Parece
increíble, pero me dirigía de forma voluntaria al aeropuerto para encontrarme
con mis amigos. Íbamos a volar los tres rumbo a Iquitos.
Así
que allí estaba, en el fondo del ómnibus, sentado junto a la ventana y aún soñoliento.
Permanecía recostado en el asiento, reflexionando sobre mis experiencias
amorosas y tratando de imaginar lo que encontraríamos en ese lugar. Pronto me
di cuenta de que mis pensamientos se estaban volviendo excesivamente sensuales,
aunque no podría describirlos con precisión. Después de un breve descanso,
quizás un tanto obvio, de repente, como si fuera algo distante en el tiempo,
comencé a recordar mi lejana infancia. La nostalgia me invadió, pero debo
confesar que también experimentaba una sensación de alegría y satisfacción.
A pesar de que afuera, más allá de la
ventana, el resto de la gente se movía sin prestar atención a la realidad, yo
me deslizaba junto a mi mochila, de aquí para allá, al compás de los
movimientos torpes del bus en su agitado andar. Con la frente pegada a los
cristales, salí de lo sensual y demostré cierto interés en las cosas del
presente, en donde parecía buscar algo que en esos días me incomodaba. Pero
mientras lo hacía, al mismo tiempo, sentía que los sonidos a mi alrededor
flotaban de un lado a otro sin que nadie los pudiera controlar. Una mujer muy
guapa, de unos veinticinco años, que iba a mi derecha, estaba dormida y
roncaba. También llevaba una mochila en su falda, como yo. En aquel momento,
viéndola así, quieta y desprotegida, me entraron ganas de darle un beso y
fastidiar a Morfeo. Estuve con esas agobiantes ganas unos minutos; hasta que
ella se repuso, abrió totalmente los ojos y me miró con desconfianza.
Disimulando su interrogante mirada, sacó un pañuelo de su cartera y se limpió
el rostro. Tenía la frente empapada de sudor. En su confusión, miró su reloj de
pulsera, se puso en pie y avanzó hasta llegar a la puerta. Luego se inclinó y
miró por la ventana. Por un momento, todo quedó inmóvil. Lo que me permitió
examinar atentamente el escultural cuerpo que estuvo antes a mi lado. Reinaba
en ella una figura picante y atrevida; su cuerpo, mediano y delgado, estaba
envuelto por una blusa blanca y un pantalón que acentuaba su rico trasero.
Permaneció en esa posición hasta que finalmente se sentó. Se había equivocado
de paradero.
Ahora yo iba con más ánimo y con una
multitud de ideas agolpadas en mi cabeza. A fuerza de evitar mis agradables
pensamientos y regresar a la realidad, consulté mi reloj de pulsera y me puse a
observar a los demás. La otra gente iba inquieta y con ganas de ir a ninguna
parte. Sus sonrisas eran patéticas, como sus conversaciones, cortas y sin
sentido. Allí también el chofer agitaba las manos y le daba golpes a la radio
que no quería funcionar.
Hacía frío, así que me abrigué un poco y
me puse a contemplar por detrás de la ventana. Veía pasar apurada a otra
gente... tan verdadera como yo. Tal vez exagero, pero las miraba con
fascinación. Todo aquí y allá me parecía irreal, inverosímil. Creo que era por
la nostalgia de todos mis días antiguos en que, supongo, me parecía a ellos.
Ahora era un desertor, un viajero creando olvido; una especie de novel
vagabundo...
Después de esta súbita agonía,
obligatoria tal vez, dejé de escuchar a mis pensamientos y me atreví a
registrar mi mochila que apretaba sobre mis piernas, como si alguien me la
quisiera quitar. Luego de agitar mi mano derecha en su interior y buscarlos,
los encuentro; entonces me pongo los audífonos y busco en mi celular la canción
"A dónde van" de Silvio Rodríguez, quizá evitando otra visión o
sonido inesperado. Cuando finalizó, me pareció una melodía muy concisa, remota.
Puse otra canción más amena, una salsa de Richie Ray & Bobby Cruz:
"Sonido bestial". Al tan solo escuchar el inicio de este aderezo con
sabor montuno, mi estado cambió y logró que me burlara de todo con una solapada
hipocresía. Sonreía para mis adentros, con absoluta libertad, como quien dice:
“apago el televisor y que todo se vaya a la mismísima mierda...”. Total, estaba
con cincuenta y cuatro años a cuestas y con tiempo aún.
El vuelo saldría a las seis y veinte de
la mañana, y eran las cuatro y treinta en mi reloj de pulsera. Por lo que en
dos horas más estaría en el avión con mis dos amigos, rumbo a Iquitos. Me
habían pedido —exigido— cinco días de licencia y no podían negármelos. Ya cerca
del aeropuerto, me vinieron a la mente las veces que salimos juntos, aquellas
de Cañete y la pampa de Nazca..., y otras más; pero traté de no hacerle caso a
mi nostalgia, porque los recuerdos son siempre tristes y no era momento de
tristezas.
Al llegar, bajé apurado y caminé un
pequeño trecho, hasta cruzar una reja amplia, para luego seguir por una vereda
larga, en cuyo espacio se repetían otras gentes apuradas como yo. Me detuve
casi al final y giré a la izquierda para cruzar los estacionamientos, y caminé
casi corriendo por sobre las cebras amarillas. El frío había disminuido y el
ambiente estaba ahora algo templado.
