A una
trágica conclusión había llegado mi ahora sacudido cerebro. Mi alma gemía en mi
interior, dando manotazos de desesperación. Mi respiración estaba agitada por
completo. Me hallaba en la superficie del mar, sin esperanzas, agitando las
manos y la cabeza, buscando algún punto visible, algún punto de referencia. Mi
vista se esforzaba sobremanera sin poder localizar ningún objeto que pudiera
ubicarme en aquel espacio amplio e infinito. Seguí nadando. Al fin y al cabo,
no podía hacer otra cosa. De vez en cuando, buscaba a mis amigos, que al igual
que yo, estarían desorientados. Busqué tranquilizarme; mi educación y mi larga
experiencia de vida en el mar me decían: "toma aire y piensa, piensa sin
salir de tus cabales". Esto logró levantar mi ánimo y obtener una grata
satisfacción de mi conducta. De pronto, logré poner en orden mis pensamientos,
que habían estado exaltados, y entendí que estaba perdido.
Mi
destino llegaba a su final; este sería morir ahogado o de hambre si no
encontraba algún punto hacia donde tenía que nadar. Sabía que otros, en la
misma circunstancia que la mía, se habían vuelto locos y la desesperación los
llevó inmediatamente a la muerte. No sería mi caso, yo no podía morir, no
quería morir. El culpable de nuestra desgracia era el cruel destino que había
juntado a cuatro amigos en un bote inflable. Partimos confiados. No teníamos ni
la remota idea de lo que nos pasaría. El bote tenía un pequeño agujero en algún
punto de su superficie. También fue culpa, además, de la inmensa ola que
terminó por hundirnos, separándonos por completo. Después de nadar durante dos horas,
divisé a lo lejos, a unos dos kilómetros de distancia, un islote de color
negro. Tenía la forma de un inmenso cuervo.
Mis
brazos empezaban a llenarse de cansancio. Pero esta visión o aparición hizo que
me llenara de fuerzas y agitara mis brazos en dirección a aquel lugar. Mientras
nadaba y con el temor de que apareciera un súbito calambre, medité sobre las
circunstancias que me habían llevado a estar como estaba, solo, a expensas del
mar que yo siempre disfruté de pequeño. Recordé a mis amigos nadando sonrientes
y despreocupados, elevándose sobre las olas. También los recordaba mirando, con
los ojos muy abiertos, a las mujeres casi desnudas, tendidas boca abajo sobre
las ovaladas piedras que llenaban la orilla. Cómo me gustaba todo aquello. Sin
embargo, yo había visto ahogarse a varias personas de la manera más absurda y
ridícula, también a otras que lucharon incansablemente con la muerte, pero que
al final cedieron a la desesperación y la muerte las hizo suyas. Me dije, con
un miedo incansable y aterrador, que había llegado el momento de demostrarme
que mi muerte llegaría en otras circunstancias y no en esta en la que me estaba
probando. Entonces, empecé a nadar, llenando de buen humor mis pensamientos,
balanceando mi cuerpo con destreza y pausadamente. Sabía que era un buen
nadador y que podía llegar a salvo al islote con apariencia de cuervo. Resolví
no dejarme vencer y fijé mi dirección; sacudía mis manos y las levantaba
cortando el agua fría y salada, siempre con los ojos despiertos que de vez en cuando
los llevaba hacia algún rincón del horizonte en busca de mis amigos. Tomé aire
y llené mis pulmones, proferí gritos muy fuertes llamándolos. Tenía la
esperanza de que me oyeran. Al no tener respuesta, pensé que mis gritos no
tenían objeto alguno y que seguía más solo que nunca.
Muy
cerca de la orilla, con el cansancio en todo el cuerpo y mi piel que se
arrugaba, oí que alguien daba gritos. Mi atención se llenó de alegría y mi
corazón empezó a latir a mil por hora. ¿Había vencido a la muerte? ¿Habían terminado
mi soledad y mis pensamientos llenos de muerte? ¿Serían mis amigos los que
estaban gritando? Alentado por estos sonidos y mis alegres preguntas, me
hallaba dispuesto a nadar con más fuerza con el objeto de llegar a la orilla.
Mi deleite se convirtió en horror cuando, al llegar y ponerme de pie, me di
cuenta de que esos sonidos no podían provenir de una voz humana. Quedé entonces
convencido de que mi presencia había atraído a alguna bestia feroz, quizás a un
depredador carnívoro. No podía ser un lobo marino, sus gritos no se parecían en
nada a los que yo conocía de un animal como ese. Me tendí en la orilla, muy
cerca de una roca blanca y fosforescente que emitía una luz tenue y que, al
observarla, me daba la impresión de que respiraba. Por muy extraño que pueda
parecer, mi mente no le atribuía malas intenciones. Todo lo contrario, me
llenaba de una energía desconocida para mí. Mi alma parecía disfrutar de su
presencia. Consideré extraña la conducta de aquella roca con su luz y me
dispuse a tocarla. Fue tal la energía que ella desprendió que logró levantarme
por los aires sin que mi cuerpo pudiera caer en la arena. Estaba flotando. La
tensión de mi mente se hizo entonces tremenda, logrando crear pensamientos
terroríficos y siniestros. Mi garganta logró originar un pequeño sonido, débil
y difuso. Estaba petrificado, flotando de una manera extraña, elevándome cada
vez más. De pronto, se rompió el hechizo y caí aparatosamente. Ya sobre la
arena, solo lograba escuchar un enjambre de sonidos que se distribuían por
todos lados. Al momento siguiente, se habían convertido en sonidos metálicos,
como un zumbido en los oídos llenos de agua. Estaba grogui. Volví por último a
un estado normal de conciencia y pude divisar un resplandor que reflejaba unos
rostros incongruentes. Al despertar totalmente, pude ver a mis amigos que me
removían, haciendo piruetas con mi cuerpo, y de mi boca salía un río de agua
salada...
Loro
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