Puedes venir a reclamarte como eras. Aunque ya no seas tú.
Donde estés si es que estás, será una pena que ya no existas en mis recuerdos.
Por lo menos no habrá sido fácil olvidarte. Lo aseguro. Puede permitirse una
razonable pausa, tal vez infinita, para luego volver con su terrible y escasa
tolerancia, como si nada hubiera pasado y no tenga ninguna intención de
recordarlo. La vida continuará con o sin nosotros. Es de lo único que estoy
seguro. Me quedo con mi humor y optimismo a prueba de ataques nucleares y
aflicciones... que a usted le desagrada ¡Quién me iba a decir que el destino
era esto... el día que la conocí!
Era
una tibia noche de diciembre y no había cielo ni luna ni viento. Y las copas de
los árboles creaban indistintas figuras en mi mente. Al rededor, en las casas
de diferentes formas, pero que formaban una unidad, y a través de las ventanas,
brillaban unas luces pálidas. Al fondo oscuro de una de las calles, a mi
derecha, en un cartel iluminado, en lo alto, como trozo luminoso, se leía
HOTEL.
Parado
en aquel lugar, en un silencio incómodo, la esperaba… El mundo parecía
detenido.
Ella
estaba de regreso. Había vuelto del exterior por unos días.
Un
año antes, nos habíamos encontrado en el ciberespacio. Al principio ella mostró
cierto interés por escribirme. Así que lo aproveché. Preparé mis nervios y le envíe
un correo corto y atrevido. Ella me respondió sin cordura y como si liberase la
energía de una bomba atómica. Entonces, emocionado, hice otro correo, con el
mismo sabor del primero. Y luego otro y otro. Pero no obtuve respuesta. Me
pareció raro. Me pregunté, “¿algo le ha ocurrido o tal vez no quiere escribirme?”.
Así que, durante algunos días, dejé de pensar en lo sucedido. Me pedí un poco
de compostura. No era para tanto. Eso creí. Hasta que una noche me ganó las
ganas y le envié otro correo. Nada, la hibernación seguía intacta. Por lo que decidí
despedirme de ella para siempre. Hice un último correo y se lo envié. Al mes ella
respondió. Su respuesta fue excesiva y arcaica. Me echaba la culpa de lo que le
sucedía. ¿Qué pasaba? ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué me trataba así?
Ahora
que había llegado, me animé y la llamé por teléfono, y acordamos encontrarnos
en la esquina de un edificio de tres pisos que miraba a un malecón y a un
parque de copiosos árboles. El lugar no estaba muy lejos de su nueva casa.
Recuerdo
que cuando la dejé de ver, yo tenía treinta años y carecía de una completa responsabilidad;
sin embargo, ella era una mujer reservada y de orgullo susceptible, que no
aguantaba pulgas de nadie. Solo estaba empeñada en su trabajo. Parecía estar
hecha solo para eso…
Lo
curioso de nuestro destino es que nos conocimos en el colegio, un día que no
recuerdo. Ella era una niña agradable, de catorce años, que se sentaba a mis
espaldas; mediana y flaca y de cabellos lacios como los míos. Tenía unos ojos achinados,
detrás de unas gafas, muy hermosos y también pardos como los míos. Una mañana
la encontré sola en la carpeta, y tuvimos una parca conversación en la que me
sorprendió su inteligencia. Al final, “gracias”, me dijo y me sonrió por
primera vez. “De nada”, respondí y le recibí el borrador. Así comenzó nuestra
amistad. Al año siguiente volvimos a encontrarnos en el mismo salón; y ese año
me di cuenta de que me gustaba y me alegraba pensar que yo también le gustaba a
ella. Desde entonces temía que algún día pudiera marcharse. Y efectivamente se
marchó al terminar la secundaria. Todo lo que me ocurrió luego, en ese infinito
periodo de tiempo, nunca se lo conté a nadie…
Al
año y medio, otra vez el loco destino nos juntó. Fue de mañana el día que nos volvimos
a encontrar. Yo estaba a la espera del ómnibus que me llevaría a la universidad.
