Se
quedó dormido, con el libro en la cara, en uno de esos días en que acostumbraba
quedarse leyendo hasta que la oscuridad y el silencio le resultaban más
apreciables y evidentes. En sus hipnóticos sueños, siempre seguía los
parámetros que le imponía su ya lejana y estudiosa juventud. Aleccionado por
sus lecturas, tenía la esperanza de encontrar a su otro "Yo", cueste
lo que cueste. El sueño le llegó de improviso, sin que terminara de leer un
cuento inédito de Allan Poe; cuento que encontró entre la mezcla de libros
revueltos en los estantes de su biblioteca. Este hombre, que dormía boca arriba
en una improvisada cama, presintió, dentro de este último sueño, su destino
inapelable. Al cabo de unas horas, el timbre del teléfono celular lo despertó.
"Sí, ¿dígame?", contestó. Era uno de sus íntimos amigos que lo
invitaba a una reunión de jueves, para tomar un cebichito, unas cervezas y
conversar de todo. "Angelito, ¿cuánto demoras en llegar? Estamos reunidos
en el punto", le dijo. Sin decir palabra, el adormilado hombre apagó el
celular y siguió durmiendo.
El
día era una bendición, típica de los días de primavera. Ya era tarde. Su amada
esposa llegó a la biblioteca, donde Martín estaba tirado, y lo despertó.
"Mi amor, no has tomado desayuno; el almuerzo ya está servido...", le
dijo con ternura. Envuelto en una chompa desteñida, cubierto hasta el cuello
por una vieja frazada y con el libro tirado cerca de sus pies, el maduro hombre
no salía de su largo y acostumbrado sueño. Un sueño que, como una nube, siempre
giraba dentro de su cabeza, atormentando su imaginación. Ella, al verlo así, le
retiró lentamente la frazada, dejándolo al descubierto. "Mi amor, ya es
tarde; tienes que ir al colegio...", insistió. El profesor Martín, luego
de bostezar y estirar los brazos, se volvió y atendió con la mirada a su
querida esposa y con un golpe de voz sin autoridad le respondió: "Otra
vez. Hoy no tengo ganas de ir a ninguna parte...". Y de inmediato siguió
un silencio parecido a su desentonada voz. Ella, sin poder despertar al
dormilón, se inclinó y lo volvió a cubrir, le dio la espalda y se encaminó sola
al comedor.
Después
de una hora, la hoja de la puerta, al girar por el viento, dio un sonido
tronador. Atolondrado, Martín salió del sueño que lo cobijaba placenteramente.
Para darse ánimos, estiró los brazos y las piernas y dio un aullido sordo.
"Otro día más...", pensó. Ahora le relucían los ojos, y la boca era
relamida por su lengua amarilla y seca. Alrededor, la quietud y el silencio no
le eran desconocidos. No había ni un muchachito ni una muchachita que deambulara
jugueteando y destrozándolo todo. Su única hija, ya casada, vivía muy lejos de
allí desde hacía dos años.
Martín,
luego de recordar las series de imágenes casi reales y vistas en el sueño,
sintió multiplicarse como si estuviera frente a una multitud de espejos
paralelos. Las recordaba con singular claridad, era una visión suelta y
contundente que no podía evitar. En el sueño él era el centro del universo,
omnipotente, omnipresente; y sin él, la vida humana, que giraba a su alrededor,
no era imaginable o simplemente no existía. Él era lo único real y toda la
inteligencia laboriosa.
