I
La noche era espléndida y
generosa. Me encontraba ahí, sentado a la mesa, en el exterior, al frente de un
parque, y bebía la tercera jarra en compañía de un amigo; era un bar que
conocíamos de tiempo. Conversábamos muy amenamente sobre algunas tristezas y
anécdotas del pasado, cuando se acercó, arrastrando los pies, un tipo muy
desaliñado, con rostro de loco pobre y sin ningún signo de haber conocido el
agua y unas tijeras por mucho tiempo. Mi amigo se puso en pie y se fue al baño,
ignorándolo. El visitante se quedó parado, tambaleándose, muy apegado a mí y
observándome atentamente. Luego, estirando el brazo, me dijo:
—¿Me daría unas monedas,
señor?
—¿Y para qué son, amigo? —le
inquirí.
—Bueno, le aseguro que no
son para comprar un litro de leche.
—Bien, y dígame ¿qué hace
usted de su vida?
—Beber y beber, ¿y usted,
señor?
—Yo… escribo, soy poeta…,
creo.
—Ah, no está muy seguro; yo
estoy seguro de ser un buen borracho.
—De acuerdo, ¿y qué hace un
borracho cuando está sobrio para hacer de este mundo perverso y absurdo, un
lugar mejor?
—Mire, señor, yo no sé muy
bien la diferencia entre estar sobrio o borracho, pero de algo estoy seguro,
los sobrios están destruyendo el mundo...
—Tiene razón, amigo, el
poeta es usted, tome este billete, pero con una condición: no lo vaya a gastar
en leche.
II
Cuando entro al Facebook,
siempre pierdo mi tiempo observando, estúpidamente, alguno que otro comentario,
los cuales suelen mostrar la psicología patológica de los que la escriben; colocan,
de una manera excéntrica, fotos mostrando sus aburridos éxitos; cuentan,
además, estupideces, nimiedades, banalidades, vacuidades, aburridas intimidades
y peroratas políticas, religiosas y paranormales, bastante vomitivas… Al final,
me hacen sentir como un imbécil, porque yo gasto más horas que un idiota
buscando siempre cosas interesantes para el blog. La verdad es que en el
Facebook solamente encuentro un cardumen de jugadores de todo calibre. Lo han convertido
en una fábrica de conceptos de amistad y biografía que son un apestoso fraude. De
todo esto se aprovechan los administradores; porque toda tu vida afectiva es
convertida en un miserable producto, en un excremento que ellos llaman mercancía.
Pero eso se ha acabado; ya no más con el Fraudebook. A partir de ahora me voy a
convertir en un verdadero Blogger, limitándome a relatar anécdotas
insubstanciales relativas a mi vida personal. Por ejemplo, la que me sucedió
ayer mismo:
Son las doce del día.
Me detengo frente a la mesa
y echo sobre un plato de loza el contenido de una lata de garbanzos precocidos,
que luego llevo al microondas. Lo mío siempre han sido los fréjoles canarios con
tocino, pero, con lágrimas en las papilas, mi desatendido paladar me pedía algo
nuevo.
Como no sabía el tiempo que
necesitaba para calentarse, le di cinco minutos: dos más de lo que suelen
necesitar los fréjoles con tocino. Al sonar la campana de aviso, abrí la puerta
del microondas y vi que me había excedido con el tiempo, pues aquello parecía
una especie de infierno culinario, todo estaba cubierto por una densa capa de
vapor. Con curiosidad y mucho cuidado, lo extraigo agitando el pecho y dándole
soplidos huracanados. Por fin, al lograr observar el interior del plato, vi con
tristeza que el trozo de tocino, que me había tocado en suerte, crepitaba
angustiosamente entre las legumbres; como si fuera algo vivo, aparentaba estar
retorciéndose de dolor. Por el hambre y el apuro, metí la cuchara para remover
un poco el cocido, resoplándolo, con la intención de disipar el exceso de
calor. Entonces sonó un “pop” y un garbanzo traicionero saltó desde el caldo
describiendo, cual bala de cañón, una trayectoria parabólica en el aire hasta
caer finalmente sobre mi antebrazo izquierdo. Me llevé la mano derecha hasta el
punto del impacto con un gesto de dolor, pues el ardiente garbanzo me había
quemado. Al retirarla, vi que la maldita legumbre asesina había dejado un
círculo de piel enrojecida. Sin pensarlo dos veces, lo cubrí con una toalla
mojada y salí corriendo hacia el hospital más cercano.
Así, después de haber hecho una
cola inmensa para sacar el tique, a los pocos instantes, estaba parado otra vez
junto a otros pacientes en la Sala de Urgencias. Allí aguanté el dolor y mi
impaciencia, con resignación de preso, durante dos horas. Cuando me tocó el
turno, que me indicaron por megafonía, entré apurado a la consulta, donde me
atendió un señor vestido de blanco y enmascarado.
—¿Y usted que tiene?
—preguntó.
—Un garbanzo asesino se ha
abalanzado sobre mí causándome una gravísima quemadura —contesté, indolente,
intentando demostrar una cierta actitud estoica ante el terrible ataque
sufrido.
