martes, 12 de diciembre de 2017

El fin de una pesadilla

—Hum… No se ría señor, que la cosa es seria.
—Disculpe usted, mi querido amigo. No se me ponga pálido. No sabía que la crítica lo ofuscaba.
—¿Amigo? No señor, yo no puedo ser su amigo. Usted se equivoca y no sabe con quién se está metiendo.
—Pero no es para tanto. Tómelo como una voz pausada que le quiere contestar… Si quiere, una voz secundaria que declinará cuando usted esté sobrio. Las mujeres merecen mi respeto. Lo único que sé es que ella no lo ama; y no se haga el loco que usted tampoco a ella, sólo es una obsesión. Mejor dicho, usted está obligado a amarla platónicamente, sin compromiso, acusado de tibieza. Si no por qué sale usted con la bailarina Elsa; ayer me la encontré y me lo dijo.
—¿Cómo? Es que se ha atrevido a escudriñar mi vida… ¿quién le ha dado ese derecho? Ella sólo es una amiga… Y, además, ¿qué le importa a usted? Yo hago de mi vida lo que me da la gana y no hay nada ni nadie que me lo pueda impedir… ¡Qué carajo!
—Qué le puedo decir; y deje de hacerse el idiota y pida una botella más de cerveza, que voy con mucha sed… El cigarro me seca la garganta…
—Ja, ja, ja… El descubrimiento de la muerte la tiene estúpida; absurdamente ha cerrado su corazón al mío… Yo sé que ella me quiere. ¡¿Sí o no?! Su nada furtivo beso en aquel solitario jardín lo dijo todo. Creo que llegará mañana… Y tengo que ir a buscarla; no, mejor espero a que me llame… Ahora ya es muy tarde y si la llamo me puede dar forata. Aunque nunca contesta mis llamadas…
—Ella no lo quiere… Ella es una mujer casada. Le dijo que vendría, pero no hubo ningún viaje. Ya olvídela, es mejor así… Vaya a buscar a Elsa, que es la que le complementa la noche, la que le da cariño real y verdadero… ¡Palpable! Aún le quedan monedas en el bolsillo…; y es de las que no piden relaciones serias… Y eso es lo que a usted le gusta, ¡¿sí o no?!
—Creo que usted tiene mucha razón, amigo. Sí, ahora creo que puede ser mi amigo… Total, usted siempre me acompaña… No más cerveza, pediré la cuenta e iré a buscarla… Pero primero tengo que hacerle una llamadita. ¡Puta madre! ¿Cuál es su número? No veo bien, este aparatejo tiene los números muy pequeños. Creo que es este…
—Sí, aló… ¿Elsa?
—¿Elsa? No, soy Isabel… Pedro, ¿eres tú? Me parece o estás borracho… ¿Quién es la tal Elsa?
—Creo que ya metí la pata —susurra—. No, estoy con un amigo… recién vamos tres chelitas… Pero ya me voy, luego te llamo…
—A qué hora piensas retirarte… Mamá está preocupada; hace tres días que no la llamas… Eres un desconsiderado… Ayer que estuve con ella llamó una mujer que no quiso decir su nombre, me dijo que por favor la llames…, pero no sé quién es… Sólo dijo que la llames, que tú sabías… Su voz me pareció muy triste, que casi no llegaba a oírla… Creo que sollozaba… Y llama a mamá que está muy preocupada…
—Ok. Ya, la llamaré… ¿Quién habrá sido?
—¿La llamaré?… ¿A quién?
—A mamá. A quién más va ser… La otra que se vaya a acechar a otro… No estoy para soportar a nadie…
—Bueno… ya tú sabrás. Deja de tomar y vete a descansar… Y mañana ve a visitar a mamá.
—Ok. No te preocupes… la iré a visitar.
Dudando y tratando de dominar sus sentimientos, se vuelve a mirar en el espejo, y se sacude los cabellos con una de las manos. Luego se rasca la nariz, soltando una sonrisa que le llega a las orejas. Sus ojos vidriosos reflejan un estado más que ebrio; reflejan una tristeza tragicómica. Pero había algo más terrible en su mirada, pues parecía que sus ojos estuvieran volteados y miraran para adentro; era casi imposible distinguir hacia donde miraban. Daba miedo y risa.
—No, no creo que haya sido ella —le dijo al espejo.
—¿Tiene usted miedo? —respondió sin quitar la mirada de su rostro, que sonreía con extrañeza.
—Mire usted, miedo es lo que menos tengo. Ya es historia por completo. Pero, sí o no, ¿dime? Yo sé que ella me quiere… Lo sé… Pero que se joda. No estoy de humor para caprichitos… Es una mentirosa que se cree la reina de todas las colmenas. Sólo imaginarla me inflama la cabeza —le dice al que está en el interior del espejo; y que sonríe también.
Hay pocos noctámbulos en el bar, que se pueden contar con los dedos de una mano. La media noche está presente y la garúa afuera no deja de caer. Pedro le guiña un ojo a su reflejo y decide marcharse. El del reflejo sólo sonríe como si se burlara de él. Se incorpora, sujetándose de la mesa, haciendo ruido, y se pone en pie. Luego se dirige a cancelar la cuenta. Parado frente al mozo y mientras se revisa los bolsillos, siente que el mundo se menea a su alrededor y que todos ríen tontamente. No le da importancia.
Duda antes de retirarse. Pero siguió su camino hacia la calle. Caminaba proyectando una sombra corta en el suelo, que se iba perdiendo a cada paso. Como si fueran dos, no dejaba de hablar, aunque no había más que él. En cada paso, retrocedía y avanzaba tambaleando el cuerpo. Pero seguía hablando. Su tema era la inmortalidad del amor. Ya en el umbral de la puerta, se da cuenta de que le falta algo que trajo. Lo recordó. Era un libro de pasta verde y lomo amarillo y de borroso título. Entonces regresa a la mesita en la que estuvo solo, lo coge y evoca una compleja afirmación. Sabía que lo iba a encontrar en el interior del libro; porque era una comprometedora carta y que en manos ajenas lo desnudarían. Por eso, inmediatamente resolvió destruirla. Suavemente la desdobla y la destroza en mil pedazos. Aunque tardó un rato empuñándola con fuerza. Inesperadamente, haciendo de sus brazos una catapulta romana, lo lanzó a la calle que en ese momento estaba vacía y húmeda. Vagamente pensó que los recuerdos no servían de nada. “Ya que importa; y que Goethe se vaya a la mismísima m…”, se dijo.
