Más allá de la
especulación, la grandilocuencia o la opinión supina y sensacionalista que se
puede desprender de esta historieta a modo de vivencia personal, debo advertir
en gracia sin embargo que algunos de los datos referidos han sido apenas
imperceptiblemente tergiversados para crear persistentes
suspicacias y elucubraciones dubitativas en el espacio y tiempo histórico en
que se produjeron.
Nuestro
pensamiento evoca con nostalgia, tristeza y melancolía la visión retrospectiva
de aquel relevante y trascendente año de 1977, acaso nos remonta en la
reminiscencia hacia un pasado exclusivo de nuestra existencia; como decía Jorge
Manrique en sus célebres coplas: “Todo
tiempo pasado fue mejor”.
En este
recuadro virtual del tiempo, Marcolino, el personaje central de la presente
versión narrativa pretende ser la figura excluyente en un mundo nuevo, extraño
y desconocido; más allá de los fútiles y continuos escarceos lograría variar el
rumbo trazado de su destino, aún así no lograba disimular su hepática molestia
cotidiana, una ausencia total de empatía lo relegaba hacia el rincón más lejano
del aula, en un ambiente en donde la indiferencia lo abrumaba y lo hacía pasar
abusivamente desapercibido. Eran los primeros días de clase y Marcolino no
salía aún de su asombro y marasmo circunstancial; había “aterrizado” en la
sección “E” del quinto año de secundaria del prestigioso Colegio Raúl Porras
Barrenechea, ubicado en Reynoso City, por entonces un arrabalero villorrio
chalaco del Callao, puerto querido, bastión inconfundible del exquisito
seviche, la afrodisíaca parihuela y la irresistible jalea.
Vuelto a su
realidad, Marcolino no soportaba ni aceptaba la circunstancia eventual de estar
alejado gratuitamente de Liliana, la eterna ilusión platónica de su
inspiración, de sus furtivos deseos vehementes y quiméricas fantasías… Es fácil
colegir pues, que ante su presencia cercana e inmediata transformaba a este
cristiano trovador en un remilgo de fantoche, absorbido por el candor sutil de
su sensual voz femenil, que sólo él la percibía, bloqueando la electrocinética
de sus neuronas, tal cual la sierpe hipnotiza a su presa.
Nuevamente
preguntaba Marcolino: ¿Cómo entender la causalidad de este crucial momento
circunspecto?… es injusto, abstruso y fustigante, sin explicación como parecía
decirle su cuasi patidifuso pensamiento.
Con un pasado
voluble y variopinto, repleto de travesuras y escandaletes, Marcolino se
encontraba ahora ubicado en su nuevo e improvisado “redil de estudio”, inerte,
reflexivo y ensimismado, casi meditabundo y lejos de las expresiones
coloquiales de sus nuevos compañeros. Avizoraba empero a su alrededor, buscando
caras conocidas, hasta que por fin pudo cambiar el gesto de su inquisitiva
expresión; en efecto, había encontrado en ese instante al compañero de sus
discurridas y estrambóticas aventuras, al no menos popular “Toñito” Chávez, más
conocido como “loco chico”, para diferenciarlo de su hermano mayor Willy, al
que por antonomasia todos conocíamos como “loco grande”. Un agradable gusto de
maquiavélica sensación se extendió en la eclosión de nuestro encuentro.
Conversamos ampliamente de improvisadas ocurrencias, de la manera irregular
como habíamos llegado a esta aula; algunas conjeturas explicarían esta cretina
decisión: el ingeniero Argimiro, director de nuestro colegio, había determinado
la salomónica decisión de hacer desaparecer nuestra emblemática aula del año
anterior, el 4° año “B”. Un contingente de unos 27 alumnos debería ser
distribuido en los distintos salones del quinto de secundaria programados para
el año venidero. Se ponía así fin a un ciclo cuestionado y problemático, de la
noche a la mañana cayeron por obra y gracia del Espíritu Santo, todo el grupete
de mansos y descarriados corderillos a las distintas secciones del quinto de
secundaria.