Después
de cambiarse de ropa, pasar por el baño y mirarse atentamente en el espejo,
salió de su casa furtivamente, sin decir nada. Deambuló por las calles de su
barrio durante tres horas. Durante ese tiempo, caminaba confundido en sus
reflexiones, convertido en una especie de Diógenes contemporáneo, hasta que
divisó un letrero prendido en lo alto de un edificio en el que estaba escrito:
"Señora alquila cuarto para persona sola". Entonces se abrió paso
alejando a un perro esquelético que lo seguía olfateándole los pies y subió las
escaleras en busca de la dueña. Se detuvo frente a una puerta de metal, con
vidrios y recién pintada. Se empinó tratando de observar por una ranura. Hacía
esfuerzos ágiles con el cuello para mirar el interior. Así, mientras
fisgoneaba, se le acercó arrastrando los pies y apoyada en un bastón una madura
y rechoncha mujer, que lo miró fijamente. El profesor Martín, asustado por el
reflejo oscuro, abrió más los ojos y olfateó furtivamente la sombra. Sintió un
perfume desabrido y rancio. "¿Viene por el cuarto?", interpeló la
sombra con voz áspera. "Sí... ¿Este es?", preguntó Martín esbozando
una pequeña sonrisa inventada. "Sí, este es... pase", respondió la
rechoncha mujer que iba cubierta por un grueso abrigo y unos zapatos parecidos
a los de Charles Chaplin. Al hacer su ingreso, Martín se quedó perplejo. Desde
la ventana, y sin mucho esfuerzo, podía divisar su hogar, su casa. En esos
precisos momentos, vio que su amada esposa tenía una bolsa de tela en las manos
y salía cerrando la puerta. Supuso que iría a la panadería a buscar pan.
"Lo tomo, ¿puedo venir hoy mismo?", dijo. "Claro, son doscientos
soles por mes; como usted ha visto, la cama es buena, tiene baño propio y un
punto para el cable... Su ropa la podemos lavar nosotras, eso lo hacemos con
todos los huéspedes... Es una entrada adicional...", dijo la madura mujer,
que al mismo tiempo se arreglaba el pelo canoso y lo miraba como si se mirara
en un espejo. "De acuerdo. Aquí están los doscientos soles, el recibo me
lo da luego; me tengo que ir, en un par de horas vuelvo", dijo él con su
voz de siempre.
Dio
unas vueltas en su cuarto, girando alrededor de su cama, observándolo todo. No
sentía pena, solo lo trivial y vano de su pesquisa. Dejó de observar, dio unos
pasos y se dirigió a la cómoda. Después de llenar una vieja maleta con objetos
personales, se dirigió a la cocina donde se encontraba su amada esposa y le
dijo: —Tengo que ir a un Congreso Magisterial que se realizará en el interior
del país; no me esperes, llegaré en cuatro días. —Estaba algo colorado de
vergüenza, porque era la primera vez, en veinticinco años de casados, que le
mentía. Su amada esposa no sintió coraje, ya que creía conocerlo y también porque
sabía que siempre él había sido algo raro; y además ya lo había hecho antes;
siempre partía de improviso.
Ya
ubicado en el cuarto, y apoyado en el borde de la ventana, se quedó mirando el
tránsito de la calle. Observaba esas cosas de la vida que otras veces no había
distinguido. Sintió con rigor que el barrio estaba lleno de infinitos detalles.
Incluso fijó los ojos en una mujer que llevaba una falda muy ajustada y se
bamboleaba con toda libertad. Tal observación logró que se sintiera más humano.
Martín cerró los ojos para no sentirse atrapado, sacudió la cabeza e intentó
desviar la mirada. —No, no es eso lo que me ha traído aquí —se dijo, sonriendo
salvajemente.
Ahora,
sentado en la cama, esperaba algo. No sabía qué. De pronto dedujo, con una
cerebración instintiva, lo que sus inveterados y frescos sueños le querían
decir. Sí, tenía que encontrar a su otro "Yo". No al del Decamerón de
Bocaccio o al siervo amante de la Sherezada de Las Mil y una Noches. Eso era la
imperfección. Por eso, lo más lógico era ser Alonso Quijano, el que siempre
batallaba en su mente. No estaba dispuesto a ser solo los ecos de sus pequeñas
y antiguas felicidades, las que le hacían dudar de que su vida, la de atrás y
la de hoy, no era sino una mierda. Se puso de pie, se rascó la cabeza y caminó
hasta el umbral de la ventana; luego regresó y se sentó en el borde de la cama.
—Qué parodia, qué ligera, qué novela picaresca es mi vida... —pensó. Por eso,
de alguna manera, trataba de borrarla y acusarla de falsedad. —Son siempre versiones
de una misma historia, es un clásico. Y yo no soy eso —se dijo. Era su dilema
habitual, una costumbre, una caricaturesca indumentaria. Por eso,
introspectivamente, comenzó a darle argumento a sus sueños, a llevarlos hasta
un punto en el que se sentía más afinado, más homogéneamente ilustre.