Pedro era bajo y recio y en su melena amplia se notaba hartas canas que le daban a su apariencia un aire intelectual. Se había divorciado hacía un año exactamente. Era uno más. Entonces vivía solo, en el segundo piso de una quinta, en un barrio de clase media. Allí se pasaba el día entero leyendo y releyendo a todos los clásicos; siempre sentado junto a una ventana, en un sillón de cuero, y frente a un espejo inmenso que cubría casi toda la pared. Todos los domingos llegaba una señora de arrugado rostro para hacer la limpieza y llevarse la ropa sucia. Así que el aposento olía siempre a fragancias de diversas flores.
Pedro se levantaba muy temprano para no perder la ilación del cuento o novela que le había tocado leer; y leía hasta la noche sin interrupción. Por su cara estilizada y gorda, detrás de unos anteojos, se notaba que pertenecía a la gama de jubilados. Desde que se casó, siempre presentó la misma edad. Al menos era lo que decían sus pocos amigos.
Como es de entender, como cualquier otro ser humano, tenía su historia de amor.
Una tarde, luego de que su papá falleciera —era soltero y tenía para entonces treinta años—, sus amigos se lo llevaron a otro país. Él no quiso, pero igual se lo llevaron. No podían consentir que su amigo se sumergiera en la melancolía e hiciera una locura. Porque Pancho era exageradamente sentimental.
Fue entonces que en una fiesta de cumpleaños conoció a Elena. Las luces y los desenfrenados bailes lograron que él saliera al jardín a tomar un poco de aire. Trataba de apartarse de la muchedumbre que a él lo sofocaba. Cuando la vio por primera vez, a lo lejos, Elena fumaba un cigarrillo apoyada de codos en la baranda de una banca que estaba junto a un pequeño árbol. Desde donde estaba él, notó que llevaba un bonito vestido sencillo que le acentuaba el cuerpo. Retrocedió en su camino, y sin más preámbulo, fue hasta el bar y cogió una botella de vino tinto, dos copas, y se fue directo a ella. Elena al verlo no supo qué hacer y hasta pensó huir, pero se contuvo.
Cuando estaba a unos pasos de ella, se detuvo absorto. No la dejaba de mirar. Ella era relativamente joven, de bello rostro y distinguida figura, pero ligeramente baja, que miraba alrededor con ojos curiosos.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Elena.
—En el jardín de la casa de un amigo —dijo, girando la cabeza y examinado aquel lugar con atención.
—Eso ya lo sé. Por ahí no va mi pregunta… Sino por qué con tanta gente y tanto espacio y tantos siglos, estamos aquí, ahora, los dos. 
—Supongo que es por el azar del destino. Es un camino que nunca esperé tomar. Una inesperada muerte me trajo por estos lares. ¿Debo entonces culpar a la muerte? Al final, estoy aquí y usted también. ¿Qué importancia tiene?... ¿La puedo acompañar e invitarle una copa de vino? —preguntó con duda.
—Creo que aún no entiendes… Pero si me dices quién eres, sabré qué contestar… Hay cada loco en este mundo. Y tú pareces uno de ellos.
—¿Quién soy? Creo aún no saberlo. Aunque la gente y mis amigos dicen que soy Pedro. Pedro Sarmiento. Los más cariñosos me llaman Pedrito. Y soy del Perú, de Lima.
—Ah, peruano. Yo soy Elena, Elena a secas. Mira, qué casualidad, también soy del Perú, pero del norte… de Chimbote. ¿Y qué haces en España? ¿Estás por trabajo?
—No. Un amigo que reside por estos lares me ha invitado. Y ya estoy un mes… ¡Qué rápido pasa el tiempo!
—Sí, pues, yo voy a cumplir ocho años… ¿Eres soltero? O, mejor dicho, ¿de seguro que has venido como soltero…?
—El destino me tiene solterito y sin compromiso. No pienso en el matrimonio… No creo que haya mujer que me pueda soportar… Y, además, el compromiso es un problema, porque luego creen que eres parte de su propiedad… Aunque a veces me gustaría entregarme a una pasión que durara para siempre… ¿Y tú?
—¡Ah! —Exclamó la mujer— No. Los que estuvieron conmigo…, todos están bajo tierra… —aumentó provocándose una sonrisa.
—Entonces usted es un peligro para los hombres… Aunque valdría la pena hacer el intento. Yo soy inmortal… —contestó Pedro, con una sonrisa que le torció la boca.
—¿Inmortal? Eso sería interesante… Bueno, me tengo que ir; ya es muy tarde y hay que hacer muchas cosas mañana.
—Pero si recién nos estamos conociendo… Acompáñeme un rato más. Acépteme una copa…
—Me gustaría, pero ya es muy tarde… —Saca un papel pequeño de su cartera y se lo entrega —Esta es mi dirección y mi teléfono— ¿Me das tu teléfono?
—A ver, apúntelo… Ok. Entonces la iré a visitar mañana.
—No. Mañana, no… Me voy de viaje. Te llamo y te lo digo…
—Ok.
Pasó de eso un mes.
