Estrella
nació en un distrito de inmigrantes provincianos. Sus amigos del barrio nunca
llegaron a conocerla más que en el colegio. Su uniforme era gris y blanco, sus
zapatos "Teddy" negros. Su singular uniforme de colegiala la hacía
diferente. No era una alborotadora, solo era ordenada; con una mentalidad fuera
de lo común; una colegiala que no se aburría con las matemáticas o la
literatura, y que pensaba sinceramente que el matrimonio era cosa de tontos,
cosa de románticos.
Era
su último mes de colegio y no sentía nada de nostalgia. Por eso no posó con sus
amigos de promoción para ninguna de las fotos. Solo pensaba en lo que sería su
destino viviendo fuera de su barrio y lejos de todos. Se frotaba las manos, se
acariciaba el vestido imaginándose libre y sola. "¡Estrella! ¡Estrellita!
Si no hubieras estudiado en un Colegio Nacional, tus amigos te hubieran
comprendido. Pero a ti, ¿qué te importaba aquello?..."
El
sol estaba en su punto más alto, era casi mediodía y sonó el timbre de salida.
Había una ceremonia en el colegio y dejaron salir a todos muy temprano. Desde
su lugar, en la primera fila y en el centro, Estrella cogió sus libros y
cuadernos y se marchó hacia su casa.
Avanzaba
regularmente, sin apartar la mirada del camino. De vez en cuando pasaba cerca
de los puestos de vendedores ambulantes y percibía olores de hierbas de todo
tipo. Sus cabellos largos, lisos y negros, caían sobre sus lentes, sombreando
sus ojos. Después de cruzar el mercado y entrar en calor, sintió dolor en los
brazos, apenas podía soportarlos en la misma posición. Por eso cambió sus
libros y cuadernos a la otra mano, y luego a la otra, y así los fue alternando.
Las personas que iban y venían pasaban desapercibidas para ella. Incluso llegó
a sentir un poco de vergüenza cuando de repente se encontró con un amigo de su
edad y de su calle, también de su familia, que la saludó muy atentamente.
Estrella sintió un escalofrío. Pero ese amigo gordito y panzón no era de su
tipo ni de su especie; al igual que aquel muchacho moreno, con cara de amigo de
todos, que unos días antes le había declarado su amor; sí, porque en ese
momento quedó asombrada viendo su rostro lleno de gloria mientras saltaba de lo
alto de un trampolín a una piscina sin agua. A Estrella no le quedó otra opción
que darle una patada en el trasero y agitarle el cerebro por completo; el golpe
fue tan fuerte que hasta el día de hoy el pobre aprendiz de seductor no ha
podido recuperarse. Amor, amor, qué sabía ese pobre de amor.
Ahora
siente la presencia de alguien que la sigue a sus espaldas. Estrella camina
indiferente, no se atreve a voltear; ya casi ha llegado al lugar exacto, la
tienda del chino, donde un chico bajo y delgado de su salón de clases la ve
pasar rumbo a su casa todos los días. Siempre lo encuentra parado, con una
gaseosa IQ y un pan francés en la mano. Pero el chico bajo y delgado no la está
esperando. Lo pensó mejor. "¡Claro! No es la hora de salida, es otra
hora". Estrella está fastidiada, le fastidia que el chico bajo y delgado
siempre la vea pasar sin decirle nada. Ahora le fastidia no verlo.
—¡Hola,
Estrella! —Salió una voz de la nada. Es su amigo el cantante, su amigo que sí,
que siempre le avisa; que la acompaña hasta su casa y le habla de cosas sin
sentido, cosas que a Estrella no le interesan. Amor, amor, qué estúpido es el
amor. No hay nada de nervios en su cuerpo, ningún músculo se atreve a flaquear.
Nada. ¿Dónde está el chico bajo y delgado, por qué no la ve pasar con la
gaseosa y el pan en las manos? Vuelve, amor, vuelve, me fastidia tu ausencia,
me fastidia. Ya debería estar allí. Es posible que esté en la otra esquina, en
la otra tienda; sí, porque hay otra tienda por la que Estrella tiene que pasar.