Aclarando el
dilema insistimos aún más en proseguir la charla. Se había tornado amena e
interesante; ahora recordábamos aventuras, peripecias y un sinfín de anécdotas
risibles sarcásticas e hilarantes. Toñito era un especialista para las bromas
livianas y pesadas, los chascarrillos corrían a raudales por doquier hasta que
en un momento inusitado se mencionó el misterioso robo de la chompa azul;
porque fue un robo y no una desaparición, en donde el nombre de muchos samaritanos
y fariseos podrían aparecer, implicados en el siciliano plan para su sórdida y
graciosa ejecución ¿En dónde estarían ahora aquellos celebérrimos personajes
que con sus dislates contribuyeron zalameramente a la debacle y funesta
desaparición de nuestra aula máter? ¿En dónde estarían ahora los Chávez, los
Alvarado, los Montoya, los Falla, los Gavelanes, los Arenas y otros galifardos
más?… Hasta hoy se escucha el chasquido lejano de estos parroquianos, que
gesticulan una versión romana para evadir sus inminentes travesuras; estoy casi
seguro de que estos individuos no sólo se lavan las manos, sino también hasta
los pies, jurando y perjurando su apantallada inocencia… ¡Dios los coja
confesados!
Después de la
extendida y dilatada catarsis reflexiva, Toño y Marcolino cerraban con broche
de oro su amena charla, el colofón sibilino de la duda y misterio ponían fin a
sus sesgadas y personales opiniones, empero advirtieron a la distancia a nuevas
caras conocidas, así pues, allí estaban Felipe “el bitle”, el flaco Richard
Soto y pululando por los alrededores aparecía el negro Víctor Espino; no
quisiera abundar en detalles y características de estos pintorescos personajes,
debo evitar la censura y pretender ser afable con la higiene mental del lector;
pero agrego y acepto al fin que los referidos zutanos en mención eran mis
grandes amigos.
Escudriñando
aún más el horizonte ambiental del aula, también pudimos distinguir en el
extremo opuesto a dos compañeras del año anterior, eran nada más y nada menos
que las hermanas Nancy y Vilma Huamaní, en su momento de letargo contractual
aparecían singularmente indiferentes, absortas tal vez por su novedosa
inclusión en el aula, aún así las saludamos por compromiso y retornamos a los
aposentos iniciales de origen. Todo el grupo varonil se ubicaba
desordenadamente en el mejor sitio de acogimiento; al fondo, en una lúgubre
pero apacible esquina nos ubicamos con Toñito, en una mediana carpeta
compartida, el clima presencial de recepción iba cambiando gradualmente, se
respiraba un ambiente de sosiego y tranquilidad, aún cuando persistía entre
nosotros el estigma latente de la inconformidad personal; en un mediano plazo
cambiarían la apreciación de las ideas primigenias y la línea de pensamiento
haría un giro inesperado diametralmente opuesto.
En la alborada
matutina del mes de abril del año 1977 se abriría una nueva era para los
errantes y desterrados cristianos que tuvieron la canina suerte de llegar a un
nuevo mundo ignoto y desconocido; con Marcolino y Toñito a la cabeza, estaban
más perdidos que un oso polar en el golfo pérsico; ya no había tiempo para
insistir en la cantaleta melodramática del reclamo intrascendente; estábamos
hasta las “cangallas”, casi pusilánimes, abúlicos, desmotivados y
decepcionados.
A enrumbar
horizontes y comenzar desde el principio, a estudiar con esmero, ahínco y
persistencia para recibir la gracia divina, fue a lo menos el compromiso
pactado y la voz general a cumplirse… ya estábamos matemáticamente resignados.
Otro panorama
completamente diferente era el ambiente sostenido por el amplio contingente de
alumnos conocidos del salón, abroquelados en torno a una agenda conocida y
rutinaria, con el mismo ideal común para efectivizar sus acciones y relaciones
de grupo; al menos eso parecían reflejar en sus esporádicos movimientos y en
sus amicales conversaciones; los varoniles amigotes tan contentos como perro
con dos colas al recibir a sus amos, y las mozuelas con el gesto risueño de la
“Mona Lisa”… caso contrario era el minúsculo grupillo de Marcolino y compañía,
adoptando el papel del canario enclaustrado en su jaula pero cantando para
sentirse irónicamente alegre; una lección de vida para aprender.
