Ayer estuve conversando
conmigo mismo; tal vez con mi amigo Juan Carlos, o no sé... Pero estaba solo.
Bueno, tal vez recordando a Juan, porque él siempre me decía que debía de
publicar todos mis escritos. Ahora él sabe que los perdí todos, o casi todos, de
una manera tonta. Entonces recordé lo de siempre, porque siempre me pregunto,
continuamente, por qué no escribo mi propia biografía. Yo me respondo que no
soy nada interesante en cuanto a biografía. Jamás he torturado a nadie; nunca
me ha sucedido nada extraordinario; solo cosas pequeñas, acaso; y amores
huidizos, tal vez. No soy Premio Nobel. Por eso no sé a quién le importe mi
vida. Pero igual, trataré de hacerlo.
Recuerdo aquella primera vez que mi abuelo me examinó las manos y
leyó mi vida en sus cartas españolas; ese día me proporcionó una gran sorpresa
contándome la historia de mi vida, o, al menos, tanto de ella como se lo
permitió el tiempo. Aparentemente logró averiguar algunas cosas que me
sucederían en el futuro, las cuales me las dijo, pero que yo nunca revelé a
nadie...
La verdad, tengo una dificultad kilométrica en poder escribir mi
autobiografía. ¿Cómo debo escoger y describir ese cinco o tres por ciento de mí
mismo que me distingue de otros hombres más o menos afortunados que yo? ¿Qué
interés humano puede haber en un relato detallado de cómo el quiromántico
Lorenzo nació en el número 1198 de la Av. Manco Cápac, y creció hasta llegar a
los cincuenta y un años, cuando los amigos de barrio, nacidos en la misma calle
o en la calle paralela, pasaron exactamente por la misma rutina de crecer,
alimentarse, excretar, vestirse y desnudarse, alojarse y luego largarse del
barrio?
Para justificar la biografía es preciso que Lorenzo haya tenido
aventuras; es necesario que le hayan ocurrido cosas excepcionales.
Pues bien, yo he tenido muchas aventuras, digamos no heroicas,
pero que al final, creo, es lo mismo. Me han ocurrido cosas y también soy yo
quien ha ocurrido a las cosas. Y todos mis acontecimientos han tomado la forma
de libros y obras de teatro. Creo que William Shakespeare hubiera tomado en
cuenta esa pequeña porción de mi vida. El resto no es más que desayuno,
almuerzo, comida, dormir, despertar y lavarse, ya que mi rutina diaria es igual
a la de todos. Aunque creo que deberé contar ese tres o cinco por ciento de mi
vida que me diferencia de los demás...
Entonces iniciaré mi biografía… Pero tengo que confesarles algo
antes. Las mejores autobiografías son confesiones. Entonces en toda esta obra
habrá confesiones.
Nací predestinado a ser huérfano un 7 de julio de 1960. Nunca tuve
la puta manera de saber muy bien quién fue o quién era mi padre. Sólo lo conocí
por fotos y referencias. Se murió el año en que asesinaron a Kennedy, cuando
apenas tenía tres años. A mi madre, gracias al destino, la tuve hasta los 11
años. ¡Cuántos recuerdos con ella! A mi madre, sí que la gocé…
Mis recuerdos me llevan y me llegan desde los cuatro años.
Recuerdo, borrosamente, los tranvías y las largas caminatas desde mi casa hasta
la Av. Colonial. Pero recuerdo nítidamente que subí con mi madre a uno de ellos
para dirigirnos al centro de Lima. El propósito era recoger unas fotos de una
casa fotográfica que quedaba en una de las esquinas de la Plaza Unión. Luego,
¿cómo volvimos...? No lo recuerdo.
Ahora me ubico en una escuela o, mejor dicho, en una casa de dos
pisos escuchando una clase. Para ese tiempo era revolucionario, por no decir de
vanguardia, que uno estudiara en un Jardín. Tenía 5 años. Recuerdo muy bien a
mi profesora. Era bella y de curiosas facciones. Esta mujer se me aparece,
hasta hoy, grande, singular y seductora. Sus conversaciones conmigo aún lo tengo
presente; mis recuerdos y las imágenes que de ella tengo son como un rollo
de películas opacas, sacadas de un lugar poco frecuentado. De niño, yo había
demostrado una singular aptitud para todos los ejercicios físicos y académicos.
