La
otra noche, mientras conversaba animadamente con mis amigos, vino a mi mente el
recuerdo de una carta recibida recientemente de una singular amiga. La misma
que mi atontado cerebro y mi caprichoso corazón interpretaron como su primer
amor; la misma también que hoy, y en lo venidero, no quiere saber nada conmigo.
Su antipatía actual es de tal magnitud que podría compararla con la intensidad
de su amor inicial. No es vanidad. Es un postulado que el mundo ha comprobado.
En dicha carta me decía que las cuatro o cinco películas a las que la llevé fueron
las más estúpidas que había visto en toda su vida...
Mientras
conversábamos amenamente sentados a una mesa de un pintoresco local, una mezcla
informal de restaurante y bar, evocaba en mi mente el contenido casi completo
de la carta. Recordaba que el encabezado tenía un tono amoroso y cursi; me
saludaba con dulzura, pero tras esa fachada intuía la presencia de un filoso
puñal escondido a sus espaldas, listo para hundirse en mi pecho. Así la
imaginé. Por eso al inicio sus palabras lograron sonrojarme...
En
un momento de pausa, quise comentarles sobre la carta, pero, como entendía que
se iban a burlar, decidí solo pensarlo para mis adentros. Las cinco botellas de
cervezas vacías y mi vaso a medio llenar me obligaban a presentarles la
susodicha carta; pero aquel contenido puntual y burlesco me lo prohibía. Y
porque en ella, además, me hacía entender que el tal Gandhi de la película
aquella que vimos en el cine Roma se parecía mucho a mí, un pobre huevón de
medio pelo de quien se quejaba su esposa Kasturbá porque no le hacía el amor y
prefería morirse de hambre soportando una huelga. Además, añadía que la otra
primera película a la que la llevé fue la peor de todas: unos estudiantes
estúpidos tratando de contestar preguntas estúpidas.
—La
película “Los Incorregibles” es la peor estupidez que he visto; ¡claro…, si
todos esos sonsos se parecen a ti…!”.
Frente
a mí y a un lado de la mesa, mis amigos se reían a carcajadas mientras yo les
relataba divertidas anécdotas del colegio y la universidad que había vivido
junto a mi amiga de la célebre carta. Se los contaba para disimular que en
realidad estaba evocando en mi mente lo que ella me había escrito en la carta. La
verdad es que sentía que mis pensamientos se entremezclaban, logrando
confundirme. Por un momento, les comenté algo sobre la carta y el chancay que
le había invitado, pero afortunadamente ellos no se percataron de mi desliz. «El
chancay fue un trago amargo y bochornoso que tuve que soportar. Se puede ser
estudiante y tener los bolsillos casi vacíos, pero invitarme un chancay, eso ya
raya en la estupidez». “Estúpido» era el adjetivo que se reiteraba
con vehemencia a lo largo de toda su misiva...
Entonces,
de pronto, me puse en pie y fui a comprar cigarrillos. Luego me escabullí al
baño, para pensar qué decirles y cambiar el tema de la conversación. Recordé
entonces la historia sobre Yugoslavia que uno de ellos me había relatado. Al
regresar, irrumpí en su conversación hablándoles sobre los serbios y cómo
estos, tras la muerte de Tito y el colapso de la Unión Soviética, se habían
hecho con el control del ejército yugoslavo. Joel picó el anzuelo y puntualizó
que los croatas fueron los primeros en atacar a los serbios cuando se aliaron
con los nazis y crearon la Ustacha, una organización sustentada en el racismo
religioso. “Los croatas eran católicos y se creían germanos”, sentenció.
Poncho, mi otro amigo, lo miró con estupefacción y de inmediato frunció el ceño
mirándome fijamente. “Este pendejo nos está desviando hacia un callejón sin
salida y tú caes redondito...”, dijo.
Entonces
sonreí amenamente para tratar de llevarlos por otro sendero; no el de los
terrucos, sino el de los sumerios y su mitología. “El poema de Gilgamesh es una
epopeya tan buena como la Odisea para los griegos… En este se cuentan las
aventuras que pasó un tirano rey de Uruk, llamado Gilgamesh. Sus súbditos,
cansados de su dictadura, pidieron ayuda a los dioses, y estos enviaron a un
tal Enkidu, para que pusiera en su sitio al inefable Gilgamesh… Pero antes
tenía que ser humanizado por la prostituta sagrada Shamhat. Cuando se
encuentran, esta lo seduce y le hace el Kama Sutra durante seis días y siete
noches y lo deja hecho trapo…, y sin ser el salvaje que era. Ya con los
porongos vacíos va en busca de Gilgamesh. Pero luego del enfrentamiento, mismo
Goku contra Freezer, se hacen amigos, tanto que ya parecía que fuera la
película Secreto En La Montaña. Hasta juntos matan a un toro fantástico enviado
por los dioses. La diosa Inanna se tiempla de Gilgamesh y le declara su amor,
pero éste lo rechaza. Herida en su amor propio, castiga a Enkidu con la muerte.