Después de llegar a la puerta, entré en
el interior del terminal aéreo y me quedé parado, moviendo la cabeza. Buscaba a
mis amigos por todas partes. Me sentía un poco perdido. Al verlos, fui deprisa
para reunirme con ellos en la cola de entrega de la tarjeta de embarque —creo
que era la primera vez que llegaba a un vuelo con una holgura de tiempo—.
Entonces apuré el paso y me puse tras una fila, a dos personas de ellos.
La señorita que me precedía olía a
recién bañada y presentaba unas voluptuosas nalgas, las que sobresalían del
interior de su apretado pantalón negro. Sus cabellos, largos y crespos, más
allá de sus hombros, impedían que le viera totalmente la espalda y el perfil
del rostro; pero por la magia de su cuerpo, que lo explicaba todo, me la
imaginé bonita y simpática. Justo en ese pequeño instante de observación
perruna, mis amigos me hicieron unas ligeras señas, las que lograron devolverme
a la realidad y olvidarme de ella. Cuando los vi, no reprimían sus carcajadas,
y también hablaban con gestos para llamar mi atención. Yo, como si hubiera
entendido, les respondí con una larga sonrisa.
Al llegar mi turno, y sin decir nada, me
acerqué lentamente al mostrador. La señorita agente, como monja pastora en un
púlpito, me recibió con una peculiar majestad; su sonrisa era agradable y su
voz dulce como su rostro. La del pantalón negro, un poco a regañadientes,
volvió y nos interrumpió. Creí que lo hacía adrede, tan solo para fastidiarme.
Entendí, abrumado, que toda protesta era vana. Como estaban ocupadas, me aparté
a un lado disimulando una sonrisa tenue que reflejaba de algún modo mi postura
de subalterno. Entonces esperé, no sé qué tiempo, mirándola de soslayo y
sintiendo la fragancia que emergía de su fresca e inquietante figura. Cuando
terminó su consulta, giró la cabeza y me miró seriamente con sus grandes ojos
negros.
Luego salió delante de mí moviendo
sensualmente todo su espectacular y aguitarrado cuerpo. Por sus gestos, creí
que me reprochaba alguna cosa. Abochornado, pero sin tomar el hecho en serio,
volví otra vez al frente. La simpática agente me recibió con una enternecida y
articulada voz, que logró que yo le sonriera. Así que estiré el brazo y le
entregué mi DNI. Después de registrar mi documento, con mirada atenta y sonrisa
infantil, me lo devolvió junto con el boleto. No pensando nada, salí casi
corriendo y luchando con mi mochila al hombro para dar alcance a mis amigos.
Apurados, y sin casi saludarnos,
atravesamos un enorme patio en donde había mucha gente enredada y moviéndose
por todos lados —aquel espacio parecía un singular mundo hecho de apuros y sin
tiempo, un perfecto laberinto tenaz e infatigable, dionisíaco—. Finalmente,
pero luego de dar varias vueltas en busca de la entrada, ingresamos con alguna
incomodidad a la sala de embarque. Ya en otra cola, agitando las manos, me
saqué la correa y todo el metal que llevaba sobre mi cuerpo... Fue entonces que
la volví a encontrar. Estaba en la otra fila, quieta y con los hombros
descubiertos. El cabello lo tenía recogido. Giró su cabeza y me miró a los ojos
por unos segundos con la misma cara seria.
Me ruboricé pensando que había descubierto
mi mirada libidinosa. Al observarla por unos segundos, me quedé aún más
sorprendido, porque me pareció reconocerla de algún lugar. Pero quizá me
equivocaba. Vacilante, la volví a examinar. Sí, no me había equivocado, la
señorita de nalgas voluptuosas tenía un rostro joven, suave y travieso; el
pecho levantado y muy natural. Cuando empezó a caminar y cruzar sus amplias
piernas, hizo resaltar más su agradable trasero gordo.
Disimulé susurrándole algo a Poncho, que
iba delante de mí —no sin el dolor que me costó privarme de aquella
observación—; luego caminé un pequeño tramo, hasta llegar con agilidad al
escáner de la derecha. A unos pasos de donde yo estaba, pero parada en el de la
izquierda, la volví a encontrar: miraba para todos lados con impaciencia.
Cuando me volvió a mirar con sus grandes
ojos negros, le solté una sonrisa atrevida, continental; diría que con profunda
fuerza. Por eso, en ese instante pensé que estábamos de buen humor y éramos
capaces de hablar. No me equivoqué otra vez. Sus enormes ojos no rehusaron mi
sonrisa. Porque sin aviso, y enseñándome sus blancos y hermosos dientes, me
devolvió una apabullante y eterna mirada. “Hola, creo que me estás siguiendo”,
me dijo con tenue y calmada voz.
Ignoro la cara que puse, porque ya sin
tiempo para replicarle, y lleno de vergüenza, apuré el paso y volví a dar
alcance a mis amigos; quienes sonrientes me esperaban al otro lado. Ahora nos
saludamos con un apretón de manos. “Todavía no lo creo, pero el chato está
aquí... ¿No será su holograma?”, dijo Joel. “Para mí que este pendejo ha
pernoctado en la casa de su hermano”, aumentó Poncho. Preferí no decir nada.
Quería olvidarme del tiempo y de las cosas que la bordeaban. Estas vacaciones
cortas con mis amigos se merecían disfrutarlas de la mejor manera.
Ya acomodado en el interior del avión,
fui divisando los rostros que tenía a mi frente: pasivos y somnolientos;
algunos con notorias arrugas y comprensibles peculiaridades. Luego, de pronto,
cuando salí de mi observación, entendí que conversaba con mis amigos. Hacíamos
hora mientras esperábamos con impaciencia el protocolo de vuelo. “Qué
carajo..., como si a medio vuelo, y luego de apagarse los motores, y en caída
libre, a ver si vamos a seguir los consejos”, pensé.
