jueves, 25 de abril de 2013

La oronda y el mono

En la cima más alta del escalafón familiar habita, oronda, la dueña de casa. Bien abajo, calentándose los pies, vive el indiferente; aquel que se cansó de discutir y ahora se ha propuesto salir de parranda con sus amigos, para recordar viejos tiempos, viejos amores y viejos encontrones también, con viejas amigas o nuevas amigas, ¡por supuesto!

En otro tiempo, él y sus congéneres poblaron los picos superiores... de lo que ahora llaman hogares.

¡Tiempos aquellos!...

Lo que no comprenden es que fueron precisamente ellos quienes originaron este milagro, tanto por su ignorancia como por su impotencia.

Cuando recién casados, en plena juventud, siempre estaban con la matraca en ristre, preparada para aniquilar cualquier cuerpo en movimiento; luego, ya maduritos, confianzudos ellos, se vuelven imprudentes; ahora sus ataques son por ambos flancos; siempre, claro está, previo masaje y una untadita de alguna crema que sus amadas les echan sobre las manos. Por último, después de doblar la última esquina y cuando se han dado cuenta de que subir las escaleras es cosa seria, y el maldito cólico a la vesícula los tiene locos, piensan que lo que le ocurre a sus matracas es una cuestión mental. Tan mental, que la pastillita azul es su pan de cada día.

Al abandonar sus cumbres superiores, estos monos se llevaron consigo el alcohol y su promiscuo sentido de ver la hora. Por lo tanto, no tienen bandera a la hora de hacer sus cochinadas. Afinan su herramienta, en un bar, en la despedida de un amigo, en un velorio, en un bautizo o en medio de cualquier agasajo, después de ver a algunas monas sueltas, curvilíneas ellas, con los ojos intensamente encontrados y con una sonrisita enigmática; sus cerebros se recalientan hasta evaporarse. Se comportan, entonces, como lo que son: incalificables monos.

Son tan absurdos que de vez en cuando observan como mujer apetitosa a la oronda que vive con ellos hace un millón de años, a pesar de que le tienen puesta la puntería a la vecina del frente o a la amiguita que conocieron días atrás. Se creen dueños de todas las mujeres que deambulan tranquilamente por este mundo de lágrimas. Si les dieran a escoger entre salvar a su sobrino de las aguas del mar o sostener un partidito con Scarlett Johansson, ya pueden ustedes jurar con la Biblia en la mano y con Cipriani de testigo, que estos monos sacrificarán al pobre sobrino, que se ahogará en sus narices, por un partidito con la muchacha de encantadores rasgos.

Honesto machismo y vanidad en materia de amor.

Otro día, el mono llega a su casa con la herramienta a punto de estallar. Llega así, luego de ver en la calle los movimientos bamboleantes, placenteros, íntegros y armónicos de alguna mujer idealmente bella que no les hizo el menor caso. Pero tiene tan mala suerte que le ha tocado encontrar a la oronda durmiendo plácidamente, con la cara embadurnada de cuantas cremas faciales le vendió su vecina querida la noche anterior y la cabeza llena de ganchos y ruleros, logrando que su herramienta sexual se transforme en un pobre y triste pellejo colgante.

—¡Dios mío...! ¿Por qué a mí, qué estaré pagando? —grita, santiguándose.

Todo esto lo sabemos, pero no lo entiende la oronda.

Al principio se sentirá ofendido y malhumorado por el hecho de que la oronda no estaba dispuesta cuando él más lo necesitaba. Hasta llega a ocultarle estúpidamente la mirada.

Pero luego, poco a poco, se olvida de sentir lo amargo que es la vida sexual rutinaria. Ya no recuerda el tedio de la espera ni las ganas que tuvo de sacudir la herramienta al lado de su amada. Se da cuenta de que solo eran deseos, entusiasmo y placer. Esto suscita en él una honda, aunque agradable tristeza. Es su amada, la mujer de sus sueños juveniles... ¿Quién lo sabe?

