viernes, 31 de octubre de 2014

En lechugilandia

Parece increíble, pero me dirigía de forma voluntaria al aeropuerto para encontrarme con mis amigos. Íbamos a volar los tres rumbo a Iquitos.

Así que allí estaba, en el fondo del ómnibus, sentado junto a la ventana y aún soñoliento. Permanecía recostado en el asiento, reflexionando sobre mis experiencias amorosas y tratando de imaginar lo que encontraríamos en ese lugar. Pronto me di cuenta de que mis pensamientos se estaban volviendo excesivamente sensuales, aunque no podría describirlos con precisión. Después de un breve descanso, quizás un tanto obvio, de repente, como si fuera algo distante en el tiempo, comencé a recordar mi lejana infancia. La nostalgia me invadió, pero debo confesar que también experimentaba una sensación de alegría y satisfacción.

A pesar de que afuera, más allá de la ventana, el resto de la gente se movía sin prestar atención a la realidad, yo me deslizaba junto a mi mochila, de aquí para allá, al compás de los movimientos torpes del bus en su agitado andar. Con la frente pegada a los cristales, salí de lo sensual y demostré cierto interés en las cosas del presente, en donde parecía buscar algo que en esos días me incomodaba. Pero mientras lo hacía, al mismo tiempo, sentía que los sonidos a mi alrededor flotaban de un lado a otro sin que nadie los pudiera controlar. Una mujer muy guapa, de unos veinticinco años, que iba a mi derecha, estaba dormida y roncaba. También llevaba una mochila en su falda, como yo. En aquel momento, viéndola así, quieta y desprotegida, me entraron ganas de darle un beso y fastidiar a Morfeo. Estuve con esas agobiantes ganas unos minutos; hasta que ella se repuso, abrió totalmente los ojos y me miró con desconfianza. Disimulando su interrogante mirada, sacó un pañuelo de su cartera y se limpió el rostro. Tenía la frente empapada de sudor. En su confusión, miró su reloj de pulsera, se puso en pie y avanzó hasta llegar a la puerta. Luego se inclinó y miró por la ventana. Por un momento, todo quedó inmóvil. Lo que me permitió examinar atentamente el escultural cuerpo que estuvo antes a mi lado. Reinaba en ella una figura picante y atrevida; su cuerpo, mediano y delgado, estaba envuelto por una blusa blanca y un pantalón que acentuaba su rico trasero. Permaneció en esa posición hasta que finalmente se sentó. Se había equivocado de paradero.

Ahora yo iba con más ánimo y con una multitud de ideas agolpadas en mi cabeza. A fuerza de evitar mis agradables pensamientos y regresar a la realidad, consulté mi reloj de pulsera y me puse a observar a los demás. La otra gente iba inquieta y con ganas de ir a ninguna parte. Sus sonrisas eran patéticas, como sus conversaciones, cortas y sin sentido. Allí también el chofer agitaba las manos y le daba golpes a la radio que no quería funcionar.

Hacía frío, así que me abrigué un poco y me puse a contemplar por detrás de la ventana. Veía pasar apurada a otra gente... tan verdadera como yo. Tal vez exagero, pero las miraba con fascinación. Todo aquí y allá me parecía irreal, inverosímil. Creo que era por la nostalgia de todos mis días antiguos en que, supongo, me parecía a ellos. Ahora era un desertor, un viajero creando olvido; una especie de novel vagabundo...

Después de esta súbita agonía, obligatoria tal vez, dejé de escuchar a mis pensamientos y me atreví a registrar mi mochila que apretaba sobre mis piernas, como si alguien me la quisiera quitar. Luego de agitar mi mano derecha en su interior y buscarlos, los encuentro; entonces me pongo los audífonos y busco en mi celular la canción "A dónde van" de Silvio Rodríguez, quizá evitando otra visión o sonido inesperado. Cuando finalizó, me pareció una melodía muy concisa, remota. Puse otra canción más amena, una salsa de Richie Ray & Bobby Cruz: "Sonido bestial". Al tan solo escuchar el inicio de este aderezo con sabor montuno, mi estado cambió y logró que me burlara de todo con una solapada hipocresía. Sonreía para mis adentros, con absoluta libertad, como quien dice: “apago el televisor y que todo se vaya a la mismísima mierda...”. Total, estaba con cincuenta y cuatro años a cuestas y con tiempo aún.

El vuelo saldría a las seis y veinte de la mañana, y eran las cuatro y treinta en mi reloj de pulsera. Por lo que en dos horas más estaría en el avión con mis dos amigos, rumbo a Iquitos. Me habían pedido —exigido— cinco días de licencia y no podían negármelos. Ya cerca del aeropuerto, me vinieron a la mente las veces que salimos juntos, aquellas de Cañete y la pampa de Nazca..., y otras más; pero traté de no hacerle caso a mi nostalgia, porque los recuerdos son siempre tristes y no era momento de tristezas.

Al llegar, bajé apurado y caminé un pequeño trecho, hasta cruzar una reja amplia, para luego seguir por una vereda larga, en cuyo espacio se repetían otras gentes apuradas como yo. Me detuve casi al final y giré a la izquierda para cruzar los estacionamientos, y caminé casi corriendo por sobre las cebras amarillas. El frío había disminuido y el ambiente estaba ahora algo templado.

Después de llegar a la puerta, entré en el interior del terminal aéreo y me quedé parado, moviendo la cabeza. Buscaba a mis amigos por todas partes. Me sentía un poco perdido. Al verlos, fui deprisa para reunirme con ellos en la cola de entrega de la tarjeta de embarque —creo que era la primera vez que llegaba a un vuelo con una holgura de tiempo—. Entonces apuré el paso y me puse tras una fila, a dos personas de ellos.

La señorita que me precedía olía a recién bañada y presentaba unas voluptuosas nalgas, las que sobresalían del interior de su apretado pantalón negro. Sus cabellos, largos y crespos, más allá de sus hombros, impedían que le viera totalmente la espalda y el perfil del rostro; pero por la magia de su cuerpo, que lo explicaba todo, me la imaginé bonita y simpática. Justo en ese pequeño instante de observación perruna, mis amigos me hicieron unas ligeras señas, las que lograron devolverme a la realidad y olvidarme de ella. Cuando los vi, no reprimían sus carcajadas, y también hablaban con gestos para llamar mi atención. Yo, como si hubiera entendido, les respondí con una larga sonrisa.

Al llegar mi turno, y sin decir nada, me acerqué lentamente al mostrador. La señorita agente, como monja pastora en un púlpito, me recibió con una peculiar majestad; su sonrisa era agradable y su voz dulce como su rostro. La del pantalón negro, un poco a regañadientes, volvió y nos interrumpió. Creí que lo hacía adrede, tan solo para fastidiarme. Entendí, abrumado, que toda protesta era vana. Como estaban ocupadas, me aparté a un lado disimulando una sonrisa tenue que reflejaba de algún modo mi postura de subalterno. Entonces esperé, no sé qué tiempo, mirándola de soslayo y sintiendo la fragancia que emergía de su fresca e inquietante figura. Cuando terminó su consulta, giró la cabeza y me miró seriamente con sus grandes ojos negros.

Luego salió delante de mí moviendo sensualmente todo su espectacular y aguitarrado cuerpo. Por sus gestos, creí que me reprochaba alguna cosa. Abochornado, pero sin tomar el hecho en serio, volví otra vez al frente. La simpática agente me recibió con una enternecida y articulada voz, que logró que yo le sonriera. Así que estiré el brazo y le entregué mi DNI. Después de registrar mi documento, con mirada atenta y sonrisa infantil, me lo devolvió junto con el boleto. No pensando nada, salí casi corriendo y luchando con mi mochila al hombro para dar alcance a mis amigos.

Apurados, y sin casi saludarnos, atravesamos un enorme patio en donde había mucha gente enredada y moviéndose por todos lados —aquel espacio parecía un singular mundo hecho de apuros y sin tiempo, un perfecto laberinto tenaz e infatigable, dionisíaco—. Finalmente, pero luego de dar varias vueltas en busca de la entrada, ingresamos con alguna incomodidad a la sala de embarque. Ya en otra cola, agitando las manos, me saqué la correa y todo el metal que llevaba sobre mi cuerpo... Fue entonces que la volví a encontrar. Estaba en la otra fila, quieta y con los hombros descubiertos. El cabello lo tenía recogido. Giró su cabeza y me miró a los ojos por unos segundos con la misma cara seria.

