miércoles, 18 de julio de 2012

La historia de un sofista

Esa noche en cuestión, habló, muy enojada, del hecho de que yo había sido un puro y simple sofista; y que no era capaz de comprender la diferencia entre realidad y sueño. Hasta me fulminó con un triste y severo discurso sobre la vida y la efusión del Espíritu Santo. Su trágico y patético rostro se contraía en una mueca de emoción y de asombro cada vez que me examinaba. Esta comedia no había sido ensayada por ninguno de los dos, pero aconteció.
Aquí se la relato:
Al bajar del ómnibus, rocé su seno con una de mis manos. Ella se volvió a mirarme; se acomodó los anteojos, arqueó las cejas y me miró risueña con sus achinados ojos pardos. Tenía el rostro sereno, un poco pálido. Enrojeció y se puso admirablemente bella. Logré sonreír avergonzado. Se detuvo delante de mí, incapaz de ir más lejos. ¡Qué singular me pareció aquello!
Me asaltó el extraño deseo de abrazarla y de decirle lo hermosa que estaba. Di unos pasos y me puse delante de ella. Me erguí asumiendo toda mi estatura; sin pensarlo, le dije:
—¡Disculpa!...
Ella me miró con un gesto; y agregó en seguida.
—¿De qué?...
Me sentí un poco aturdido y avergonzado por su cándida pregunta. Entendí que no debí disculparme. Sin más, empezamos a caminar. Pronto atravesamos una calle, en donde había mucha gente entrando y saliendo de tiendas de zapatos, de ropa, de restaurantes; y cientos de escaparates, llenos de objetos coloridos, de luces, inundaban nuestros ojos. Todas las fachadas se sucedían a cada paso. Así, andando mezclados con los otros, las muecas más absurdas acompañaban a mi rostro. Sin entenderlo, mi pensamiento tomó una dirección contraria. Suspiré y me invadió un frio singular. Tenía la sensación de que no era yo quien estaba allí; era otro que daba pasos torvos, en compañía de ella. Me sentía soñar, pero encalabozado en mí sueño, arrestado. Las otras calles, a la derecha y a la izquierda, estaban iluminadas sin exageración y la gente se movía, asaltada, por todos lados, ruidosamente. Por todo esto, la atmósfera era contraria a mi inefable secreto. Mi aspecto total era la de un adolescente en su primera cita: lleno de palabras no dichas y declaraciones temblorosas que solo llegaban a murmullos. 
Calle arriba, a la altura de la Plaza San Martín, hice un ademán elevando los ojos e ingresando disimuladamente mis manos a los bolsillos. Los exploré cuantitativamente e intenté deducir con cuánto dinero contaba. Al final, me invité a decirme la cantidad de cada uno de ellos… ¡Qué humillación! Con las justas la suma del sencillo alcanzaba para los dos boletos del cine y los pasajes de regreso. Alcé enfurecido los hombros y me achaqué todos los defectos posibles: estudiante frugal, borracho empedernido y enamorado eterno.
Marchábamos despacio, acompañados del bullicio de la calle y observando laberintos de gentes que iban y venían, impacientes. De rato en rato cogía a alguno y se me ocurría imaginar si tenían la misma suerte que yo.  
Algunos minutos después, torciendo una calle, llegamos a la puerta del cine.
Mientras hacíamos la cola, ella me miraba complacida, insistente. Torpemente avergonzado, giré mi cabeza y di una mirada circular y observé que algunos hombres galanteaban a sus parejas. Todas sonreían coquetas y atrevidas. Mi humor era excelente, pero me sentía de una manera extraña, impaciente, angustiado y espantado de mí mismo. “¿Hasta dónde llegaré?”, me preguntaba…  
—Llegamos justo a la hora, la caminata fue larga —dijo, por decir algo.
—Hum… Sí, aproximadamente… —contesté, confuso.
Por fin logramos entrar a la sala del cine. Allí estaba oscuro, pero blanqueada por una luz tenue. Trastabillé y ella se echó a reír disimuladamente. Al llegar a nuestros asientos, nos detuvimos. Me dijo: “Aquí”. Respondí: “Sí”. Entonces, empezó a hablarme con dulzura, luego a amonestarme por haber sacado un cigarrillo. Yo la escuchaba como prédica lanzada desde un púlpito.
—¡Ni se te ocurra…!
No sé qué ademán hice, sólo guardé el cigarrillo sin decir nada; lo volví a su lugar. Después de todo, nada perdía. Me quedé con ganas de fumar y con una leve pena silenciosa y profunda… La gente seguía ingresando, algunas parejas llegaban con movimientos cómicos, otras, acarameladas… Había conversaciones a nuestras espaldas. Un extraño hombre situado muy cerca de nosotros, nos miraba de reojo. Parecía esperar a alguien. Le oí murmurar casi gimiendo. Y de pronto empezó a hablar solo. Era joven y gordo y vestía ropa nueva. Dejé de hacerle caso; levanté las rodillas y me puse a observar lo que tenía delante. Me puse a divagar.