Tal vez por eso le gustaba conversar conmigo, o quién sabe por esta terca
obsesión que nunca me ha abandonado del todo, incluso en mis más ingobernables
estados de ánimo, este sentido de la equidad. Y también, como cualquier docente
lo sabe, se aprende de los alumnos…
Después, me convertí, a los seis años, en un estudiante de
transición —así se le llamaba antes el inicio de la escuela—. En ese momento me
di cuenta de que había otros niños como yo. Que los había en el barrio y en la
escuela. Para mí fueron los años libres de ansiedades materiales, y al mismo
tiempo, libre de interrogantes y desilusiones. Mi infelicidad por la pérdida de
mi padre era tan remota a mi poca edad que no puedo especificar los detalles ni
tengo la intención de relatar los que recuerdo... ¿Qué pasa en la mente
de un niño? No recuerdo un solo momento en el que no estuviera pensando y
tratando de descifrar cosas, formulando preguntas o esperando algo...
Mi hermana y yo estudiábamos en la misma escuela primaria. Ella
estaba dos años más adelantada. Ya para entonces yo cursaba el primero de
primaria. Recuerdo que ella tenía una amiga de cabellos largos y negros, y
facciones vulgarmente ordenadas, con la cual andaba de aquí para allá. Su
apellido se me confunde, creo que era Cadenilla o Quintanilla.... Aún hoy puedo
recordar que a menudo, cuando la veía tras la ventana, yo caía, con los codos puestos
en la carpeta, en un arrobamiento o ensueño. La miraba sin saber por qué la
miraba. Nunca he olvidado esa humillación... Debió
haber sido muy hermosa, como lo prueba mi buen gusto hasta el día de hoy...
Bueno, sigamos; ahora tenemos que bajar a la planta baja, es un
decir. Mi casa tenía solo una. Pero en ese tiempo yo envidiaba a mis amigos del
barrio que podían tener su casa de dos pisos y de cemento. Aquí, en el centro,
y lo recuerdo muy bien, está el mostrador de recepción… Bueno, aquello era la
tienda de mi madre…, detrás de él, la administración junto a muchas botellas de
diferentes marcas. Siempre tuve preferencia por una de las gaseosas, la que de
marca tenía Twist; valía dos pesetas; o sea, cuarenta céntimos de ahora en su
valor de cambio. Ya tenía nueve años. No sé el por qué hasta ahora no logro
recordar algo de mis ocho años. No creo que a ustedes les importe mucho. Pero
si logro recordar algo se los comentaré luego; no me cabe duda. A ver,
imagínese que por radio nos transmitían: “Se escapó el loco con pototo”.
Programa que luego lo llamaron “Tres patines”. Siempre lo escuchaba por radio.
Bueno, luego, a esta edad, lo he visto por TV en blanco y negro. ¡Qué manía! ….
También tuve entre mis juguetes un saco de harina con un logo de una morena, la
que hoy me recuerda a un detergente: a Ña-pancha... ¿Conoce usted la expresión
y la propaganda? En fin… Siempre estuve entre sacos, botellas y mostradores, y
junto a la libertad que gozaba por solo el hecho de estar en casa de la abuela.
Porque ya la tienda ahora es de mi abuela. Es esta confusión de estar en mi
casa y al mismo tiempo estar en casa de la abuela escuchando a los Iracundos
con su guitarra eléctrica que debía ser uno de los primeros en Sudamérica. La
casa de mi abuela sólo estaba a una cuadra de mi inveterada casa, donde siempre
me peleaba con mi hermana Juana...
Ah... y les cuento. Era un 24 de diciembre; yo estaba jugando con
mi trompo y jodiendo con mis amigos —en ese tiempo la cocina era el lugar en el
que a tú trompo lo tenían que reventar. ¡¡¡Ya fuiste!!!!...Todos te hacían
mierda—. Mi madre me llamó. Me dijo: “hoy tu papá va a venir”. —es el peor
error que recuerdo de mi madre—. Y cuando mi madre me llamaba, era una orden...