Me ruboricé pensando que había descubierto mi mirada libidinosa. Al observarla por unos segundos, me quedé aún más sorprendido, porque me pareció reconocerla de algún lugar. Pero quizá me equivocaba. Vacilante, la volví a examinar. Sí, no me había equivocado, la señorita de nalgas voluptuosas tenía un rostro joven, suave y travieso; el pecho levantado y muy natural. Cuando empezó a caminar y cruzar sus amplias piernas, hizo resaltar más su agradable trasero gordo.

Disimulé susurrándole algo a Poncho, que iba delante de mí —no sin el dolor que me costó privarme de aquella observación—; luego caminé un pequeño tramo, hasta llegar con agilidad al escáner de la derecha. A unos pasos de donde yo estaba, pero parada en el de la izquierda, la volví a encontrar: miraba para todos lados con impaciencia.

Cuando me volvió a mirar con sus grandes ojos negros, le solté una sonrisa atrevida, continental; diría que con profunda fuerza. Por eso, en ese instante pensé que estábamos de buen humor y éramos capaces de hablar. No me equivoqué otra vez. Sus enormes ojos no rehusaron mi sonrisa. Porque sin aviso, y enseñándome sus blancos y hermosos dientes, me devolvió una apabullante y eterna mirada. “Hola, creo que me estás siguiendo”, me dijo con tenue y calmada voz.

Ignoro la cara que puse, porque ya sin tiempo para replicarle, y lleno de vergüenza, apuré el paso y volví a dar alcance a mis amigos; quienes sonrientes me esperaban al otro lado. Ahora nos saludamos con un apretón de manos. “Todavía no lo creo, pero el chato está aquí... ¿No será su holograma?”, dijo Joel. “Para mí que este pendejo ha pernoctado en la casa de su hermano”, aumentó Poncho. Preferí no decir nada. Quería olvidarme del tiempo y de las cosas que la bordeaban. Estas vacaciones cortas con mis amigos se merecían disfrutarlas de la mejor manera.

Ya acomodado en el interior del avión, fui divisando los rostros que tenía a mi frente: pasivos y somnolientos; algunos con notorias arrugas y comprensibles peculiaridades. Luego, de pronto, cuando salí de mi observación, entendí que conversaba con mis amigos. Hacíamos hora mientras esperábamos con impaciencia el protocolo de vuelo. “Qué carajo..., como si a medio vuelo, y luego de apagarse los motores, y en caída libre, a ver si vamos a seguir los consejos”, pensé.

Así estábamos hasta que escuché el arrancar de las turbinas y ver al avión tomar gran altura. Un rato después, el vuelo se me hizo rutinario; aunque, de cuando en cuando, observaba por detrás de la ventanilla la inmediatez del paisaje; y también comprobaba, soslayadamente, las sensuales curvas de las dos hermosas azafatas.

Estaba más descansado así, porque mis ojos sentían una especie de dulzura y encanto. Pero cuando estaba por apagar mis pensamientos de espectador, que se desvanecían por culpa de la llegada inesperada del sueño, perifonearon que estábamos aterrizando.

El tiempo del vuelo se nos hizo corto. Aterrizamos y antes de dos minutos, la azafata abrió la puerta. Entonces, en formación lineal, salimos. Ya fuera del avión, en el descanso de la escalera, Joel estaba delante de mí y Poncho iba a mis espaldas. “Parece que no han apagado las turbinas”, dijo Poncho, dudando. Así, y sin apuro, bajamos las escaleras contemplando alrededor. El calor afuera era insoportable. Por eso, inmediatamente nos quitamos las casacas y nos encaminamos en fila india hasta la zona de llegada y recojo de equipajes. Allí esperamos parados como galanes y en respetuoso silencio. Duró muy poco hasta que Poncho recuperó su otro maletín de la faja transportadora, el que había viajado como equipaje de bodega.

Salimos. Para entonces, no dejábamos de hablar. Hacíamos alusiones a las mujeres que se nos presentarían en esta calurosa ciudad; un tema que también lo habíamos conversado aquella noche sentados a la mesa de un inefable bar y en el que acordamos este viaje.

Los tres teníamos ganas de llegar al hotel para desprendernos de las mochilas que colgaban fastidiando nuestros hombros. Joel llevaba, además, una mariconera marrón cuya correa, en diagonal, le cruzaba una de las tetillas y toda la panza. Poncho portaba un simpático sombrero color trigo que cubría su creciente calvicie de monje franciscano. Ahora, parados afuera y a tres metros de la puerta de salida, no dejábamos de hacer bromas relacionadas con las damiselas del lugar. Con esta diversión o divagación apresurada, y haciéndonos los locos, evitábamos a un enjambre de mototaxistas que nos ofrecían sus servicios.

Al final, mirando alrededor y calculando el volumen de nuestros bultos, optamos por un taxi (station wagon) de color blanco. Recuerdo que la cara del taxista era mestiza y achinada, y hablaba con una sintaxis irregular, alterando el orden de la oración. Al llegar a un hotel de tres estrellas donde había una conjunción de espejos y cuadros de mapas turísticos, nos llevamos la sorpresa de que era bastante caro para lo poco que ofrecían. Lo peor de todo, y con evidente fastidio, era que teníamos que esperar algunas horas la desocupación de tres cuartos aún ocupados.

El taxista, sorprendido por nuestra sorpresa y quizás sintiéndose culpable, nos dijo con su dejo de charapa, pero con amabilidad: “... barato conozco otros más”. Al final, después de recorrer tres hoteles más, llegamos al que por cansancio nos pareció de mejor precio y el más cómodo; no había otra opción: habitación triple.

Perdidos en nuestras alegrías, nos bañamos y salimos lo más pronto que pudimos. “¡Ya estamos en lechugilandia!”, exclamó Poncho, echándose a reír. Joel lo miró inquieto y sonriente; yo solo hice gestos mezclando una sonrisa con la tos.

El desayuno, en un lugar inesperado y muy concurrido lleno de inmensas parrillas humeantes, fue de azar, porque lo encontramos sin proponérnoslo. Un rico pescado envuelto en una hoja de bijao nos hizo chupar los dedos. En todas las mesas, como en la nuestra, había gente que devoraba codiciosamente sus pedidos. Mientras tanto, Poncho, aprovechando algunas pausas, hablaba de lo que la noche nos tendría preparado; refrescaba así nuestra memoria para dejar escapar la realidad y sumergirnos en una esperanza. Luego de terminar el desayuno y contagiados de inquietud, nuestras ideas se volvieron fantasías.

Después de salir con la panza llena hasta el cansancio, tomamos un mototaxi con el que dimos varias vueltas por la ciudad. Recorrimos plazas y avenidas hasta llegar a un pintoresco barrio, totalmente pobre, compuesto por palafitos y embarcaciones pequeñas. Belén era su nombre. El siempre servicial mototaxista nos dijo que también la llamaban “La Venecia Amazónica”. El río Itaya nos acompañaba ahora —me pareció extraño lo huérfano que estaba de aves—. Resueltos, empezamos otro recorrido. El conductor, con expresión amable y sonriente, tal vez esperando una buena propina, nos transportaba sin parar de hablar. Nos mostraba así todo el visible e inesperado paisaje.

Nos condujo por caminos estrechos, trazados irregularmente, con pendientes empinadas y llenas de barro. Luego de unos minutos, inesperadamente se detuvo: “Este es Bellavista”, nos dijo; y comenzó a narrar su historia. Sin perder tiempo, aceleró y nos zambulló en las fauces de un mercadillo atestado de ambulantes. Por el lento movimiento que ahora seguíamos, se acercaban a la moto mujeres casuales y arbitrarias que nos invitaban a probar una variedad de platos típicos: tacacho, patarashca, gusanos hechos anticuchos, etc.