Ella llegó y durante un rato nos miramos; ninguno podía explicarse lo que
sucedía; aunque nuestros gestos eran evidentes. Ella estaba ahí y se le
retorcía el cuerpo mientras suspiraba conmovida en aquella esquina. Yo, como si
tuviera un espejo al frente, hacía lo mismo. Dos minutos, cinco, y nos
interrumpimos. Me preguntó y yo le pregunté; respondimos alegrándonos de oír
nuestra propia voz. Al final me sonrió y yo le sonreí con un gesto, pero tomó
el primer ómnibus y nuevamente desapareció. Mi cara quedó roja de ira por mi
nulo atrevimiento. Sin embargo, poco a poco se enteró de que visitaba su
universidad. Fueron varios nuestros encuentros, que yo los hice furtivos. Hasta
que me atreví y la invité a salir y ella no lo dudó: “claro, cómo no”, me dijo.
Y salimos cuatro o cinco veces. Para entonces, yo estaba locamente enamorado y creo
que ella también. Pero había algo, sin embargo, que nos separaba, era el miedo,
el miedo a perdernos otra vez. O, suponiendo mejor, el miedo a la realidad. Lo
platónico nos era más cómodo, más soberbio.
Nuestra
separación definitiva fue decretada al poco tiempo. Nadie sabe a ciencia cierta
qué nos depara el destino, es una espiral poblada de pasillos y galerías, que
no sabemos a dónde nos conducen.
Ahora,
luego de tantos años, la esperaba, abrumado de nostalgia; me era difícil
hacerme una idea de cómo la encontraría. Lo embarazoso del asunto me llevaba a
intuir que sería larga mi espera, pero no le daba importancia. Mi corazón la
disculpaba. “Que se tome todo el tiempo del mundo”, me decía. La noche se había
instalado y yo no hacía otra cosa más que mirar para todos lados en busca de alguna
sombra que se pareciera a ella. Fantaseaba con la idea de que de pronto aparecía
y me saludaba con un fuerte y efusivo abrazo, no un beso, y nos perdonaríamos
todo.
Después
de unos largos minutos, me sentí solo y avergonzado. Tenía la sensación de que muchos
ojos me estaban observando, ya que en aquel punto había mucha claridad por
culpa de una ventana muy iluminada. Entonces caminé no sé cuántos pasos e ingresé
al parque, a una distancia conveniente. Mientras la esperaba, parado al pie de
un árbol y con un cigarrillo entre mis dedos, me puse a observar en rededor: veía
que otras mujeres llegaban acompañadas; también una pareja mayor, detenida, se
acariciaba en una actitud exageradamente amistosa; y a unos metros, sentados sobre
una banca de madera, una pareja joven se toqueteaba amorosamente: él la
abrazaba frotándole la espalda; ella, como un ovillo, mantenía sus ricas piernas
entrecruzadas. Instintivamente me quedé allí, mirándolos. De pronto volteé a
mirar a otra parte porque me pareció que me habían descubierto. En eso me quedé
sorprendido al observar a una mujer sola, que caminaba con los senos levantados
hacia adelante, alejándose; la sentí muy risueña y animada pero impaciente,
como si disimulara algo. En ese caminar, la muchacha se perdió en mitad del
parque. Sin pensarlo volví a mirar en rededor; había un viejo que llevaba
puesto un sombrero de alas anchas, parado muy cerca de una banca, dudando
sentarse; también parecía estar esperando a alguien; tal vez por eso, inconscientemente,
meneé la cabeza y solté una pequeña sonrisa, solidarizándome con él.
Unos
minutos más tarde apareció nuevamente la muchacha, sonrojada y esgrimiendo una sonrisa
leve y burlona. Sin detenerse pasó delante de mí haciéndome una mueca insólita.
Yo sonreí mecánicamente. Pero ahora noté claramente sus facciones, a pesar de
la penumbra. Era una chica joven y bien parecida, de ensortijados y largos
cabellos castaños que le cubrían parte del rostro y la espalda. Sorprendido por
verla muy cerca, detuve mi respiración y la miré con una mirada furtiva, clandestina;
“¿quién será?”, dije, dudando, porque no la recordaba de ningún lugar. Cuando
me dio la espalda, la oí susurrar: “tonto”. Yo me eché a reír en silencio. No
sabía exactamente qué pasaba. “Tal vez me conoce”, pensé.
