miércoles, 18 de julio de 2012

Variaciones posibles

He estado poseída de una pasión que no poseía. No, yo debo borrar y derrotar esto. Hablarme francamente.
Voy a escarbar en aquel montón de cenizas hecho polvo, en aquella nada. Voy a pintar encima de esta pizarra manchada de hollín que él ha creado. Ya tendrá tiempo de reflexionar.
No sé, pero me ha asaltado un deseo de volver y andar, como en mi juventud y encontrármelo de nuevo.
Sí, era cómico este aprendiz de Don Juan, de cabello lacio, suelto y falto de estatura; de belleza intrascendente y delgadez extrema.
Lo esperaba. Se había comprometido salir conmigo. Era la primera vez que ansiaba su llegada. Estaba impaciente para mostrarle mi nueva razón de ser, tal vez hasta mi corazón. No había llegado aún y yo seguía intranquila. —La demora podía obedecer a una causa importante y que yo ignoraba—. Entonces, me llamó por teléfono y desparramó palabras tontas y sin sentido. Balbuceaba. Le importaba muy poco que sufriera a causa de aquello; entendí que lo hacía adrede. Ya no había ninguna probabilidad de que llegara. Me dirigí a la cocina para prepararme algo. Era extraño verme en esas condiciones. Cogí una silla y me senté acodada en la ventana. Me rodeaba una atmósfera de cólera y sin sabor. Me oprimía el silencio. Buscaba en vano alguna palabra con la cual desfogar toda mi ira. Volvió a mi mente su cara don juanesca y avinagrada.
Me levanté inmediatamente, cogí mi taza de café caliente y bien cargado y fui a sentarme junto a la mesita que acompañaba mi cama, en mi dormitorio. Busqué con los ojos, entre mis cosas, algún objeto con el cual distraerme. Cogí un libro y me puse a ojearlo. Simulé beber algo de café, porque estaba demasiado caliente. Le di unos soplidos y lo acomodé sobre la mesita.
Me decía de aquel pobre ser tan descompuesto, tan embustero y cuentista, me las tendrá que pagar algún día. En vano trataba de contener mi cólera, que nacía cuando lo recordaba. Para qué negarlo…
Si es que no se muere, pensaba yo; ojalá que viva, con un dolor agudo e insuperable al tiempo. Que algún día, al cabo de tantos años, me mire con la mirada de un perro insoportablemente fiel y abatido.
Pasó un largo y agradable tiempo…
Supe después que me había acusado de haber cambiado su destino. Yo estaba sola, pero no me encontraba mal. Nunca antes había dejado a mi corazón gozar de unas vacaciones largas y de reposo, de sosiego.
Recuerdo la noche aquella en que nos encontramos de nuevo y me preguntó:
—¿Qué puedo hacer para no sufrir?... ¿Crees qué esto pasará?
Era una noche muy fría. Él me miraba con una expresión desabrida e irritada, como echándome la culpa de todo a mí.
—¿Tú qué crees? —pregunté—. Nada tiene que ver una cosas con otra ¿Por qué tienes que mezclar las cosas?
Lo que yo había execrado toda mi vida, era eso, nada más que eso: verle esa grosera caricatura de su carácter, esa carga mediocre de su vida; esta representación que me daba el derecho a odiarlo. Para ello, era necesario mirarlo frente a frente, ver en vivo a lo que se odia.
Yo he querido olvidarle, y con ello, olvidarme de esa llave que me conduciría a abrir la puerta de mi odio. Pero la mano del destino me la ha vuelto a poner de nuevo. No la quise abrir y descubrir lo ruin que fue conmigo. Siempre traté de alejarme de todos estos pensamientos y dejarlo en el olvido.
Estábamos allí. Nuevamente juntos. Yo giraba con mis pensamientos alrededor de aquel bloque humano, de aquel don Juan postrado por el tiempo. Buscaba algunas palabras y no las hallaba. La noche me ahogaba, y mi corazón ardía como si este se rompiera. La reunión seguía con su rutina. Pero ante mí, él, seguía haciendo movimientos como un inválido, haciendo movimientos impensados, renqueantes. Comenzaba a irritarme. Sus palabras no tenían garantía de nada.
En esos momentos, todo mi ser se confundía. Tenía incluso miedo a mis sentimientos. Me incorporo y miro su rostro. Experimento emociones encontradas, sensaciones raras, extrañas y hasta fantásticas, que hasta ese momento no había notado. “¡Debilidad!”, me dije a mi misma. ¿Qué me está pasando?...
Comprendí lo que me estaba pasando. Lo estaba oyendo respirar cerca de mis oídos y tragándome algunas de sus palabras. Instantáneamente se me ocurrió una mentira. Mentí contra mi voluntad, sin ningún prejuicio, como él lo hacía. Y contesté:
—¿De veras? Yo siento lo mismo por ti…
Le miré con extrañeza. Él conservaba toda su serenidad y parecía meditar. La cosa empezaba a ser interesante. La ingenuidad del hombrecillo erguía mi ego.
—¡Estás muy bella —profirió el anciano Don Juan.
Su tranquilidad me enojaba, me enfurecía; no trabucaba una sola palabra, una sola frase. Me quedé quieta, mirando los movimientos de sus labios, parecían curvarse y encogerse junto a sus mentiras. No sé por qué tuve la impresión de encontrarme con un rostro tan miserable, tan vicioso lleno de nada.
Me apoyé en el respaldo de la silla, cerré mis ojos y me abandoné por unos instantes. De repente, me encontraba vencida y mis pensamientos arremolinados. Literalmente me fallaba el cerebro; mi cabeza apoyada en uno de sus hombros, estaba ligera, desprovista de contenido; como si hubiera estallado el odio en mil pedazos. Sí, mi pobre cabeza empezó a rodar de alegría sobre su hombro. Me peinaba con sus dedos y me sentía engreída, sacada sin esfuerzo de un túnel lleno de sombras y fantasmas.
Las calles brillaban, los sonidos se hacían continuos y el frio húmedo se hacía presente, lo percibía.
¿Dónde demonios encontrar mi odio y mi orgullo? ¿Por qué rechazo el pensamiento acumulado de ira con una sonrisa desdeñosa?...
Quizás había abandonado el camino y no me había dado cuenta. O esta clase de gente tiene la estúpida manera de hacerse buena cuando uno más la detesta.
Ahora acariciaba muy de cerca las consecuencias de un sentimiento inquietante y quejumbroso. Tuve que inclinar la cabeza, dar algún tono a mis palabras y hablarle melodiosamente. Tanto, que si se le antojaba, hasta me hubiera podido dar un beso sin que yo hubiese podido impedírselo.
Me levanté furiosa y me eché a andar. De tal modo, lo dejé con la espada desenvainada, inmóvil y abrazando sus siglos de torpezas. Ya no había necesidad de prolongar aquella conversación. No había por qué engañarme, no tenía fuerzas ni para odiar. 
El viejo galán se quedó allí, plantado, sonriendo según su costumbre; hecho una verdadera calamidad. Y me miró sin decir nada. Comprendí su intención. Y él comprendió que yo era capaz de humillarlo en su propia cara. 
Sin reflexionar más, apuré el paso, alcé furiosamente los hombros y no volví la vista atrás...   
Libertad 

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