Antecedidos y precedidos por esta procesión de vendedoras, inquietas y obstinadas, atravesamos el mercadillo y una empinada curva, para luego llegar a una especie de puerto. Nos hizo bajar; él también bajó. Los cuatro, a pie, cruzamos un curso de agua por un pequeño e improvisado puente de madera. Al otro lado nos esperaba un restaurante de ambiente típico que flotaba a orillas del río y cuya única entrada sin puerta había que subirla por una pequeña y ancha escalera de madera.

Ya en el interior, el ambiente era claro y agradable. Con total sorpresa, apreciábamos por sobre el perímetro que servía de baranda y que formaba con el techo anchas ventanas sin lunas, al sinuoso río Nanay. Sí, el lugar era fantástico; y el calor también. “¿Y dónde está el Amazonas?”, preguntó Joel. “Al fondo está, el que tiene su agua más achocolatada”, respondió nuestro improvisado guía. 

Ya más cómodos, nos sentamos bordeando una mesita que estaba posicionada a pocos metros de una de las ventanas. Ahí pedimos una cerveza bien helada. Como en un descansado sueño, el ambiente era acogedor, apacible y tranquilo; todo era un balcón amplio que lograba en nosotros una visión fantástica e improvisada. Entonces, nos pusimos a conversar de lo que nos acontecería luego. La charla se hizo amena por las conjeturas, bromas y nuestras apreciaciones costumbristas. Mientras tanto, a contraluz, el mototaxista, en silencio y apoyado en el marco de una de las ventanas, permanecía parado y bebiendo una gaseosa que dispusimos para él. Nos miraba detenidamente, con ganas de meterse en nuestra conversación.

Una vez terminada la única botella de cerveza, optamos por dar algunas vueltas por el restaurante. Todo iba bien, o más o menos bien, porque seguíamos apreciando un paisaje ya repetido y tomábamos las mismas fotos. Así que decidimos marcharnos. Antes de partir, le dimos las gracias a la simpática señorita que nos atendió; guapa, pero nada sensual. Eso sí, nos fuimos de allí con la imaginación despierta.

Luego de llegar a la Plaza Mayor, despedimos a nuestro guía improvisado. Ahora la tarde se hacía presente junto a la atmosfera abrazadora e intolerable que nos rodeaba.

“Puta madre, ¿y dónde está mi sombrero?”, dijo Poncho. “Creo que lo dejé en el restaurante”, se respondió. Todos nos sentimos tristes porque era un bonito y simpático sombrero. “La chica lo debe de haber guardado… Mañana vamos y lo recuperamos”, dijo Joel. “Ojalá”, dijo Poncho con cara de duda.

La noche cayó de pronto. Había llegado la hora. Por lo que nuestro fantasear, monótono y comprensible, tendría que hacerse realidad. Para ello solo deberíamos buscar el lugar preciso en donde meter aquella cuña que la imaginación se merecía.

La ciudad de noche no es fea; diría que su aspecto es aparentemente cotidiano y caluroso; y las avenidas están llenas de motos de dos y tres ruedas, que van por todas partes; es un río rápido de ronquidos de motores pequeños, la que la hace diferente de Lima… Puedo también referir que está llena de árboles y jardines en donde hay pequeños aleteos y susurros de hojas silenciosas por la falta de viento.

En ese momento el calor abrumador pululaba en el ambiente como si la selva entera quisiera penetrar en nuestros cuerpos. Viéndonos ahí, en medio de la Plaza Mayor, y con determinación fijando nuestra mirada en el objetivo, decidimos partir. En un mototaxi y luego a pie nos encaminamos a un determinado bulevar. El mismo que el primer taxista nos había recomendado. “Después de las once de la noche las huambrillas están rondando por todos lados. El malecón se llena de ellas”, nos dijo. Fuimos con la sospecha de encontrar otras cosas más, pero que en nada cambiarían nuestras vidas. Tampoco teníamos por qué exagerar. Nuestra misión era decir: “Esto nos ocurrió”.

Después de beber dos jarras de cerveza, sentados alrededor de una mesita, fuera del bar, y al frente del malecón, en esta especie de alameda o ensayo de jirón, desde donde apenas podíamos divisar el río Itaya, nos dimos cuenta de que nada sucedería; ya que solo observábamos vendedores de cigarros, artistas improvisados y borrachos conspicuos. Los que nos resultaban divertidos al verlos en compañía de otros trasnochadores disfrazados malamente de Bob Marley, aunque con apariencia más de “bricheros”. En esta cuadra de concreto, y en parte revestida de mayólica y de árboles silenciosos y olvidados, había también otros noctámbulos bajo los focos eléctricos. Los que se paseaban en el contorno del malecón. En la parte baja y a nuestro frente, un pequeño anfiteatro nos acompañaba. Era un ridículo coliseo al aire libre, vacío en ese instante. ¿Nenas?... Nos sobraban los dedos de un manco para contarlas. “¿Qué sucede? ¿Qué pasa?”, era la pregunta que nos hacíamos inquietos. No nos quedó otra que sonreírnos incrédulamente. Por lo tanto, nuestro plan B era infinitamente necesario.

Esperanzados aún, llamamos al mozo y le hicimos algunas preguntas, las que no pudo contestar. Solo sonreía hecho un huevón, mientras movía la cabeza como si sospechara la naturaleza de nuestros pensamientos. Confusamente y sin perder más tiempo, pagamos la cuenta y nos marchamos de aquel triste y patético lugar.

Por espacio de diez o quince minutos, caminamos varias cuadras. Doblamos a la derecha, a la izquierda y caminamos no sé cuántas cuadras. Íbamos con los ojos como linternas —mismo Diógenes— en busca de un lugar con buenas y apetecibles mujeres. Pero, nada de nada. Al percatarnos de que andábamos en círculo, hecho unos huevones, decidimos volver a la Plaza Mayor. Entonces, casi al llegar, vimos que tres huambrillas nos miraban inquietas. Estaban paradas cerca de la puerta de entrada a un casino. Por sus fachas y su exagerado andar puteril, era fácil prever que con ellas no era la cosa. Así que seguimos nuestro camino bordeando el perímetro de la plaza. Nos detuvimos al llegar al frente de una humilde iglesia. Hasta allí solo nuestra fiel amiga soledad nos acompañaba. Fatigados de hacer el ridículo, decidimos tomar un mototaxi. “A la mierda… No hay otra… Plan B… Al Alfil Mañoso, ipso pucho”, dijo Poncho con total pasión. “Ok”, contestó parcamente el nuevo mototaxista.

Entramos. El portero entró delante de nosotros indicándonos el interior. Era un hombre joven, mestizo y de mediana estatura. “Son cuarenta soles por cabeza”, dijo tartamudeando. “Ok”, respondimos. Ya en la penumbra colorida, una mujer joven se acercó y nos acompañó hasta que tomamos asiento. “¿Qué se van a servir?”, preguntó coquetamente. “Una jarra de cerveza… ¡bien helada!”, contestó Joel. A pesar de mirarla con los ojos bien abiertos, y por la oscuridad del lugar, no logré verle bien el rostro, aunque me pareció guapa. Cuando nos dio la espalda, un resplandor repentino iluminó todo su cuerpo; entonces observé que llevaba unas pequeñas prendas negras, las que dejaban notar totalmente sus sensuales curvas. Al sentarme mejor, quieto, pude advertir que estábamos en una sala amplia y amueblada. Los sillones, de un color rojo intenso, como los de chifa de barrio, estaban recostados en parte del perímetro. También se descubría en el centro de todo el espacio a una plataforma o tarima que albergaba en una de sus esquinas a un gigante y memorable alfil negro. Abriendo más los ojos, pude notar un racimo de mujeres semidesnudas moviéndose en derredor. También a otras paradas en el fondo derecho de donde estábamos sentados. Y bordeando la tarima, cuyo lado daba con la puerta de entrada y salida, a varias más. Todas llenaban así el caluroso y oscuro ambiente.