Mi
amiga no llegaba. Me aburría el tiempo, la espera.
Apoyado
en el árbol, volví a encender otro cigarrillo. El aire vibraba con el pasear de
las hojas y parecía estar disgustado como yo de estar ahí examinándome solo. Mientras
aguardaba, mis ojos iban y venían incomprensiblemente. Y de vez en cuando,
miraba con curiosidad a algún punto. Lo hacía para disfrazar mi estar en aquel
lugar, observando para todos lados como un tonto. Por mi derecha, la calle
estaba vacía y veía en el horizonte el resplandor de los postes de luz; a mí
izquierda, en el fondo de la calle, vi que tres muchachas, vestidas para una
fiesta, caminaban por una de las aceras haciendo sonar sus tacones. Marchaban
en fila india. Evidentemente las tres eran amigas. De pronto, mi curiosidad se despertó
al percatarme de que una de ellas se parecía a mi amiga. Por eso las quedé
mirando con atención hasta que doblaron por una esquina. Al final, “no, no es
ella”, me dije. Aunque por mi sospecha, permanecí un instante en actitud
reflexiva con la cabeza echada atrás y como si tuviera las manos atadas a mis espaldas.
Me
interrumpí. Quería marcharme. Pero cuando quise revelarme y alejarme de aquel
lugar, apareció nuevamente la silueta de la joven que otra vez avanzaba muy
cerca de mí. Se detuvo y giró para mirarme, entonces me hizo un gesto con una
de sus manos y dio un pequeño grito, sobresaltándome. Sus orejas y sus cabellos
estaban iluminadas, tenuemente, por la luz que llegaba de la ventana del edificio
de tres pisos. Avergonzado, agaché el cuerpo y encogí las rodillas, sentándome sobre
el césped. Me sentía un poco torpe. Después que se alejó unos metros, me quedé
observándola interrogativamente, pensando en lo que me dijo al inicio, y también
en su último y provocativo gesto. Como si descubriera mis pensamientos, se
detuvo y giró bruscamente moviendo la cabeza en forma negativa. Entonces le
miré el rostro y me estremecí. Parecía una hermosa estatua de mármol de algún
lugar que yo me apresuré a imaginar. Alzando la voz, me dijo:
—¡Hum!... ¡Me
escuchaste! Tienes un buen oído, como de perro... —lo dijo guiñándome un ojo, y
sonriendo con un tierno encanto.
Al
no oírme hablar, vino hacia mí. Yo seguía viéndola con la boca abierta, sin poder
decir palabra. Entonces se detuvo, casi chocándome, dobló las rodillas y se
quedó en cuclillas con la cabeza gacha, como meditando. Ahí permanecimos los
dos, por un ligero tiempo, en el mayor de los silencios. Luego dio un suspiro y
levantó la cabeza, cruzó los brazos y se quedó examinándome. Sus ojos no
disimulaban una expresión severa y atenta. No había advertido que ella también
refunfuñaba con mucho enojo. Reaccionó.
—Hola. ¿No te
molesta que haya venido?
—No,
para nada.
—Dime,
¿te dejaron plantado como a mí? ¿Crees que va a llegar?
De
golpe bajé la vista, ruborizado, tratando de entender. Medité no sé qué tiempo,
sin dejar de pensar en su pregunta. Sin más remedio, levanté el rostro y la
miré; tenía una conmovedora imagen y una turbada sonrisa.
—Y cómo sabes que espero a alguien —pregunté.
—Se nota en todo tu cuerpo. Tus gestos lo hacen evidente.
—¿Eso te parece? Creo que te equivocas, porque sé que ella va a llegar —le contesté.
—¿Por qué
entonces ese rostro? ¿La esperas para disculparte o para entablar una
conversación amena y relajada?
—Para
disculparme… Trato de averiguar, ¿de qué?
Se
puso en pie, giró el cuerpo y me dio la espalda. Lentamente empezó a caminar. Se
alejaba con el rostro vuelto a mí, pero sin dejar de sonreír. Llevaba una
miraba coqueta, sarcástica. Recostado al árbol, no quise levantarme. Solo
reflexionaba el hecho y la observaba detenidamente hasta que nuevamente
desapareció.
—Pobre de ti.