A la semana siguiente, Pedro tenía que regresar a su país. Ya las vacaciones forzadas habían llegado a su fin. Y Elena lo había llamado. Por eso, ese día, decidió ir a verla. No la había vuelto a ver desde aquel encuentro fortuito en el jardín de la casa de su amigo.
Llegado el momento, en la tarde, se encaminó rumbo a la casa de Elena. Pero en el camino se encontró con Martín, el mismo amigo dueño del jardín y del cumpleaños de aquella noche en que se vieron por primera vez. Este le dijo que no debería volverla a ver porque ella era una mujer peligrosa. Su último marido había muerto de un paro cardiaco en el mismo instante que hacían el amor. Y le dijo muchas cosas más que lo dejaron intrigado.
Al cabo de una hora Pedro estaba tocando la puerta de la casa de Elena. Mientras esperaba a que le abrieran, temblaba como un adolescente y su piel estaba como de gallina. Aunque parecía contento. Al rato, sintió que la puerta se abría y que una señora uniformada pulcramente, y de avanzada edad, lo invitaba a pasar.
—La señora lo espera en el jardín… Acompáñeme —le dijo, mirándolo un momento.
—Buenas tardes… ¡Claro! La sigo…
Cuando recorrían el último pasadizo, un espejo, que los multiplicaba, temblaba por la corriente de aire. Pedro apuraba el paso volviendo los ojos para todos lados. Asombrado, observaba, prendidos en las paredes, cuadros del renacimiento y objetos de madera tallados a mano. No había lugar sin adornos. Para él era una típica casa virreinal. El jardín estaba al final de la casa, y desde allí, a lo lejos, se veía la ciudad iluminada por el sol. La casa se encontraba en lo alto de un cerro lleno de hileras de árboles frondosos.
Cuando se encontraron, Elena, parada, de espaldas, daba de comer a unas palomas, las que se precipitaban para coger el maíz que ella les tiraba con ambas manos.
—Ellas son mis compañeras y ellas saben mi felicidad y mi desdicha. Siempre vengo al jardín y converso con ellas. Me siento en una de aquellas bancas y desde allí contemplo toda la ciudad. Ni te imaginas cómo es el paisaje cuando cae la noche…
Elena se volvió y se acercó a Pedro y le dio un beso en la boca. Un enorme beso. Él, muy sorprendido, se quedó quieto con rostro de depredador.
—¿Me extrañaste? —murmuró Elena muy cerca de su oído.
—A usted no le puedo mentir… Sí —respondió soltando una sonrisa.
Entre el jardín y los arbustos del fondo, había tres bancas de maderas equidistantes formando una fila, y todas pegadas a unos árboles. Y al final había una especie de precipicio muy profundo. Se trataba de un lugar muy distinto del que él recordara. A la izquierda y a lo lejos una desvencijada escuela, estrecha, parecía una casa de cartón.
—Ven, siéntate aquí —le dijo cogiéndole de la mano y llevándolo a una de las bancas.
Luego llamó a la señora, que le abrió la puerta a Pedro, y le pidió que le trajera una botella de vino acompañado de unos bocadillos. Pasado cinco minutos, llegó con el pedido.
Después de beber la tercera copa, Elena se puso a llorar inclinando la cabeza. Pedro sintió una especie de angustia, pero se quedó en silencio.
—Mi vida es un calvario. Tres maridos, tres y ninguno queda vivo. ¿Qué mal he hecho para merecer tanto sufrimiento? Lo peor es que a los tres los amaba… Sí, los amaba. Yo cumplía en todo y hasta devotamente iba a la iglesia… —Elena suspiraba con cada palabra, y por último se abrazó a Pedro que le besaba la frente.
—Vamos, tiene que ser valiente. La vida es injusta a veces… Tiene que ser valiente.
—Quiero que te marches… No soportaría un muerto más…
—Pero, Elena… —Dijo su nombre por primera vez.
Ella se retiró de sus brazos y se puso en pie.
—No quiero tu consuelo… Y por favor, márchate.
—¿Algo he dicho que la ha molestado?
—No, nada… Me ha alegrado tu visita, pero tienes que irte. Tus manos y tu voz me han tocado el corazón… Y no quiero eso… Por eso tienes que irte.
—No la comprendo. Por qué huye de mí… Me deja como un soldado herido y feliz.
Al final trató de tomarle de la mano y abrazarla, pero ella se lo impidió. Al darse cuenta de que todo era inútil, desalentado, se marchó.
Al principio, la privación de verla, porque ella no se lo permitía, fue muy penosa. Hizo miles de llamadas que ella no contestaba. Solo la anciana, que la atendía, le decía que por favor no la molestará más.
Así, tuvo que irse. Partir.
Ya en el Perú, Pedro, todas las semanas, puntualmente, le enviaba una carta. Ella las recibía y las leía en el jardín, y de este modo llenaba el vacío de su soledad. Pedro nunca lo supo, porque nunca tuvo una contestación. Llegaba el fin de semana y volvía a escribirle con la ilusión de que algún día ella le respondiera.
Así pasaron los años y él nunca supo nada de Elena.
En diciembre, luego de diez años, recibió una carta, en la que ella le decía que se marchaba de España e iba a encontrarse con él. Pedro navegó por su memoria como en un sueño, lleno de felicidad, aunque le era imposible pensar con claridad todos los detalles que de su figura recordaba. Estaba turbado, perplejo.