Cuando ya habíamos bebido una jarra y media, el lugar se llenó de un chiflido macho. Un grupo de galancetes hizo su ingreso. Llegaban con bastante impulso, empujándose unos a otros. Traían a uno de ellos, entre empujones y jaloneos. Sus movimientos eran agitados, risibles, como si destaparan sus válvulas de escape. Parecían muy felices, como si hubieran ganado la lotería. Prosiguieron su marcha hasta llegar al borde de la tarima, donde se detuvieron. Parados y quietos, miraron para todos lados, como si estuvieran buscando algo. Y ya sin magia ni descarga, todos tomaron asiento, desilusionados. Se quedaron inmóviles e impacientes, aunque agitaban las manos. Ahora, toda aquella sensual realidad estaba llena de murmullos. Pequeñas risas, junto a la música, acompañaban el colorido espacio. Una jovencita lúcida e irreverente, de pecho alto, cabello crespo y suelto, se les acercó y los rescató del olvido. Llevaba cortas prendas, las que dejaban ver su voluptuosa figura. Era harta de carne, e iba sobre unos gigantescos tacones negros, que la hacían más alta que todos. A su derecha, el más gordito y semejante a Brutus, y que, por sus ademanes y gestos, aparentaba ser un cliente obligado, la llamó y le dijo algo al oído. Luego, sin disimular, le entregó algo en la mano. Casi en el mismo momento, ella, sonriente, se fue directa, sin consultar ni detenerse, hasta donde estaba sentado un timorato mestizo con apariencia de funcionario mal trajeado y huérfano del festín de la vida. Este gritó imprevisiblemente al sentir que sobre el pucho y de un solo tirón la damisela lo llevó rápidamente encima de la tarima. Allí lo tenía en pie y lo hacía bailar. También bailaba muy pegada a él, pero dando vueltas a su alrededor. Sin darle tiempo, empezó a quitarle el saco, la corbata... Ahora, sin su cáscara de funcionario de alcaldía provinciana, por sus ademanes, parecía estar confundido; no quería bailar; solo movía la cabeza de un lado a otro, como un tonto mientras su cuerpo, sin ritmo, se movía como un muñeco de trapo. Y por su menguada estatura y la camisa desabotonada fuera del pantalón, parecía un Popeye sin espinacas estropeado por Brutus. Sin dejar de bailar, la mujer elevó la vista y soltó una amplia sonrisa, como si tuviera la sensación de estar ingresando a un mundo desconocido y excitante. No contenta, agitaba sus manos por la entrepierna del turbado practicante de lujuria; se la sobaba sin compasión alguna. Él, apoyándose en la cintura desnuda y delgada de la voluptuosa mujer, solo sonreía débilmente, distraído y tonto, como si su educación lo aplastara y lo dejara como un aprendiz de aventurero. Para su suerte, hubo una pausa. Los parlantes encaramados en las paredes, advertían el siguiente show: “La guapa y sensual Kamila hará un bartop dancing para todos los presentes”, resonó por todos los rincones. Entonces, la curvilínea mujer dejó de jugar con su muñeco de trapo y se dirigió a los camerinos. El muñeco la siguió sacudiéndose el pelo y acomodándose el pantalón. Luego se puso al lado de sus amigos. A los pocos minutos Kamila salió caminando lentamente y volvió a subir a la tarima.

Ya sobre ella, Kamila, con sus danzantes y sensuales movimientos, era para mí la reina de las nostalgias, porque mi juventud se hizo presente. Pero de eso más valía no hablar con mis amigos. Con la mirada quieta, no dejaba de observarla. Atento, y al ritmo de la música, seguía el desvestir de sus pequeñas prendas. Con sensuales movimientos, lo hacía de a poco y descaradamente. En ese estado lujurioso, yo solo aspiraba el cigarrillo con fuerza y bebía a sorbos cortos la cerveza que refrescaba mi garganta. Joel agregaba diplomáticamente: “Está buenaza…”. Poncho, quieto y absorbido por la desnudes de la esbelta mujer, parecía recordar algo.

La música llegó a su fin y las luces, como flashes, se apagaron. Amparada en la oscuridad, la voluptuosa estriptisera cogió apuradamente sus pequeñas prendas y se dirigió casi corriendo al camerino. Había terminado su show. Los aplausos eufóricos no se hicieron esperar. Antes, la mirada de Joel divagó como eclipsado.

Nueva pausa. Pedimos otra jarra de cerveza. La sensual Kamila ahora bebía de una copa colorida, la que fue pedida por un exaltado y estimulado Brutus; la disfrutaba sonriente y sentada en las faldas de un Popeye inquieto que no dejaba de toquetearla, tonta y cristianamente; parecían momentos capitales para él por la eficiencia de la damisela, que, con sus piernas largas y el pelo enmarañado, estaba dispuesta a todo; aunque el pobre, por su infantil desempeño, solo era un mero títere para ella. Otra pausa. Pero al rato, volvieron a sonar los parlantes advirtiendo otro nuevo show. Sorprendidos, vimos que Kamila nuevamente subía al escenario. Lo que hizo que repitiera algunos movimientos. Sin embargo, a medio show y sin aviso, dio un salto como leona hasta el asiento ocupado por Popeye. Lo agarró del cuello y lo subió rápidamente a la tarima sin hacer caso de sus súplicas. Para luego dejarlo sentado con las piernas estiradas. Ahí, en medio de todo y sin saber qué hacer, el pobre Popeye presentaba la mirada perdida. Los presentes, incluidos nosotros, vitoreábamos lo que le sucedía al pobre muchachón. Primero le arrancó la camisa, dejándolo en bivirí. Luego, al ritmo de la música, y como un remolino, y agitando el cuerpo, se dirigió, amenazante, con la entrepierna desnuda sobre el rostro asustado de su víctima. Mientras hacía esto, inclinada, guiaba sus manos, como diosa terrible, para tratar de dejarlo desnudo. El atontado Popeye, con la cabeza gacha y manoteando al aire, como un bebé aturdido, trataba de ignorar las circunstancias. No aguantando la vergüenza, hizo un esfuerzo y se puso en pie. Mostrándole la espalda, quiso huir como gallo maricón; pero Kamila se lo impidió. Como si fuera una cachascanista de profesión, se abalanzó sobre el tullido cuerpo de Popeye y lo tiró al piso. El pobre, dando vueltas, quedó bocarriba. Solo movía los brazos y las piernas como si fuera una tortuga caída de espaldas. Momento que ella aprovechó para tratar de sacarle el pantalón que él sujetaba fuertemente con sus dos manos. Al fin, y luego de varias volteretas, logró parase con el pantalón caído hasta las rodillas. Perdido en el espacio y tiempo, con la mirada secuestrada, y enseñando el calzoncillo percudido, aunque sin bulto alguno que ameritara aquel “privado”, empezó a caminar absorto. Parecía un pingüino tratando de escapar de un inminente peligro. Pero otra vez fue dominado y tirado de espaldas al piso. Sus piernas, levantadas perpendicularmente, elevaban sus pantalones como bandera izada. Por más que se defendía como puerco indomable, nada detenía a Kamila, que danzaba de pie, con las piernas abiertas a ambos lados, de espaldas, y en medio de él. Así, sin detenerse, agitando el cuerpo, inclinó sus largas piernas y posó su voluptuoso culo sobre aquel patético rostro. La que inmediatamente empezó a refregárselo ágilmente de arriba abajo. Cuando por fin el escogido del grupo, el parco Popeye, se pudo soltar, su rostro presentaba una derrota moral, una tragedia pavorosa y llena de moralina. Como en un coliseo romano, los gritos y aplausos eran incesantes. Más, porque ahora todos veíamos caminar, por sobre el borde de la tarima, lenta y completamente desnuda, a una resplandeciente e infatigable Kamila. No había dudas, la joven y agraciada damisela había cumplido otra misión con una febril pasión profesional. En ese instante, los ávidos ojos de Joel bailaban por la parodia vista. “Chato, que huevonazo… Yo la hubiera dejado que culmine… Total… no quedaría haciendo el ridículo”. Sus palabras lograron que arqueara las cejas. “Cumpa, tú no harías ese ridículo, ¿no?”, dije. “¡Nunca, cumpa!”.

El show llegó a su culminación con sonoros aplausos y carcajadas.

En nuestros rostros ya no había alojamiento para tanta risa. Nos costaba creer que estuviéramos ahí, riéndonos tanto. Era una desconocida ciudad y un desconocido lugar en el que una chica nos hacía la noche y el día. Así que, para disimular, pedimos otra jarra de cerveza.

