la melena de los visitantes y refrescando sus largas barbas.
Los nativos, con gestos, los
llevaron hasta un patio amplio, en donde había varios bohíos rectangulares. De
una de ellas, la más amplia, salió un pequeño hombre, casi desnudo y de aspecto
musculoso, vestido mismo Tarzán, con unos colgantes de oro sobre el cuello.
Éste, girando el rostro lampiño de un lado al otro y levantando una de las
manos, empezó a hacer señas; quería saber quién era el jefe de los visitantes.
El capitán Alonso recorrió
unos metros y se colocó frente a este hombre de piel cobriza, cabellos negros,
nariz ganchuda y ojos oscuros. Por los tamaños, parecía el encuentro de David y
Goliat. Cruzaron el umbral y penetraron en la penumbra de un cuarto totalmente
cerrado y lleno de malos olores. Un camastro hecho de pieles de animales se
alineaba junto a una de las paredes; sobre él se hallaba tirada y envuelta en
mantas una mujer de aspecto joven, pero con el rostro deteriorado. Estaba llena
de sudor y su respiración era ligera. El capitán se acercó y le cogió la
frente. Luego se volvió hacia la puerta y salió apurado.
—¡Que venga el médico!
—gritó.
El médico, un judeoconverso
apellidado Alvarado, apuró el paso e ingresó al bohío. Allí, parados, el
pequeño hombre y el capitán permanecieron contemplando el trabajo del galeno.
—Es curioso... con razón se
estremece —musito Alvarado, apartándose de la enferma—. Capitán, que me traigan
el maletín… Es por el malestar de un gran resfrió.
El capitán se encogió de
hombros y soltó una sonrisa condescendiente. Así que salió y trajo lo pedido.
Luego de aplicarle un
ungüento —que no era Vick vaporub ni Mentholatum— y esperar un tiempo
prudencial, la enferma empezó a reactivarse. Todos esgrimieron una amplia
sonrisa, menos el bohíque (chamán) que tenía la frente fruncida y la boca
torcida; había estado a cargo de la curación de la muchacha y sus invocaciones
a Yocafiuguama no dieron ningún resultado.
Entonces los indígenas les
trajeron comida, una fermentada bebida blanca y les ofrecieron a sus mujeres
como regalo. Ahora los trataban como si fueran dioses venidos del mar.
—¡Exquisitas criaturas¡
—exclamó el médico. Esto que nos pasa parece increíble.
Durante un largo periodo de
tiempo los juegos eróticos eran algo normal. Nada estaba prohibido. Por eso no
podían creerlo. Las “Cincuentas sombras de Grey” eran una bicoca, un chancay de
a medio. Misma Sodoma y Gomorra, todo allí era un bacanal permanente. Muchas
veces, vestidos como Mowgli, lo hacían sobre la copa de los árboles, en el
interior del rio, parados en una hamaca y en la choza del jefe. Pero también
salían a cazar y a tener batallas —en compañía de los nativos— con otras tribus
enemigas; en especial con una que les habían matado una treintena de hombres y
robado un número igual de mujeres. El jefe de la tribu les dijo que en esa
región había cinco reinos controlados por caciques; pero que la pelea era con
una que había llegado del sur. Después de romperse el coco y descifrar, mismo
Champollion, su jeroglífica lengua, ellos entendieron que les llamaban caribes
o cachires o cachivaches; y que así mismo se nombraban como taínos, tramposínos
o sexínos. Estas guerritas y la lucha permanente con la naturaleza superaban la
ficción; cualquier relato de Rudyard Kipling quedaba chico.
Un día, después de regresar
de caza y matar a una veintena de caribes, dos de los náufragos se encuentran
cómodamente instalados en el interior del bohío de uno de ellos; están sentados
en unos taburetes de madera, que es regalo de la hija del jefe; tienen una
ligera conversación:
—¿Con quién saldrás esta
noche? —preguntó un tal Falla, volviendo de sus masajes diarios. Tenía el
rostro iluminado y una sonrisa de oreja a oreja.
—Por ahora con nadie
—contestó un tal Arenas. Mozuelo que reflejaba unos 23 añitos.
Falla arqueó las cejas,
asombrado.
—¡Pero si estás en la edad
justa para estos menesteres!
—Últimamente no me he
encontrado muy bien. Me han salido granos en las palmas de mis manos y en otras
partes de mi cuerpo. Mi malestar es general.
—¿No será que has decidido
salir del “closet”?
—Nada que ver… Es por esta
enfermedad, que jode y jode…
—Bueno… Pero ¿ya se lo
has dicho al médico?