El
cantante, terco como una mula, intenta entablar una conversación. "Los
Iracundos son un buen grupo, Los Galos, Raphael". Ella no lo escucha, pero
le presta atención. El cantante está optimista. Lleva unos enormes discos
escondidos bajo el brazo. Quiere sorprenderla. También quiere decirle que está
enamorado y que Estrella se lo diga también, como se lo dijo la otra, su
amiguita del tercer año, la que vive en su barrio; sí, esa chica presumida,
fastidiosa y burlona. "Es posible", se dice a sí misma. Llegaron a la
casa de Estrella y ella recibió el regalo con una leve sonrisa; pero
condescendientemente lo despidió sin darle oportunidad. Amor, amor, por qué te
alejas.
***
El sol se aprecia muy sincero. Nada limita sus reflejos en el mar. El retaco y flaco nada y nada sobre las pequeñas olas. Está con sus amigos del colegio, están haciendo una agitada carrera muy al fondo del mar. Ellos tienen que perder unas horas extras de vagancia, y era una forma exquisita de lograrlo. Son tan jóvenes y todos están muy cerca de culminar la secundaria. Además, una promesa es una promesa. Tienen que nadar en todos los estilos y mirar los culos que se mueven por la orilla del mar. Sí, observarlas moviendo la cabeza y agitando los ojos, hasta muy tarde. La carne engorda el espíritu y espanta el amor. Amor, amor, ¿qué está sucediendo?
Sus
cuerpos semidesnudos están desparramados sobre un hormiguero de piedras
ovaladas que el mar acaricia de rato en rato. La sed y el hambre les invaden.
¡Qué les importa! Un perro se pasea ladrando sobre el muelle y un hombre
curvado limpia un barco pequeño; no están muy lejos de ellos. Hay mucha gente
extraña, pero también relucen estampas de mujeres muy jóvenes, tendidas, casi
desnudas.
Conversan
agachaditos, como ovillos, mirándose entre ellos; también sonríen y miran a las
chicas: las que están bocabajo y las que están bocarriba y las que juegan en el
inmenso mar. Las tienen en sus miras, las observan, y sus ojos se resbalan por
las delineadas curvas, presentes, que terminan en unas hermosas nalgas. Se
hablan como nunca, pero algo les hace falta.
—Toda
la vida andas sin plata —dijo Joel.
—De
acuerdo, yo pongo por él —dijo el muñeco.
—Vamos,
¿cuánto falta? —dijo el zorrito.
—Solo
faltan cinco maracas para completar —dijo Chicho.
Se
junta el dinero.
—¿Una
guinda o un Pomalca? —se preguntan todos.
—¡Una
guinda! —dijo la mayoría.
—¡Ya!
De acuerdo —acuerdan todos.
Una
comisión de dos se encaminó hacia la tienda más cercana. Volvieron en diez
minutos.
Allí
están todos, otra vez. Caminan escondiendo la botella que está envuelta en una
bolsa negra. Caminan lentamente, caminan sin prisa examinando a las féminas,
examinando el asunto. ¿Dónde beberían la guinda? Encontraron un lugar debajo
del muelle. Algunos se tumban, otros se sientan y estiran las piernas. Así
están mejor, porque las olas revientan sobre sus pies. El sol se refleja en el
mar. Todos se balancean ligeros y alegres; piruetean como si estuvieran en la
esquina de su calle. El retaco y flaco habla bajito, todos hablan sobre los
bikinis que dejan ver un mar de nalgas voluptuosas. Los pequeños monstruos
están ocupados, y será por un buen rato. Amor, amor, dónde estás que no te veo.
***
El
colegio es otro asunto. La visión del mar y la saludable guinda se ha
terminado. Hoy es otro día y todas las camisas tienen que ser garabateadas; las
indelebles firmas tienen que quedar para el recuerdo. Una promoción es una
promoción. Eso no se puede discutir.
Falta
poco para que todos se retiren a casa. La última clase de literatura fue
aburrida. A estas alturas, a nadie le interesa. El loco Chicho mira unas
piernas hermosas por debajo de la carpeta; son las piernas de la chica que a él
le gusta, y no se equivoca porque son las piernas más voluptuosas del salón.
Sus ojos, muy abiertos, no disimulan un cerebro sicalíptico. Hace gestos
mordiéndose los labios y frotándose las manos; mientras su cabeza inclinada y
su rostro con cara estúpida soportan la mirada. Ver esas piernas, verlas
incansablemente, como siempre, como antes. La imposibilidad de penetrar ese
misterio parece enloquecerlo... No te vayas amor, no te vayas... que aún no te
he mencionado.
Chicho
sale del encanto oscuro y velludo; por ahora se ha acabado. Se pone en pie,
acelera el paso y les da alcance. Los playeros ahora se dirigen a otra aula.
