viernes, 18 de enero de 2013

A la orilla de la muerte

A una trágica conclusión había llegado mi ahora sacudido cerebro. Mi alma gemía en mi interior, dando manotazos de desesperación. Mi respiración estaba agitada por completo. Me hallaba en la superficie del mar, sin esperanzas, agitando las manos y la cabeza, buscando algún punto visible, algún punto de referencia. Mi vista se esforzaba sobremanera sin poder localizar ningún objeto que pudiera ubicarme en aquel espacio amplio e infinito. Seguí nadando. Al fin y al cabo, no podía hacer otra cosa. De vez en cuando, buscaba a mis amigos, que al igual que yo, estarían desorientados. Busqué tranquilizarme; mi educación y mi larga experiencia de vida en el mar me decían: "toma aire y piensa, piensa sin salir de tus cabales". Esto logró levantar mi ánimo y obtener una grata satisfacción de mi conducta. De pronto, logré poner en orden mis pensamientos, que habían estado exaltados, y entendí que estaba perdido.

Mi destino llegaba a su final; este sería morir ahogado o de hambre si no encontraba algún punto hacia donde tenía que nadar. Sabía que otros, en la misma circunstancia que la mía, se habían vuelto locos y la desesperación los llevó inmediatamente a la muerte. No sería mi caso, yo no podía morir, no quería morir. El culpable de nuestra desgracia era el cruel destino que había juntado a cuatro amigos en un bote inflable. Partimos confiados. No teníamos ni la remota idea de lo que nos pasaría. El bote tenía un pequeño agujero en algún punto de su superficie. También fue culpa, además, de la inmensa ola que terminó por hundirnos, separándonos por completo. Después de nadar durante dos horas, divisé a lo lejos, a unos dos kilómetros de distancia, un islote de color negro. Tenía la forma de un inmenso cuervo.

Mis brazos empezaban a llenarse de cansancio. Pero esta visión o aparición hizo que me llenara de fuerzas y agitara mis brazos en dirección a aquel lugar. Mientras nadaba y con el temor de que apareciera un súbito calambre, medité sobre las circunstancias que me habían llevado a estar como estaba, solo, a expensas del mar que yo siempre disfruté de pequeño. Recordé a mis amigos nadando sonrientes y despreocupados, elevándose sobre las olas. También los recordaba mirando, con los ojos muy abiertos, a las mujeres casi desnudas, tendidas boca abajo sobre las ovaladas piedras que llenaban la orilla. Cómo me gustaba todo aquello. Sin embargo, yo había visto ahogarse a varias personas de la manera más absurda y ridícula, también a otras que lucharon incansablemente con la muerte, pero que al final cedieron a la desesperación y la muerte las hizo suyas. Me dije, con un miedo incansable y aterrador, que había llegado el momento de demostrarme que mi muerte llegaría en otras circunstancias y no en esta en la que me estaba probando. Entonces, empecé a nadar, llenando de buen humor mis pensamientos, balanceando mi cuerpo con destreza y pausadamente. Sabía que era un buen nadador y que podía llegar a salvo al islote con apariencia de cuervo. Resolví no dejarme vencer y fijé mi dirección; sacudía mis manos y las levantaba cortando el agua fría y salada, siempre con los ojos despiertos que de vez en cuando los llevaba hacia algún rincón del horizonte en busca de mis amigos. Tomé aire y llené mis pulmones, proferí gritos muy fuertes llamándolos. Tenía la esperanza de que me oyeran. Al no tener respuesta, pensé que mis gritos no tenían objeto alguno y que seguía más solo que nunca.

Muy cerca de la orilla, con el cansancio en todo el cuerpo y mi piel que se arrugaba, oí que alguien daba gritos. Mi atención se llenó de alegría y mi corazón empezó a latir a mil por hora. ¿Había vencido a la muerte? ¿Habían terminado mi soledad y mis pensamientos llenos de muerte? ¿Serían mis amigos los que estaban gritando? Alentado por estos sonidos y mis alegres preguntas, me hallaba dispuesto a nadar con más fuerza con el objeto de llegar a la orilla. Mi deleite se convirtió en horror cuando, al llegar y ponerme de pie, me di cuenta de que esos sonidos no podían provenir de una voz humana. Quedé entonces convencido de que mi presencia había atraído a alguna bestia feroz, quizás a un depredador carnívoro. No podía ser un lobo marino, sus gritos no se parecían en nada a los que yo conocía de un animal como ese. Me tendí en la orilla, muy cerca de una roca blanca y fosforescente que emitía una luz tenue y que, al observarla, me daba la impresión de que respiraba. Por muy extraño que pueda parecer, mi mente no le atribuía malas intenciones. Todo lo contrario, me llenaba de una energía desconocida para mí. Mi alma parecía disfrutar de su presencia. Consideré extraña la conducta de aquella roca con su luz y me dispuse a tocarla. Fue tal la energía que ella desprendió que logró levantarme por los aires sin que mi cuerpo pudiera caer en la arena. Estaba flotando. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda, logrando crear pensamientos terroríficos y siniestros. Mi garganta logró originar un pequeño sonido, débil y difuso. Estaba petrificado, flotando de una manera extraña, elevándome cada vez más. De pronto, se rompió el hechizo y caí aparatosamente. Ya sobre la arena, solo lograba escuchar un enjambre de sonidos que se distribuían por todos lados. Al momento siguiente, se habían convertido en sonidos metálicos, como un zumbido en los oídos llenos de agua. Estaba grogui. Volví por último a un estado normal de conciencia y pude divisar un resplandor que reflejaba unos rostros incongruentes. Al despertar totalmente, pude ver a mis amigos que me removían, haciendo piruetas con mi cuerpo, y de mi boca salía un río de agua salada...

Loro

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