La
noche del 4 de noviembre de 1977, tono, fiesta en la casa de Martín. El cuervo,
que era su apodo, apareció con su traje de verano: una camisa celeste y un
pantalón marrón de boca ancha. Tenía la piel cobriza, mirada grave, rostro
adusto y sempiterno. En su largo cabello negro y lacio de peinado engominado,
se confundía su atractivo que fijaba las miradas femeninas. Sus pensamientos
guardaban un secreto laborioso, una esperanza mil veces frustrada pero todavía
intacta. Su intención, esa noche, era reunir a todos los muchachos de la promoción
del colegio; en especial, esperaba la llegada de una amiga; la amiga de sus
sueños, la amiga de su salón de clases. Estaba parado a la puerta, expectante,
mirando como cuervo (literalmente) a todos lados. Detuvo sus pensamientos, tiró
el pucho del cigarrillo al suelo, no lo creía; de pronto vio una sombra que se
movía a lo lejos, a su derecha. La sombra llevaba, apretado al pecho, algo
parecido a unos libros. Se llevó las manos a los bolsillos, aparentando una
total indiferencia. La sombra se puso en frente de él y lo saludó:
–Hola.
¿Cómo estás? ¿Ya llegaron todos los chicos?
Al
interior de su casa muchas jovencitas uniformadas bailaban y los chicos daban
rienda suelta a sus alegrías. La miró lentamente y descubrió quien era. Soltó
una sonrisa, sacó las manos de los bolsillos; se miró la ropa y se sintió un
muchacho elegante a destiempo, era el único sin uniforme. El sonido de la
música seguía interminable con una salsa de Ricardo Ray: Mírame.
La sombra era la de una chiquilla de tez clara, vestía una falda ploma con
tirantes y una blusa blanca; vestía el uniforme del colegio.
–Hola.
Hasta que te atreviste a venir. Pasa, los chicos están danzando con las demás
chicas. —dijo. Se sentía un intelectual, por eso utilizó danzando y no el chusco
gerundio bailando.
Ella
le quedó mirando con una mueca en el rostro que denotaba extrañeza, pero a la
vez felicidad. Al tiempo que avanzaban al interior, él se daba cuenta que los
chicos la saludaban con emoción.
–¿Danzando?
Están como trompo; mira a Juanca, dando vueltas sin parar. ¿Quién es la chica que
baila con él? ¿Es del colegio?... No la reconózco.
Juanca
bailaba afanoso, y se diría sin tener conciencia de sus movimientos. La chica
que lo acompañaba en el baile, no era nada tímida, le seguía los movimientos, y
no había vueltas que no diera cuando él la cogía de la mano y se lo pasaba por
la cabeza.
Martín
se echó a reír.
–¡Baila
muy bien la niña! ¡Vamos juanca! ¡Tú le ganas!
Entonces,
la muchacha con la que bailaba Juanca, repentinamente, inclino la cabeza sobre
el pecho de él y se apretó con fuerzas. Él la tomó de la cintura y se le apegó
dando dos vueltas consecutivas. Él notó entonces el roce insistente de sus
muslos y su vientre. La chica se separaba por unos instantes, y volvía con más
fuerza girando sobre los dedos de él y apegándose otra vez. No supo si era un
antojo de la chiquilla o un natural instinto de mujer.
Desde
el rincón iluminado de la sala, los muchachos le miraban con una expresión de
sorpresa, preguntándose: qué diablos le pasaba a Juanca. Estaba irreconocible,
la guinda había hecho efecto y lo había catapultado hasta el furor.
La
música llegó a su fin. Martín le hizo una seña y lo llamó. La niña de tez clara
empezó a saludar a todos los otros muchachos.
–Oye
Juanca, ha llegado Liz y me ha preguntado quién es la chiquilla que bailó
contigo.
–¿Qué
ocurre con Liz? Estás temblando pendejo. ¿Eso no es lo que tú querías?
–Sí;
pero ha venido con Teresa, las dos se han ido al fondo. Hay mucha competencia,
Manuel nos quiere terciar.
–No
sé, ese no es mi problema. Oye pendejo, Joel está afuera, ¿Por qué has cerrado
la puerta? ¿No lo ves?, está saltando como canguro tras la ventana y quiere
ingresar. Déjalo entrar.
Transcurrieron
varios minutos más o menos, entonces la puerta negra se abrió sólo una rendija.
Martín no quería abrirla totalmente. Un rostro observaba como una sombra por
aquella abertura, era un rostro en suspenso como una interrogación. Era el
rostro de Joel que a toda costa quería entrar. Le hacía señales a Martín
para que lo deje pasar, pero Martín se mantenía indiferente. Joel, ladeó la
cabeza, dio un grito, lo llamaba con sus ojos chispeantes como un gorrión... Miró
a Juanca, con expresión de abatimiento. Juanca se acercó a Martín y le pidió
que le abriera la puerta.
–¡Oh,
lo siento! Lo siento muchísimo, Mr. Juanca, pero ya estamos completos.
El
tono de su voz, por increíble que resulte, parecía indicar una total
insensibilidad, una apatía que dejó perplejo a Juanca. No podía comprender el
por qué de su comportamiento.
Juanca,
sacudió la cabeza vertiginosamente, con las cejas fruncidas, como si la súplica
le resultara insoportable.
Contiunará
Loro
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