Me quedé con una idea. Por eso, esperé un poco. Ya que la vi un tanto lejos. Cuando me di cuenta de que me prestaba atención, le hice unas señas para tratar de comunicarme con ella. Luego de dos intentos, me distinguió en la penumbra; se dio cuenta y vino hacia nosotros. Por el ritmo que traía, no parecía estar sorprendida. Entonces esperé impaciente hasta que estuviera a una discreta distancia. Al tenerla muy cerca, su cara me pareció familiar de algún lugar mediato, pero no le di importancia —aunque confusamente trataba de recordarla—. La oscuridad colorida del ambiente era el marco preciso que necesitaba... Tomé aire y me di valor —no dudo que me sintiera un hijo de puta, con un remolino de pensamientos de oscuras y agradables fantasías—. Después de unas efusivas palabras, que la disponía a hacerle un privado a Joel, aumenté, sonriendo: “Haz con mi amigo lo que tú quieras, pero eso sí… sobre la tarima…”. Me confío coquetamente que así lo haría. “Mi amor, le hago todo lo que tú quieras…, solo te costará cincuenta soles… Pero tienen que esperar un poquito…, después de mi siguiente privado… Ok”. “Ok”, le contesté.

Joel me miró incrédulo, pero con un silencio que implicaba una complicidad culpable. Poncho proyectaba en su rostro una intimidad erótica y de sorpresa, como sintiendo una especie de epílogo dramático e imprevisible. Un tiempo después, Joel, ya con el tiempo agotado, proyectó un relámpago de reproches, como queriéndose chupar. Poncho, viendo aquel ominoso suceso, se apuró a constatar el hecho. “Cumpa, te quiero ver… No es momento para arrugar…”. Joel, advirtiendo que el destino es siempre impredecible, se apuró a sonreír mordiéndose los labios y con el cuerpo tieso. Así que no le quedó otra que mover la cabeza en sentido afirmativo. “No te preocupes, cumpa… No puedo despreciar el regalo del chato…”, le respondió, curvando las cejas y contemplándolo con serenidad. Entonces le dio un sorbo largo a su vaso. Luego, como si fuera casual, se puso en pie y se fue al baño.

Nueva espera, pero ahora sin la presencia de Joel. Entonces, aprovechamos para soltar algunas viejas bromas. Se notaba una solidaridad cómplice. También nos divertíamos viendo las caras de los amigos de Popeye; todas eran de un aspecto risible. Mientras que, a un lado de ellos, la primera víctima, acomodándose la camisa y el pantalón, los miraba con una sonrisa más insultante que una mentada de madre. De pronto sentimos los pasos de Joel. Inmediatamente que llegó, se tendió en el asiento. “Cumpa, te has ido a mear de puro nervios”, dijo Poncho. “Nada, cumpa, he ido a sacarme el forro… Para hacer las cosas más fáciles en el ruedo…”, contestó con una sonrisa de oreja a oreja. Otra nueva pausa. La heroína, que había estrujado y casi violado a su primera víctima, levantó la mano derecha y nos hizo una seña. Comprendimos que seguíamos nosotros. Por la cara que puso la muchacha, parecía dispuesta a domar a un indomable Joel.

Había trascurrido cinco minutos. De repente, sobre la tarima, la audaz Kamila, con calma y en posición felina, estiró el brazo derecho, y agitando uno de los dedos, le hizo una señal a Joel. Incomprensiblemente, Joel no hizo caso; lo que aprovechó la doña para acercarse y empezar el privado junto a los tres. Parecía decidida a concluirlo ahí. “¡Epa!”, exclamó Poncho. “Amiga, así no es, tienes que llevarlo allá… ¡En la tarima!”, agregué.

Entendiendo nuestra orden, lo tomó del brazo y lo condujo a uno de los bordes de la tarima. Pero antes del tirón, Joel se había desprendido de sus objetos personales y se los entregó a Poncho. “No se me vaya a perder la billetera, cumpa… El celular está apagado, no hay problema…”, dijo. Por su larga sonrisa, parecía que los olores y el calor del ambiente cerrado lo excitaban más: no podía ser otra cosa. Mientras Kamila se lo llevaba al ruedo, nuestro amigo elegido, de espaldas y con la cabeza girada hacia nosotros, con mirada vacuna, levantó los brazos en señal de triunfo. Al llegar al borde, se volvió con todo el cuerpo y nos guiñó un ojo. Ahora, totalmente de espaldas al ruedo, parecía concentrar la vista en todas las sombras que relumbraban. En ese momento, algunas luces como flashes coloridos, brillaban en su rostro que estaba lleno de gotitas de sudor. Hasta una sonrisa burlona le brotó instantáneamente. Tomando la iniciativa, puso las manos a sus espaldas y se sujetó del borde. Acto seguido, y con extraña energía, de un solo esfuerzo, estiró el cuerpo y se lazó sobre la tarima. Lo hizo como si se tratara de un buzo sentado en el borde de un barco y de espaldas al mar. Ágilmente dio una voltereta sobre su cabeza y cayó de panza. “Ay chucha, creo que caí mal…”, susurró. Luego, mordiéndose los labios y frotándose el cuello, cambió de posición. Se colocó bocarriba. En el ambiente se oían gritos y aplausos de aprobación. Como si fuera un niño con juguete nuevo, en la misma postura, esperó impaciente la diversión. Esperaba el rito erótico terrible pero necesario. En la penumbra colorida de este improvisado coliseo romano, sus ojos solo miraban la entrepierna desnuda y pelada de Kamila; diría que la miraba con una alucinante pasión. En este pequeño tiempo, hizo algunos ademanes para tratar de imponer su condición; pero luego de ver la total desnudez de su contrincante, que iba envuelta en ráfagas de luces y sombras, y que eróticamente se frotaba el culo con la punta del gigante alfil negro, advirtió que no podía manejar la situación.

Luego de besar y pasarle la lengua a tamaño obelisco, lentamente, como leona que va en busca de su presa, Kamila llegó al fondo de la esquina. Ahí estaba tendido nuestro insaciable amigo. Este la esperaba con la cabeza recogida por sus dos manos puestas en la nuca. Desde ahí la miraba atenta y apasionadamente. Ella se colocó encima de él con las piernas abiertas. Luego se inclinó y empezó a tocarle el pecho con ambas manos. Luego las empezó a bajar lentamente hasta llegar a su entrepierna. Mientras hacía esto, inclinó más el cuerpo y empezó a frotar la cara de un complaciente y nada educado Joel con sus ardientes y naturales tetas. Joel, desdoblándose como si fuera dos, y como animal hambriento, hacía el intento de chuparlas a como dé lugar. Todos nos carcajeábamos de lo lindo, ya que parecía un cuadro de la fundación de Roma con Luperca amamantando a los gemelos Rómulo y Remo. Nueva pose y nuevos movimientos. Kamila, girada de espaldas y sentada sobre la cara de su nueva víctima, cuya nariz parecía estar siendo absorbida por su voluptuoso culo, jadeaba sin dejar de mover el cuerpo. Cuando se retiró un poco y se dispuso a quitarle el pantalón, notó que este no llevaba correa. No le dio mucha importancia. Ahora, sentada sobre el pecho desnudo de Joel, ahondó sus manos por debajo del pantalón sin encontrar resistencia. No había nada, nada que cubriera la pichula erecta y hambrienta de su apasionado cliente. “¡Tampoco tiene calzoncillo!”, pensó. Estaba sorprendida; se le notó por los gestos que hizo. Pero era su hombre en ese momento y aquello no le pareció importar, ya que la fantasía de su cliente tenía que ser satisfecha. Y así lo hizo. Con el cuerpo quieto, pero agitando las manos en la entrepierna golosa de Joel, trataba de que este concluyera con el rito erótico. Pero Joel no contento, se provocó una sonrisa maligna; su rostro daba razones para creer que el alma de Calígula se le había apoderado. Por eso, con los ojos desorbitados, se propuso demostrarle que él era un macho de temer y que también tenía voluntad, porque entendía que aquello era un hecho histórico, una noche capaz de subvertir el misterio de un tiempo remoto cuando se lo contase a sus nietos. Por ello, una “frotadita pajera” no era suficiente. Primero eligió sentarse, auparla de espaldas y apretarle la cintura con las fuerzas de un oso. Segundo, cueste lo que cueste, tenía que coger (literalmente) a Kamila. Logró lo primero. Porque ahora ella era dominada por un furibundo macho; macho que le escrutaba todo el cuerpo con voluntad espartana. Cuando fue por lo segundo, este le atrapó los senos con las dos manos y agitando el cuerpo la puso en posición “pollito tomando agua”. Ella, irritada, advirtió la hipótesis de lo que vendría luego. Y es que Joel tenía el pantalón por debajo de las rodillas y blandiendo en el aire la erecta y lacrimosa pichula. Así que ella hizo un gran esfuerzo y, girando la cabeza, se volvió hacia él con gesto dramático, aunque disimulando una sonrisa: “Amigo, no seas pendejo…, esto ya es perrito… y no está en el libreto…”. “No, no va a pasar nada, mi amor, solo va a ingresar la puntita…”, contestó Joel. “No, así no… ¡Pendejo eres, no…! Tú debes ser del Callao, seguro”, aumentó Kamila soltándose de los brazos de Joel. Este hizo un comentario más sin levantarse los pantalones, con la creencia de que el show continuaba; pero todo ya estaba decidido. Así que no protestó ni trató de cambiar la decisión.