Casado ya, sin hijos, esperó impaciente la llegada de Elena. La fecha exacta estaba marcada en un almanaque que pendía de una de las paredes de su dormitorio. Desde su cama, tendido y acompañado de su mujer, veía aquel círculo rojo e imaginaba como sería Elena ahora. Su obsesión lo llevaba a soñar con ella. En ese mundo onírico él disfrutaba de su presencia paseando por un jardín infinito y lleno de flores coloridas y árboles inmensos que formaban una hilera al borde de un camino. Abrazados y sonrientes hablaban de su amor y del universo que lo engloba todo. Y que a pesar de tanto mundo y tanta gente la vida los hizo coincidir en un lugar impensado.
—No. No hay final… Nuestro amor no tiene límite —decía Pedro.
—Quiero que nos detengamos aquí, y quiero que me escribas una carta… igual a aquella que recibí la primera vez. Fue tan hermosa que me hizo llorar de alegría.
—Claro… Pero no sé cómo se apellida…
—Sería más sencilla si pusieras solo mi nombre… Mis apellidos son trágicos.
Cuando se iban a besar, sintió que la pierna de su mujer lo entrelazaba y lo devolvía a la realidad. En ese instante la odió. Su conexión con Elena se había roto abruptamente.
A partir de ese momento pidió a su mujer dormir solo, porque el trabajo que estaba realizando merecía su total concentración. Su mujer accedió.
En la mañana del mismo día, salió apurado a la peluquería y luego a un Centro Comercial y se compró ropa nueva. Con los cabellos cortos, la cara bien afeitada y su elegante traje, se fue al aeropuerto en busca de Elena. Su aspecto total era extraño. Su cara pálida y su cabeza cubierta de un peinado metrosexual, lo hacían notorio en cualquier punto o espacio que él estuviera.
Elena no llegó aquel día. Triste y melancólico regresó a su casa y entabló una discusión con su mujer, que le reclamaba el aspecto que tenía.
—Tú me engañas con otra mujer… Se te nota en los ojos —le dijo.
—No molestes y deja tus celos estúpidos.
Así, trascurrió un año. Elena le fijaba una fecha de llegada y nunca se aparecía. Su mujer, no aguantando la soledad que se hacía más evidente conforme pasaba el tiempo, agarró sus chivas y se marchó.
Pedrito quedó tranquilo, no le importó la separación. Hasta reía solo cuando recordaba a su mujer.
Hasta que un día se enteró de que Elena se había vuelto a casar en España. Fue un duro golpe para él. Aquel día, como loco, y dando vueltas en su dormitorio, empezó a hablar consigo mismo. Se estuvo así hasta la madrugada. Le dolía en lo más profundo de su corazón la traición del que había sido objeto.
Queriendo olvidar lo sucedido, se refugió en su biblioteca leyendo lo que encontraba a su paso. Leía como un descosido desde la mañana hasta la madrugada o hasta que el cansancio lo vencía. Luego, tirado en su cama y dormido, sumergido en sus sueños, la veía venir hacia él con los brazos abiertos. Pero justo cuando el abrazo se hacía realidad, se despertaba.
Elena nunca dejó de quererlo. Y por eso, no quería saber nada de él. Tenía miedo de perderlo como a los otros. Por ello decidió casarse con el hombre que más odiaba. A partir de entonces, sumida en su tristeza y heroína de una tragedia, esperó que el tiempo hiciera su trabajo.
Cinco años trascurrieron y el esposo de Elena seguía vivo. Ella no sabía que era lo que pasaba. Los otros solo duraron dos. Entonces pensó que la maldición que el destino le lanzó había sido vencida. No soportando a su duradero esposo, cogió sus maletas y se marchó al Perú en busca de Pedrito.
Pedrito se había convertido en un lector empedernido y en un alcohólico total. En el umbral de la locura siempre hablaba frente a dos espejos. Uno era el que lo miraba todos los días en su cuarto y el otro en el bar del chino Pepe.
Fue justo en este último en el que la noche aquella, decidió olvidarla por completo. Sus amigos le habían aconsejado que saliera más a menudo con ellos y que se olvidara de la susodicha obsesión. “Viejo y huevón, ya deja de joderte la vida; esa mujer nunca será tuya…”, le decían.
Aquel día que les relato, luego de salir del bar, recorrió todas las calles hasta llegar a su casa. Presentaba una expresión severa y fatídica. Después de ingresar y ponerse cómodo, se tiró en el sillón de la sala y empezó a electrocutarse los sesos tratando de que su mente quedara en blanco. Así se quedó dormido profundamente. Al rato, alguien empezó a golpear la puerta. Somnoliento, despertó pensando que seguía en el sueño. Entonces hizo como si no existiera aquel ruido y se volvió a dormir.
—¡Pedro, estás allí…! ¡Pedro, ábreme la puerta…! Soy yo, Elena.
De un solo salto se puso en pie y corrió a abrir la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla. El alcohol seguía en su sangre, llenando de laberintos su cabeza que le parecía podía estallar en cualquier momento. Sus ojos parpadeaban continuamente. Pálido, y con la boca entreabierta, pensó por un instante que era la única opción que tenía. Por eso entendió que aquella mujer que lo llamaba sólo era parte de este invisible laberinto que él ya no soportaba. Una música viva, violenta, le llenaba todo el cerebro. “¿Por qué vienes a espiar mi soledad, mujer invisible? Será mejor que te largues, no te soporto…”, gritó. La voz tras la puerta insistía con su llamado. Sin pensarlo, como un loco, fue hasta la cocina, cogió un cuchillo y al abrir, sin prestar atención, agitó la mano empuñada y se lo clavó en el pecho.
Loro