No como ahora, que les llega altamente... Llegué a mi casa, y me fui directo a
la cocina, donde estaba ella; al llegar, no dije una sola palabra. Mamá..., me
atreví... ¿qué es lo que pasa? Te he dicho que tu papá viene ahora...,
contestó. Yo creo que mi madre antes había estudiado el termómetro de mi terrible
abstracción bajo la luz de aquel lamparín de kerosene que se colaba tras
aquella separación de la sala y el comedor. Ahora les digo que nunca hubo sala
ni comedor, sólo es una metáfora. Ella nunca lo supo ni lo sabrá; esa, su
actitud de expectativa me hizo dudar. Yo lo sabía... Pero igual, ella
prosiguió. Se puso a parlotear para distraerme. Le pregunté, con mucha duda...
¿va a venir mi papá?... y ella siguió con su iluminada y terrible mentira. A
esa edad yo le creí. Sabía que no era cierto, pero nunca uno pierde la
esperanza. Le creí y llegó las doce de la noche y mi padre nunca llegó. Ella me
dijo que sí... “Él llegó. Lo que pasa es que tú te quedaste quedado dormido.
Llegó y se fue”. Lo más terrible es que yo al final le creí. Ese día no quedó
más que el aire mal sano y traumático de una esperanza y protesta que ya lo he
superado... ¡Mierda, tenía diez años!...
No sé si este es un mundo justo. Pero ese día conocí a mi hermano.
A pocos meses de soportar una lluvia torrencial —en un desierto que es Lima— de
muchas horas, un 31 de enero; y después, un terremoto de magnitud 7.8 que
provocó un alud que desapareció Yungay a la 3.23 de la tarde, un 31 de
mayo de 1970; invertir diez años, los que me ayudaron luego a entender que
había tantos héroes de basta acumulación y de buen humor en los momentos más
difíciles, y que estaban allí dispuesto a todo. Entendí que el mundo
continuaría a pesar de los edificios sombríos y gente sepultada con todos sus
recuerdos e ilusiones. Ese día del terremoto estaba con mi hermano José, mi
ídolo, mi guía; lo vi plomizo y con impresiones infantiles, sonriente. Era mi
hermano y a la vez mi padre. Todos decían que era físicamente igual a mi padre.
Hasta usaba la casaca negra de mi padre. Discúlpenme esta cacofonía. Este
terremoto le golpeo ligeramente la conciencia, porque él sabía cuánto ocurría.
Aquel día que les cuento, él lucía un traje negro con el cuello blanco de
clérigo y una gabardina negra. Siempre se lo dije, pero él me dijo que no. Le
dije que parecía un cura sin Iglesia. Sin embargo, no podía estar más
equivocado. Tenía el rostro enjuto, con una nariz genéticamente larga
y una boca grande de labios delgados. Era mi hermano y se merecía respeto.
Sí, lo recuerdo delgado, pero su aspecto era muy saludable. Ah... mi hermano,
con ojos fijos como si hubiera fondo. Yo creo que él se sentía profundamente
tranquilo y en pleno dominio de sus facultades. Unos años como presidente de la
Asociación de pobladores de Carmen de la Legua, lo hacían un hombre modesto, y
particularmente sobresaliente, porque había sido muy afortunado y práctico en
extremo. Siempre había considerado su carrera como algo sólo marginalmente
distinto a la labor de cualquier miembro. Mi hermano es siempre y será una
biblioteca universal. Siempre logró ser mi padre.... y siempre lo será.