Cuando terminó el show, allí estábamos sentados los tres. Y hacíamos bromas sobre lo acontecido. Aunque por la hora, decidimos partir. Como me dieron ganas de mear, apuré el paso y me fui al baño. Ellos continuaron hasta la salida.

Cuando estaba por dar alcance a mis amigos, y de repente, un brazo me detuvo casi abrazándome.

—Parece que has gozado con mi show de principio a fin —me dijo una voz muy cerca de mis oídos.

Cuando me volví hacia aquella voz, la vi. Sí, la pude reconocer, era la misma mujer del bus y del aeropuerto, la misma de la voluptuosa figura y grandes ojos negros. Sí, estaba allí, a mi lado, con sus largos y enmarañados cabellos, erguida y espléndida.   

Loro

viernes, 24 de octubre de 2014

A lechugilandia

La otra noche, mientras conversaba animadamente con mis amigos, vino a mi mente el recuerdo de una carta recibida recientemente de una singular amiga. La misma que mi atontado cerebro y mi caprichoso corazón interpretaron como su primer amor; la misma también que hoy, y en lo venidero, no quiere saber nada conmigo. Su antipatía actual es de tal magnitud que podría compararla con la intensidad de su amor inicial. No es vanidad. Es un postulado que el mundo ha comprobado. En dicha carta me decía que las cuatro o cinco películas a las que la llevé fueron las más estúpidas que había visto en toda su vida...

Mientras conversábamos amenamente sentados a una mesa de un pintoresco local, una mezcla informal de restaurante y bar, evocaba en mi mente el contenido casi completo de la carta. Recordaba que el encabezado tenía un tono amoroso y cursi; me saludaba con dulzura, pero tras esa fachada intuía la presencia de un filoso puñal escondido a sus espaldas, listo para hundirse en mi pecho. Así la imaginé. Por eso al inicio sus palabras lograron sonrojarme...

En un momento de pausa, quise comentarles sobre la carta, pero, como entendía que se iban a burlar, decidí solo pensarlo para mis adentros. Las cinco botellas de cervezas vacías y mi vaso a medio llenar me obligaban a presentarles la susodicha carta; pero aquel contenido puntual y burlesco me lo prohibía. Y porque en ella, además, me hacía entender que el tal Gandhi de la película aquella que vimos en el cine Roma se parecía mucho a mí, un pobre huevón de medio pelo de quien se quejaba su esposa Kasturbá porque no le hacía el amor y prefería morirse de hambre soportando una huelga. Además, añadía que la otra primera película a la que la llevé fue la peor de todas: unos estudiantes estúpidos tratando de contestar preguntas estúpidas.

—La película “Los Incorregibles” es la peor estupidez que he visto; ¡claro…, si todos esos sonsos se parecen a ti…!”.

Frente a mí y a un lado de la mesa, mis amigos se reían a carcajadas mientras yo les relataba divertidas anécdotas del colegio y la universidad que había vivido junto a mi amiga de la célebre carta. Se los contaba para disimular que en realidad estaba evocando en mi mente lo que ella me había escrito en la carta. La verdad es que sentía que mis pensamientos se entremezclaban, logrando confundirme. Por un momento, les comenté algo sobre la carta y el chancay que le había invitado, pero afortunadamente ellos no se percataron de mi desliz. «El chancay fue un trago amargo y bochornoso que tuve que soportar. Se puede ser estudiante y tener los bolsillos casi vacíos, pero invitarme un chancay, eso ya raya en la estupidez». “Estúpido» era el adjetivo que se reiteraba con vehemencia a lo largo de toda su misiva...

Entonces, de pronto, me puse en pie y fui a comprar cigarrillos. Luego me escabullí al baño, para pensar qué decirles y cambiar el tema de la conversación. Recordé entonces la historia sobre Yugoslavia que uno de ellos me había relatado. Al regresar, irrumpí en su conversación hablándoles sobre los serbios y cómo estos, tras la muerte de Tito y el colapso de la Unión Soviética, se habían hecho con el control del ejército yugoslavo. Joel picó el anzuelo y puntualizó que los croatas fueron los primeros en atacar a los serbios cuando se aliaron con los nazis y crearon la Ustacha, una organización sustentada en el racismo religioso. “Los croatas eran católicos y se creían germanos”, sentenció. Poncho, mi otro amigo, lo miró con estupefacción y de inmediato frunció el ceño mirándome fijamente. “Este pendejo nos está desviando hacia un callejón sin salida y tú caes redondito...”, dijo.

Entonces sonreí amenamente para tratar de llevarlos por otro sendero; no el de los terrucos, sino el de los sumerios y su mitología. “El poema de Gilgamesh es una epopeya tan buena como la Odisea para los griegos… En este se cuentan las aventuras que pasó un tirano rey de Uruk, llamado Gilgamesh. Sus súbditos, cansados de su dictadura, pidieron ayuda a los dioses, y estos enviaron a un tal Enkidu, para que pusiera en su sitio al inefable Gilgamesh… Pero antes tenía que ser humanizado por la prostituta sagrada Shamhat. Cuando se encuentran, esta lo seduce y le hace el Kama Sutra durante seis días y siete noches y lo deja hecho trapo…, y sin ser el salvaje que era. Ya con los porongos vacíos va en busca de Gilgamesh. Pero luego del enfrentamiento, mismo Goku contra Freezer, se hacen amigos, tanto que ya parecía que fuera la película Secreto En La Montaña. Hasta juntos matan a un toro fantástico enviado por los dioses. La diosa Inanna se tiempla de Gilgamesh y le declara su amor, pero éste lo rechaza. Herida en su amor propio, castiga a Enkidu con la muerte. Muerto Enkidu, Gilgamesh va en búsqueda de la inmortalidad…”.

—Oye pendejo, déjate de huevadas, ya es primavera y es el tiempo en que los dos tórtolos se escriben. ¿La flaca no te ha escrito? —preguntó un exaltado Poncho.

—No —le contesté.

—Puta madre, qué le has hecho a la flaca, o, mejor dicho, ¿qué no le has hecho?, remató Poncho, cagándose de la risa…

—Ya chato, suéltate algo, seguro que te ha escrito y no lo quieres contar, aumentó un febril y sonriente Joel.

No pronuncié palabra, solo esbocé una sonrisita tímida y compungida mientras alzaba el vaso y me bebía el contenido de un trago. Por increíble que parezca, era imposible dejar de evocar la malhadada misiva; un par de minutos fueron suficientes para volver a hundirme en los pormenores. “Para ti solo hay un adjetivo: estúpido”.

—Qué ocurrencia la tuya obsequiarme un disco que jamás escuché. Silvio Rodríguez, un atorrante cubano incapaz de reprochar lo que acontecía en su país... Ahora ignoro el paradero de ese estúpido disco, quizás ya ni exista.