Muerto Enkidu, Gilgamesh va en búsqueda de la inmortalidad…”.
—Oye
pendejo, déjate de huevadas, ya es primavera y es el tiempo en que los dos
tórtolos se escriben. ¿La flaca no te ha escrito? —preguntó un exaltado
Poncho.
—No
—le contesté.
—Puta
madre, qué le has hecho a la flaca, o, mejor dicho, ¿qué no le has hecho?,
remató Poncho, cagándose de la risa…
—Ya
chato, suéltate algo, seguro que te ha escrito y no lo quieres contar, aumentó
un febril y sonriente Joel.
No
pronuncié palabra, solo esbocé una sonrisita tímida y compungida mientras
alzaba el vaso y me bebía el contenido de un trago. Por increíble que parezca,
era imposible dejar de evocar la malhadada misiva; un par de minutos fueron
suficientes para volver a hundirme en los pormenores. “Para ti solo hay un
adjetivo: estúpido”.
—Qué
ocurrencia la tuya obsequiarme un disco que jamás escuché. Silvio Rodríguez, un
atorrante cubano incapaz de reprochar lo que acontecía en su país... Ahora
ignoro el paradero de ese estúpido disco, quizás ya ni exista.
A la vuelta de mis pensamientos, los
interrumpí; quería hablar de otras cosas, de cualquier cosa menos de la
susodicha flaca que ya me había llegado al huevo. Entendía que esa relación era
un foco de infección del cual ya estaba curado; un barco a la deriva que ya lo
había hundido a cañonazos. Viendo una pantalla de televisión que nos miraba
desde el fondo, pensaba en lo que hubiese sucedido si la relación hubiera funcionado. Pensé que tal vez no estaría ahí con ellos, en aquel inefable “bar”
y saboreando unas ricas y heladas chelas. Su temperamento de monja insatisfecha
no lo hubiera permitido. Por suerte, mi vida de fugitivo misio, por aquel
tiempo, me llevó por otros lares… «Si me hubiera encontrado con los
bolsillos llenos, otra sería mi historia; y quién sabe cuál sería hoy mi
destino», pensé.
—En
qué piensas, huevas, suéltate algo —interrumpió Poncho…
En
este juego de pensamientos, me sentía aturdido y algo más que ebrio, pero no
les soltaría prenda. La carta no merecía ser contada por mí ni comentada por
mis amigos. Primero: porque detestaba darle importancia. Segundo: porque la
susodicha ya estaba totalmente fuera de mi vida. Por mucho que me esforzara, no
lograba darle sentido alguno. Ya se había roto el encanto, porque ahora solo
era una desvencijada invasión onírica, un toqueteo débil y una pequeña llama en
mi cerebro de tambaleantes fantasmas. De ahí que no ansiara que me
la recordasen y saber que aún rondaba en nuestras conversaciones.
Mis
amigos no comprendían que me era imposible revertir la situación; ya había
dejado atrás el pesar crónico por lo acaecido hace siglos, aquello que no fue
sino una fugaz e interminable relación fantasmal. Su efigie y los gratos
momentos vividos a su lado solo acudían a mi mente cuando me encontraba con
ellos; después, jamás. No sé por qué, pero cada vez que nos reunimos la
resucitan cual Lázaro, y me hacen sentir injustamente como el doctor Richard
Kimble de la serie «El Fugitivo», acusado de un crimen que no
cometió. Sé además que sus sentimientos hacia mí se asemejan ahora a un museo
plagado de batracios y ofidios ponzoñosos. Ellos no la conocen; yo sí... o al
menos eso creo.
De
modo que retomé someramente la primera idea que acudió a mi cabeza; entonces
les dije: “¿Por qué no dejamos de hablar de esto que huele a pasado muerto y
mejor pensamos en largarnos a Iquitos?… ¡Saquen los pasajes y a volar se ha
dicho! Eso es mejor que estarnos aquí hablando huevadas… La flaca no merece
nuestro tiempo…”. Joel se apuró a confirmar mi afirmación. “Chato, mira lo que
estás diciendo… Tenemos un mundial fuera de nuestros recuerdos por tu culpa, te
tomo la palabra… Mañana mismo sacamos los pasajes y san se acabó”. Poncho,
molesto, quedó en silencio por unos segundos, luego dijo: “Creo que tiene razón
por primera vez este pendejo… Le vamos a creer, y no sé por qué…, pero yo mismo
saco los pasajes… ¡A lechugilandia!”.
Loro
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