Así estábamos hasta que escuché el
arrancar de las turbinas y ver al avión tomar gran altura. Un rato después, el
vuelo se me hizo rutinario; aunque, de cuando en cuando, observaba por detrás
de la ventanilla la inmediatez del paisaje; y también comprobaba,
soslayadamente, las sensuales curvas de las dos hermosas azafatas.
Estaba más descansado así, porque mis
ojos sentían una especie de dulzura y encanto. Pero cuando estaba por apagar
mis pensamientos de espectador, que se desvanecían por culpa de la llegada
inesperada del sueño, perifonearon que estábamos aterrizando.
El tiempo del vuelo se nos hizo corto. Aterrizamos
y antes de dos minutos, la azafata abrió la puerta. Entonces, en formación
lineal, salimos. Ya fuera del avión, en el descanso de la escalera, Joel estaba
delante de mí y Poncho iba a mis espaldas. “Parece que no han apagado las
turbinas”, dijo Poncho, dudando. Así, y sin apuro, bajamos las escaleras contemplando
alrededor. El calor afuera era insoportable. Por eso, inmediatamente nos
quitamos las casacas y nos encaminamos en fila india hasta la zona de llegada y
recojo de equipajes. Allí esperamos parados como galanes y en respetuoso
silencio. Duró muy poco hasta que Poncho recuperó su otro maletín de la faja
transportadora, el que había viajado como equipaje de bodega.
Salimos. Para entonces, no dejábamos de
hablar. Hacíamos alusiones a las mujeres que se nos presentarían en esta
calurosa ciudad; un tema que también lo habíamos conversado aquella noche
sentados a la mesa de un inefable bar y en el que acordamos este viaje.
Los tres teníamos ganas de llegar al
hotel para desprendernos de las mochilas que colgaban fastidiando nuestros
hombros. Joel llevaba, además, una mariconera marrón cuya correa, en diagonal,
le cruzaba una de las tetillas y toda la panza. Poncho portaba un simpático
sombrero color trigo que cubría su creciente calvicie de monje franciscano.
Ahora, parados afuera y a tres metros de la puerta de salida, no dejábamos de
hacer bromas relacionadas con las damiselas del lugar. Con esta diversión o
divagación apresurada, y haciéndonos los locos, evitábamos a un enjambre de
mototaxistas que nos ofrecían sus servicios.
Al final, mirando alrededor y calculando
el volumen de nuestros bultos, optamos por un taxi (station wagon) de color
blanco. Recuerdo que la cara del taxista era mestiza y achinada, y hablaba con
una sintaxis irregular, alterando el orden de la oración. Al llegar a un hotel
de tres estrellas donde había una conjunción de espejos y cuadros de mapas
turísticos, nos llevamos la sorpresa de que era bastante caro para lo poco que
ofrecían. Lo peor de todo, y con evidente fastidio, era que teníamos que
esperar algunas horas la desocupación de tres cuartos aún ocupados.
El taxista, sorprendido por nuestra
sorpresa y quizás sintiéndose culpable, nos dijo con su dejo de charapa, pero
con amabilidad: “... barato conozco otros más”. Al final, después de recorrer
tres hoteles más, llegamos al que por cansancio nos pareció de mejor precio y
el más cómodo; no había otra opción: habitación triple.
Perdidos en nuestras alegrías, nos
bañamos y salimos lo más pronto que pudimos. “¡Ya estamos en lechugilandia!”,
exclamó Poncho, echándose a reír. Joel lo miró inquieto y sonriente; yo solo
hice gestos mezclando una sonrisa con la tos.
El desayuno, en un lugar inesperado y
muy concurrido lleno de inmensas parrillas humeantes, fue de azar, porque lo
encontramos sin proponérnoslo. Un rico pescado envuelto en una hoja de bijao
nos hizo chupar los dedos. En todas las mesas, como en la nuestra, había gente
que devoraba codiciosamente sus pedidos. Mientras tanto, Poncho, aprovechando
algunas pausas, hablaba de lo que la noche nos tendría preparado; refrescaba
así nuestra memoria para dejar escapar la realidad y sumergirnos en una
esperanza. Luego de terminar el desayuno y contagiados de inquietud, nuestras
ideas se volvieron fantasías.
Después de salir con la panza llena
hasta el cansancio, tomamos un mototaxi con el que dimos varias vueltas por la
ciudad. Recorrimos plazas y avenidas hasta llegar a un pintoresco barrio,
totalmente pobre, compuesto por palafitos y embarcaciones pequeñas. Belén era
su nombre. El siempre servicial mototaxista nos dijo que también la llamaban
“La Venecia Amazónica”. El río Itaya nos acompañaba ahora —me pareció extraño
lo huérfano que estaba de aves—. Resueltos, empezamos otro recorrido. El
conductor, con expresión amable y sonriente, tal vez esperando una buena
propina, nos transportaba sin parar de hablar. Nos mostraba así todo el visible
e inesperado paisaje.
Nos condujo por caminos estrechos,
trazados irregularmente, con pendientes empinadas y llenas de barro. Luego de
unos minutos, inesperadamente se detuvo: “Este es Bellavista”, nos dijo; y
comenzó a narrar su historia. Sin perder tiempo, aceleró y nos zambulló en las
fauces de un mercadillo atestado de ambulantes. Por el lento movimiento que
ahora seguíamos, se acercaban a la moto mujeres casuales y arbitrarias que nos
invitaban a probar una variedad de platos típicos: tacacho, patarashca, gusanos
hechos anticuchos, etc.