domingo, 16 de abril de 2017

El ascensor

Debo al encuentro de un corredor y a una puerta abierta el descubrimiento de un personaje que conocí hace infinitos años. Por cosas del destino, en un instante, dos almas se aproximaron dentro de un pequeño mundo. La puerta abierta de un ascensor nos juntó de improviso. No me saludó ni quiso mirarme a los ojos, solo movió las manos y aplastó el interruptor. Su cabeza, que estaba girada a la derecha, descubría algunas canas y una pequeña calva. Por unos segundos agoté en vano mi mirada, y hasta creí que no se trataba de él. Confieso que quise tocarle el hombro y pasar mi mano por su cabeza para solucionar mi duda. A mi izquierda, había un espejo como pared, en el que lo veía duplicado; su rostro, con arrugas serias, consolaba una sonrisa contenida. Aunque es difícil de imaginar, estaba allí, casualmente, con este hombre que en mi adolescencia significó mucho para mí.

De pronto, giró y me dio la espalda intencionadamente. Hizo un ademán con la mano y se inclinó hacia adelante, moviendo la cabeza en un acto de negación. Luego, tirando la cabeza hacia atrás, acabó sus movimientos con una significativa sonrisa. Parada allí, sentía que, en aquel estrecho lugar, reinaba un absoluto silencio. Y estaba bien que así fuera. No había más gente, claro está, lo que hizo que llevara la prudencia al extremo. Con el espacio justo, me empeñaba en pasar desapercibida. Así, mientras memorizaba sus nuevas facciones, el ascensor no dejaba de avanzar penosamente. Viéndolo de soslayo, mis ojos brillaban y mis mejillas ardían de vergüenza; todo transcurría como si lo que sucedía allí fuera el último momento de mi vida. Entonces, me digo a mí misma: "No pasa nada, no puedes evitarlo". Aunque quería huir en un instante, desaparecer de aquel interior que me obligaba a estar tan cerca de él. Adondequiera que dirigía la mirada, él siempre estaba allí. Esto me sofocaba, pero a la vez me hacía sentir frío. Para disimular, sonreía débilmente. El ascensor se detiene y alguien ingresa muy deprisa, ¡maldita sea! Y en el espejo se cuadruplican las cosas. Es una mujer de mi misma edad —así la veo— que viste muy conservadora. Él le saluda con un efusivo beso en la mejilla y le da un fuerte abrazo; luego, se inició una conversación y empezaron a fanfarronear con mucha confianza. Yo permanecía quieta y callada, apartada de él y unida a ella por el hombro. De rato en rato, giraba la cabeza y los veía por el espejo. Esa voz la conozco, no me puede engañar, es la misma que a escondidas me reveló inmortales secretos. Pienso muchas cosas más, pero recuerdo que llevo puestos los lentes oscuros, y mis cabellos tienen un color diferente. Cuando volteé a mirarme en el espejo, yo misma no me reconocí. Lo cual no me sorprendió, porque ahora era otra, estaba cambiada, sin escrúpulos. Llevaba unos tacones altos y un vestido que me marcaba toda la aprisionada cintura. ¡Qué espantosa me veía!, pero esa era yo... Su mano se dirige otra vez hacia los botones. Ahora me mira y esboza una pequeña sonrisa, como si fuera un saludo. Yo también sonrío y curvo las cejas, creyendo que me había reconocido. La puerta está abierta y ella sale apurada; al mismo tiempo, con un gesto, algo le insinúa. Volviéndose hacia ella, la queda mirando, inconcluso, y sus labios empiezan a moverse hasta originar una pequeña y provocadora sonrisa. Volvemos a quedarnos solos. Se rasca la mejilla, se vuelve hacia mí y me mira. Parece reconocerme... ¡Santo Dios! Tengo miedo y más miedo. Ahora empieza a soplar y resoplar, mordiéndose los labios. La puerta se abre y sale apurado... Yo me quedo sola y me alegra que mis ojos no hayan sido descubiertos. Unas inmensas lágrimas resbalan por mis mejillas.