Llamó la
atención de Marcolino una chica simpática y atractiva, la más sensual y
exclusiva en su opinión personal; quedó absorbido durante un instante por su
retozante semblante juvenil; su trato cordial y sincero era más que evidente, destellaba garbo, sutileza
y simpatía… ¿quién era la nueva versión femenina que en un santiamén había
logrado desplazar a Liliana y ahora perturbaba los latidos intermitentes del
incomprendido Marcolino, despertando su interés y atención total?… era ella, la
cenicienta del cuento de hadas que estaba esperando conocer y dialogar, en un
plano acorde a nuestra etapa adolescente. Su nombre: Gladys Gonzáles, quien se
había fijado como una “trichinella” en mi pensamiento, no podía eludir mi
acendrado interés por conocerla más de cerca, pero, por infortunio de la vida,
no podía se todo perfecto; aclarando, Marcolino era un individuo inopinadamente
voluble de acuerdo a la ocasión; a veces carismático, siempre a la defensiva,
pillaco tunante para las mil travesuras, parlanchín engarrullado entre sus
plumíferos amigos, una “joyita” envuelta en filigrana de oropel, pero buena
gente para sus ubérrimos amigos y detractores.
A todo esto,
faltaba agregar un plus adicional en su legajo individual: era extremadamente
nervioso, tanto como una neurona cargada a 440 voltios, sobre todo ante la
presencia femenina; era pues un extraño “tic” difícil de controlar y también de
disimular; por ende, se hacía mucho más complicada la idea de entablar
conversación y amistad con la nueva musa de su admiración.
Fue ella más
bien quien tomó la iniciativa. Con su inusual desprendimiento de gentileza y
amabilidad natural nos dio la bienvenida con un beso en la mejilla, el singular
estilo de saludo representativo del salón.
A continuación
nos presentaron a las demás amigas de la ya establecida promoción; puedo citar
entre las más hiperactivas y escurridizas damiselas de aquella lejana época,
entre otras, por ejemplo, a Florcita Masías, mi amiga predilecta, de cabello
corto y ondulado, en atractivo color azabache, cuerpo extremadamente curvilíneo
y una sonrisa muy especial; su llamativo, fino y delicado timbre de voz sería motivo
de algunas imitaciones burlescas de algunos elementos figurettis del salón; con
el paso del tiempo sería para Marcolino la amiga ideal y mejor confidente para
su incursión en el mundo de los cortejos y flirteos que por propia voluntad y
naturaleza eran inaccesibles para él. Florcita tenía un carácter singularmente
especial, no se podría precisar a veces su estado de ánimo; si estaba alegre,
serena o lánguidamente apacible; el fulgor de sus ojos pardos resaltaba en su
mirada intempestiva, y su sonrisa apenas ligera hacía entrever un mundo de
desconcierto; la sutileza de sus elongados labios risueños no era frecuente
percibirlos y pese a los detalles descritos su apariencia destacaba nítidamente
sobre la banal presencia de sus demás compañeras; es un decir, claro está, una
tibia apreciación a motu propio, no es un cumplido, todo es según el color del
cristal con que se mira. Y para finiquitar la descripción diremos que la
atractiva amiga en mención no solo hacía evidencia por su amena y grácil conversación,
sino también por su llamativa y perceptible presencia ginecométrica, en donde
se imponía relevante claro está, su ampuloso y bien contorneado derriere, que
era motivo de la atenta, lívida y frenética —por no decir maniática— mirada de
los canijos bellacos que circulaban su entorno, como abejorros ante el pastel
curvilíneo de rica miel. Así era la amiga Florcita en aquella gloriosa época de
pletórica efervescencia, los demás detalles y exageraciones se guardan ante la
recatada y amenguada reticencia de la supina opinión del vulgo ortodoxo.
Seguidamente
tocaría el turno de conocer a una chica grácil y servicial, era Carmen Obregón,
de conversación amena y digerible, de fácil entendimiento, de trato amical
instantáneo, de quien el amigo Richard Soto muy pronto quedaría absorbido y
extasiado hasta el tuétano. Resaltaban en ella sus enormes ojos negros como de
vaca loca; es un decir… comprensiblemente. Afloraba en ella una espontánea
sonrisa histriónica, casi psicótica, de exacerbada hilaridad; fue muy
productivo obtener su amistad comprensiva para adquirir la confianza necesaria
que me hacía falta. Marcolino iba calibrando paulatinamente el mesurado control
de su arraigado nerviosismo, pronto sería esta perturbante sensación un
recuerdo nebuloso en la evolución de su comportamiento.