Los playeros son de aulas diferentes. Ingresan unos metros y buscan con la
mirada al retaco y flaco; lo llaman; en el instante comprenden que son
extranjeros; en el interior hay otros peores que ellos. Hacen un
reconocimiento, cierran los puños y se retiran. El retaco y flaco sale al
galope y se junta con los guinderos. Estrella los observa indiferente, como
antes, como siempre. ¿Qué significaba tanta astucia? Mira al hombrecillo correr
y se pregunta: ¿qué puede tener de interesante? La curiosidad la invade y no
puede separar los ojos de aquella espalda. Amor, amor, te miro y te vas.
***
Los
playeros ingresan en la tienda, saludan amablemente y preguntan por Martín. Una
música salsa se escucha a medio volumen. La dueña hace una reverencia y los
señala. Los encuentran; están sentados a la mesa, en el fondo de la sala que
colinda con la tienda; sus culos están al filo de las sillas de madera, y
llevan ropajes clásicos de salseros; tienen los anteojos levantados sobre sus
cabezas y parecen examinar uno de sus cuadernos; sí, están entregados a su
lectura con sensualidad extrema. Apenas los descubrieron, no pudieron contener
una sonrisa.
Chicho
balbucea una excusa y le dice algo a la mamá de Martín. Los demás están
callados y quietos. Ella los mira de reojo y no dice nada. No quiere ser
indiscreta; ya los conoce desde hace mucho tiempo. Sin hacer aspaviento, desaparece
ingresando a la trastienda.
Martín
se acerca meneando la cabeza. Se detiene y levanta las manos como si quisiera
levitar.
—Y,
¿cómo está todo? —dice sonriendo.
—Lo
de siempre —contesta Chicho, levantando la voz.
—Ya,
entonces, váyanse con la chanchita… —responde Martín, en tono triunfal y
esbozando una sonrisita maliciosa.
Joel
le entrega los seis soles a Martín y este le entrega una botella de guinda
envuelta en una bolsa de papel.
—¡Ya,
Joel, esconde la botella!... Salgamos despacio…
Salen
todos de prisa, furtivamente; pero disimulan el paso para que la mamá de Martín
no descubra la compra hecha.
Al
llegar al Parque Principal, dan tres o cuatro vueltas; luego acuerdan sentarse
en una de las bancas de cemento que está al pie del tanque de agua. Hay tres
sentados y tres de pie. Son aproximadamente las ocho de la noche. El parque
está con poca luz y la gente vaga por todos lados. Ha llegado el gran momento.
La botella y el vaso de plástico empiezan a pasar de mano en mano. Entonces la
charla no se hace esperar:
—No
sé cómo explicarles, pero cuando veo un culo que me gusta, lo desnudo
mentalmente y me lanzo a conquistarlo… —dice el zorrito.
—Y
si te lanzas a una piscina sin agua —pregunta el muñeco.
—Para
qué está la labia y esta pepa. Paciencia y buen humor… —contesta el zorrito.
—¡Bah!,
este zorrito es bien vanidoso. ¿Y qué ha sido de la tal Evita, la virgen?
—pregunta Joel.
A
cada una de las preguntas, el reflexivo zorrito responde tranquilo y
dulcemente; siempre contesta con sus palabras favoritas.
—Evita
Evita… Y no pude evitarlo y me la saqué de pita…
—Así
que te la cepillaste, pendejo… ¿Era virgen? ¿Te hizo algún milagro evidente?
—se despacha el retaco y flaco.
—No
sé… Pero de que gritó, gritó… y convulsionó casi como si la estuviera matando;
y justo cuando yo terminaba —levantando la voz, se defiende el zorrito—.
Deberían haber visto a la hembrita, me llenó de lágrimas el pecho… No podría
explicarlo.
Estas
últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, hacen que
todos duden. Están de buen humor y los adjetivos dirigidos al zorrito ya han
prescrito. Amor, amor, no se puede pensar aquí.
***
Se
acabó la noche anterior. Habían cumplido con el rito; lo demás que no se dijo
quedaba aplazado para otro día. Volvieron al colegio. No hubo nada interesante.
Solo se notaba en el rostro del retaco y flaco una tristeza. Estrella no se
hizo presente.
Salieron
muy temprano.
El
retaco y flaco lo miró y no trató de escabullirse como en los otros días.