Lentamente pasó el tiempo. Lo presentía, pero nunca estuve seguro
de que a lo lejos cabalgaba una cena improvisada. Llegaron mis hermanos
con su noticia despeinada, con caretas y disfraces. Mi hermano menor Luis y yo
estábamos al borde de la cama, jugando con nuestros rostros garantizados de
seguridad. Ellos querían joder ese día. Vinieron a joder. Se los recalqué: ya
lo sé... ¡¡¡José!! Los puse muy mal. Luis, ¿por qué lo debe de saber? Bueno, yo
luego se lo dije a Luis. Mis hermanos Julia, Alberto y José, estaban encogidos
de hombros. Claro, sólo nos miraban. Lo recuerdo. Se sobrecogieron y salió el
veneno.... ¡Puta, mi madre había muerto! Era un 21 de setiembre de 1971.
Católica, amante de la Virgen de Chapi, ancashina, con sangre llena de
gastronomía, que hasta ahora, cuando nos juntamos, se la recuerda... ¿Sí o no
José...? Amo Ancash, amo su tierra: Piscobamba... Por culpa de ella conocemos,
con mi familia, todo Ancash... Madre... siempre Madre, desde mí trompo hasta mí
coche de rodajes y tus cuentos... ¡¡¡Sé que nunca, jamás, comeré un cuy
chactado como tú lo preparabas...!!
Bueno, dejemos el sentimentalismo de lado. No, en verdad, y les
cuento, en esos momentos tiene uno demasiadas cosas en la cabeza.
Lo superé. Ingresé al quinto de primaria. Ya estaba en el colegio
5044; y por lo tanto conseguí nuevos amigos. Era indiscriminadamente un colegio
de varones. ¿Los tiempos cambiaban?... Ya tenía 12 años.
De un Colegio particular y mixto a uno estatal... ¡¡Vaya, sí que
había mucha diferencia!... De la raya del pelo milimétrica y bien delineada a
un oscuro, sobrio, pero reconfortante desaliño. Éramos tantos ahora. La
turbación de Paco Yunque quedaba corta. Por eso me decía a mí mismo que entre
ellos no había muchos a quienes yo les caía simpático, y sospechaba que algunos
me consideraban un poco odioso. Por suerte, me devolvió a la realidad un
diálogo preciso y desganado entre un chico con cara de boxeador y otro
desgraciadamente sin ella. —¡Eh —decía—, aguarda un segundo! ¿Dónde está el
gordo? —No te preocupes que ya volverá... Dio vuelta su cabeza y me miró, como
diciendo: “y éste de dónde salió”. —¿Cómo te llamas?, preguntó. —Pepe, le
contesté. —¿Pepe? ¿Y ese es nombre? — El otro le siguió decidido a su
lado. —Me parece que los otros estarán por ahí. Tú no has visto a nadie
más, ¿verdad? Porque sólo me he encontrado con Ramos, Valencia y Chávez. Al
rato, el muchacho gordo llegó y se paró junto a ellos, respirando con
dificultad. Ahora sé que el chico asmático y panzón era Fernández. Allí un
rasgo rectangular del paisaje que interrumpía bruscamente...
A lo que iba. Los problemas consistían simplemente en aprobar los
cursos. Me pareció tan fácil el quinto de primaria, era todo un relajo. De
saber los catorce Incas y todos los departamentos y sus capitales de memoria a
sólo escuchar del profesor Cruzado sus chácharas; a solo saber que sus
enseñanzas eran golpes y gritos. En verdad les digo: me aburría todo de él. La
suerte mía fue que conocí a muchos amigos que hasta ahora los frecuento. Los
detalles son innecesarios...
Todas mis vacaciones los vivía en Cañete, en la chacra de mi
abuelo. Era un paraíso. Imagínense ustedes, tenía hasta laguna. Nunca olvidaré
los totorales y las gallaretas, los nísperos y las uvas maduras, todo justo en
mis vacaciones de enero, febrero y marzo; justo para ir a la boca y
disfrutarlos; la enamorada provinciana de mi hermano José, sus escapadas al
pequeño cuarto con suelo de tierra colorada y paredes empapeladas de azul, el
techo llena de hojas verdes con racimos de uvas colgando maduras... Fue la
época más feliz de mi niñez. Por eso amo el campo y su forma de vivir, jugando
en él, y, en determinados casos, desglosándome; los cuentos cautivadores de mi
abuelo, las anécdotas con mis hermanos y mis primos, el ir a huaquear en los
cerros que colindaban con la chacra y saber que la cultura Nazca y Paracas se
habían asentado allí. Ver en vivo y en directo sus huacos en nuestras manos,
con el colorido hermoso de aquella cultura. Fue, y lo es hasta hoy, lo más
impresionante que he vivido y que se ha quedado como una zanja grabado en mi
cerebro...