Advertía
también la cercana presencia de “Charito” de la Cruz, la cual tuvieron en
gracia y complicidad presentármela;
Marcolino la observaba fijamente con una mórbida sensación repentina; la saludó
efusivamente y ambos intercambiaron gestos y miradas de simpatía, no era un
idilio a primera vista, pero sí una súbita atracción instintiva, se activaron
las feromonas y las endorfinas parecían recorrer todo el lixiviante camino de
mutua atracción ¿Estaría equivocado o era una simple sensación de una nueva
reacción? Fue la primera vez que experimentaba en mi adolescencia esta
hedonística sensación, libida y pasajera…
Los rumbos y
derroteros ya trazados nos conducen por la espiral infinita del tiempo a un mundo
desconcertante y desconocido. Quien se atreva a trasponer la puerta de ingreso
a esta nueva dimensión deberá pagar derecho de piso por su impertinente
curiosidad. Este es el lema que refleja la moraleja aleccionadora en esta
narración discursiva.
Un detalle,
adrede omitido, es el cual incluye en su información que la mayoría de alumnos
de esta consumada y experimentada sección era de elevado índice cronológico; la
mayoría frisaba los 18 años de edad, algunos tenían 19 años y otros hasta 21
retozantes almanaques. En sí, podríamos decir que la libreta electoral era un
documento muy común entre los debutantes ciudadanos de este valle de lágrimas
¿Adónde habíamos caído? ¿A una chingana de recuas?… como dijo el místico
redentor: “consumation est”…
El saludo
abrasivo con el “rebaño varonil” fue distinto, de principio especulativo, como
en el boxeo, el primer round es de estudio, recién estábamos conociéndonos, más
resalto sin mezquindad, el reconocimiento, apego y aceptación para nuestro
ingreso y bienvenida en esta nueva y soportable élite de turno.
En este trance
disquisitivo conocimos a Roger Muñoz, el popular “Cherry”, director de la
orquesta, paladín, adalid y jefe del grupo, el cabecilla de la “mancha”
aparentemente impoluta; parecía que en torno a él giraban todas las decisiones
formales o “gansteriles”, era un buen tipo, procaz y zalamero, siempre
sonriente, aunque algo autoritario para manejar verticalmente los acuerdos de
la promoción; a veces presentaba una postura alienada y esnobita, como
distintivo para simular su fanatismo por el rock frenético y violento; la onda
del momento eran las estridentes, parafernálicas y estrambóticas notas
musicales de Peter Frampton, Gran Funk, Pink Floyd o Jesse Green, entre otros
singlistas cruzados o rayados de la época.
Roger Muñoz
era el líder indiscutido de este vandálico clan pseudomusical rockero, menganos
más, menganos menos, sus atiborradas y draconianas decisiones eran cumplidas
religiosamente ipso facto sin chistar
y al pie de la letra; era la imagen descriptiva del jaguar en la obra “La
ciudad y los perros”. Parecía un cernícalo avorazado, de mirada acechante, su
perfil aguileño lo complementaba con su desplumado corte de cabello al estilo
“carioco”. Ah, y por cierto, con la raya al medio, cual distinguido estilo
mojigato hacía recordar dos nalgas, patentizado entre sus adeptos y lacayos,
era la moda perfecta adquirida. La gente nunca es más real aún cuando se
acerque a lo que quiere ser. Al presentarnos me dijo: “cuñao, cómo te llamas,
cuál es tu onda… ¿computas o no computas?… Al mismo tiempo me hacía un gesto de
saludo apuntando verticalmente su dedo pulgar hacia arriba. Respondí por
inercia el saludo, más por formalidad que por compromiso, no masticaba muy bien
este confuso lenguaje extraterrestre; no obstante consideraba ya a este tipo
bonachón como un prospecto de amigo obligado, a modo de peldaño automático
electrónico para alcanzar mi nueva relación de grupo.