Me miró con los ojos muy
abiertos, frunciendo el ceño, creo que siguiendo un inefable protocolo. Luego,
sin interés, me dijo:
—Usted debe ir a la consulta
número ocho, que está en el primer sótano, al final del pasillo nueve.
—Pero... No diga eso.
El enmascarado, de patillas
grisáceas, respondió con una mueca y rio de buena gana.
Como un soldado que recibe
una orden, bajé apurado hasta la mencionada consulta y toqué a la puerta. Creo
que le di ocho golpes seguidos. Durante un par de minutos esperé una respuesta.
Nada. Giré la cabeza para dirigir una rápida mirada hacia el pasillo, pensando
que alguien vendría a ayudarme. Pero no llegaba nadie. En los segundos que
siguieron, contemplé la posibilidad de que el enmascarado me había engañado. Así
que irritado volví a tocar a la puerta. Entonces, sentí que alguien tiraba del
picaporte con fuerza, mientras lanzaba frases soeces. De la nada, apareció en
el umbral de la puerta una mujer de uniforme verde.
—Pasé y sígame —dijo, casi
gritando.
Asentí y la seguí a un lado.
En el estrecho recibidor se
encontraban sentados en el suelo tres hombres de apariencia maltrecha. Cuando ingresé,
el que bebía del pico de una botella, se quedó señalándome con el dedo. El del
medio se puso a reír abriendo la boca y mostrando sus cochinos dientes
amarillos. El tercero, a quien una negra cicatriz le atravesaba el rostro, arqueó
las cejas y me devolvió la mirada. Sin detenerme, yo seguí caminando junto a la
uniformada mujer. Las suelas de mis zapatos chirriaban en las oscuras losas
exageradamente lustradas. Cuando llegamos a otra puerta, me guió a través de un
pasillo hacía una habitación amplia y muy iluminada; casi en el rincón, había
ubicada una mesa de trabajo. Ante la indiferencia de la que estaba sentada, me
atreví a saludarla. Ella hizo unos gestos con las manos y llamó a mi
acompañante. Cuando la observé mejor, me di cuenta de que era una enfebrecida y
agotada doctora.
—Déjenos solos —le dijo.
—Ahí se lo dejo —respondió,
dirigiéndole una rápida mirada.
—Buenos días; siéntese —me
dijo—. ¿Qué le ha ocurrido?
—No quiero sentarme, solo
quiero que me curen... ¡Estoy quemado!
—Hum... Es un nuevo
millonario... —dijo, clavando la mirada en mi entrepierna.
Entonces me explicó que para
elaborar un diagnóstico adecuado necesitaba hacerme antes un test, el cual me
dijo era de Rorschach.
—De acuerdo —dije,
siguiéndole la corriente.
A continuación, me enseñó
extraños dibujos de inspiración pornográfica compuestos por manchas, los cuales
me pidió que identificara correctamente.
Creo que no fallé ninguno:
el mono masturbador, la pareja de lesbianas lamiéndose la vagina, el labriego
follándose a una cabra, la novicia usando un rosario como carrete tailandés… Al
finalizar la prueba, la doctora extendió por fin un par de recetas y me
despidió con una sonrisa burlona. Me dirigí enseguida a la farmacia más
próxima. Durante el camino quise saber cuál era la medicación prescrita, pero
aquello estaba caligrafiado con una ininteligible letra de médico, no pude
entender nada. Una vez en la botica, me di con la sorpresa de que había perdido
una de las recetas. No me quedó otra que entregarle la que me quedaba. La
farmacéutica que me atendió echó un vistazo rápido a los garabatos del papel y
levantando la vista me quedó mirando con una cierta expresión de enfado; como
si estuviera siendo objeto de una broma.
—¿Pasa algo? —pregunté,
confuso.
—Sí. Aquí no aparece
recetado ningún medicamento.
—¿Cómo? ¿Qué ha puesto en el
papel, entonces?
—Dice exactamente: “Tenga
mucho cuidado con este hombre. Es un majadero con marcados rasgos de psicópata
sexual. Vacúnelo con el medicamento que tiene la otra receta y dele unos
caramelos para que se vaya a su puta casa”.
Acto seguido, me devolvió
con desprecio la receta médica y atendió a otro cliente, ignorándome por
completo.
Indignado, regresé a casa.
Entré a la cocina y me situé frente al microondas, que aún guardaba en su
interior el plato de garbanzos. “Ahora se van a enterar, cabrones. De mí no se
ríe nadie. Reventaran todos como sapos inflados por el culo”, les avisé a los
putos garbanzos sin que me oyeran. Cerré la puerta del horno, puse el
temporizador en 20 minutos y me fui al cuarto de baño a hacer de vientre,
deleitándome, sentado en el excusado, con el sonido de la cruel sangría: pop…
pop… pop…
Y esto es todo… Bueno,
miento. En realidad, aquí no ha acabado la cosa, porque mañana pienso ir a
tirar unos cuantos cócteles molotov dentro del hospital, para quemarlo: será mi
venganza por el denigrante trato recibido. Pero como esa no será una anécdota
insustancial, se tendrán que enterar de los detalles por los periódicos...
Hasta mañana. Creo. Ya les contaré más anécdotas...
Yonipacheco
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