Libertad

domingo, 9 de abril de 2017

Aquí estoy

Aquí estoy, después de tanto tiempo, acodado sobre la mesa de un conocido restaurante, en mi barrio, solo, observándome: 
Con los olores de mi antiguo cuarto y la comida esperándome sobre la mesa.
Recordando la voz de mi Madre y su consabida paciencia, contándome cuentos de almas perdidas; inventándose temas.
Los hermosos ojos y la blanca risa de Katia ¡Tendrían que verla y oírla reír!
Las bromas de mi mejor amiga, ¡cómo se curvan sus cejas cuando ríe!
Verme en los ojos de quien amo ¡Menos mal que son claramente grandotes!
La teleportación cuántica desde el hoy al ayer, con mis grandes amigos del colegio, en el point de siempre, acompañados de unas cervezas bien heladas: siempre con historias sobre los amores de adolescencia: ¡Parece que son temas que nunca se agotan!
Las lecturas nunca olvidadas: Poe, Gorki, Dostoyevski, Benedetti, Borges, Lovecraft, Ribeyro, Joyce, Hamsun…
Explorar mi creatividad en cualquiera de sus manifestaciones.
Jugar con un perro, observar su rostro perplejo, buscando que mis manos le proporcionen cariño.
Caminar, caminar, caminar; tal vez gesticulando.
Leer: un buen libro o uno regular, un cuento infantil o para gente grande, el periódico, una revista actual o pasada, los correos de mis amigos, los laborales… leer, leer es un placer.
Oír música mientras me baño; juro que estoy en cualquier otro lugar.
Los días soleados de mi país.
La corriente de aire que entra por mi ventana… y yo pertrechado con mis pensamientos: todos locos.
Oír una buena historia, las narraciones de mi amiga Alejandra, de la seria de Tania; siempre mis relatoras favoritas, de quienes copio tanto…
Fotografiar a la gente que quiero.
Un cebiche, una parihuela, un arroz con pato… una limonada frozen.
Un helado de lúcuma y fresa, tal vez de chocolate.
Ir al cine y llegar justo cuando va a empezar la película…
Nadar en el mar, con los gritos de los más pequeños, pidiéndome que los espere.
¡Comprar libros, nuevos, de segunda, antiguos o modernos, en fin; o que me los regalen!
Cruzar desde mi casa hasta mi barrio antiguo y observar que todo ha cambiado, que la gente ya no es la misma. Que hay nueva gente y que nos miran distraídos, que ya no nos quieren…
Los domingos como morsa, acurrucado y con la flojera hasta el cuello, olvidándome del lunes, de lo planificado.
Escribir, escribir, escribir… Escribirme a mí mismo…

Loro

lunes, 3 de abril de 2017

El sueño de Martín

Se quedó dormido, con el libro en la cara, en uno de esos días en que acostumbraba quedarse leyendo hasta que la oscuridad y el silencio le resultaban más apreciables y evidentes. En sus hipnóticos sueños, siempre seguía los parámetros que le imponía su ya lejana y estudiosa juventud. Aleccionado por sus lecturas, tenía la esperanza de encontrar a su otro "Yo", cueste lo que cueste. El sueño le llegó de improviso, sin que terminara de leer un cuento inédito de Allan Poe; cuento que encontró entre la mezcla de libros revueltos en los estantes de su biblioteca. Este hombre, que dormía boca arriba en una improvisada cama, presintió, dentro de este último sueño, su destino inapelable. Al cabo de unas horas, el timbre del teléfono celular lo despertó. "Sí, ¿dígame?", contestó. Era uno de sus íntimos amigos que lo invitaba a una reunión de jueves, para tomar un cebichito, unas cervezas y conversar de todo. "Angelito, ¿cuánto demoras en llegar? Estamos reunidos en el punto", le dijo. Sin decir palabra, el adormilado hombre apagó el celular y siguió durmiendo.

El día era una bendición, típica de los días de primavera. Ya era tarde. Su amada esposa llegó a la biblioteca, donde Martín estaba tirado, y lo despertó. "Mi amor, no has tomado desayuno; el almuerzo ya está servido...", le dijo con ternura. Envuelto en una chompa desteñida, cubierto hasta el cuello por una vieja frazada y con el libro tirado cerca de sus pies, el maduro hombre no salía de su largo y acostumbrado sueño. Un sueño que, como una nube, siempre giraba dentro de su cabeza, atormentando su imaginación. Ella, al verlo así, le retiró lentamente la frazada, dejándolo al descubierto. "Mi amor, ya es tarde; tienes que ir al colegio...", insistió. El profesor Martín, luego de bostezar y estirar los brazos, se volvió y atendió con la mirada a su querida esposa y con un golpe de voz sin autoridad le respondió: "Otra vez. Hoy no tengo ganas de ir a ninguna parte...". Y de inmediato siguió un silencio parecido a su desentonada voz. Ella, sin poder despertar al dormilón, se inclinó y lo volvió a cubrir, le dio la espalda y se encaminó sola al comedor.

