Mi antiguo barrio es casi
cuadrado pero rectangular, y está bordeado por un rio que lo recorre por uno de
sus lados. Desde una de las esquinas de la calle más ancha se puede ver una
estructura de acero de gran altura en donde cuelgan cables que llevan
electricidad. Si algún testigo abandona su despreocupación y se instala en
aquel punto podrá ver que a pocos metros del pie de la torre hay rieles de
trenes que atraviesan mi barrio y que marchan paralelos al rio. Largas y quieta
siempre me impresionaron; la esencia de sus cimientos —cuando niño— me llevó
por mundos antiguos y fantásticos: me los imaginaba infinitos en su
trayectoria. Por ellos hice piruetas y caminé rumbo a la escuela; y me
sucedieron acontecimientos remotamente distintos a lo cotidiano; y compartí con
mis amigos de infancia miles de travesuras memorables y famosas. Era mi lugar
de juego, en donde me sumergía con libertad eterna. Sus largueros gruesos y sus
inmensos pernos, que parecían de puertas inmensas y antiguas, me recordaban
algún cuento leído de gigantes y enanos. Todos acompañados por rieles rectos
que se perdían en una curva; rieles por dónde caminé, agarrados de la mano, con
mi primer amor de pubertad. También al otro lado se hallaba una acequia
lóbrega, por donde circulaba agua de diversos colores, que despedía un hedor
infatigable que no he vuelto a percibir jamás. Lo cierto es que no he
encontrado otro barrio igual… Los maizales, la búsqueda de insectos de
indefinidos cuerpos, el espacio primitivo por donde se podía corretear cogido al
pabilo amarrado a la cometa que volaba muy cerca del cielo.
Sí, era mi antiguo barrio un
lugar indistinto que estaba compuesta por azarosas conjunciones: corredores
llenos de piedra y casas de adobe, bajas, e increíblemente jóvenes, hechas a la
buena de Dios… Mis vecinos siempre me produjeron una extraña sensación:
trabajadores de mil oficios, silenciosos y taciturnos. Los encontrabas jugando
casino, o dándole a la pelota con arcos de piedras. No sé cómo pude ir a parar
en semejante barrio. Por suerte, no fui el único: a mis grandes amigos de la
infancia, invisibles y recordados ahora, también los pusieron allí.
Mi habitación era de madera
y estaba en el segundo piso, huérfana de compañía: era la única habitación en
el techo de mi casa. En ella escuchaba músicas extrañas y leía libros extraños
también, lecturas que me hacían volar por lugares indescifrables y eternos,
creando siempre nuevos fantasmas. Leí, por ejemplo: “El Capitán Pánfilo” y “La Vanidosa”
de Alejandro Dumas, La Guerra y la Paz de León Tolstoi, libro que nunca pude
terminar de leer, y narrativas gráficas que nosotros llamábamos historietas o chistes.
La tarde de mi llegada,
procedente de las entrañas de mi madre, fue un jueves 7 de julio de hace
muchísimos años, invierno y con una llovizna según me contó mi hermano mayor…
En adelante, no hubo noche que no oyera corretear por los techos, de toda la
calle, a un “cardumen” de gatos. Y ciertamente no me dejaban dormir también.
Gatos como los de H.P. Lovecraft y Allan Poe: “… crípticos, oscuros y
metafísicos; animales inconvenientes y muy lejanos a las cosas que el hombre
puede imaginar, heredero y primo de la esfinge y del alma antigua de
Egipto, pariente de los reyes de la selva”.
En mi barrio también vivía
una pareja de ancianos que atrapaban y asesinaban gatos. ¿Cuál era el motivo? —Bueno,
ahora lo sé; por ese entonces, no lo sabía o no quería creerlo—. Me contentaba
con suponer que odiaban las lastimosas voces de los gatos o sus peleas y sus
corridas sonoras en las noches o después de una penetración placentera,
profunda y heterosexual. Lo cierto es que estos viejos, muy audaces, colocaban
trampas por todos los rincones de su techo. Eran bolsas o costales colgados con
una presa de carne en su interior. Su manera de asesinarlos era extremadamente
patética. Una vez caído en la trampa, lo envolvían en el saco y lo colocaban
sobre un tronco macizo. Inmediatamente, con una inmensa comba, le daban un
golpe seco, aplanando la cabeza del pobre y peludo minino. Así llegaba su
muerte sin juicio ni abogado que lo defendiera. De cada hogar de mi calle el
gato de familia, cuidado y gordo, había desaparecido como por arte de magia.
Gatos grandes, pequeños, negros, blancos… No discriminaban a la hora de
enviarlos al otro mundo. Así mismo, nadie sabía lo que yo había averiguado y
tenía por secreto. Los ancianos eran los más sospechosos del barrio. Pese a
esto, nadie denunció a la dupla siniestra. Yo siempre tragué saliva para no
denunciarlos; además, quién le iba a creer a un niño tan pequeño.
Yo tenía un gato negro.
Cuando por algún inevitable descuido mi gato desaparecía de mi lado o se perdía
de mi vista, corría hacia la casa del viejo y su esposa la vieja, ambos de marchitos
rostros; tocaba a la puerta, y al recibirme, le preguntaba diversas cosas,
entreteniéndolos, mientras mi cabeza giraba haciendo curvas y mis ojos saltones
trataban de fijar algún objetivo que se pareciera a las formas de un gato.
Especialmente buscaba los costales que tenían un color especial, un color de
pelo de león. Yo nunca les tuve miedo, se llevaban muy bien conmigo. Hasta me
daban buenas propinas cuando les hacía algún mandado. En el fondo de su jardín había
una biblioteca con muchísimos libros; algunos de ellos con pastas que me
inspiraban diabólicas ideas. Siempre me decían que cogiera el que yo quisiera…
Pero un miedo inevitable me lo impedía.
Una noche, en mi casa, ya
muy de tarde, salí de mi cuarto y empecé a caminar en círculos alrededor de la
azotea; lo hacía lento y perezosamente, como si realizara un rito para llamar a
Cupido; hasta sonreía como un loco. Mi gato negro y peludo me seguía frotándome
las piernas. Era la noche que precedía a mi encuentro con Katia, mi primer amor
de la pubertad, allá, junto a los rieles del tren, al pie de un poste de
señales… La circunstancia hizo que divisara desde lo alto el patio de la casa
de los ancianos. Grande fue mi estupor cuando divisé a cinco vecinos haciendo
una transacción muy peculiar con los criminales. Alzado hasta la frente un
costal muy abultado lo entregaban a cambio de dinero. Por sus gestos, me di
cuenta de que discutían; por más que puse empeño, no pude oír sus voces. En
corto tiempo parecían estar todos de acuerdo. Así que los cinco salieron, no
sin antes meter el costal en una bolsa negra. Girando la cabeza, traté de abrir
mis ojos, todo lo que pude, para averiguar de quienes se trataba. Grande fue mi
sorpresa al distinguir que uno de ellos era el papá de Katia… Multiplicado mi
conmoción, tomé aire hasta llenar totalmente mis pulmones para luego soltarlo.
Ahora forma parte de la
historia del barrio. Pero yo sigo oyendo el sufrimiento y el jadeo de los
gatos…
Loro