Salí de mis pensamientos cuando ella me tocó el hombro y me dijo “coge una”. Me invitaba una galleta de soda y, supongo, me invitaba a hablar. No dije nada; sólo entendí que no tenía hambre, pero si unos deseos de fumar. Igual la recibí. Me froté los ojos, la luz clara de un pequeño reflector me fatigaba. Giré la cabeza para observar mejor el rededor: el techo era alto y había muchas nucas por encima de las butacas; una pareja, que se deslizaba en silencio, haciéndole sombra a la luz, llegaba con paso apurado.
Ella, sin darme otra oportunidad, no hablaba; allí, quieta, esperaba la proyección de la película. Ahora yo erguía el cuerpo para llamar su atención. Estiraba las piernas por debajo del asiento y me volvía hacia atrás. La miraba de soslayo, observándola quieta e inmutable. Me di ánimos; me incliné y le hablé. Ella murmuró algo sin darme importancia. “Ya va a empezar la película”, dijo. La pobre, ¿no entendía nada, o lo entendía todo? Me vinieron unas ganas de darle un beso, pero me contuve. La veía como no he visto a nadie nunca. Eché nuevamente mi cuerpo hacía atrás y me tiré en el asiento. No había por qué engañarse, había que ser prudente o lo terminaría de echar todo a perder. Las luces se apagaron y la oscuridad aumentó. Desde mi lugar, veía la pantalla completamente encima de mi rostro, pero mi pensamiento la ignoraba. Ahora, apenas podía distinguir las facciones de la mujer que estaba ante mí. Me cosquillaba el pecho, produciéndome un escozor interno que llegaba a mi garganta. Trataba de ser un hombre sensato, pero me sentía a la vez ridículo. En mi cuarto, a solas, había ensayado todos los discursos posibles, pero no me atrevía. Así me estuve por no sé cuánto tiempo. Me pareció, pero instantáneamente volví a la realidad. La película ya estaba concluyendo.
Nos paramos lentamente; dejamos los asientos y nos echamos a andar; anduvimos con pasos lentos, como temiendo perdernos en el tumulto.
Sin detenernos a reflexionar, llegamos al umbral de la salida del cine; me sacudí y tragué saliva; sin tomarnos de las manos, cruzamos una pista de asfalto y llegamos a un inmenso parque. Empecé a sentir un gran calor por encima del frio de la noche. Me regocijé estúpidamente por no haberle dado un beso cuando se lo merecía. “¡Ahora es mi oportunidad!”, dije...
Nos sentamos en una de las bancas. Como en el cine, llegaban a nuestros oídos la plática de una pareja de enamorados, casi en voz alta. Estaban a nuestras espaldas, agazapados al pie de un inmenso árbol. La fría noche tenía un aspecto agradable, y el cielo estaba lleno de luces palpitantes y desparramadas como racimos ¡No podíamos desear algo mejor!
Sentado junto a su lado, en aquella banca fría, muy cerca del árbol inmenso, con los ojos fijos en el suelo, comencé a recordar las circunstancias de nuestros primeros encuentros y cómo lo había enredado todo.
De repente mis ideas se aclararon y empezaron a girar en torno al dinero. Ella volvió la cabeza y me quedó observando interrogativamente. “Crisis de mierda”, pensé. Pero estaba allí, dispuesto a todo. Tenía que contárselo. Apostar por el amor. El amor lo solucionaría todo. Eso pensé. No obstante me parecía estéril; el solo amor no conduce a nada. El dinero es el único juego propio que puede comprar cariño. ¿Dinero? ¿Dónde empieza y dónde termina? Cualquier chapucero lo puede conseguir. ¿Por qué yo no? Apreté uno de mis puños y me volví hacia ella. 
—¡Basta de niñerías, quiero decirte lo que llevo aquí, en el corazón y en mi cerebro! 
Me desnudé contándole la historia de mi vida, aquella que rebusqué en la oscuridad de mi pasado y las que mi imaginación era capaz de complementarla. Mis sueños, le dije todos mis sueños. Esa era mi verdad, no había otra.
Me incorporé poniéndome de pie por unos segundos y moví la cabeza para distraer mi imaginación, pero sin éxito. Volví a tomar asiento.
Yo estaba allí, víctima de mis propias razones, extrañas razones para ella. No tenía duda de que no comprendía nada. Su absurdo rostro, al observarla, creaba una especie de niebla y un muro hecho de elementos que no entendía y que jamás había observado antes. La contracción de su rostro, aumentada por mis palabras, originaba en mí una idea absurda; sí, estábamos caminando en líneas paralelas. Nunca habría un punto de encuentro.