Después de una hora, la hoja de la puerta, al girar por el viento, dio un sonido tronador. Atolondrado, Martín salió del sueño que lo cobijaba placenteramente. Para darse ánimos, estiró los brazos y las piernas y dio un aullido sordo. "Otro día más...", pensó. Ahora le relucían los ojos, y la boca era relamida por su lengua amarilla y seca. Alrededor, la quietud y el silencio no le eran desconocidos. No había ni un muchachito ni una muchachita que deambulara jugueteando y destrozándolo todo. Su única hija, ya casada, vivía muy lejos de allí desde hacía dos años.

Martín, luego de recordar las series de imágenes casi reales y vistas en el sueño, sintió multiplicarse como si estuviera frente a una multitud de espejos paralelos. Las recordaba con singular claridad, era una visión suelta y contundente que no podía evitar. En el sueño él era el centro del universo, omnipotente, omnipresente; y sin él, la vida humana, que giraba a su alrededor, no era imaginable o simplemente no existía. Él era lo único real y toda la inteligencia laboriosa.

Después de cambiarse de ropa, pasar por el baño y mirarse atentamente en el espejo, salió de su casa furtivamente, sin decir nada. Deambuló por las calles de su barrio durante tres horas. Durante ese tiempo, caminaba confundido en sus reflexiones, convertido en una especie de Diógenes contemporáneo, hasta que divisó un letrero prendido en lo alto de un edificio en el que estaba escrito: "Señora alquila cuarto para persona sola". Entonces se abrió paso alejando a un perro esquelético que lo seguía olfateándole los pies y subió las escaleras en busca de la dueña. Se detuvo frente a una puerta de metal, con vidrios y recién pintada. Se empinó tratando de observar por una ranura. Hacía esfuerzos ágiles con el cuello para mirar el interior. Así, mientras fisgoneaba, se le acercó arrastrando los pies y apoyada en un bastón una madura y rechoncha mujer, que lo miró fijamente. El profesor Martín, asustado por el reflejo oscuro, abrió más los ojos y olfateó furtivamente la sombra. Sintió un perfume desabrido y rancio. "¿Viene por el cuarto?", interpeló la sombra con voz áspera. "Sí... ¿Este es?", preguntó Martín esbozando una pequeña sonrisa inventada. "Sí, este es... pase", respondió la rechoncha mujer que iba cubierta por un grueso abrigo y unos zapatos parecidos a los de Charles Chaplin. Al hacer su ingreso, Martín se quedó perplejo. Desde la ventana, y sin mucho esfuerzo, podía divisar su hogar, su casa. En esos precisos momentos, vio que su amada esposa tenía una bolsa de tela en las manos y salía cerrando la puerta. Supuso que iría a la panadería a buscar pan. "Lo tomo, ¿puedo venir hoy mismo?", dijo. "Claro, son doscientos soles por mes; como usted ha visto, la cama es buena, tiene baño propio y un punto para el cable... Su ropa la podemos lavar nosotras, eso lo hacemos con todos los huéspedes... Es una entrada adicional...", dijo la madura mujer, que al mismo tiempo se arreglaba el pelo canoso y lo miraba como si se mirara en un espejo. "De acuerdo. Aquí están los doscientos soles, el recibo me lo da luego; me tengo que ir, en un par de horas vuelvo", dijo él con su voz de siempre.

Dio unas vueltas en su cuarto, girando alrededor de su cama, observándolo todo. No sentía pena, solo lo trivial y vano de su pesquisa. Dejó de observar, dio unos pasos y se dirigió a la cómoda. Después de llenar una vieja maleta con objetos personales, se dirigió a la cocina donde se encontraba su amada esposa y le dijo: —Tengo que ir a un Congreso Magisterial que se realizará en el interior del país; no me esperes, llegaré en cuatro días. —Estaba algo colorado de vergüenza, porque era la primera vez, en veinticinco años de casados, que le mentía. Su amada esposa no sintió coraje, ya que creía conocerlo y también porque sabía que siempre él había sido algo raro; y además ya lo había hecho antes; siempre partía de improviso.

Ya ubicado en el cuarto, y apoyado en el borde de la ventana, se quedó mirando el tránsito de la calle. Observaba esas cosas de la vida que otras veces no había distinguido. Sintió con rigor que el barrio estaba lleno de infinitos detalles. Incluso fijó los ojos en una mujer que llevaba una falda muy ajustada y se bamboleaba con toda libertad. Tal observación logró que se sintiera más humano. Martín cerró los ojos para no sentirse atrapado, sacudió la cabeza e intentó desviar la mirada. —No, no es eso lo que me ha traído aquí —se dijo, sonriendo salvajemente.