Junto a su
consorte aparecía Teodomiro Castro, otra burda imitación de rockero barato de
pueblo joven, el lugarteniente del jefe, pero una gran “chambeador” y
organizador de fiestas y actividades. Teodomiro presentaba con frecuencia una
graciosa vestimenta juvenil, con un apretado pantalón “al tubo” ajustado a la
pantorrilla y un diminuto y ligerísimo polo manga cero ceñido al cuerpo, con
trazos geométricos multicolores, ostentaba una bien marcada raya al medio en su
mediana cabellera; parecía un jefe apache danzarín en tiempo de lluvia. La
pregunta era, ¿cómo hacía para ponerse aquellos pantalones de tan apretujadas
dimensiones?… de seguro supongo, sería más fácil pasar un camello por el ojo de
una aguja… después de todo son simples apreciaciones, pero en el fondo, “cara
de lampa” como le decían, también resultaría ser en el futuro inmediato un gran
amigo.
Otro bellaco
galifardo del clan era Ricardo Valdez, el popular “chingolito”, de oblonga y
rolliza figura, su amoldada y socarrona voz se acomodaba a las circunstancias,
pero siempre era estridente y bulliciosa; “chingolo” era el escurridizo
coleóptero que ponía las pilas para atizar todo tipo de chanzas y chacoterías
en el aula, sea en clase o en el recreo, con alumnos o sin ellos, con
profesores o sin su presencia; era pues, toda una sabandija reptilesca que
fregaba continuamente a cuanto cristiano se le prendía, a tutilimundi por decir
lo menos, y por supuesto todo un consumado parrandero empedernido que sólo
incursionaba en las juergas unas 54 semanas al año… tenía derecho, era mayor de
edad como todo el cardumen de sus compinches bochincheros.
Siguiendo la
fila india encontraríamos al “gordo” Pacheco, Alfonsito por excelencia; era un
conocido de Marcolino desde la infancia en el nivel primario, cuando estudiaban
juntos en el colegio 5030. No merece explayarse en más comentarios, pero este
gordito siempre alegre y con sonrisa de tiburón siempre andaba apresurado,
deambulando por el patio con su inefable yunta el mercenario “Pilón”, un tipejo
de baja ralea y de elevados aires encontrados, un badulaque más de los muchos
que existen, “trampolín” profesional y unos pergaminos más. Mientras menos se
hable de él será mejor.
Más
cristianos, laicos y gentiles en la tierra de Jacob podemos citar a
continuación: Ricardito Rodríguez, el enviado de Baco, charlatán de plazoleta,
era un guarapero más en la ya rankeada lista de ovejitas licantropescas, a las
cuales Marcolino tendría siempre en generosa estima y consideración… “Lo justo
es lo justo”, como decía Sócrates, o también la frase “mientras más conozco a
mis amigos, más quiero a mi perro”. Hay de todo en esta vida, al escoger y para
todos los gustos; lo vivido y lo bailado no te lo quita nadie, nada te llevas
de este mundo, todo es prestadito no más… así diría mi padre muy campechano,
mejor anfitrión; recuerdo siempre sus frases favoritas: “me canso ganso”, “me
extraña araña que siendo mosca no me reconozcas, dijo un zancudo cuando volar
no pudo”, “el que la seca la llena dijo la ballena”…
Después de
evocar el paternal recuerdo nostálgico, hemos de seguir describiendo al
“perínclito” contingente de compañeros de clase, citando ahora en el turno al
amigo “Papy” Yupanqui, el más longevo espécimen representante de la promoción;
cursaba el régimen de estudios inercialmente porque el mundo tenía que seguir
dando vueltas, sólo por cumplir y recabar sus certificados al egresar del
colegio. Tenía el mérito de presentar una agradable caligrafía, razón por la
cual era siempre requerido por algunas chavalillas para hacer sus improvisadas
carátulas de asignación; como siempre, todo a último momento… ¿virtud o mérito?
Luchito Yupanqui era un guarapero más del ya declarado conspicuo y celebérrimo
conjunto de hijos de Baco, peritos empinadores del codo en ángulo recto y
serviles lacayos profesos de la “mamandurria”… buena gente a catalogar como de
costumbre. El amigo “Papy” gustaba de la música guarachera, salsera y del son
cubano, contrariamente a los gustos distorsionados del resto del salón; era el
amigo consejero más cercano que tuvo Marcolino en sus diversos avatares
experimentados.