Al
rato sintió unos pasos y le pareció como si alguien lo estuviera observando y
quisiera descubrirlo. Inspiró hondo y se puso de pie. Lentamente dio unos pasos
hasta encontrarse con su ropa amontonada y sucia que estaba tirada en un
rincón. Encorvado y agitando las manos, apretó los dientes en el lugar preciso
y partió en dos lo que quedaba de un bivirí viejo y amarillento. Algo le
molestaba. Por eso se dio la tarea de ir hasta la puerta y tapar la ranura por
donde él había husmeado antes. No quería permitir que nadie lo espiara.
Cansado, caminó hasta la cama y se tumbó boca abajo, se echó a dormir con la
ropa puesta.
Pasaron
cuatro días y la soledad iba en aumento. Pensó por un instante en ir a su casa
y poner fin a lo planificado. Pero cuando estaba a punto de salir, rumbo al
encuentro de su amada esposa, un torrente de agua imaginario le inundó el
cerebro y le impidió dar un paso más. —No, ¡qué estoy haciendo! —pensó. Afuera
estaba empezando a amanecer y los ruidos insoportables llegaban hasta su
habitación.
Durante
todo este tiempo, el iniciador de Adán, antes que Eva, se dedicaba a recopilar
todo lo ocurrido en sus sueños, hasta el más mínimo detalle. En una libreta no
dejaba de anotar lo recopilado. En la soledad de la noche, con atención
perseverante y tenaz, trataba de darle un sentido formal y decente
estadísticamente. Por ello, mediante un proceso que él mismo había creado con
mucho esfuerzo, analizaba e interpretaba cada dato. Su objetivo era concatenarlos
y lograr darles sentido. Realizaba todo tipo de histogramas y gráficos
circulares; generaba modelos, inferencias y predicciones; incluso tenía en
cuenta la aleatoriedad de los mismos.
Un
día, desnudo en la ducha, con el agua cayendo sobre su cabeza, piensa que ha
superado algunos detalles de todo lo registrado hasta ahora. Se da cuenta de
que la vida solo tiene tres dimensiones, o algo peor, que le falta una.
Precisamente, la dimensión que le falta y que ha descubierto es la que él
quiere ofrecerle a la humanidad: la cuarta dimensión, la dimensión de las
ideas, de los sueños. También piensa en lo paradójico que es vivir alejado de
una relación marital y cómoda. —El sueño es mío, esta dimensión no se puede
compartir: es propia, particular y camina postergada, ahuyentada en sus
propósitos —se dice.
Han
transcurrido diez años desde que abandonó su hogar y la comodidad que esta le
ofrecía. En todo este tiempo, se ha dado cuenta de que el proyecto adolece de
una molestia: ama a su mujer, diaria y constantemente. También sabe que no
tiene problemas económicos y que su salud no requiere la visita de médicos.
Debe atenerse, en consecuencia, a esta consideración relativa de clasificación
humana: salud, dinero y amor. No lo acepta, las estadísticas de sus conjeturas le
dicen todo lo contrario; por eso se da cuenta de que un futuro sin la cuarta
dimensión no puede ser justo ni para él ni para su amada esposa.
Esta
vida ensayada ha hecho que consideren a su amada esposa una viuda más. Su casa,
sus objetos personales y todos sus bienes han sido repartidos sin tener en
cuenta un testamento. Pero lo cierto, lo estúpidamente cierto, es que el muerto
sigue vivo y dueño de una cuarta dimensión que no quiere abandonar, y que por
eso camina perdido en las otras tres dimensiones reales que no merecen su
atención. Dimensiones en las que la figura de su amada esposa y la de su
querida hija transcurren ocupando el mismo espacio y tiempo.
Es
esta incomprendida justicia del profesor Martín lo que lo llevó a traspasar la
muralla y recluirse en una torre imaginaria, tratando de abolir todo su pasado,
para abolir tan solo su incomprendida vida terrenal. Conjetura que él considera
plausible desde su verdad, verídica y particular, donde el tiempo no tiene
cabida y el sueño es el elixir destinado a detener la muerte; porque él cree,
resueltamente, en la cuarta dimensión; dimensión que lo llevará a la vida
eterna, a la inmortalidad.
Loro
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