Antecedidos y precedidos por esta
procesión de vendedoras, inquietas y obstinadas, atravesamos el mercadillo y
una empinada curva, para luego llegar a una especie de puerto. Nos hizo bajar;
él también bajó. Los cuatro, a pie, cruzamos un curso de agua por un pequeño e
improvisado puente de madera. Al otro lado nos esperaba un restaurante de
ambiente típico que flotaba a orillas del río y cuya única entrada sin puerta
había que subirla por una pequeña y ancha escalera de madera.
Ya en el interior, el ambiente era claro
y agradable. Con total sorpresa, apreciábamos por sobre el perímetro que servía
de baranda y que formaba con el techo anchas ventanas sin lunas, al sinuoso río
Nanay. Sí, el lugar era fantástico; y el calor también. “¿Y dónde está el
Amazonas?”, preguntó Joel. “Al fondo está, el que tiene su agua más
achocolatada”, respondió nuestro improvisado guía.
Ya más cómodos, nos sentamos bordeando
una mesita que estaba posicionada a pocos metros de una de las ventanas. Ahí
pedimos una cerveza bien helada. Como en un descansado sueño, el ambiente era
acogedor, apacible y tranquilo; todo era un balcón amplio que lograba en
nosotros una visión fantástica e improvisada. Entonces, nos pusimos a conversar
de lo que nos acontecería luego. La charla se hizo amena por las conjeturas,
bromas y nuestras apreciaciones costumbristas. Mientras tanto, a contraluz, el
mototaxista, en silencio y apoyado en el marco de una de las ventanas,
permanecía parado y bebiendo una gaseosa que dispusimos para él. Nos miraba
detenidamente, con ganas de meterse en nuestra conversación.
Una vez terminada la única botella de
cerveza, optamos por dar algunas vueltas por el restaurante. Todo iba bien, o
más o menos bien, porque seguíamos apreciando un paisaje ya repetido y
tomábamos las mismas fotos. Así que decidimos marcharnos. Antes de partir, le
dimos las gracias a la simpática señorita que nos atendió; guapa, pero nada
sensual. Eso sí, nos fuimos de allí con la imaginación despierta.
Luego de llegar a la Plaza Mayor,
despedimos a nuestro guía improvisado. Ahora la tarde se hacía presente junto a
la atmosfera abrazadora e intolerable que nos rodeaba.
“Puta madre, ¿y dónde está mi
sombrero?”, dijo Poncho. “Creo que lo dejé en el restaurante”, se respondió.
Todos nos sentimos tristes porque era un bonito y simpático sombrero. “La chica
lo debe de haber guardado… Mañana vamos y lo recuperamos”, dijo Joel. “Ojalá”,
dijo Poncho con cara de duda.
La noche cayó de pronto. Había llegado la
hora. Por lo que nuestro fantasear, monótono y comprensible, tendría que
hacerse realidad. Para ello solo deberíamos buscar el lugar preciso en donde meter
aquella cuña que la imaginación se merecía.
La ciudad de noche no es fea; diría que
su aspecto es aparentemente cotidiano y caluroso; y las avenidas están llenas
de motos de dos y tres ruedas, que van por todas partes; es un río rápido de
ronquidos de motores pequeños, la que la hace diferente de Lima… Puedo también
referir que está llena de árboles y jardines en donde hay pequeños aleteos y
susurros de hojas silenciosas por la falta de viento.
En ese momento el calor abrumador pululaba
en el ambiente como si la selva entera quisiera penetrar en nuestros cuerpos.
Viéndonos ahí, en medio de la Plaza Mayor, y con determinación fijando nuestra mirada
en el objetivo, decidimos partir. En un mototaxi y luego a pie nos encaminamos
a un determinado bulevar. El mismo que el primer taxista nos había recomendado.
“Después de las once de la noche las huambrillas están rondando por todos lados.
El malecón se llena de ellas”, nos dijo. Fuimos con la sospecha de encontrar otras
cosas más, pero que en nada cambiarían nuestras vidas. Tampoco teníamos por qué
exagerar. Nuestra misión era decir: “Esto nos ocurrió”.
Después de beber dos jarras de cerveza,
sentados alrededor de una mesita, fuera del bar, y al frente del malecón, en
esta especie de alameda o ensayo de jirón, desde donde apenas podíamos divisar el
río Itaya, nos dimos cuenta de que nada sucedería; ya que solo observábamos
vendedores de cigarros, artistas improvisados y borrachos conspicuos. Los que
nos resultaban divertidos al verlos en compañía de otros trasnochadores
disfrazados malamente de Bob Marley, aunque con apariencia más de “bricheros”.
En esta cuadra de concreto, y en parte revestida de mayólica y de árboles
silenciosos y olvidados, había también otros noctámbulos bajo los focos
eléctricos. Los que se paseaban en el contorno del malecón. En la parte baja y
a nuestro frente, un pequeño anfiteatro nos acompañaba. Era un ridículo coliseo
al aire libre, vacío en ese instante. ¿Nenas?... Nos sobraban los dedos de un
manco para contarlas. “¿Qué sucede? ¿Qué pasa?”, era la pregunta que nos
hacíamos inquietos. No nos quedó otra que
sonreírnos incrédulamente. Por lo tanto, nuestro plan B era infinitamente
necesario.
Esperanzados aún, llamamos al mozo y le
hicimos algunas preguntas, las que no pudo contestar. Solo sonreía hecho un
huevón, mientras movía la cabeza como si sospechara la naturaleza de nuestros
pensamientos. Confusamente y sin perder más tiempo, pagamos la cuenta y nos
marchamos de aquel triste y patético lugar.
