domingo, 16 de abril de 2017

El ascensor

Debo al encuentro de un corredor y a una puerta abierta el descubrimiento de un personaje que conocí hace infinitos años. Por cosas del destino, en un instante, dos almas se aproximaron dentro de un pequeño mundo. La puerta abierta de un ascensor nos juntó de improviso. No me saludó ni quiso mirarme a los ojos, solo movió las manos y aplastó el interruptor. Su cabeza, que estaba girada a la derecha, descubría algunas canas y una pequeña calva. Por unos segundos agoté en vano mi mirada, y hasta creí que no se trataba de él. Confieso que quise tocarle el hombro y pasar mi mano por su cabeza para solucionar mi duda. A mi izquierda, había un espejo como pared, en el que lo veía duplicado; su rostro, con arrugas serias, consolaba una sonrisa contenida. Aunque es difícil de imaginar, estaba allí, casualmente, con este hombre que en mi adolescencia significó mucho para mí.

De pronto, giró y me dio la espalda intencionadamente. Hizo un ademán con la mano y se inclinó hacia adelante, moviendo la cabeza en un acto de negación. Luego, tirando la cabeza hacia atrás, acabó sus movimientos con una significativa sonrisa. Parada allí, sentía que, en aquel estrecho lugar, reinaba un absoluto silencio. Y estaba bien que así fuera. No había más gente, claro está, lo que hizo que llevara la prudencia al extremo. Con el espacio justo, me empeñaba en pasar desapercibida. Así, mientras memorizaba sus nuevas facciones, el ascensor no dejaba de avanzar penosamente. Viéndolo de soslayo, mis ojos brillaban y mis mejillas ardían de vergüenza; todo transcurría como si lo que sucedía allí fuera el último momento de mi vida. Entonces, me digo a mí misma: "No pasa nada, no puedes evitarlo". Aunque quería huir en un instante, desaparecer de aquel interior que me obligaba a estar tan cerca de él. Adondequiera que dirigía la mirada, él siempre estaba allí. Esto me sofocaba, pero a la vez me hacía sentir frío. Para disimular, sonreía débilmente. El ascensor se detiene y alguien ingresa muy deprisa, ¡maldita sea! Y en el espejo se cuadruplican las cosas. Es una mujer de mi misma edad —así la veo— que viste muy conservadora. Él le saluda con un efusivo beso en la mejilla y le da un fuerte abrazo; luego, se inició una conversación y empezaron a fanfarronear con mucha confianza. Yo permanecía quieta y callada, apartada de él y unida a ella por el hombro. De rato en rato, giraba la cabeza y los veía por el espejo. Esa voz la conozco, no me puede engañar, es la misma que a escondidas me reveló inmortales secretos. Pienso muchas cosas más, pero recuerdo que llevo puestos los lentes oscuros, y mis cabellos tienen un color diferente. Cuando volteé a mirarme en el espejo, yo misma no me reconocí. Lo cual no me sorprendió, porque ahora era otra, estaba cambiada, sin escrúpulos. Llevaba unos tacones altos y un vestido que me marcaba toda la aprisionada cintura. ¡Qué espantosa me veía!, pero esa era yo... Su mano se dirige otra vez hacia los botones. Ahora me mira y esboza una pequeña sonrisa, como si fuera un saludo. Yo también sonrío y curvo las cejas, creyendo que me había reconocido. La puerta está abierta y ella sale apurada; al mismo tiempo, con un gesto, algo le insinúa. Volviéndose hacia ella, la queda mirando, inconcluso, y sus labios empiezan a moverse hasta originar una pequeña y provocadora sonrisa. Volvemos a quedarnos solos. Se rasca la mejilla, se vuelve hacia mí y me mira. Parece reconocerme... ¡Santo Dios! Tengo miedo y más miedo. Ahora empieza a soplar y resoplar, mordiéndose los labios. La puerta se abre y sale apurado... Yo me quedo sola y me alegra que mis ojos no hayan sido descubiertos. Unas inmensas lágrimas resbalan por mis mejillas.

Libertad

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