Ahora, sentado en la cama, esperaba algo. No sabía qué. De pronto dedujo, con una cerebración instintiva, lo que sus inveterados y frescos sueños le querían decir. Sí, tenía que encontrar a su otro "Yo". No al del Decamerón de Bocaccio o al siervo amante de la Sherezada de Las Mil y una Noches. Eso era la imperfección. Por eso, lo más lógico era ser Alonso Quijano, el que siempre batallaba en su mente. No estaba dispuesto a ser solo los ecos de sus pequeñas y antiguas felicidades, las que le hacían dudar de que su vida, la de atrás y la de hoy, no era sino una mierda. Se puso de pie, se rascó la cabeza y caminó hasta el umbral de la ventana; luego regresó y se sentó en el borde de la cama. —Qué parodia, qué ligera, qué novela picaresca es mi vida... —pensó. Por eso, de alguna manera, trataba de borrarla y acusarla de falsedad. —Son siempre versiones de una misma historia, es un clásico. Y yo no soy eso —se dijo. Era su dilema habitual, una costumbre, una caricaturesca indumentaria. Por eso, introspectivamente, comenzó a darle argumento a sus sueños, a llevarlos hasta un punto en el que se sentía más afinado, más homogéneamente ilustre.

Al rato sintió unos pasos y le pareció como si alguien lo estuviera observando y quisiera descubrirlo. Inspiró hondo y se puso de pie. Lentamente dio unos pasos hasta encontrarse con su ropa amontonada y sucia que estaba tirada en un rincón. Encorvado y agitando las manos, apretó los dientes en el lugar preciso y partió en dos lo que quedaba de un bivirí viejo y amarillento. Algo le molestaba. Por eso se dio la tarea de ir hasta la puerta y tapar la ranura por donde él había husmeado antes. No quería permitir que nadie lo espiara. Cansado, caminó hasta la cama y se tumbó boca abajo, se echó a dormir con la ropa puesta.

Pasaron cuatro días y la soledad iba en aumento. Pensó por un instante en ir a su casa y poner fin a lo planificado. Pero cuando estaba a punto de salir, rumbo al encuentro de su amada esposa, un torrente de agua imaginario le inundó el cerebro y le impidió dar un paso más. —No, ¡qué estoy haciendo! —pensó. Afuera estaba empezando a amanecer y los ruidos insoportables llegaban hasta su habitación.

Durante todo este tiempo, el iniciador de Adán, antes que Eva, se dedicaba a recopilar todo lo ocurrido en sus sueños, hasta el más mínimo detalle. En una libreta no dejaba de anotar lo recopilado. En la soledad de la noche, con atención perseverante y tenaz, trataba de darle un sentido formal y decente estadísticamente. Por ello, mediante un proceso que él mismo había creado con mucho esfuerzo, analizaba e interpretaba cada dato. Su objetivo era concatenarlos y lograr darles sentido. Realizaba todo tipo de histogramas y gráficos circulares; generaba modelos, inferencias y predicciones; incluso tenía en cuenta la aleatoriedad de los mismos.

Un día, desnudo en la ducha, con el agua cayendo sobre su cabeza, piensa que ha superado algunos detalles de todo lo registrado hasta ahora. Se da cuenta de que la vida solo tiene tres dimensiones, o algo peor, que le falta una. Precisamente, la dimensión que le falta y que ha descubierto es la que él quiere ofrecerle a la humanidad: la cuarta dimensión, la dimensión de las ideas, de los sueños. También piensa en lo paradójico que es vivir alejado de una relación marital y cómoda. —El sueño es mío, esta dimensión no se puede compartir: es propia, particular y camina postergada, ahuyentada en sus propósitos —se dice.

Han transcurrido diez años desde que abandonó su hogar y la comodidad que esta le ofrecía. En todo este tiempo, se ha dado cuenta de que el proyecto adolece de una molestia: ama a su mujer, diaria y constantemente. También sabe que no tiene problemas económicos y que su salud no requiere la visita de médicos. Debe atenerse, en consecuencia, a esta consideración relativa de clasificación humana: salud, dinero y amor. No lo acepta, las estadísticas de sus conjeturas le dicen todo lo contrario; por eso se da cuenta de que un futuro sin la cuarta dimensión no puede ser justo ni para él ni para su amada esposa.

Esta vida ensayada ha hecho que consideren a su amada esposa una viuda más. Su casa, sus objetos personales y todos sus bienes han sido repartidos sin tener en cuenta un testamento. Pero lo cierto, lo estúpidamente cierto, es que el muerto sigue vivo y dueño de una cuarta dimensión que no quiere abandonar, y que por eso camina perdido en las otras tres dimensiones reales que no merecen su atención. Dimensiones en las que la figura de su amada esposa y la de su querida hija transcurren ocupando el mismo espacio y tiempo.

Es esta incomprendida justicia del profesor Martín lo que lo llevó a traspasar la muralla y recluirse en una torre imaginaria, tratando de abolir todo su pasado, para abolir tan solo su incomprendida vida terrenal. Conjetura que él considera plausible desde su verdad, verídica y particular, donde el tiempo no tiene cabida y el sueño es el elixir destinado a detener la muerte; porque él cree, resueltamente, en la cuarta dimensión; dimensión que lo llevará a la vida eterna, a la inmortalidad.

Loro