Masticaba un pan y bebía una gaseosa IQ en la tienda del chino. Se le acercó
entonces Teresa, una amiga que también compartía su salón de clases. Se le
acercó sonriente. Lo miraba complacida y muy atenta. Ella lo conocía desde el
primer año de secundaria; conocía también a Estrella, con quien se sentaba en
la misma carpeta. Ella pensaba: "Me mira y no me ve. Me ve y no se da
cuenta". Pero estaba optimista. El retaco y flaco hizo unas muecas y le
pidió acompañarla hasta su casa. Ella dio un salto quieto y exaltado. No se lo
esperaba. Era demasiado todo y no podía ser verdad.
—¿Sabes
por qué no ha venido Estrella? —preguntó el retaco y flaco tragando el último
pedazo de pan.
—¿Cómo?
¡Ah!... ¡¿Estrella?!... Tuvo un accidente. Se golpeó el brazo el día martes.
Ayer no pudo aguantar más y ha preferido descansar hasta mañana... ¿Y por qué
me preguntas por ella?... No te rías.
—No
lo sé. Solo quería saberlo...
Teresa
se llevó las manos a la cabeza y lo miró con cara seria. Una sola palabra suya
sin mencionar a Estrella la hubiera hecho feliz; la hubiera hecho imaginar que
él la había esperado impaciente, para acompañarla. Pero el retaco y flaco solo
había nacido para no sentir nada por ella; había nacido con el sentimiento
mudo, sordo y sin corazón para ella. Él la había esperado, es cierto, pero para
acompañarla y saber de Estrella. Amor, amor, mi corazón late de tristeza.
Quiso
saber la verdad.
—¿Te
gusta Estrella?
La
mira desconcertado. No quiere hablar. Baja la vista sobre ella y observa con
curiosidad un libro que Teresa lleva sobre su mano, muy pegado a su pecho.
—Mañana
tenemos que presentar la última Asignación de Química. A mi grupo le toca
exponer. ¿Me puedes prestar tu libro? —le dijo, evitando responderle y
acercándose a ella.
Comenzaron
a pasear entre la gente, estaban casi al final del mercado. Dieron media vuelta
y tomaron la avenida principal.
—¡Ah,
sí! —dijo, deteniéndose y dando un paso atrás—. Toma.
—Gracias...
Mañana te lo devuelvo en el salón.
—No
creo... Mañana no voy a ir al colegio; es por una cuestión familiar... Y
nada... Además, el libro es de Estrella. Mañana se lo devuelves a ella. Es un
buen motivo para que puedan conversar...
—Bueno.
Sí, sí.
No
sabía qué decirle. Imaginó que lo iba a interpelar, a hacerle alguna pregunta
más sobre Estrella. Se paró allí y decidió volver. Fue en busca de sus amigos
los playeros. "Te pasaste, Teresa", pensó.
—Adiós,
Teresa. Hasta pasado mañana.
—Adiós,
Charly.
Los
dos se echaron una sonrisa cómplice.
***
Estrella
y el Retaco y Flaco salen del colegio; ya son las cinco de la tarde. Él, como
nunca, esperó que Estrella saliera primero, por eso iba a sus espaldas. Como
detective encubierto, caminaba alejado varios metros, lentamente; iba
estudiando y examinando los movimientos y los pasos de Estrella. De pronto,
alarmada, ella presiente que alguien la sigue. Entonces se detiene y decide
volverse hacia aquella sombra. A esa hora, no había sol ni viento, la tarde
estaba presente, y para el Retaco y Flaco no había ningún refugio. La esquina
del chino estaba demasiado lejos. "¡Imposible!", piensa. Continúa sus
pasos por culpa de la inercia y llega muy cerca de ella; baja la cabeza sin
poder decir nada. "Me descubrió", se dice. Observa que Estrella le
sonríe y le dirige una amable mirada. Esto lo recupera y sale del breve caos;
se da ánimos y se acerca más a ella; murmura:
—Tengo
un encargo para ti... Se me había olvidado... Por eso te empecé a seguir
—miente.
—¡Ah!
¿Sí? —contesta Estrella, con otra sonrisa.
Rápidamente
le entrega el libro de química. Ahora puede contemplarla y conversar con ella
sin esconderse. Pero ¿qué iba a hacer? De pronto enmudeció de terror; siente
como si ella tuviera un hacha levantada; sacude sus nervios y retrocede. Era un
verdadero goce verlo en esas circunstancias. Amor, amor, ¿por qué estás
presente y qué está sucediendo?