Por espacio de diez o quince minutos,
caminamos varias cuadras. Doblamos a la derecha, a la izquierda y caminamos no
sé cuántas cuadras. Íbamos con los ojos como linternas —mismo Diógenes— en
busca de un lugar con buenas y apetecibles mujeres. Pero, nada de nada. Al
percatarnos de que andábamos en círculo, hecho unos huevones, decidimos volver
a la Plaza Mayor. Entonces, casi al llegar, vimos que tres huambrillas nos
miraban inquietas. Estaban paradas cerca de la puerta de entrada a un casino.
Por sus fachas y su exagerado andar puteril, era fácil prever que con ellas no
era la cosa. Así que seguimos nuestro camino bordeando el perímetro de la plaza.
Nos detuvimos al llegar al frente de una humilde iglesia. Hasta allí solo
nuestra fiel amiga soledad nos acompañaba. Fatigados de hacer el ridículo,
decidimos tomar un mototaxi. “A la mierda… No hay otra… Plan B… Al Alfil
Mañoso, ipso pucho”, dijo Poncho con total pasión. “Ok”, contestó parcamente el
nuevo mototaxista.
Entramos. El portero entró delante de
nosotros indicándonos el interior. Era un hombre joven, mestizo y de mediana
estatura. “Son cuarenta soles por cabeza”, dijo tartamudeando. “Ok”,
respondimos. Ya en la penumbra colorida, una mujer joven se acercó y nos
acompañó hasta que tomamos asiento. “¿Qué se van a servir?”, preguntó
coquetamente. “Una jarra de cerveza… ¡bien helada!”, contestó Joel. A pesar de
mirarla con los ojos bien abiertos, y por la oscuridad del lugar, no logré
verle bien el rostro, aunque me pareció guapa. Cuando nos dio la espalda, un
resplandor repentino iluminó todo su cuerpo; entonces observé que llevaba unas
pequeñas prendas negras, las que dejaban notar totalmente sus sensuales curvas.
Al sentarme mejor, quieto, pude advertir que estábamos en una sala amplia y
amueblada. Los sillones, de un color rojo intenso, como los de chifa de barrio,
estaban recostados en parte del perímetro. También se descubría en el centro de
todo el espacio a una plataforma o tarima que albergaba en una de sus esquinas
a un gigante y memorable alfil negro. Abriendo más los ojos, pude notar un
racimo de mujeres semidesnudas moviéndose en derredor. También a otras paradas
en el fondo derecho de donde estábamos sentados. Y bordeando la tarima, cuyo
lado daba con la puerta de entrada y salida, a varias más. Todas llenaban así el
caluroso y oscuro ambiente.
Cuando ya habíamos bebido una jarra y
media, el lugar se llenó de un chiflido macho. Un grupo de galancetes hizo su
ingreso. Llegaban con bastante impulso, empujándose unos a otros. Traían a uno
de ellos, entre empujones y jaloneos. Sus movimientos eran agitados, risibles,
como si destaparan sus válvulas de escape. Parecían muy felices, como si
hubieran ganado la lotería. Prosiguieron su marcha hasta llegar al borde de la
tarima, donde se detuvieron. Parados y quietos, miraron para todos lados, como
si estuvieran buscando algo. Y ya sin magia ni descarga, todos tomaron asiento,
desilusionados. Se quedaron inmóviles e impacientes, aunque agitaban las manos.
Ahora, toda aquella sensual realidad estaba llena de murmullos. Pequeñas risas,
junto a la música, acompañaban el colorido espacio. Una jovencita lúcida e
irreverente, de pecho alto, cabello crespo y suelto, se les acercó y los
rescató del olvido. Llevaba cortas prendas, las que dejaban ver su voluptuosa
figura. Era harta de carne, e iba sobre unos gigantescos tacones negros, que la
hacían más alta que todos. A su derecha, el más gordito y semejante a Brutus, y
que, por sus ademanes y gestos, aparentaba ser un cliente obligado, la llamó y
le dijo algo al oído. Luego, sin disimular, le entregó algo en la mano. Casi en
el mismo momento, ella, sonriente, se fue directa, sin consultar ni detenerse, hasta
donde estaba sentado un timorato mestizo con apariencia de funcionario mal
trajeado y huérfano del festín de la vida. Este gritó imprevisiblemente al
sentir que sobre el pucho y de un solo tirón la damisela lo llevó rápidamente encima
de la tarima. Allí lo tenía en pie y lo hacía bailar. También bailaba muy pegada
a él, pero dando vueltas a su alrededor. Sin darle tiempo, empezó a quitarle el
saco, la corbata... Ahora, sin su cáscara de funcionario de alcaldía
provinciana, por sus ademanes, parecía estar confundido; no quería bailar; solo
movía la cabeza de un lado a otro, como un tonto mientras su cuerpo, sin ritmo,
se movía como un muñeco de trapo. Y por su menguada estatura y la camisa
desabotonada fuera del pantalón, parecía un Popeye sin espinacas estropeado por
Brutus. Sin dejar de bailar, la mujer elevó la vista y soltó una amplia
sonrisa, como si tuviera la sensación de estar ingresando a un mundo
desconocido y excitante. No contenta, agitaba sus manos por la entrepierna del
turbado practicante de lujuria; se la sobaba sin compasión alguna. Él,
apoyándose en la cintura desnuda y delgada de la voluptuosa mujer, solo sonreía
débilmente, distraído y tonto, como si su educación lo aplastara y lo dejara
como un aprendiz de aventurero. Para su suerte, hubo una pausa. Los parlantes
encaramados en las paredes, advertían el siguiente show: “La guapa y sensual
Kamila hará un bartop dancing para todos los presentes”, resonó
por todos los rincones. Entonces, la curvilínea mujer dejó de jugar con su
muñeco de trapo y se dirigió a los camerinos. El muñeco la siguió sacudiéndose
el pelo y acomodándose el pantalón. Luego se puso al lado de sus amigos. A los
pocos minutos Kamila salió caminando lentamente y volvió a subir a la tarima.
