Debo al encuentro de un corredor y a una puerta abierta el
descubrimiento de un personaje que conocí hace infinitos años. Por cosas del
destino, en un instante, dos almas se aproximaron dentro de un pequeño mundo.
La puerta abierta de un ascensor nos juntó de improviso. No me saludó ni quiso
mirarme a los ojos, solo movió las manos y aplastó el interruptor. Su cabeza,
que estaba girada a la derecha, descubría algunas canas y una pequeña calva.
Por unos segundos agoté en vano mi mirada, y hasta creí que no se trataba de
él. Confieso que quise tocarle el hombro y pasar mi mano por su cabeza para
solucionar mi duda. A mi izquierda, había un espejo como pared, en el que lo
veía duplicado; su rostro, con arrugas serias, consolaba una sonrisa contenida.
Aunque es difícil de imaginar, estaba allí, casualmente, con este hombre que en
mi adolescencia significó mucho para mí.
De pronto, giró y me dio la espalda intencionadamente. Hizo un ademán
con la mano y se inclinó hacia adelante, moviendo la cabeza en un acto de
negación. Luego, tirando la cabeza hacia atrás, acabó sus movimientos con una
significativa sonrisa. Parada allí, sentía que, en aquel estrecho lugar,
reinaba un absoluto silencio. Y estaba bien que así fuera. No había más gente,
claro está, lo que hizo que llevara la prudencia al extremo. Con el espacio
justo, me empeñaba en pasar desapercibida. Así, mientras memorizaba sus nuevas
facciones, el ascensor no dejaba de avanzar penosamente. Viéndolo de soslayo,
mis ojos brillaban y mis mejillas ardían de vergüenza; todo transcurría como si
lo que sucedía allí fuera el último momento de mi vida. Entonces, me digo a mí
misma: "No pasa nada, no puedes evitarlo". Aunque quería huir en un
instante, desaparecer de aquel interior que me obligaba a estar tan cerca de
él. Adondequiera que dirigía la mirada, él siempre estaba allí. Esto me
sofocaba, pero a la vez me hacía sentir frío. Para disimular, sonreía
débilmente. El ascensor se detiene y alguien ingresa muy deprisa, ¡maldita sea!
Y en el espejo se cuadruplican las cosas. Es una mujer de mi misma edad —así la
veo— que viste muy conservadora. Él le saluda con un efusivo beso en la mejilla
y le da un fuerte abrazo; luego, se inició una conversación y empezaron a
fanfarronear con mucha confianza. Yo permanecía quieta y callada, apartada de
él y unida a ella por el hombro. De rato en rato, giraba la cabeza y los veía
por el espejo. Esa voz la conozco, no me puede engañar, es la misma que a
escondidas me reveló inmortales secretos. Pienso muchas cosas más, pero
recuerdo que llevo puestos los lentes oscuros, y mis cabellos tienen un color
diferente. Cuando volteé a mirarme en el espejo, yo misma no me reconocí. Lo
cual no me sorprendió, porque ahora era otra, estaba cambiada, sin escrúpulos.
Llevaba unos tacones altos y un vestido que me marcaba toda la aprisionada
cintura. ¡Qué espantosa me veía!, pero esa era yo... Su mano se dirige otra vez
hacia los botones. Ahora me mira y esboza una pequeña sonrisa, como si fuera un
saludo. Yo también sonrío y curvo las cejas, creyendo que me había reconocido.
La puerta está abierta y ella sale apurada; al mismo tiempo, con un gesto, algo
le insinúa. Volviéndose hacia ella, la queda mirando, inconcluso, y sus labios
empiezan a moverse hasta originar una pequeña y provocadora sonrisa. Volvemos a
quedarnos solos. Se rasca la mejilla, se vuelve hacia mí y me mira. Parece
reconocerme... ¡Santo Dios! Tengo miedo y más miedo. Ahora empieza a soplar y
resoplar, mordiéndose los labios. La puerta se abre y sale apurado... Yo me
quedo sola y me alegra que mis ojos no hayan sido descubiertos. Unas inmensas
lágrimas resbalan por mis mejillas.
Libertad
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