Otro amigote
más de la “patota” recién conocida fue Walter Chauca, un tipo “recontra
campechano”, de estridente y escandalosa risotada, “pilero, candelero” y
atizador en chirigotas, chanzas y triquiñuelas; era el compañero ideal de
“chingolo” Valdez; la dupla de oro, tal para cual.
Walter Chauca
también era un acérrimo discípulo de la música salsa, pero destacaba
notoriamente por sus dotes de pelotero empedernido, estaba imbuido de una
innata y especial destreza para el juego de fulbito y solía ser a menudo el
centro de la atención de cuanto evento deportivo se presentaba. Lógicamente,
tenía por añadidura un amplio cúmulo de apasionados hinchas, que deliraban
frenéticos por su pícaro, endiablado y acrobático juego.
Una de sus más
fanáticas admiradoras era por excelencia la amiga Nancy, precisamente aquella
diminuta carga femenil que sería el complemento pluscuamperfecto del pintoresco
pelotero, convirtiéndose desde entonces en su idílica pareja de encandilados
romances y volcánicos flirteos…
¡Qué envidia
para el resto del mundo! Es más, la versión de “Romeo y Julieta” era un chancay
de a 20 al lado de esta pareja de ensueño. Y este tórrido romance proyectado a
la dicha y gracia sempiterna, persécula seculórum, no se vería plasmada en el
orden de sus objetivos primigenios; a posteriori y con el paso obligado del
tiempo nuestra ocasional protagonista vería derrumbarse no solo el monolítico
castillo de sus devaneos y emociones, sino también el “enganche gratuito” de
sus frustrantes sentimientos encontrados. Esta experiencia común le permitiría
convertirse en una frívola y veleidosa chiquiñuela ávida de exultantes
fruiciones donde aparecerían sin pena ni gloria en su asincopado círculo un
racimo de zíngaros galancetes como el “chato” Gavilán, “agüita de coco” Jerí, “el
mohicano” Joel, “el burrito” Tino tono, “el chacal” Charly y algún angustiado
más. Parece ser que a este último casanova de trivial historieta sólo le unía a
la susodicha un vínculo de celestina y convenida amistad. ¿Cuál era el interés
de Charly para disfrazar su furtiva presencia? ¿Por qué aparecía siempre en las
fiestas, bien pachuco y emperifollado cuando lo invitaba la escurridiza Nancy?
¿Sería tal vez por Dorita, la vecinita de enfrente? ¿Y en qué parte del planeta
estaría en ese entonces “Estrellita”, el ensueño quimérico, mórbido y nada
sicalíptico del inefable Charly? ¿Y por qué dejaron “tirando cintura” al amigo
Joel?… seguro porque era más duro que ventana de submarino. En fin, en este
mundillo de histeria colectiva todo se podía esperar, el instinto es más fuerte
que la razón, unos ganan y otros pierden y bajo esta disyuntiva o bien se
alcanza el cielo o la gloria o el averno y la desdicha; pese a todo el mundo sigue
girando y tarde o temprano cada quien tiene su revancha que el destino le
depara.
Todo en su
justa medida, como reza el dicho, comparando la copa de vino o la mitad de su
contenido, como diría algún pesimista, esa copa está medio vacía y, en el orden
contrapuesto, para el más optimista, la copa debe estar medio llena. Es
cuestión de apreciación y estado de ánimo, como decía el conocido filósofo
Chacalovsky: “Todo está enmarcado en una vorágine de placer y chupindanga, amén
de ello, tres cosas buenas solo hay en la vida: comer, dormir y fornicar”…
sabias palabras de este gran maestro metafísico del siglo XXI.