Te sigue haciendo quedar como un tonto —dijo en un tono suave pero burlón.
No
quise responder. Solo mi rostro parecía hablar, porque cambiaba de expresión,
ya que sentía que mis cejas y mi boca hacían gestos individuales, discordantes…
Estaba enojado, fastidiado por culpa de mi amiga. Demoraba mucho. Miré mi
reloj... Había transcurrido media hora de estar allí, sentado al pie del árbol
como un tonto.
No
fueron ni cinco minutos cuando la vi volver. Caminaba con un impaciente
movimiento y parecía tener encendidas las mejillas. Cuando estaba a un paso de
mí, se inclinó y me tomó de la mano. Yo me quedé mirándola.
Arrugando
la frente y las cejas, sin vacilar, me dijo:
—¿Me acompañas
al pub del frente? He separado una mesa para los dos. ¿Me acompañas?
No
me sorprendí. Creo que estaba esperando aquella reacción. Igual, yo titubeaba.
Entonces, en la misma posición, me dejé en libertad y encendí un cigarrillo y
le invité otro a ella. Sin decir nada, frunció la boca y movió la cabeza
afirmativamente. Inmediatamente estiró el brazo y lo cogió con los dedos. Luego
se lo puso entre sus labios e hizo una ligera rotación para inclinarse frente a
mí y acercar su hermosa boca al encendedor. Mientras yo lo encendía, y en cada
aspiración, ella agitaba el cuerpo y sonreía con voluntad. Al observarla mejor,
noté que llevaba una blusa ligera, en donde se distinguían unos exuberantes y hermosos
senos; más abajo, un pantalón jeans azul, muy apretado, cobijaba unas
agradables piernas.
Cambié
de ánimo y proseguí.
—Pero ¿si
llega mi amiga?
Noté
en su rostro que nada lo amilanaba. Entonces se llevó las manos a las sienes,
se sacudió el cabello, volviendo la cabeza atrás, hacia la luz que iluminaba el
edificio. En el aire se volvió otra vez a mí, me estrechó la mano y botó el
humo en dirección a mi rostro.
—Vuelves y la
abordas y si quieres te dejo la mesa; la traes, yo me retiro, y haces todo lo
posible para disculparte con ella. ¿De qué te vas a disculpar? ¿Puedo saberlo?
En
esas condiciones, yo me sentía más tonto y estúpido que nunca. Así que,
mirándole a la cara, me hice el ánimo y me dejé coger de las dos manos. De un
tirón me puso en pie y me llevó hasta la vereda, y empezamos a caminar en
silencio. El pub se divisaba a lo
lejos, exactamente en la otra esquina del parque, la más iluminada. Luego de caminar
unos metros, empezó a hablar de su vida y de la relación cansada que llevaba
con un fulano, de quien no quiso decir su nombre; pero, aunque dudaba, me enumeraba
algunos detalles que la hacían rabiar. Yo, escuchándola sin interés, no dejaba
de fumar; pensaba estúpidamente en mi amiga.
Llegamos
al pub y, sin preámbulo, nos sentamos a la mesa, uno frente al otro.
Había una jarra de cerveza en el centro y dos vasos vacíos, uno a cada lado.
Ella rápidamente estiró el brazo, asió la jarra y los llenó. Los contertulios,
en las otras mesas, se podían contar con los dedos de una mano.
—¡Salud!
Tonto. Eso somos, ¿no? Los que se tienen que disculpar son ellos. No queremos
entender que no tienen el coraje de conversar con nosotros. Sé que ella no te
va a aceptar ninguna disculpa. Te va a decir: “Déjalo como está... Déjalo
así...” ¿Crees que vale la pena tener una amiga que te echa toda la culpa?...
Le tiene miedo a la vida; ese es su verdadero dilema, su trágica disyuntiva.
Todos tienen la culpa menos ellos...
—Hum… Creo que tienes
mucha razón. Pero ¿cómo puedes saberlo si no te he contado nada…?
—¿Qué edad
tienes? ¡No me lo digas…! Ya es tiempo de madurar. Da miedo sentir lo que se
siente, ¿no?... Pero ¿qué pasó? ¿De qué te tienes que disculpar?