 A la vuelta de mis pensamientos, los interrumpí; quería hablar de otras cosas, de cualquier cosa menos de la susodicha flaca que ya me había llegado al huevo. Entendía que esa relación era un foco de infección del cual ya estaba curado; un barco a la deriva que ya lo había hundido a cañonazos. Viendo una pantalla de televisión que nos miraba desde el fondo, pensaba en lo que hubiese sucedido si la relación hubiera funcionado. Pensé que tal vez no estaría ahí con ellos, en aquel inefable “bar” y saboreando unas ricas y heladas chelas. Su temperamento de monja insatisfecha no lo hubiera permitido. Por suerte, mi vida de fugitivo misio, por aquel tiempo, me llevó por otros lares… «Si me hubiera encontrado con los bolsillos llenos, otra sería mi historia; y quién sabe cuál sería hoy mi destino», pensé.

—En qué piensas, huevas, suéltate algo —interrumpió Poncho…

En este juego de pensamientos, me sentía aturdido y algo más que ebrio, pero no les soltaría prenda. La carta no merecía ser contada por mí ni comentada por mis amigos. Primero: porque detestaba darle importancia. Segundo: porque la susodicha ya estaba totalmente fuera de mi vida. Por mucho que me esforzara, no lograba darle sentido alguno. Ya se había roto el encanto, porque ahora solo era una desvencijada invasión onírica, un toqueteo débil y una pequeña llama en mi cerebro de tambaleantes fantasmas. De ahí que no ansiara que me la recordasen y saber que aún rondaba en nuestras conversaciones.

Mis amigos no comprendían que me era imposible revertir la situación; ya había dejado atrás el pesar crónico por lo acaecido hace siglos, aquello que no fue sino una fugaz e interminable relación fantasmal. Su efigie y los gratos momentos vividos a su lado solo acudían a mi mente cuando me encontraba con ellos; después, jamás. No sé por qué, pero cada vez que nos reunimos la resucitan cual Lázaro, y me hacen sentir injustamente como el doctor Richard Kimble de la serie «El Fugitivo», acusado de un crimen que no cometió. Sé además que sus sentimientos hacia mí se asemejan ahora a un museo plagado de batracios y ofidios ponzoñosos. Ellos no la conocen; yo sí... o al menos eso creo.

De modo que retomé someramente la primera idea que acudió a mi cabeza; entonces les dije: “¿Por qué no dejamos de hablar de esto que huele a pasado muerto y mejor pensamos en largarnos a Iquitos?… ¡Saquen los pasajes y a volar se ha dicho! Eso es mejor que estarnos aquí hablando huevadas… La flaca no merece nuestro tiempo…”. Joel se apuró a confirmar mi afirmación. “Chato, mira lo que estás diciendo… Tenemos un mundial fuera de nuestros recuerdos por tu culpa, te tomo la palabra… Mañana mismo sacamos los pasajes y san se acabó”. Poncho, molesto, quedó en silencio por unos segundos, luego dijo: “Creo que tiene razón por primera vez este pendejo… Le vamos a creer, y no sé por qué…, pero yo mismo saco los pasajes… ¡A lechugilandia!”.

Loro

domingo, 24 de agosto de 2014

¡Y por qué a mí no!