Ya sobre ella, Kamila, con sus danzantes
y sensuales movimientos, era para mí la reina de las nostalgias, porque mi
juventud se hizo presente. Pero de eso más valía no hablar con mis amigos. Con
la mirada quieta, no dejaba de observarla. Atento, y al ritmo de la música, seguía
el desvestir de sus pequeñas prendas. Con sensuales movimientos, lo hacía de a
poco y descaradamente. En ese estado lujurioso, yo solo aspiraba el cigarrillo
con fuerza y bebía a sorbos cortos la cerveza que refrescaba mi garganta. Joel
agregaba diplomáticamente: “Está buenaza…”. Poncho, quieto y absorbido por la
desnudes de la esbelta mujer, parecía recordar
algo.
La música llegó a su fin y las luces,
como flashes, se apagaron. Amparada en la oscuridad, la voluptuosa estriptisera
cogió apuradamente sus pequeñas prendas y se dirigió casi corriendo al camerino.
Había terminado su show. Los aplausos eufóricos no se hicieron esperar. Antes,
la mirada de Joel divagó como eclipsado.
Nueva pausa. Pedimos otra jarra de
cerveza. La sensual Kamila ahora bebía de una copa colorida, la que fue pedida
por un exaltado y estimulado Brutus; la disfrutaba sonriente y sentada en las faldas
de un Popeye inquieto que no dejaba de toquetearla, tonta y cristianamente;
parecían momentos capitales para él por la eficiencia de la damisela, que, con
sus piernas largas y el pelo enmarañado, estaba dispuesta a todo; aunque el
pobre, por su infantil desempeño, solo era un mero títere para ella. Otra
pausa. Pero al rato, volvieron a sonar los parlantes advirtiendo otro nuevo
show. Sorprendidos, vimos que Kamila nuevamente subía al escenario. Lo que hizo
que repitiera algunos movimientos. Sin embargo, a medio show y sin aviso, dio
un salto como leona hasta el asiento ocupado por Popeye. Lo agarró del cuello y
lo subió rápidamente a la tarima sin hacer caso de sus súplicas. Para luego
dejarlo sentado con las piernas estiradas. Ahí, en medio de todo y sin saber
qué hacer, el pobre Popeye presentaba la mirada perdida. Los presentes,
incluidos nosotros, vitoreábamos lo que le sucedía al pobre muchachón. Primero
le arrancó la camisa, dejándolo en bivirí. Luego, al ritmo de la música, y como
un remolino, y agitando el cuerpo, se dirigió, amenazante, con la entrepierna
desnuda sobre el rostro asustado de su víctima. Mientras hacía esto, inclinada,
guiaba sus manos, como diosa terrible, para tratar de dejarlo desnudo. El
atontado Popeye, con la cabeza gacha y manoteando al aire, como un bebé aturdido,
trataba de ignorar las circunstancias. No aguantando la vergüenza, hizo un
esfuerzo y se puso en pie. Mostrándole la espalda, quiso huir como gallo
maricón; pero Kamila se lo impidió. Como si fuera una cachascanista de
profesión, se abalanzó sobre el tullido cuerpo de Popeye y lo tiró al piso. El
pobre, dando vueltas, quedó bocarriba. Solo movía los brazos y las piernas como
si fuera una tortuga caída de espaldas. Momento que ella aprovechó para tratar
de sacarle el pantalón que él sujetaba fuertemente con sus dos manos. Al fin, y
luego de varias volteretas, logró parase con el pantalón caído hasta las
rodillas. Perdido en el espacio y tiempo, con la mirada secuestrada, y
enseñando el calzoncillo percudido, aunque sin bulto alguno que ameritara aquel
“privado”, empezó a caminar absorto. Parecía un pingüino tratando de escapar de
un inminente peligro. Pero otra vez fue dominado y tirado de espaldas al piso.
Sus piernas, levantadas perpendicularmente, elevaban sus pantalones como
bandera izada. Por más que se defendía como puerco indomable, nada detenía a
Kamila, que danzaba de pie, con las piernas abiertas a ambos lados, de espaldas,
y en medio de él. Así, sin detenerse, agitando el cuerpo, inclinó sus largas piernas
y posó su voluptuoso culo sobre aquel patético rostro. La que inmediatamente
empezó a refregárselo ágilmente de arriba abajo. Cuando por fin el escogido del
grupo, el parco Popeye, se pudo soltar, su rostro presentaba una derrota moral,
una tragedia pavorosa y llena de moralina. Como en un coliseo romano, los
gritos y aplausos eran incesantes. Más, porque ahora todos veíamos caminar, por
sobre el borde de la tarima, lenta y completamente desnuda, a una
resplandeciente e infatigable Kamila. No había dudas, la joven y agraciada
damisela había cumplido otra misión con una febril pasión profesional. En ese
instante, los ávidos ojos de Joel bailaban por la parodia vista. “Chato, que
huevonazo… Yo la hubiera dejado que culmine… Total… no quedaría haciendo el
ridículo”. Sus palabras lograron que arqueara las cejas. “Cumpa, tú no harías
ese ridículo, ¿no?”, dije. “¡Nunca, cumpa!”.