Como
si esperara el momento, me volvió a tomar de las dos manos y las puso encima de
su pecho. Se inclinó por sobre la mesa y me dio un ligero beso en los labios.
No sin sorpresa, comprendí qué había cambiado en ella: Los ojos. Eran hermosos,
pero tristes. Bajé la mirada. Estaba avergonzado. Ella seguía mirándome muy
atenta y no lo disimulaba, sonreía. Tal vez no pensando, oí que hasta allí
llegaba, muy despacio, una música del recuerdo, un rock balada de los 80s. Me volví
a dar ánimo, levanté la cabeza y nuestros ojos se encontraron… Por fin logré
hablar, pero ella no entendía nada. Mejorando —eso creía—, empecé a filosofar
mis respuestas, a distorsionarlas de una manera grosera, llegando hasta lo
cómico; mientras que ella solo arqueaba las cejas y no dejaba de sonreír. Así empecé
a notar que conforme iba pasando el tiempo, iba siendo mayor su complacencia de
estar conversando conmigo. Parecía mirar mi interior. No disimulaba sus gestos
ni su casi carcajada. En una pausa, tocándose los labios, se detuvo a pensar.
Creo que quiso preguntarme algo más íntimo, pero no se atrevió. Se quedó
quieta, como una niña, escuchando mis torpes respuestas. Hice una pausa y me
quedé pensando. Al entender que solo la hacía reír con mi perorata, reaccioné y
me puse serio...
—Te
lo voy a contar —le dije—. Recuerdo
perfectamente el día. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Estaba molesto
porque ella no contestaba mis correos. Pensé que me estaba ignorando y eso a mí
siempre me ha jodido... Entonces le escribí un correo corto pero irónico y se
lo envíe. No tenía ganas de contarle nada, solo ser punzante, incisivo. Pensé
que se daba demasiada importancia. Después de tomarse un buen tiempo, ella me
envió un correo diciéndome que le había herido en lo más recóndito de su alma;
que le había hecho recordar su actual modo de vida. Me quedé lelo, atontado por
aquella respuesta que nunca esperé. Pensé que me iba a contestar con otro
correo irónico, sarcástico, burlándose tal vez de mi vida. Eso hubiera sido
interesante. Nuestras vidas tienen tantas cosas cómicas a esta edad que ya no
tienen importancia. Pero, no. Estaba irreconocible. Parecía una adolescente mal
humorada, muy estúpida. Se había dejado desnudar tan fácilmente, sin darse
cuenta, sin comprender nada. Mi correo electrónico tenía otro sentido, otra
lógica calculable, infinitamente lejos de lo que ella entendió. Sí. Yo escribí
ese correo, pero llegó con otro perverso contenido para su cerebro. Era el
mismo correo, con sus mismos vocablos, con sus mismos verbos y adjetivos, pero
con otra inconcebible lectura y deducción, con otra inferencia. Ella sin
quererlo me contó su terrible secreto con aquel tonto correo suyo. Yo nunca
quise saberlo. ¿Para qué? Mi único interés era ser su amigo. Solo eso. Un gran
amigo con quien ella podía conversar de todo; y contarse todo también sin
miramientos. Nuestra edad era la perfecta edad para estas cosas. Así lo creí.
Pero estaba totalmente errado para ella… Los dos ya sabíamos perfectamente que
yo nunca sería para ella ni ella nunca para mí. Eso estuvo escrito ya hace
mucho tiempo; supongo que el mismo día que nos conocimos… Por eso quiero
disculparme. No me dejé entender... absolutamente nada. Aunque creo que no
quiso entenderme. Mi correo solo fue un ideal pretexto para pelearse conmigo.
Me pregunto, ¿por qué? y eso me da miedo. Conozco su temperamento de memoria,
pero igual me he quedado sorprendido. El tiempo y la edad han hecho estragos
irreversibles en mi amiga. Pero igual, la quiero. Quién puede olvidar a su
primer amor. Sí, y lo sé, y lo repito: quién puede olvidar a su primer amor,
aunque ya no sienta nada por culpa del tiempo y de los hechos. Sé que no la amo
y que tal vez yo quiera confundir el amor con la nostalgia… Lo nuestro es hoy un
imposible, el amor es otra cosa. Yo lo sé. Lo nuestro nunca llegó siquiera a lo
carnal y ella lo sabe muy bien. No entiendo por qué no lo quiere entender. Pero
igual, es mi amiga, y la quiero mucho, aunque ella no me permita hacerlo... La
verdad..., eso es lo que más me da miedo. Ella está confundiendo totalmente las
cosas. Su correo me lo demuestra. ¡Ojalá me equivoque!
