Esta
es la historia de dos personajes que disfrutaron la buena y la mala suerte de
coincidir en el mismo colegio. Es una historia muy singular. Ambos tenían
catorce años cuando, por esas razones ineludibles del destino, se fijaron el
uno del otro; se dieron a conocer a la vista de algún cuaderno y ocultando el
momento. Él era bajito, delgado, trigueño y siempre con una sonrisa incansable.
Ella era delgadita, de tez clara, pelo negro, lacio y muy largo, tan largo que
le llegaba a la cintura; tenía los ojos marrones, siempre detrás de unas gafas.
La
historia cuenta que ambos se fijaron totalmente en el cuarto de secundaria. A
ella nunca le interesó, singularmente, aquel sentimiento extraño, solitario y
personal. Su seriedad y su forma de ser se lo prohibían. Pero logró con un
hecho, o un gesto, que él se fijara eternamente de ella.
Los
dos jóvenes caminaron así, hasta terminar el colegio. Caminaron separados, y
cada quien, con un deseo insatisfecho.
Hasta
que un día, cuando ambos tenían dieciocho años, él la invitó a salir al cine. Sin
darle vuelta, ella aceptó porque no encontraba nada en contra de él.
Llegado
el día y después de las 5 de la tarde, él no se aparecía. Ella, que nunca se
maquillaba, ese día lo hizo. Pero el fulano nunca llegó. Se puso muy triste y
la ira la invadió. Ella quería saber qué diablos sentía por él, por eso aceptó
su invitación. Al final, ese sentimiento tomó un solo rumbo. Nunca se lo
perdonaría… ¡Nunca!
Después
de mucho tiempo, y mucha insistencia, ella cedió y salieron juntos. Salieron
varias veces; y en una de ellas hasta se dio el lujo de darle un desatendido
beso. Un poco de alcohol en su sangre logró aquello.
Cuando
llegaba algún aniversario de ella, él, juntando sus pocas monedas, siempre se hacía
presente con un regalo. Imaginaba así, que le demostraba su profundo e inmenso
amor.
Y
así pasaron los días y los meses… Él siempre dudaba de lo que la joven sentía
por él. Siempre la oía juzgándola. Decía que confiaba en ella, pero le exigía.
Se acercaba a ella, invadiéndola.
Un
día, la joven, juntando todos sus ahorros y echándose un chal al cuello, fue en
busca de un obsequio para él. Era un frío mes de julio y un día en que él
cumplía años. Después de mucho buscar, encontró el regalo preciso en una
vitrina de una tienda muy iluminada y con mucha gente, era un reloj de pulsera;
pero el dinero no le alcanzaba. Se quedó pensando por unos instantes; luego de
meditar un poco, se dijo: “¡Al diablo!... Voy a vender mi reloj de pulsera”
—Era su más preciada alhaja—. Y así lo hizo. Sumando todo su dinero, llegó al
monto esperado. No aguardando, corrió de vuelta hacia la tienda e hizo la
compra. Ella volvió a decir: “¡Qué hermoso regalo!”.
Feliz
por lo obtenido, fue en busca de su amigo. Llegó a su casa esa fría y nublada
noche. Tocó a la puerta y salió una niña que la quedó mirando sorprendida, no
la conocía. Preguntó por él. La niña le dijo que no se encontraba. Escondió el
regalo, se despidió de la niña y, dando media vuelta, se enrumbó a su casa muy
triste y contrariada. No pudo demostrar el profundo amor que ella sentía por
él.
Las
cosas siguieron igual. Nunca se arriesgaron a nada. Nunca un chichón en la
frente o una caída precipitosa, siempre queriendo ofrecer la vida, la de uno
para el otro… Sentían miedo a perderse… Al final lo consiguieron.
Ya
separados en cuerpo y alma, con una tristeza infinita y una nostalgia
inseparable, observaron el transcurrir del tiempo sin poder detenerlo. Suman
casi seis largos años… ¡Tenían tantas cosas que contarse!...
Cierto
día, mientras la dama estaba resolviendo algunos problemas contables, recostada
en un sillón de su sala, lejos de todo sentimiento penoso, llegó el ahora
maduro joven. El rostro de la dama cambió por completo. Hacía mucho tiempo que
no lo veía. Se levantó y salió a recibirlo. Lo hizo ingresar y se lo llevó a la
cocina. Inmediatamente, puso una tetera a medio llenar, encendió una hornilla,
se separó un poco, cogió una manzana que estaba sobre la despensa, le dio un
mordisco y luego, estirando el brazo, se lo entregó.
—¡Parece
que está muy rica…! —dijo el joven, acercándose a ella.
—Al
menos no está envenenada… Mi mordisco te lo puede asegurar —contestó la joven,
con una sonrisa irónica.
Pasado
ese momento inicial, ella lo quedó mirando sin soltar palabra alguna. El maduro
joven, sintiendo su mirada seria e interrogativa, le preguntó:
—¿Por
qué me miras así? Nunca he desconfiado de ti…
A
lo que ella respondió:
—Porque
he comprendido que siempre me miras proyectando tus cosas en mí…, con un miedo
absurdo. Sabes…, ahora quiero que me acompañes, pero sin asfixiarme, sin
mentiras, sin evadirte, y que me aceptes tal como soy, y que nunca se te ocurra
quererme cambiar… ¡Y nunca, nunca me juzgues!
Y
se volvió de espaldas para que su amigo no lo viese sollozar.
—¿Por
qué lo dices? —preguntó él, con calma.
—Porque
yo no tuve razón al juzgarte; y ahora siento haber sido injusta contigo. Esa es
la verdad. Mira todo el tiempo que hemos perdido. Es irrecuperable… Sí, amar
las coincidencias nos fue muy fácil, pero eso nunca nos unió, todo lo
contrario. El amor no está en nosotros para el sacrificio, como lo hicimos
ambos, buscando regalar lo mejor de uno. Si hubiéramos buscado amar nuestras
diferencias… todo hubiera sido distinto. Solo hubiéramos disfrutado de su
existencia… ¿Cuándo lo hicimos?
Ella
se fue hasta el refrigerador y cogió dos helados, ofreciéndole uno. La tetera
silbaba, por lo que dio media vuelta, aceleró el paso y apagó la hornilla. Rápidamente,
volvió para estar frente a él. Sin decir nada, lo tomó de la mano y atravesando
la sala lo llevó hasta la puerta de salida; la abrió y salieron. Caminando muy
lentamente se dirigieron a una pollería, que estaba a la vuelta de su casa.
Ella apretando sus labios le hablaba muy bajito. Él danzando sobre sus pasos,
en silencio, la acompañaba.
Libertad
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