Recuerdo también que mi hermano José, antes de partir, me dijo:
cuando vuelva te voy a matricular en el Sebastián Lorente. Él estudiaba allí y
cursaba el quinto de secundaria. —C.N. "Sebastián Lorente Ibáñez",
colegio fundado en la Urb. Elio y después trasladado a la UV3 en la década del
70—. Todo estaba programado para mi matrícula, pero no sé qué pasó o creo que
sí, ahora lo sé. Él se fue a Cañete con sus amigos, y cuando recordó que tenía
que matricularme, ya había trascurrido varios días de la última fecha.
Entonces, no me dijo nada, aunque, desesperado, empezó a buscar colegios. Ya
todo el mundo, para ese día, estaba matriculado. Llegó a casa y desde la sala
me llamó. Yo estaba en la cocina, solo, preparándome algo para comer. Salí a su
encuentro; apuré el paso experimentando casi una sensación de alivio. —Y, ¿qué
fue?... ¿Me matriculaste?, pregunté. Me dijo que sí. Ya te matriculé, pero en
el Raúl Porra Barrenechea... ¡Plop!... Yo me encontraba de pie junto al otro
extremo de la mesa, turbado, solté la cuchara y se me hizo un nudo en el
estómago; algo en mi interior se contrajo de a golpe. Era inútil regresar al
principio y tratar de descubrir qué era lo que había fallado. Bien, le dije, ya
lo sabía. La verdad es que quería estudiar en el colegio de mi hermano, pero en
fin... Así pues, llegué al primero de secundaria en el CNMx Raúl Porras
Barrenechea aula 1º D...
El tiempo no se hizo esperar, transcurrió sin que me diera cuenta,
ya era mitad de año, y había hecho amigos. Un día, que bien recuerdo, uno de
ellos, el más alto, me dio una palmada en el hombro al salir del salón de
clases. Era Elmo Atoche. Sacudí la cabeza, con la cara avergonzada. De repente
me di cuenta de la hora que era. Me preguntó —¿Qué vas hacer?— Sólo tenía una
duda. No sabía por qué parte comenzaría diciéndole a mi hermano que me habían
echado del salón de clase por hacer chistes con mi amigo Elmo. Y que me había
echado una tal Bulldog, profesora de geografía. Para que tengan una idea: nos
sentábamos en el fondo y a la izquierda; los últimos del fondo. Delante de
nosotros se sentaban el chato Villanueva y Mochi. Elmo siempre empezaba
con los chistes y yo lo contrapunteaba. Hubo una risotada exagerada de Elmo y
la profesora no aguantó más y nos largó... ¡¡¡se me salen del salooonn...!!!,
gritó. Caballero no más; pero salimos cagándonos de risa. Nos escuchó... ¡¡No
me vuelven a entrar al salón si no me traen a sus padres...!! Así que... tierra
trágame...
¿Quieren saber cuáles fueron los chistes?... Hum... eran sobre
comerciales:
Señorita: si su mamá se mete el dedo y su hermana también no haga
usted lo mismo use palillos para dientes el pingüino... Señora: ¡si cuando
levanta la pierna se le ve el hoyo! Compre MEDIAS PANTYHOSE las únicas que no
se rompen ni se van fácilmente... Señora: ¿no le entran bien? ¿Le maltrata la
punta? ¿Le duele mucho atrás? ¿Siente desmayarse? Es porque sus zapatos le
quedan chicos, llévelos a la italiana y se los suavizaran... Señorita: si su
novio llega borracho y se lo pide déselo... Sí, dele un par de Alka Seltzer y
adiós a esa borrachera... Señora: lo que usted siempre quería... ¡Ahora le
caben hasta los huevos! Sí, hasta los huevos le caben en su nuevo refrigerador
General Electric... Caballero: ¿sabe por qué a su novia le gusta tocárselo?