—Hijo, levántate ya… ¡no vayas a llegar tarde!
Es la voz inconfundible de mi madre, con ese timbre a la vez enérgico y dulce, instándome a abandonar mi descanso. Seguro que el desayuno me está esperando para dar inicio a la rutina diaria y partir raudo a clases. Mi primera reacción es brincar fuera de la cama, pero ese impulso es frenado de súbito por un atisbo de lucidez que me advierte que algo no está bien, que aquello no encaja con el presente… por supuesto que no… si esas situaciones dejaron de ocurrir hace tantos años… Sonrío extasiado al comprobar que sólo fue un sueño…
Permanezco acostado, disfrutando de todos los recuerdos despertados por aquel sueño, cuando de pronto un dolor lancinante atraviesa mi cráneo y se instala en su interior como pequeñas palpitaciones. Intento abrir los ojos, pero el dolor lo impide. Una fría sudoración se añade a mis molestias, y comienzo a experimentar náuseas. Respiro profundamente, intentando descifrar la causa de mi mal. ¡Por supuesto!… Ayer salí de cuchipanda con mis amigos… Estoy con una resaca de los mil diablos… Hace tiempo que esto no ocurría, pero parece que esta vez me excedí con los tragos. Por fin consigo abrir los ojos. El reloj marca las 05:30. Abandono mi lecho sigilosamente y me dirijo al baño. En el trayecto cambio de opinión; mejor será ir al primer piso para no incomodar el sueño de los míos. Todavía estoy sumamente mareado, así que desciendo por las escaleras con lentitud, aferrado al pasamanos, en tanto que por mi memoria comienzan a desfilar algunos detalles de lo acontecido: Ayer muy temprano me reuní con Charly y Joel en el restaurante “El Jibarito”, en donde disfrutamos del consabido cebiche, que esta vez no estuvo tan bueno como en otras ocasiones, acompañado eso sí de las respectivas cervezas bien heladas que cada vez están mejor. Estuvimos conversando allí durante un par de horas y luego nos dirigimos al barrio, al “point” de costumbre, en donde compartimos algún tiempo más discutiendo acerca de las próximas elecciones municipales y de los quince candidatos que este año se disputan el cada vez más suculento cargo de alcalde en nuestro distrito. Ya llegué al primer piso y todo está oscuro, al igual que mis recuerdos. Por más que hago memoria no logro recordar qué más ocurrió anoche, ni siquiera cómo llegué a mi casa. Avanzo en la penumbra y, a medida que lo hago, una serie de chispazos comienzan a iluminar desordenadamente mi cerebro. Ya llegué al baño del primer piso. Enciendo la luz y en ese preciso momento una serie de escenas afloran a mi memoria. Por fin consigo recordar lo sucedido con algún detalle, pero ahora sí que estoy totalmente confundido… ¿Lo que recuerdo es real? ¿Fuimos nosotros los partícipes, o será sólo fui testigo de lo que otros hacían? ¿Será que alguien me contó esta historia? ¿O también forma parte de mi sueño?
No puedo contener una carcajada al rememorar todo aquello, e incluso la jaqueca y las náuseas parecen haber desaparecido… ¡qué tal historieta!… Se trata de un relato surrealista, que literalmente invade el terreno de lo escatológico en su más hedionda acepción. Y, pensándolo bien, es probable que no merezca ser contado, aunque creo que tampoco sería justo condenarlo al olvido. Quizá sólo sea un mal producto de mi actividad onírica, o tal vez unos recuerdos trastocados, borrosos y parchados, o algo que oí, que leí o que imaginé; aunque a estas alturas lo más probable es que sea el resultado de una mezcla de todo ello.
Llevábamos casi toda la tarde en nuestro “point”, matando al tiempo, cuando inesperadamente Marcolino apareció ante nosotros, con la novedad que ha recibido una bonificación y quiere celebrarla con nosotros. Así que la charla se prolongó durante algunas horas más, al mismo tiempo que nuevas botellas vacías se iban acumulando dentro de una caja discretamente colocada al lado de nuestra mesa, e innumerables puchos retorcidos seguían atiborrando al humeante cenicero. No estaba muy avanzada la noche cuando la encargada del local se acercó algo avergonzada hasta nosotros, y luego de expresarnos sus disculpas, nos apremió a terminar, pues debían cerrar el local más temprano que de costumbre.
—Bueno —exclama Joel—, ya estamos algo mareados, así que será mejor que nos retiremos a descansar.
—¿Estás loco? —le increpa Marcolino—, la noche es joven… ¡Tenemos que seguir celebrando!
—¿Y adónde vamos? —Pregunta Charly, quien siempre estádispuesto a prolongar la pachanga.
—No sé, ustedes decidan —tercié­—. Ustedes saben que a mí nunca me importa mucho el lugar, sino la buena compañía.
—¿Y por qué no vamos al night club ese al que ustedes siempre van?—propone Marcolino, frotándose las manos y exhibiendo su típica expresión sicalíptica.
Casi una hora después arribamos al night club que Marcolino tanto ansiaba conocer. Es un antro bastante exclusivo, que hace algún tiempo me recomendó mi buen amigo Chicho, al cual suelo llevar a mis amigos muy de vez en cuando, y en donde las anfitrionas simulan perfectamente que me conocen y siempre se las ingenian para adivinar mi apellido, esmerándose por ofrecernos el mejor trato. Ya en el interior, nos acomodamos en el reservado de costumbre, alejados de la estridencia y de la muchedumbre, en donde podemos platicar con tranquilidad mientras disfrutamos del excelente show que ofrecen las denudistas que laboran en este local. Y es que actualmente, gracias a la bonanza económica de nuestro país, lugares como éste han sido prácticamente invadidos por hermosas mujeres de casi todas las nacionalidades, que lucen con desenfado sus estupendas figuras, despertando la algarabía y la lascivia de los exacerbados parroquianos que suelen pulular en estos tipos de local.
La consigna es divertirse, así que proseguimos con el jolgorio al ritmo de la música, de las estriptiseras y de las jarras de cerveza que continúan desfilando frente a nosotros. Sin darnos cuenta, poco a poco dejamos de lado la conversación y cada vez estamos más pendientes del show, que se prolonga sin pausa hasta que, en algún momento, se inicia un extraño silencio, que sólo es roto por uno de los presentadores, quien en medio de caravanas se esfuerza por anunciar a una guapísima colombiana de nombre rimbombante, dueña de una anatomía realmente privilegiada, quien de inmediato despierta la algarabía general y se adueña de nuestra atención tras deleitarnos con un show voluptuoso y nada menos que sensacional.
—¿Está buenaza la “colocha”? ¿No? —Me pregunta Joel—mirándome fijamente a los ojos.
Por supuesteichon, Cumpa… Si en la pista de baile se ve así, imagínate como será de cerca —le contesto, sonriendo, excitado.
—Ya vuelvo, señores —se despide Joel, luego de proponer un brindis, retirándose fuera del reservado. Y permanece ausente durante algunos minutos, dejándonos continuar solos con el festejo. De pronto, mi Cumpa reaparece, pero esta vez no viene solo; junto a él se encuentra la susodicha colombiana:
—¿Quién de ustedes es Poncho? —pregunta la blanquiñosa, acercándose con paso felino, obviamente conocedora del sensual impacto que provoca su presencia.
—¡Yo! —le contesto, admirándola con fascinación, evaluando cada palmo de su anatomía, con curiosidad científica. La conclusión es indiscutible …¡un verdadero bombón!… ¡sumamente colchonable!… ¡aprobada summa cum laude!
—Pues su amigo debe estimarlo mucho, ya que me ha contratado para que le haga un baile privado —me propone en voz baja, ronroneándomelo al oído.
Cuando no, mi amigo Joel, siempre evidenciándome las muestras de su aprecio. Aunque pretendo voltear a mirarlo para agradecerle tremendo obsequio, soy incapaz de hacerlo, pues todos mis sentidos han sido acaparados por mi fortuita acompañante, que ahora gira lentamente, exhibiendo con exquisitez su escultural silueta. Sé que mi Cumpa comprenderá la descortesía; además, ya habrá tiempo para retribuirle tanta generosidad. Todo parece estar bien, pero en esta ocasión a Charly no parece agradarle para nada el regalito que Joel me está ofreciendo, pues reacciona de la manera menos esperada:
—¡Y por qué a mí no! —reclama airado, mirándonos encolerizado, primero a Joel y luego a mí, aunque luego de unos instantes suelta una carcajada, aparentemente resignado.
—¿Desea ir a un ambiente más privado o prefiere que lo hagamos aquí, delante de sus amigos? —me pregunta la estriptisera, con ese tonito de voz tan característico de nuestras vecinas del norte y tratándome de usted, que es como ellas acostumbran.
—Que sea aquí —sentencié. Después de todo, esta debe ser una de las situaciones más inocentes que he compartido con estos galifardos.
—Y da inicio a su espléndido espectáculo, contoneándose al ritmo de la música en las formas más inverosímiles, a la par que se despoja con calculada lentitud de la escasa lencería que lleva puesta. La contemplo sumamente embelesado y, de vez en cuando, miro de reojo a mis amigos: Joel, sentado a mi izquierda, no deja de sonreír, en tanto que Charly, sentado a mi derecha, me mira con una envidia no disimulada y refunfuña algo ininteligible. Marcolino, sentado frente a nosotros, aplaude como un energúmeno, sin ocultar su lujuria.
Cuando termina de despojarse de su última prenda, la desnudista se aproxima a mí, y como es habitual en estos casos, comienza a restregar su cuerpo contra el mío, invitándome a toquetearla. No me hago de rogar, y mientras le practico una palpación sistemática con el rigor científico que me caracteriza, no puedo evitar mofarme de mi buen amigo. Le guiño un ojo con toda la sorna de que soy capaz, sin presagiar lo que está por ocurrir. Al parecer el baile ha llegado al éxtasis, pues la fulana se coloca a horcajadas sobre mi abdomen y da inicio a un furibundo galope.
Aprovecho que realiza una pequeña pausa para asomarme por encima de su epicúrea tetamenta, y una vez más dirijo mis ojitos burlones hacia mi encolerizado amigo, quien esta vez sí que está realmente enfadado, pues me devuelve su ya legendaria mirada de indio raco, ahora matizada con un gesto de lascivia y total embriaguez que no presagian nada bueno: Sin apartar de mí su mirada, introduce el dedo medio de su mano derecha dentro de su boca y luego lo retira con extremada parsimonia, mostrándomelo durante unos segundos. Sonrío aliviado al suponer que eso es todo, pero me equivoco, y lo que hace a continuación ya no me sorprende: Aprovechando que la blanquiñosa está en plena sesión de equitación, se inclina hacia delante y se las ingenia para introducirle su ensalivado dedo en salva sea su parte, retirándolo casi de inmediato, con una rapidez y destreza que de seguro sería la envidia del más renombrado de los proctólogos, y con una exactitud y precisión que descartan cualquier sospecha de serendipia y revelan su veteranía en este tipo de faenas. La fulana, quien obviamente no esperaba un ataque de este tipo, y menos aún por la retaguardia, experimenta un repentino espasmo, pero logra identificar inmediatamente al intruso, pues gira rápidamente su cabeza y mira desconcertada a mi temerario amigo, quien le devuelve una sonrisa lujuriosa, blandiendo su ahora contaminado dedo delante de sus ojos, exhibiéndolo ante ella como lo haría con el más preciado de los trofeos. Luego, coloca el dedo usurpador debajo de sus fosas nasales y, como si se tratase del más finísimo de los habanos, lo desliza lentamente de un lado para el otro, esnifándolo con una fruición espeluznante. Pero lo que hace a continuación sí que me sorprende: Ahora se pone en pie y explota en carcajadas como un poseso, y no se le ocurre mejor idea que frotar su ahora aromático dedo sobre la frente de un desprevenido y totalmente alcoholizado Marcolino, quien al parecer no se ha percatado de nada de lo sucedido, pues sólo atina a mirarlo con algo de curiosidad y desconcierto. Ante todos estos sucesos, la tipa demuestra ser toda una profesional curtida en estas lides, pues culmina con su labor sin apenas inmutarse.
No se puede dudar que la memoria funciona de una forma por demás misteriosa pues, de las tantas horas que departí con mis amigos, sólo recuerdo con nitidez este episodio, que no debió prolongarse durante más que unos cuantos minutos. Aunque ahora que escribo este relato surgen tres detallitos más que han quedado cincelados en mi memoria:
El primero es acerca de la fémina aquella, quien al despedirse de nosotros, después de ofrecerme una extensión de sus servicios, me increpó en voz baja, profiriendo la siguiente aseveración, que prefiero no comentar:
—¡¡Su amigo es un asqueroso!!
El segundo es un comentario de Joel, quien tuvo el acierto de resumir todo este episodio con una sola expresión:
—¡Que tal inhalación Charly!… ¡Parece que estabas esnifando cacaína!
El último proviene del pobre Marcolino, quien se la pasó el resto de la noche arrugando la nariz, olfateando por todos los rincones, mientras exclamaba con incomodidad:
—¿Es mi idea?... ¿o por aquí hay algo que huele a mierda?…
Anonimus.