Es ya el
momento preciso de completar la jauría lupina en la apoteósica historia
satírica de nuestro sacrosanto salón; citar con lo que queda mencionaremos otra
fila de dipsómanos encurtidos, a saber: Franklin León Cigüeñas, el popular
“Leo” de facciones risibles por parecer anticipadamente embebido, otro caso
especial era el “gallete” Saulo Olagivel Acasiete, como el “Carmelo” de
Valdelomar, ya maduro con ojos desafiantes, porte bizarro y espolones siempre
en plan de ataque, fue un misérrimo y pueril amiguete del cual Marcolino
tendría mucho que parlotear, y tal vez reclamar; no es el caso de una revancha
personal y tan solo diré por el momento que este tipejo entendió mal el
concepto de amistad ofrecida; solíamos encontrarnos a mediados del mes de julio
con la manchota varonil del salón, siempre en plan de “bailongo”, copetines y
noche de farra, el licor de guinda era la bebida preferida por tutilimundi,
entre fariseos, cristianos y puritanos… ¡Cómo no recordar aquellos tiempos!…
Este agraciado personaje me decía aquella vez palmeando levemente mi hombro:
“Negro, tú me has atendido bien en tu casa, eres un pata chévere”, “bacán… un
gran amigo”. A continuación añadía: “mira compadre, en la mancha todos tienen
su costilla, faltas tú para completar el clan y hacer la nota más chévere”…
(sic); el viperino y ponzoñoso espécimen herpetológico finalizaba la
conversación diciendo: “negro, tú tienes que caerle a Charito, ella te está
dando ‘sagiro’, no seas quedado… si quieres te ayudo y hablo con ella”… tan
refinado diálogo y filantrópico apoyo solidario parecía hacer honor a su
apellido. Socarronamente la caterva de sus hiperactivos amigotes a sotto voce:
“alcahuete”. Saulo no se inmutaba y aceptaba con una sonrisa entrecortada la
ingeniosa y parónima expresión. A pesar de todo creo que era un buen tipo y
pienso que, como de costumbre, sólo el poder de las faldas puede transformar a
cuanto parroquiano caiga en sus dominios. Yo, Marcolino, desde esta tribuna lo
afirmo, lo sostengo y lo suscribo.
¿Y cuándo
terminará esta explayante cantaleta donde desfilan de manera paulatina y
persistente cuestionados y controvertidos personajes?… A seguir pues la rutina
y prolijo relato, no hay más remedio que continuar, como dije anteriormente,
“El que se pica pierde”; cualquier parecido con la realidad es simple
coincidencia; todo lo expresado en este burdo arquetipo de cuento es una ligera
aproximación de los hechos… alguna credibilidad fidedigna existirá en la
reminiscencia de lo descrito; en este crucial instante nos absorbe el fugaz
pensamiento para recurrir a la famosa “Máquina del tiempo” del gran H.G. Wells;
así tal vez podríamos precisar, reafirmar y esclarecer todos los pretéritos
acontecimientos sucedidos.
De menor
importancia y trascendencia surgen por obligación otros veleidosos personajes,
en verbigracia es de grata mención el amigo Warren Vela, un granítico y
blanquiñoso fortachón, siempre apacible y sonriente; la versión de Hércules sin
Deyanira, era un tanto apático en el género opuesto, estaba casi comprometido
con las sesiones y tareas de clase, aunque no destacaba con altas
calificaciones, como la mayor parte del salón. Gracias a su hercúlea y
distinguida estampa, el wambrillo Warren sería seleccionado como pareja para
acompañar a la inconquistable Gladys Gonzáles en el reinado juvenil de
primavera; situación que no se consumó por declinación voluntaria. Todo el
salón había votado por él y así pagaba con su rechazo la contundente confianza
depositada en su persona. En su lugar tomaría la posta el caricaturesco Pedro
Vargas Hernández, un enjuto y endeble remedo de chambelán, su larguirucha y
ondulante cabellera le hacía el favor de su apelativo: “Pelo de momia” para la
descarga hilarante de sus enajenados hinchas; irónicamente, el susodicho
mengano también reventaba en súbita y estruendosa risa mostrando su incompleta
dentadura. Tan solo un inciso faltante, el buen Pedro era un fanático admirador
de la salsa colombiana, un acérrimo seguir de “Fruko y sus tesos”, canciones
como “El Preso”, “El patillero”, “Manyoma” entre otras era la rutina cotidiana
de concentración. Venía a mi casa con marcada frecuencia para escuchar y
acompañar el tono de las citadas canciones. El sonido estereofónico de la
Radiola “Imperial” era el deleite perfecto para nuestro exigente gusto. Es de
anotar con remarcada evidencia que Marcolino era también un acendrado cultor de
la música portorriqueña, el son cubano y el ritmo boricua, por algo no se había
criado desde tiempos de antaño en un constreñido ambiente cantinero en donde el
estridente sonido de la radiola de monedas era la sensación excitante del
momento.
Marcolino