lunes, 14 de noviembre de 2011

Una reunión en la casa de Martín

La noche del 4 de noviembre de 1977, tono, fiesta en la casa de Martín. El cuervo, que era su apodo, apareció con su traje de verano: una camisa celeste y un pantalón marrón de boca ancha. Tenía la piel cobriza, mirada grave, rostro adusto y sempiterno. En su largo cabello negro y lacio de peinado engominado, se confundía su atractivo que fijaba las miradas femeninas. Sus pensamientos guardaban un secreto laborioso, una esperanza mil veces frustrada pero todavía intacta. Su intención, esa noche, era reunir a todos los muchachos de la promoción del colegio; en especial, esperaba la llegada de una amiga; la amiga de sus sueños, la amiga de su salón de clases. Estaba parado a la puerta, expectante, mirando como cuervo (literalmente) a todos lados. Detuvo sus pensamientos, tiró el pucho del cigarrillo al suelo, no lo creía; de pronto vio una sombra que se movía a lo lejos, a su derecha. La sombra llevaba, apretado al pecho, algo parecido a unos libros. Se llevó las manos a los bolsillos, aparentando una total indiferencia. La sombra se puso en frente de él y lo saludó:
–Hola. ¿Cómo estás? ¿Ya llegaron todos los chicos?
Al interior de su casa muchas jovencitas uniformadas bailaban y los chicos daban rienda suelta a sus alegrías. La miró lentamente y descubrió quien era. Soltó una sonrisa, sacó las manos de los bolsillos; se miró la ropa y se sintió un muchacho elegante a destiempo, era el único sin uniforme. El sonido de la música seguía interminable con una salsa de Ricardo Ray: Mírame. La sombra era la de una chiquilla de tez clara, vestía una falda ploma con tirantes y una blusa blanca; vestía el uniforme del colegio.
–Hola. Hasta que te atreviste a venir. Pasa, los chicos están danzando con las demás chicas. —dijo. Se sentía un intelectual, por eso utilizó danzando y no el chusco gerundio bailando.
Ella le quedó mirando con una mueca en el rostro que denotaba extrañeza, pero a la vez felicidad. Al tiempo que avanzaban al interior, él se daba cuenta que los chicos la saludaban con emoción.
–¿Danzando? Están como trompo; mira a Juanca, dando vueltas sin parar. ¿Quién es la chica que baila con él? ¿Es del colegio?... No la reconózco.
Juanca bailaba afanoso, y se diría sin tener conciencia de sus movimientos. La chica que lo acompañaba en el baile, no era nada tímida, le seguía los movimientos, y no había vueltas que no diera cuando él la cogía de la mano y se lo pasaba por la cabeza.
Martín se echó a reír. 
–¡Baila muy bien la niña! ¡Vamos juanca! ¡Tú le ganas!
Entonces, la muchacha con la que bailaba Juanca, repentinamente, inclino la cabeza sobre el pecho de él y se apretó con fuerzas. Él la tomó de la cintura y se le apegó dando dos vueltas consecutivas. Él notó entonces el roce insistente de sus muslos y su vientre. La chica se separaba por unos instantes, y volvía con más fuerza girando sobre los dedos de él y apegándose otra vez. No supo si era un antojo de la chiquilla o un natural instinto de mujer.
Desde el rincón iluminado de la sala, los muchachos le miraban con una expresión de sorpresa, preguntándose: qué diablos le pasaba a Juanca. Estaba irreconocible, la guinda había hecho efecto y lo había catapultado hasta el furor. 
La música llegó a su fin. Martín le hizo una seña y lo llamó. La niña de tez clara empezó a saludar a todos los otros muchachos.
–Oye Juanca, ha llegado Liz y me ha preguntado quién es la chiquilla que bailó contigo.
–¿Qué ocurre con Liz? Estás temblando pendejo. ¿Eso no es lo que tú querías?
–Sí; pero ha venido con Teresa, las dos se han ido al fondo. Hay mucha competencia, Manuel nos quiere terciar.
–No sé, ese no es mi problema. Oye pendejo, Joel está afuera, ¿Por qué has cerrado la puerta? ¿No lo ves?, está saltando como canguro tras la ventana y quiere ingresar. Déjalo entrar. 
Transcurrieron varios minutos más o menos, entonces la puerta negra se abrió sólo una rendija. Martín no quería abrirla totalmente. Un rostro observaba como una sombra por aquella abertura, era un rostro en suspenso como una interrogación. Era el rostro de Joel que a toda costa  quería entrar. Le hacía señales a Martín para que lo deje pasar, pero Martín se mantenía indiferente. Joel, ladeó la cabeza, dio un grito, lo llamaba con sus ojos chispeantes como un gorrión... Miró a Juanca, con expresión de abatimiento. Juanca se acercó a Martín y le pidió que le abriera la puerta. 
–¡Oh, lo siento! Lo siento muchísimo, Mr. Juanca, pero ya estamos completos.
El tono de su voz, por increíble que resulte, parecía indicar una total insensibilidad, una apatía que dejó perplejo a Juanca. No podía comprender el por qué de su comportamiento.
Juanca, sacudió la cabeza vertiginosamente, con las cejas fruncidas, como si la súplica le resultara insoportable. 
Contiunará
Loro

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