El show llegó a su culminación con
sonoros aplausos y carcajadas.
En nuestros rostros ya no había
alojamiento para tanta risa. Nos costaba creer que estuviéramos ahí, riéndonos
tanto. Era una desconocida ciudad y un desconocido lugar en el que una chica nos
hacía la noche y el día. Así que, para disimular, pedimos
otra jarra de cerveza.
Me quedé con una idea. Por eso, esperé
un poco. Ya que la vi un tanto lejos. Cuando me di cuenta de que me prestaba
atención, le hice unas señas para tratar de comunicarme con ella. Luego de dos
intentos, me distinguió en la penumbra; se dio cuenta y vino hacia nosotros. Por
el ritmo que traía, no parecía estar sorprendida. Entonces esperé impaciente hasta
que estuviera a una discreta distancia. Al tenerla muy cerca, su cara me
pareció familiar de algún lugar mediato, pero no le di importancia —aunque
confusamente trataba de recordarla—. La oscuridad colorida del ambiente era el
marco preciso que necesitaba... Tomé aire y me di valor —no dudo que me
sintiera un hijo de puta, con un remolino de pensamientos de oscuras y
agradables fantasías—. Después de unas efusivas palabras, que la disponía a hacerle
un privado a Joel, aumenté, sonriendo: “Haz con mi amigo lo que tú quieras,
pero eso sí… sobre la tarima…”. Me confío coquetamente que así lo haría. “Mi
amor, le hago todo lo que tú quieras…, solo te costará cincuenta soles… Pero
tienen que esperar un poquito…, después de mi siguiente privado… Ok”. “Ok”, le
contesté.
Joel me miró incrédulo, pero con un
silencio que implicaba una complicidad culpable. Poncho proyectaba en su rostro
una intimidad erótica y de sorpresa, como sintiendo una especie de epílogo
dramático e imprevisible. Un tiempo después, Joel, ya con el tiempo agotado,
proyectó un relámpago de reproches, como queriéndose chupar. Poncho, viendo
aquel ominoso suceso, se apuró a constatar el hecho. “Cumpa, te quiero ver… No
es momento para arrugar…”. Joel, advirtiendo que el destino es siempre
impredecible, se apuró a sonreír mordiéndose los labios y con el cuerpo tieso.
Así que no le quedó otra que mover la cabeza en sentido afirmativo. “No te
preocupes, cumpa… No puedo despreciar el regalo del chato…”, le respondió, curvando
las cejas y contemplándolo con serenidad. Entonces le dio un sorbo largo a su
vaso. Luego, como si fuera casual, se puso en pie y se fue al baño.
Nueva espera, pero ahora sin la
presencia de Joel. Entonces, aprovechamos para soltar algunas viejas bromas. Se
notaba una solidaridad cómplice. También nos divertíamos viendo las caras de
los amigos de Popeye; todas eran de un aspecto risible. Mientras que, a un lado
de ellos, la primera víctima, acomodándose la camisa y el pantalón, los miraba
con una sonrisa más insultante que una mentada de madre. De pronto sentimos los
pasos de Joel. Inmediatamente que llegó, se tendió en el asiento. “Cumpa, te
has ido a mear de puro nervios”, dijo Poncho. “Nada, cumpa, he ido a sacarme el
forro… Para hacer las cosas más fáciles en el ruedo…”, contestó con una sonrisa
de oreja a oreja. Otra nueva pausa. La heroína, que había estrujado y casi
violado a su primera víctima, levantó la mano derecha y nos hizo una seña.
Comprendimos que seguíamos nosotros. Por la cara que puso la muchacha, parecía
dispuesta a domar a un indomable Joel.
Había trascurrido cinco minutos. De
repente, sobre la tarima, la audaz Kamila, con calma y en posición felina, estiró
el brazo derecho, y agitando uno de los dedos, le hizo una señal a Joel. Incomprensiblemente,
Joel no hizo caso; lo que aprovechó la doña para acercarse y empezar el privado
junto a los tres. Parecía decidida a concluirlo ahí. “¡Epa!”, exclamó Poncho.
“Amiga, así no es, tienes que llevarlo allá… ¡En la tarima!”,
agregué.
Entendiendo nuestra orden, lo tomó del
brazo y lo condujo a uno de los bordes de la tarima. Pero antes del tirón, Joel
se había desprendido de sus objetos personales y se los entregó a Poncho. “No
se me vaya a perder la billetera, cumpa… El celular está apagado, no hay
problema…”, dijo. Por su larga sonrisa, parecía que los olores y el calor del
ambiente cerrado lo excitaban más: no podía ser otra cosa. Mientras Kamila se
lo llevaba al ruedo, nuestro amigo elegido, de espaldas y con la cabeza girada
hacia nosotros, con mirada vacuna, levantó los brazos en señal de triunfo. Al
llegar al borde, se volvió con todo el cuerpo y nos guiñó un ojo. Ahora,
totalmente de espaldas al ruedo, parecía concentrar la vista en todas las
sombras que relumbraban. En ese momento, algunas luces como flashes coloridos,
brillaban en su rostro que estaba lleno de gotitas de sudor. Hasta una sonrisa
burlona le brotó instantáneamente. Tomando la iniciativa, puso las manos a sus
espaldas y se sujetó del borde. Acto seguido, y con extraña energía, de un solo
esfuerzo, estiró el cuerpo y se lazó sobre la tarima. Lo hizo como si se
tratara de un buzo sentado en el borde de un barco y de espaldas al mar.