Durante un rato presté atención al parque, a la banca y a los suspiros de los enamorados; no paré hasta que la oí hablar de lo que yo significaba para ella. La miré con atención. Levanté los hombros y tiré la cabeza hacia atrás; le dije, en voz baja:
—Creo que no has comprendido nada…
Reflexionó silenciosamente, como profundizando sus pensamientos. Levantó la cabeza y se volvió a mí. Estaba incomoda y malhumorada. Me dijo:
—Yo te quiero; no sabes cuánto. ¿Pero cuándo maduraras? ¿Cuándo dejarás de ser un estudiante?... Búscate un oficio… El tiempo mata los sueños… No se puede contigo andar en serio ¿Cómo no lo comprendí antes? No tienes comparación… Cuándo dejarás de soñar…
         Permanecí quieto por unos segundos, el viento frio de la noche empezó a condesar el sudor en mi frente. Abrí los ojos, totalmente, tratando de absorber sus palabras: “¿Cuándo madurarás?” Permanecí otro instante pensando en esto. Entonces me puse en pie y me incliné junto a ella. Le pregunté, severamente:
—¿Quién puede saber cuándo se está maduro? Un soñador no es sinónimo de inmaduro. El estar cuatro pasos delante de otros, observando su propio destino, no significa locura ni inmadurez. Es solo tratar de comprender hacía donde uno se dirige, por muy lejano e imposible que el sueño se encuentre. El destino es eso, solo un sueño, un mito que uno busca desesperadamente hacer realidad. El destino nunca es obvio, solo es una red de coincidencias que ocurren en el tiempo. Si tú no lo entiendes, ese es tu problema, no el mío. Además, el tiempo dirá quien estuvo inmaduro el día de hoy…
Súbitamente cambio de actitud. Me doy cuenta de la incoherencia de mis palabras. Y sin embargo, no puedo contenerlas. Me seguía mintiendo a mí mismo y quería hacer lo mismo con ella.  
Di algunos pasos en el mismo lugar. Reacciono y represento con toda precisión la clase especial de mujer que tenía al frente. Me insulto interiormente por mi estúpida manera de ser. Yo mismo no me creía… Comprendí que deliraba; que había hecho un viaje peligroso sin retorno, lanzando mis ideas que ella no entendería; que tal vez nadie entendería.
Allí estábamos.  
Ella meditó un momento, examinó mi rostro y me miró perpleja. Por fin, dijo seriamente:
—Me alegro mucho por ti y por tus sueños que, estoy segura, no son los míos —lo dijo, levantándose— ¡Buenas noches!
Y me dio la espalda.       
Marchó presurosa hacía el paradero más cercano. Un olor a humedad, densa, inundaba la atmósfera circundante. Toda la humanidad parecía caminar alborotada e impaciente. Le había rogado que no se fuera, pero solo accedió a detenerse por unos segundos. Dudó en volver, pero luego siguió su camino.
Tampoco esta vez fue justa la entonación de sus palabras.  
Sin darme cuenta, me encontraba nuevamente solo, al frente de un cine y sentado en la banca fría de un gran parque de frondosos árboles. Si tan solo le hubiera mentido. Entendí entonces que no hay hombre o mujer que merezca la verdad. Reflexioné unos momentos sobre esas cosas; fingí esperarla. Aquello tontamente me complacía. Pero todo había terminado; nunca volvió. No pude demostrarle que a pesar de todo yo la amaba.   
Loro

3 comentarios:

  1. Me gustó lo de sofista... Ya debes de estar muy madurito... lo digo con cariño. Supongo que yo aún no he madurado... Un beso.

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  2. Con que sofista...

    No jodas Charly. Mira el giro que le estás dando a tus relatos. Durante los últimos años te la pasaste haciendo una reconstrucción ucrónica de tu "relación" con la susodicha. Recién ahora, ya nos enteraremos el porqué, te estás animando a relatar todo con ¿veracidad?, aunque conociéndote sospecho que estás rearmando todo "post hoc ergo propter hoc".

    Parece que al fin y al cabo Marco tuvo razón con eso que "después de los cincuenta todo se inventa".
    Y no olvides que ayer perdiste otra piscina de cerveza.
    No digo más .... jaaaaaaaaaaa

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  3. Hola Juanca... Solo estoy tratando de poner todo en limpio. A ver si logro darle un solo sentido... aunque me parce casi imposible. No sé si deba continuar con mis fantasías con Katia o con la susodicha... Voy a ver que hago. Ojalá que logre corregir y arreglar algunos de mis relatos antes del 6 de agosto. Luego de eso ya lo podremos llevar a la imprenta y sacar nuestro primer libro.
    Un abrazo
    Loro.

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