—Sí, pero no entiende lo que
me pasa. Me ha dicho que a él también le han salido llagas en el pájaro… Yo,
convaleciente, no me he podido aguantar la risa… Por eso se molestó y me ha
echado de su habitación… Mejor pasaré la noche jugando ajedrez en el bohío de
Lorenzo.
Así, en un lapso de tiempo,
empezaron todos a enfermarse. No lo sabían, pero una enfermedad de trasmisión
sexual los estaba exterminando. Ni cortos ni perezosos empezaron a preparar el
viaje de regreso. El paraíso se les estaba derrumbando. Mientras tanto, el sol
tropical relucía como nunca.
Luego de levantar vela y
calcular el tiempo que les llevó, cuando fueron desviados y conducidos por la
tormenta, que fueron varias semanas, el barquichuelo atracó en la isla de Porto
Santo, donde —“oh casualidad”— residía Cristóbal Colón.
El genovés tenía su
“mansión” muy cerca de la playa, en donde vivía con su aristocrática esposa
Felipa Moniz y su pequeño hijo Diego; frecuentemente acudía a la playa para dar
unos paseos y pescar encima de las rocas. En uno de esos días halló entre las
peñas unos maderos con extrañas inscripciones y algunos troncos primorosamente
tallados por manos desconocidas. En una ocasión incluso halló un cadáver de
aspecto misterioso. Lo sacó del mar y lo llevó a su casa. Luego mandó llamar a
un médico amigo, para que examinara el cadáver. Al final concluyeron que no era
de raza conocida. Era un personaje de ojos achinados, de piel oscura e imberbe.
Todo esto mantenía despierto
al futuro almirante; quería saber qué existía al oeste. En su mundo onírico,
trataba de entender de dónde habían llegado todos estos objetos. Sus conjeturas
eran infinitas…
Mismo Don Quijote, estaba
obsesionado por culpa de todos los libros y mapas consultados en Italia y lo
ocurrido en estas playas. Ahora tenía la necesidad de viajar al este por el
oeste e inaugurar una ruta jamás explorada en el océano; hallar aquella vía
prohibida que le demostrase la posibilidad de llegar a la tierra de las grandes
riquezas; o a alguna parte desconocida del continente asiático, la que ya había
descrito Marco Polo.
—¡Don Cristóbal, don
Cristóbal¡, venga por favor… Una barcaza se ha estampado contra la arena. Hay
varios muertos en su interior…
Había comenzado marzo de
1484 cuando un accidente fortuito iba a cambiar de raíz toda la vida de Colón y
de la historia de la humanidad.
Era el único sobreviviente
de aquella embarcación destartalada y arrastrada por el viento del oeste al
este.
Un niño, Colón y su médico
amigo arrastraron al sobreviviente hasta la orilla. Vestía una especie de
túnica blanca llena de puntos de sangre negra. Su piel estaba tostada por el
sol y su aliento era fétido y su voz grabe, casi sin sonido. Los miraba con los
ojos bien abiertos y llenos de asombro.
—¿Cómo se llama? —preguntó
Colón.
—Soy Alonso Sánchez de
Huelva… —dijo murmurando bajito y casi sin aliento— Por favor, necesito agua…
Colón lo miró con inquietud,
frunciendo sus labios irónicamente. Entendía que aquel hombre sabía muchas
cosas.
—Tranquilícese, tome… beba…
haré todo lo posible por ayudarle… Lo llevaré a mi casa.
Así, no tardaron en
llevarlo. Lo sacaron del barquichuelo y lo tendieron en la arena; luego lo
cargaron y torcieron por la derecha e ingresaron a un largo pasillo; casi al
final, abrieron una amplia puerta y lo ingresaron cuidadosamente dejándolo
tendido sobre un sillón.
Hacia las seis de la tarde y
ya oscureciendo, el médico terminó de curarlo; su curioso paciente parecía de
mejor ánimo.
Aprovechando esto, Colón le
pidió que se retirase y se llevara al niño; que él se encargaría de cuidar y de
alimentar al enfermo de la mejor manera.
Así estuvo con el náufrago
algo más de una semana, en que éste le contó todas las aventuras que le habían
sucedido. Luego, al amanecer, murió acabado por la enfermedad y por los
sufrimientos de la jornada.
"Este fue el primer
principio, y origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, de la cual grandeza,
podrá loarse la pequeña Villa de Huelva, que tal hijo crio, de cuya relación
certificado Cristóbal Colón, insistió tanto en su demanda." (Inca Garcilaso de la
Vega)
"Siendo cierto, que el
primero, que dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez
de Huelva, marinero natural de Huelva." (Dr. D. Bernardo Aldrete (1615))
Loro
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