Ágilmente dio una voltereta sobre su cabeza y cayó de panza. “Ay chucha, creo
que caí mal…”, susurró. Luego, mordiéndose los labios y frotándose el cuello,
cambió de posición. Se colocó bocarriba. En el ambiente se oían gritos y
aplausos de aprobación. Como si fuera un niño con juguete nuevo, en la misma
postura, esperó impaciente la diversión. Esperaba el rito erótico terrible pero
necesario. En la penumbra colorida de este improvisado coliseo romano, sus ojos
solo miraban la entrepierna desnuda y pelada de Kamila; diría que la miraba con
una alucinante pasión. En este pequeño tiempo, hizo algunos ademanes para
tratar de imponer su condición; pero luego de ver la total desnudez de su
contrincante, que iba envuelta en ráfagas de luces y sombras, y que
eróticamente se frotaba el culo con la punta del gigante alfil negro, advirtió que
no podía manejar la situación.
Luego de besar y pasarle la lengua a
tamaño obelisco, lentamente, como leona que va en busca de su presa, Kamila
llegó al fondo de la esquina. Ahí estaba tendido nuestro insaciable amigo. Este
la esperaba con la cabeza recogida por sus dos manos puestas en la nuca. Desde
ahí la miraba atenta y apasionadamente. Ella se colocó encima de él con las
piernas abiertas. Luego se inclinó y empezó a tocarle el pecho con ambas manos.
Luego las empezó a bajar lentamente hasta llegar a su entrepierna. Mientras
hacía esto, inclinó más el cuerpo y empezó a frotar la cara de un complaciente
y nada educado Joel con sus ardientes y naturales tetas. Joel, desdoblándose
como si fuera dos, y como animal hambriento, hacía el intento de chuparlas a
como dé lugar. Todos nos carcajeábamos de lo lindo, ya que parecía un cuadro de
la fundación de Roma con Luperca amamantando a los gemelos Rómulo y Remo. Nueva
pose y nuevos movimientos. Kamila, girada de espaldas y sentada sobre la cara
de su nueva víctima, cuya nariz parecía estar siendo absorbida por su
voluptuoso culo, jadeaba sin dejar de mover el cuerpo. Cuando se retiró un poco
y se dispuso a quitarle el pantalón, notó que este no llevaba correa. No le dio
mucha importancia. Ahora, sentada sobre el pecho desnudo de Joel, ahondó sus
manos por debajo del pantalón sin encontrar resistencia. No había nada, nada
que cubriera la pichula erecta y hambrienta de su apasionado cliente. “¡Tampoco
tiene calzoncillo!”, pensó. Estaba sorprendida; se le notó por los gestos que
hizo. Pero era su hombre en ese momento y aquello no le pareció importar, ya
que la fantasía de su cliente tenía que ser satisfecha. Y así lo hizo. Con el
cuerpo quieto, pero agitando las manos en la entrepierna golosa de Joel, trataba
de que este concluyera con el rito erótico. Pero Joel no contento, se provocó
una sonrisa maligna; su rostro daba razones para creer que el alma de Calígula
se le había apoderado. Por eso, con los ojos desorbitados, se propuso
demostrarle que él era un macho de temer y que también tenía voluntad, porque
entendía que aquello era un hecho histórico, una noche capaz de subvertir el
misterio de un tiempo remoto cuando se lo contase a sus nietos. Por ello, una “frotadita
pajera” no era suficiente. Primero eligió sentarse, auparla de espaldas y
apretarle la cintura con las fuerzas de un oso. Segundo, cueste lo que cueste,
tenía que coger (literalmente) a Kamila. Logró lo primero. Porque ahora ella
era dominada por un furibundo macho; macho que le escrutaba todo el cuerpo con
voluntad espartana. Cuando fue por lo segundo, este le atrapó los senos con las
dos manos y agitando el cuerpo la puso en posición “pollito tomando agua”.
Ella, irritada, advirtió la hipótesis de lo que vendría luego. Y es que Joel
tenía el pantalón por debajo de las rodillas y blandiendo en el aire la erecta
y lacrimosa pichula. Así que ella hizo un gran esfuerzo y, girando la cabeza, se
volvió hacia él con gesto dramático, aunque disimulando una sonrisa: “Amigo, no
seas pendejo…, esto ya es perrito… y no está en el libreto…”. “No, no va a
pasar nada, mi amor, solo va a ingresar la puntita…”, contestó Joel. “No, así
no… ¡Pendejo eres, no…! Tú debes ser del Callao, seguro”, aumentó Kamila
soltándose de los brazos de Joel. Este hizo un comentario más sin levantarse
los pantalones, con la creencia de que el show continuaba; pero todo ya estaba
decidido. Así que no protestó ni trató de cambiar la decisión.
Cuando terminó el show, allí estábamos
sentados los tres. Y hacíamos bromas sobre lo acontecido. Aunque por la hora,
decidimos partir. Como me dieron ganas de mear, apuré el paso y me fui al baño.
Ellos continuaron hasta la salida.
Cuando estaba por dar alcance a mis
amigos, y de repente, un brazo me detuvo casi abrazándome.
—Parece que has gozado con mi show de
principio a fin —me dijo una voz muy cerca de mis oídos.
Cuando me volví hacia aquella voz, la
vi. Sí, la pude reconocer, era la misma mujer del bus y del aeropuerto, la
misma de la voluptuosa figura y grandes ojos negros. Sí, estaba allí, a mi
lado, con sus largos y enmarañados cabellos, erguida y espléndida.
Loro