Porque ella sabe que ese disco suena bien en su nuevo equipo Philco...
Caballero: ¿le duele la cabeza al meterlo? Claro, esto le pasa por no usar
sombreros el peruanito...
Bueno, ya estoy convirtiendo mi biografía en un pendejo folclor de
chistes. Nos ponemos serios nuevamente...
La verdad es que las primeras clases en la secundaria eran
demasiado numerosas y los profesores poco duchos en pedagogía. Todos tomaban la
enseñanza como una forma de ganarse la vida. Que yo recuerde, nunca se nos dijo
una sola palabra en cuanto al significado o la utilidad de las matemáticas. N,
Z, Q (B ⊆ A) teoría de conjuntos, todo abstracto; qué el conjunto
universal y el conjunto vacío, la unión, la intersección... etc. Bloqueaban
nuestras mentes y nos jodían el hermoso inicio. Con este resultado dejé que me
quitaran mi amor por las matemáticas y no cambié de opinión hasta qué en la
academia Cesar Vallejo me convencieron de que en vez de enseñarme matemáticas
me habían hecho hacer el tonto... Pero esa es otra historia que luego les
contaré.
Y así, aunque era un haragán inveterado, llegué al segundo de
secundaria. Entonces se produjo mi tragedia. Mi salón ya no lo compartía con
mis amigos de la sección D. Ya no estaban los amigos más cercanos: Atoche,
Villanueva y Mochi. Me cambiaron de salón. Ahora estaba en el segundo
A. Pasaron uno o dos días y yo no parecía satisfecho con mi nuevo salón.
Me imaginé que el destino me estaba jugando una mala pasada, me estaba
castigando. Al final llegué a decirme que no era culpa mía; que las cosas
estaban en manos de otros. Aunque me sentía un poco aturdido. Por suerte, mi
situación nueva cambió. Ese día llegué un poco tarde. Al entrar en el salón
divise a mis amigos de primaria. Ahí estaban Delgado, los locos Chávez,
Valencia, Chang Chala y algunos más que no recuerdo en este momento. Nos
habíamos conocido y trabado amistad en el quinto de primaria, en el 5044. Como
estábamos en plena clase, esperé un poco para presentarme. Desde la carpeta que
estaba en la primera fila del lado de la ventana, alguien me llamó. “Siéntate
aquí”, me dijo. Era el gordo Fernández. En el primer barrido que le di a todos,
no lo había visto. Le di las gracias. En el preciso momento que me sentaba,
entró otro alumno que no conocía. Por un momento se detuvo nervioso y luego se
fue a sentar al fondo. Era Chicho Vicuña. El gordo Fernández al cabo de un
instante me miró y me preguntó: ¿Sabes cómo se llama la profesora? Dije: no sé.
Entonces cogiendo el lapicero y volviéndose a mirar a la profesora, dijo: creo
que se llama Evangelista. Sin asombrarme, abrí mi cuaderno y me puse a escribir
lo que dictaba la profesora.
Luego, a la hora del recreo, y para no impresionar, me levanté sin
decir nada y me fui al patio. Estos fueron los primeros momentos que recuerdo
de mi ingreso al salón del segundo A. Aunque luego las circunstancias nos
separaron tan eficazmente el siguiente año que no volvimos a vernos, sino un
año después de haber salido del colegio. Recuerdo una anécdota con mi amigo
Roberto Vicuña, el popular Chicho, el cual conocí por suerte ese año. Para ese
entonces, los trabajos eran grupales. Estábamos en el curso de castellano, con
el profesor Chito. Ya les dije que era un haragán, y creo que los otros más que
yo, por lo tanto, imagínense al pobre Roberto, enfrentando al profesor sin nada
en la mano. El resto era obvio. Chito soltó la frase, mientras le tiraba de los
cabellos: ¡¡uuuusted es un mal jefe..!!
