La manzana de Newton y el
nacimiento de la Gravitación Universal
La Teoría de la Gravitación
Universal de Sir Isaac Newton (4 de enero de 1643 – 31 de marzo de 1727) fue
presentada en el tercer libro de su monumental Philosophiæ Naturalis Principia
Mathematica, publicado el 5 de julio de 1687, bajo el título De mundi systemate.
Curiosamente, Newton no tenía intención de escribir esta obra fundamental; fue
su colega y amigo Edmond Halley quien lo animó a hacerlo, llegando incluso a
financiar los gastos de impresión.
La célebre anécdota de la
manzana proviene, al parecer, de los últimos años de Newton. El filósofo
francés Voltaire, en su Essay on Epic Poetry (1727), escribió: “Sir Isaac
Newton, paseando por sus jardines, tuvo la primera idea de su sistema
gravitatorio al ver caer una manzana de un árbol”. Más tarde, en sus Lettres
philosophiques (1733-34), volvió sobre el asunto: “Estando retirado en 1666 en
el campo, cerca de Cambridge, un día que paseaba por el jardín y vio caer unas
frutas de un árbol, se abandonó a una profunda meditación sobre el fenómeno de
la gravedad…”.
Lo cierto es que Newton pasó
largas jornadas reflexionando en el jardín de la casa materna en Woolsthorpe,
Lincolnshire, donde se había refugiado debido a una emergencia sanitaria: la
Gran Plaga, una epidemia de peste bubónica que azotó Inglaterra entre 1665 y
1666, cobrando la vida de cerca de 100,000 personas, sobre todo en Londres. La
Universidad de Cambridge cerró durante meses, y ese retiro forzoso resultó
crucial para sus descubrimientos.
Se cree que Newton compartió
la historia de la manzana en la década de 1720 con personas cercanas como Catherine
Barton, Martin Folkes, John Conduitt y William Stukeley, quienes transmitieron
versiones similares del relato. Fue esta pequeña leyenda doméstica la que llegó
hasta Voltaire, quien se encargó de universalizarla. Más adelante, Isaac
D’Israeli añadió un toque de fantasía, imaginando que la fruta había golpeado
la cabeza del genio. Sin embargo, muchos dudan de la veracidad del episodio.
Incluso si la caída de la manzana motivó alguna reflexión, lo cierto es que
Newton ya se interesaba por la gravedad mucho antes, como lo muestran las notas
de su Quaestiones quaedam philosophicae, redactadas durante sus primeros años
en Cambridge.
Newton intuyó su famosa ley en
1666, a los 24 años, pero no logró demostrarla formalmente hasta 1685. De
hecho, sus primeros cálculos, basados en la ley del inverso del cuadrado, no
coincidían, lo que lo llevó a abandonar el problema hasta 1679. El error estaba
en un dato incorrecto sobre el radio de la Tierra, lo que alteraba sus
resultados.
En enero de 1684, Christopher
Wren, Robert Hooke y Edmond Halley debatían sobre el movimiento de los planetas
y la posibilidad de que la fuerza que los atraía disminuyera con el cuadrado de
la distancia al Sol. Como ninguno logró resolver el enigma, en agosto Halley
viajó a Cambridge a consultar a Newton. Le preguntó cuál sería la órbita de un
planeta si esa suposición fuese cierta. Newton respondió sin dudar: “Sería una
elipse”. Al preguntarle cómo lo sabía, Newton contestó: “Lo he calculado”. Sin
embargo, no encontró sus apuntes y prometió enviarlos una vez los rehaciera.
Esa reconstrucción no fue
sencilla. Uno de los principales desafíos era demostrar que la atracción
gravitatoria entre dos esferas era equivalente a la que existiría si toda su
masa estuviera concentrada en sus centros. Newton resolvió ese problema en
febrero de 1685, aplicando su teoría al caso de la Luna. Gracias a la medición
precisa del radio terrestre realizada por el astrónomo francés Jean Picard,
pudo confirmar por fin su hipótesis. Con ayuda del astrónomo real John
Flamsteed, comenzó entonces a redactar los Principia.
La obra no solo enuncia la ley
de la gravitación universal. Abarca temas de gran complejidad: las leyes del
movimiento, las órbitas planetarias, la dinámica de fluidos, el método de
fluxiones… Culmina con el célebre Escolio General, en el que Newton admite sus
propios límites:
“Hasta aquí hemos explicado
los fenómenos de los cielos y del mar mediante la fuerza gravitatoria, pero no
hemos asignado aún una causa a esa fuerza. Es seguro que debe proceder de una
causa que penetra hasta los cuerpos del Sol y los planetas, sin sufrir
disminución de su intensidad, que no actúa según la cantidad de las
superficies, sino según la cantidad de materia contenida en ellos, propagándose
en todas direcciones, hasta distancias inmensas, y decreciendo siempre según el
cuadrado inverso de las distancias... Pero hasta ahora no he sido capaz de
descubrir la causa de estas propiedades de la gravedad a partir de los
fenómenos; y no finjo hipótesis.”
Años más tarde, el propio
Newton, ya anciano, recordaba:
“En ese mismo año [1666],
empecé a pensar en cómo calcular la gravedad en relación con la órbita de la
Luna. A partir de la tercera ley de Kepler —según la cual los tiempos de los
planetas están en proporción sesquiáltera con respecto a sus distancias—,
deduje que las fuerzas que los mantenían en órbita debían ser inversamente
proporcionales al cuadrado de sus distancias al centro. Comparé entonces la
fuerza necesaria para mantener a la Luna en su órbita con la gravedad en la
superficie terrestre, y descubrí que coincidían bastante bien. Todo esto lo
desarrollé durante los años de la peste, cuando tenía la mente más aguda y
dedicada a la invención que nunca antes ni después.”
Es difícil saber si la manzana
tuvo realmente un papel en este capítulo de la historia de la ciencia. Lo cierto
es que la mitología popular jamás desvinculará a Newton de esa fruta verde. Y
quizá así debe ser.
Loro
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