Estrella
ve con toda claridad lo insignificante que es sin su gaseosa IQ, sin su pan en
la mano y lejos de la tienda del chino. Estuvo un instante imaginándose que él
la miraba, como todos los días, desde aquel punto. "¡Si al menos pudiera
ocultar su miedo, hablar y decirme lo que siente por mí! Podría entonces
permitirle que me acompañe; y también conversar de aquello", pensó para
sus adentros.
En
un acto de soberbia, y para que ella no descubriera su ausencia, Charly levanta
la vista y la mira fijamente a los ojos. Entonces se atreve.
—¿Qué
tal nuestra exposición? ¿Lo hicimos bien? —Se mordía los labios con cada
palabra.
Quiso
preguntarle cómo seguía su brazo, pero entiende que se daría cuenta de que él
estaba pendiente de ella. No quiso ser indiscreto.
—¡Ah!
Sí, aunque pudieron hacerlo mejor. ¿Parece que la química es tu fuerte?
—contesta, viéndolo como si fuera un trueque de miradas.
Parados
allí, ambos jugueteaban frotándose los dedos y hablando sin disimular nada.
Este primer encuentro, fuera del colegio, los puso de un humor verdaderamente
alegre. Siguen detenidos y parece que no quieren caminar. Ella gira al extremo
de uno de sus dedos un llaverito en forma de una ardilla; él aplasta una
pelotita de papel con las palmas de sus manos. El mundo parece no existir. Todo
está tranquilo, nada los importuna.
Inconscientemente,
deciden caminar juntos. Entonces Charly se atreve a leerle un párrafo de un
cuento de Ribeyro.
—¿Cómo
se llama el cuento? —dice Estrella.
—"El
ropero, los viejos y la muerte" —responde él, lo más suave que puede.
—Sigue,
porque me recuerda al ropero que tenemos en casa... a su espejo... ¿luego me lo
prestas? Llegando a mi cuarto lo leo completo y mañana te lo devuelvo... ¿te
parece?
—Bueno,
entonces ya no leo más... ¡Claro! Aquí lo tienes... Luego, si quieres, lo
discutimos —le dice muy suave, entregándole el libro.
Permanecen
así, conversando de todo y de nada, y observándose de rato en rato. Es
delicioso verlos en ese trance.
Ya
han recorrido un buen trecho de la calle cuando de súbito aparecen, como por
arte de magia, el zambito y el cantante; ambos se paran en medio de los dos. El
viento refresca la tarde y parece correr furiosamente como la sangre en las
venas de Estrella y del Retaco y Flaco. Dejando atrás lo que pasa, procuran
acomodarse lo mejor posible y estar uno más cerca del otro. Pero el dúo no
quiere permitirlo. Allí, entre los dos, como estacas, hablan sin pausas; hablan
de cosas estúpidas y fuera de contexto. Al final, hay un silencio. Charly
espera. Observa que Estrella ya no sonríe y que todo ahí es inevitable. Se
vuelve a mirar a los intrusos y, como si hubiera recibido una cachetada,
reconoce, contrito, que ha hecho las cosas mal.
Levanta
la cabeza y se vuelve a mirar la nada; luego mira a Estrella, después se
detiene a mirar sin interés a sus dos amigos. Está furioso y exasperado por no
poder continuar solo, junto a su amiga; por eso, levanta ligeramente la mano y
se despide.
—¿Te
vas? —dice ella, con tristeza.
No
está obligado a seguir el mismo camino junto a ellos; los dos tienen más
confianza con ella. Además, la calle que debe seguir es otra, diferente a la de
ella. Y todo ahí ya no es lo mismo. No, en absoluto.
—Sí...
Con ellos vas a ir mejor acompañada —contesta, masticando su rabia y afirmando
su asombro.
El
Retaco y Flaco, el que siempre la ve pasar bebiendo una gaseosa IQ y masticando
un pan en la tienda del chino, el fastidioso y jodido, el playero, se aparta de
ellos; cambia de dirección. "Cómo se me ocurrió acompañarla", se
dice. ¿Cómo explicarle? Tiene tanto que decirle... "Qué extraña es
usted", piensa sin ninguna esperanza. Y su corazón empieza a latir más
fuerte. Amor, amor, ¿qué me está sucediendo, que me es forzoso dejarte marchar?
Amor, amor... ¿Cuándo voy a decírtelo?
Loro