Otro día la oronda se insinuará, como coneja en celo, y emplazará al mono para jugar un partidito, uno a uno, sin platea o aficionado que interrumpa la escena deportiva por ningún motivo. Pero el mono se hará el desentendido, silbando sin son ni ton y comportándose como un sordomudo. La oronda, terca ella, volverá a insinuarse, se levanta, se baña y vuelve a la carga. El mono, traduciendo un idioma que no conoce, solo logra balbucear: «Espera un ratito, que me baje un poco la comida».

Argumento suficiente y clarísimo para entender. El mono ha comido demasiado y su estómago tiene que hacer la digestión. Pero de esa manera no lo entenderá la oronda; su único razonamiento se concentrará en la sospecha de que el mono está al día: —Ayer se fue de parranda con sus amigos… ¡Claro!

Media hora después, sin trámite alguno, se mete a la cama tal y como lo trajo su madre al mundo y demanda la atención del mono. A este no le queda otra opción que demostrar en el ring de las cuatro perillas que la oronda se merece un viajecito al cielo. Entonces, se concentra e imagina que va a lubricar a Jennifer López con el mejor de los aceites. El «encontrón» resulta de los mil demonios, salen hasta chispas: ella entregando todas sus energías por la urgencia, y él alucinando que tiene en sus manos el curvilíneo cuerpo de Jennifer López. Todo esto solo para salir del paso.

¡¿A quién se le podría ocurrir semejante barrabasada?! Me pregunto yo...

Por todo esto, la oronda está segura de que su mono es un farsante y un completo hipócrita. Ella tiene presente el frío balance de su matrimonio, porque tiene la obligación de verle la cara todos los días y casi todas las noches. Además de escucharle decir que regresa del trabajo cuando es medianoche y está oliendo a licor por todos los poros.

El mono, en cuanto agarra calle, desaparece hecho un Usain Bolt del horizonte de la oronda.

Pero, a pesar de todo ello, la oronda sabe que su mono pertenece a los ámbitos de la propiedad privada. Que solo le pertenece a una mujer: ELLA. Y la pertenencia va desde el pelo más alto de su varonil cabeza hasta la última uña de su pie izquierdo. Sumándose a esto, cualquier lugar interesante que aún le pueda quedar en su organismo. Si por ella fuera, le pondría un tatuaje luminoso en la frente que dijera: «Este mono es mío y solo mío».

¿Celos? No, no y no... Autodesconfianza, simple egoísmo y la defensa de un principio: Si te metiste a casado, cazado estás. No hay peros que valgan. Los harenes están en oriente y no en occidente. Por lo tanto, nadie se burlará de mí.

Al lado de la oronda, las especializadas instituciones policiacas son un chancay de a medio. Sus facultades extrasensoriales y clarividentes para penetrar en el alma de su mono son de temer. Solo con mirarlo fijamente a los ojos, pueden saber que su mono vuelve a casa después de haber practicado una rumba deportiva fuera de los parámetros establecidos por la FIFA, o sea, ELLA. Al mono no le quedará más opción que pedirse un minuto de silencio, tratando de hablar lo menos posible para no caer en la trampa del interrogatorio y arruinarlo todo.

No es por elogiarlos, pero los monos son como los presuntuosos congresistas cuando se yerguen llenos de arrogancia para defender lo indefendible.

—¿Yo?... —se defiende el mono, tomándose el pecho como senador romano— ¡Nunca!... ¡Son tantos años que estamos juntos...! No me hagas enojar..., que he llegado de buen humor...

La oronda sonríe haciendo una mueca de disgusto y comienza a tragar saliva, pero luego pone cara de María Parado de Bellido. Después encoge los hombros y mira un cuadro (siempre hay un cuadro de la familia colgado en la pared), dando señales de autoflagelo.

Entonces, viendo a la oronda desarmada por primera vez y para lograr dar la última estocada y terminar con el incidente, el mono fresh culmina:

—Mi amor, no dudes de mí... Nunca te haría sufrir... No hay otra mujer que se compare contigo (él sabe que sí) Son intrigas de los vecinos que están envidiosos de vernos siempre juntos y felices...

Libertad

 

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