miércoles, 5 de diciembre de 2012

Una historia singular

Esta es la historia de dos personajes que disfrutaron la buena y la mala suerte de coincidir en el mismo colegio. Es una historia muy singular. Ambos tenían catorce años cuando, por esas razones ineludibles del destino, se fijaron el uno del otro; se dieron a conocer a la vista de algún cuaderno y ocultando el momento. Él era bajito, delgado, trigueño y siempre con una sonrisa incansable. Ella era delgadita, de tez clara, pelo negro, lacio y muy largo, tan largo que le llegaba a la cintura; tenía los ojos marrones, siempre detrás de unas gafas.

La historia cuenta que ambos se fijaron totalmente en el cuarto de secundaria. A ella nunca le interesó, singularmente, aquel sentimiento extraño, solitario y personal. Su seriedad y su forma de ser se lo prohibían. Pero logró con un hecho, o un gesto, que él se fijara eternamente de ella.

Los dos jóvenes caminaron así, hasta terminar el colegio. Caminaron separados, y cada quien, con un deseo insatisfecho.   

Hasta que un día, cuando ambos tenían dieciocho años, él la invitó a salir al cine. Sin darle vuelta, ella aceptó porque no encontraba nada en contra de él.

Llegado el día y después de las 5 de la tarde, él no se aparecía. Ella, que nunca se maquillaba, ese día lo hizo. Pero el fulano nunca llegó. Se puso muy triste y la ira la invadió. Ella quería saber qué diablos sentía por él, por eso aceptó su invitación. Al final, ese sentimiento tomó un solo rumbo. Nunca se lo perdonaría… ¡Nunca!

Después de mucho tiempo, y mucha insistencia, ella cedió y salieron juntos. Salieron varias veces; y en una de ellas hasta se dio el lujo de darle un desatendido beso. Un poco de alcohol en su sangre logró aquello.

Cuando llegaba algún aniversario de ella, él, juntando sus pocas monedas, siempre se hacía presente con un regalo. Imaginaba así, que le demostraba su profundo e inmenso amor.

Y así pasaron los días y los meses… Él siempre dudaba de lo que la joven sentía por él. Siempre la oía juzgándola. Decía que confiaba en ella, pero le exigía. Se acercaba a ella, invadiéndola.

Un día, la joven, juntando todos sus ahorros y echándose un chal al cuello, fue en busca de un obsequio para él. Era un frío mes de julio y un día en que él cumplía años. Después de mucho buscar, encontró el regalo preciso en una vitrina de una tienda muy iluminada y con mucha gente, era un reloj de pulsera; pero el dinero no le alcanzaba. Se quedó pensando por unos instantes; luego de meditar un poco, se dijo: “¡Al diablo!... Voy a vender mi reloj de pulsera” —Era su más preciada alhaja—. Y así lo hizo. Sumando todo su dinero, llegó al monto esperado. No aguardando, corrió de vuelta hacia la tienda e hizo la compra. Ella volvió a decir: “¡Qué hermoso regalo!”.

Feliz por lo obtenido, fue en busca de su amigo. Llegó a su casa esa fría y nublada noche. Tocó a la puerta y salió una niña que la quedó mirando sorprendida, no la conocía. Preguntó por él. La niña le dijo que no se encontraba. Escondió el regalo, se despidió de la niña y, dando media vuelta, se enrumbó a su casa muy triste y contrariada. No pudo demostrar el profundo amor que ella sentía por él.

Las cosas siguieron igual. Nunca se arriesgaron a nada. Nunca un chichón en la frente o una caída precipitosa, siempre queriendo ofrecer la vida, la de uno para el otro… Sentían miedo a perderse… Al final lo consiguieron.

Ya separados en cuerpo y alma, con una tristeza infinita y una nostalgia inseparable, observaron el transcurrir del tiempo sin poder detenerlo. Suman casi seis largos años… ¡Tenían tantas cosas que contarse!...

Cierto día, mientras la dama estaba resolviendo algunos problemas contables, recostada en un sillón de su sala, lejos de todo sentimiento penoso, llegó el ahora maduro joven. El rostro de la dama cambió por completo. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Se levantó y salió a recibirlo. Lo hizo ingresar y se lo llevó a la cocina. Inmediatamente, puso una tetera a medio llenar, encendió una hornilla, se separó un poco, cogió una manzana que estaba sobre la despensa, le dio un mordisco y luego, estirando el brazo, se lo entregó.

—¡Parece que está muy rica…! —dijo el joven, acercándose a ella.

—Al menos no está envenenada… Mi mordisco te lo puede asegurar —contestó la joven, con una sonrisa irónica.

Pasado ese momento inicial, ella lo quedó mirando sin soltar palabra alguna. El maduro joven, sintiendo su mirada seria e interrogativa, le preguntó:

—¿Por qué me miras así? Nunca he desconfiado de ti…

A lo que ella respondió:

—Porque he comprendido que siempre me miras proyectando tus cosas en mí…, con un miedo absurdo. Sabes…, ahora quiero que me acompañes, pero sin asfixiarme, sin mentiras, sin evadirte, y que me aceptes tal como soy, y que nunca se te ocurra quererme cambiar… ¡Y nunca, nunca me juzgues!

Y se volvió de espaldas para que su amigo no lo viese sollozar.

—¿Por qué lo dices? —preguntó él, con calma.

—Porque yo no tuve razón al juzgarte; y ahora siento haber sido injusta contigo. Esa es la verdad. Mira todo el tiempo que hemos perdido. Es irrecuperable… Sí, amar las coincidencias nos fue muy fácil, pero eso nunca nos unió, todo lo contrario. El amor no está en nosotros para el sacrificio, como lo hicimos ambos, buscando regalar lo mejor de uno. Si hubiéramos buscado amar nuestras diferencias… todo hubiera sido distinto. Solo hubiéramos disfrutado de su existencia… ¿Cuándo lo hicimos?

Ella se fue hasta el refrigerador y cogió dos helados, ofreciéndole uno. La tetera silbaba, por lo que dio media vuelta, aceleró el paso y apagó la hornilla. Rápidamente, volvió para estar frente a él. Sin decir nada, lo tomó de la mano y atravesando la sala lo llevó hasta la puerta de salida; la abrió y salieron. Caminando muy lentamente se dirigieron a una pollería, que estaba a la vuelta de su casa. Ella apretando sus labios le hablaba muy bajito. Él danzando sobre sus pasos, en silencio, la acompañaba.

Libertad

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