Llegué al tercero de secundaria, el tercero C. Curiosamente,
ocurrió que, en el primer día de clases, me encontré con mi amigo David Alván y
su hermana Ruth. Habíamos estudiado en el primero D, y en ese año nos hicimos
muy buenos amigos. El día que les narro yo aún no ingresaba al salón; estaba
afuera, parado al otro lado de la ventana. Se puso en pie, se acercó y me
saludó.
—¡¡Hola Basurto…!!
Me apegué, mirando el interior y tratando de reconocer a otros
amigos. Me di cuenta de que había varios.
—Hooola… ¿estás también en este salón? —le pregunté.
—Sí —dijo.
Apuré el paso, bordeando el salón hasta llegar a la puerta, e hice
mi ingreso. Él estaba solo, sentado en la primera fila y en la carpeta del
medio. Al verlo, traté de recordar los momentos que pasamos juntos, también de
compararlo con mis otros amigos y recordarlo a él y de cómo fuimos en la
sección D y de cómo fue al principio. A nuestro alrededor, muy cerca de
nosotros, a nuestras espaldas, había voces, voces surtidas; creía conocer
algunas, o a casi todas; sabía los nombres, edades y los delitos de quienes
hablaban. También había voces de otras dos chiquillas que estaban en la carpeta
de atrás y que yo no conocía.
—Pero, siéntate.
Sin pensarlo, tomé asiento. Miré para todos lados y me vi ubicado en
un lugar y en la carpeta en la que yo nunca pensé sentarme. Lo escuchaba hablar
de muchas cosas. Preguntaba por tal o cual amigo y amiga; de si también venían
conmigo al mismo salón. No se había dado cuenta de que su rostro hacía gestos
nostálgicos y que estaba aguantando la respiración, tenso, guardándoselo todo
dentro. Yo sabía cuál era la intención de sus preguntas. Sabía por quién al
final me iba a preguntar. Al final le dije que no, que ella estaba en otro
salón. Se limitó a decir en voz baja, pero clara: «No, no lo puedo creer» ...
Sería un cuento chino decirles que adivinaba sus intenciones, no sé, ni he
sabido, ni sabré leerle a nadie el pensamiento... En fin...
Yo miraba, con temor reverente, todo lo que allí sucedía. Volteaba
a mirar a todos. Estaba por demás convencido de que ese no era mi lugar de
asiento. Vamos, dije para mis adentros, busca otra carpeta. Eché otra mirada
confiada, buscando a mis otros amigos. Volví la cabeza y mi mirada se encontró
con otras miradas muy cercanas. Entonces pude verles las caras completas. Solo
me quedó sonreír. Mi amigo David adivinando mis intenciones de huida se
apresuró a presentármelas.
—¡Hola...! —me dijo una de ellas.
Las miré dudando y ellas me miraron con indiferencia.
—Hola —les contesté tímidamente...
Lo que más me inquietaba era el no saber lo que pensaban de mí.
Pero, aun así, me pareció que se hicieron inmediatamente mis amigas. De las
dos, Liñan fue la única que luego me dirigió algunas veces la palabra. Ella era
muy amiga de Valencia y Villanueva —mis amigos desde la primaria—, vivían en el
mismo barrio. Salas, la otra amiga, era una niña reservada, algo espantadiza,
pero inteligente. Me caía simpática. Por ahora no hay mucho que comentar sobre
ella. Eran las dos amigas más cercanas con las que estaría todo ese año en el
aula tercero C… Dos mujeres como éstas, dos niñas, para decir la verdad, bastarían
para hacerle a uno perder toda su reputación...
Me levanté otra vez e hice un saludo. Pude ver a Roberto, pero
él miraba a otro lado. Esperé que me llamaran los amigos del fondo. Pero
nada, no existía para ellos. Al rato llegó una amiga que yo conocía muy bien y
era además a quien esperaba mi amigo Alván.
—Hola, Basurto —me saludó, tocándome la cabeza muy suavemente —.
Lo han dejado solo y seguramente no le han guardado asiento —me susurró al
oído, mirando de reojo a las otras dos niñas.
No me molestó que se hubiera tomado la libertad de tocarme la
cabeza. “¿Qué necesidad tiene nadie de que le den permiso para hacer algo?”, me
dije a mí mismo. Era mi amiga Mochi... Sólo llegó para saludar a los amigos que
habían estudiado con ella en el segundo B. Ella me saludó, porque me encontró
en su camino. No había más que mirarla para ver que era buena, como una tía de
provincia, alguien que uno puede mimar y que lo puede mimar a uno, pero sin
peligro... Una muy buena amiga.
El tiempo vuela. Uno cree que es lunes y ya estamos a jueves. El
otoño se termina, y de golpe es pleno verano. Así terminé el tercero en el aula
C. Por eso no me acuerdo bien de cuánto tiempo había pasado hasta que vi otra
vez a mi amiga Salas. Vino a los quince días de haber empezado el cuarto año de
secundaria; para ese entonces nos habían cambiado de local. Estábamos en el
Parque Central, en donde habíamos iniciado nuestra secundaria. Llegó casi a la
misma hora que la conocí la primera vez. Ese día fue uno de los tantos días en
que yo llegaba temprano al colegio. Al ver que yo estaba en su mismo salón, se
acercó sin que yo me diera cuenta; se sentó en la carpeta adjunta a la mía. Me
saludó muy bajito y empezó diciendo que volvía porque le habían recomendado que
dejara la ESEP… Balbucee algo que no recuerdo, solté mi lapicero, cerré mi
cuaderno y mi libro de geometría plana. De la nada, empecé a frotarme las manos
como si las tuviera sucias, y después, ya luego, no sé dónde las metí. Menos
mal que ella estaba tan confundida como yo, aunque lo disimulaba mejor. En fin,
la situación fue esa. Era perfectamente absurdo, pero estaba allí. Recién ahora
la veía de veras... No quiero hacerme saber qué la llevó a saludarme, pero cómo
decirlo de otro modo… Hablamos muy lacónicamente hasta que llegó Elmo apurado
junto a la profesora de matemáticas y que logró que termináramos esa primera
conversación.
Ahora bien, por una serie de razones que sería largo explicarles,
me agradó que llegara. Me había acostumbrado a mis amigos Alván, Liñán y ella.
Y de todos, ella era la única que estaba otra vez en mi salón de clases. Aquel
día que nos volvimos a encontrar, hubiera querido quedarme hablando con ella,
pero todos iban entrando en el salón. Elmo me sacudió, diciéndome: ¡eh...!
déjame pasar. Vagamente comprendí que le estaba estorbando el paso... Hasta ahí
con el cuarto de secundaria.
Loro
Holas Pepe.
ResponderEliminarMe alegra enterarme que al fin te animaste a publicar tus relatos. Para quienes no lo sabían, el afán literario de Pepe se remonta a muchos años atrás. Recuerdo que, desde cachimbos y durante más de dos décadas, tuve la satisfacción de leer muchos de sus poemas, relatos y cuentos, que con alguna turbación él se animó a compartir conmigo. Hasta ahora recuerdo uno de sus primeros poemas:
"Dura la vida,
mala mi suerte
felicidad en venida,
esperar es mi fuerte
Corazón sin salida
razón inerte
en él la dicha
de tanto quererte".
Durante todos aquellos años, Pepe tuvo la meticulosidad de compilar sus escritos en varios cuadernos, varios de los cuales tuve la ocasión de leer (otros los guardó en reserva por motivos que sería fácil imaginar). Lamentablemente, por circunstancias del destino, casi todos estos cuadernos se han perdido y su contenido prácticamente es irrecuperable.
Hasta donde estoy enterado, sólo subsiste uno de estos cuadernos, que se encuentra en manos de quien lo inspiró. No recuerdo el nombre de esta dama, pero es seguro que, pasados tantos años, se anime a devolvérselo a su autor, quien tal vez lo comparta con nosotros.
Bueno Pepe, felicitaciones nuevamente y esperemos que prosigas tu aventura literaria.
Un abrazo.
Juan C. Alvarado A.