—¡Salud!
Tonto. Ella no va a llegar, te tiene miedo, no te das cuenta. Eres su chivo
expiatorio. Sabe que su indiferencia es el arma favorita que le funciona muy
bien contigo y con ella misma. Nunca se atreverá a cambiarla. Porque si la
cambia, tú le vas a hacer mucho… pero mucho daño. Y ella lo sabe. Por eso no
vendrá. ¿Es que no comprendes que en eso estriba su poder para hacerse y hacerte
daño?
—Bueno,
masoquista no creo que sea. En eso te equivocas. O tal vez yo me equivoco. No
lo sé. Tú eres mujer y debes de saberlo mejor que yo. Pero ¿si llega?
—Ya te dije,
te dejo con ella para que te disculpes y la pasen bien. Entonces yo me tragaré
mis palabras y quedaré admirada, deslumbrada de tu amiga. Pero te repito, ella
no va a venir. No quiere saber nada de ti. ¿No lo entiendes? Te ha engañado… Te
ha dicho que vendría, pero no vendrá… No ha llegado a madurar a pesar de su
edad… Además, le dueles en el alma. Le dueles en cada poro de su cuerpo, en
cada uno de sus recuerdos. Ella no sabe vivir sino lejos de ti, por eso trata
de olvidar aquellos momentos, aquellas anécdotas, aquellos detalles simples que
sabe muy bien nunca podrán ser completamente suyos... ¡Eso le JODE totalmente!
Con todos, con cualquiera, menos contigo... Ni una palabra más. Tu correo es
una broma, una payasada para tanto efecto.
En
eso llegó el mozo, limpió la mesa, retiró la jarra vacía y la sustituyó por
otra.
Ya
había trascurrido muchos minutos de estarnos ahí, sentados a la mesa y con la
cerveza haciendo estragos a nuestros cerebros. Tanto así, que resultaba
graciosa nuestras atentas miradas, con los hombros encogidos, frunciendo la
boca, creyendo que nadie nos miraba. Nuestra situación era única, dos
desconocidos conversando sin importarle absolutamente nada; dos desconocidos
sin un pasado mínimo, conversando franca y entretenidamente. Ella y yo sentados
en la segunda fila del pub, junto a la ventana, sin seguir una línea recta:
parecíamos dos enamorados reconciliándose, dos enamorados que hablaban con la
voz fuerte, sintiéndose tranquilos, sin ver por ningún lado que el mundo se
cayera a pedazos. Todo lo contrario, el mundo seguía girando a nuestro
alrededor, y los contertulios que nos acompañaban, hablando, sonriendo o
haciendo muecas discordantes y amenas.
Aventuré
una nada turbada afirmación.
—Sí, creo que no
te equivocas.
—Entonces
puedes dejar de conjeturar y darle vuelta a tu memoria. El presente es ahora,
tu mirada y la mía, tus ganas de estar conmigo… De hacerme el amor… ¿O no?
Sí,
yo estaba seguro… Ganas era lo que me sobraba… Pero torpemente seguí hablando
de mi pasado; como si no quisiera decidir y pensara más que en mi amiga…
Lo
decidí.
—Es
verdad, ella tiene miedo, tiene miedo de que yo pueda averiguar los secretos
que le duelen demasiado y que a pesar del tiempo transcurrido no pueda superarlo.
Mi coloquial e irónico correo ha sido solo una excusa, una torpe excusa para
alejarse de mí. Ella sabe muy bien que no soy un adivino o un clarividente;
cómo podía saber yo lo qué le sucedía antes de escribir el susodicho correo.
Debe de ser una cosa muy desagradable, muy mala, lo que le ha trascendido. Sé
que ella nunca me lo dirá. ¡Eso jamás! ¡Ni por asomo!... ¡No he sido yo...! No
creo que tenga nada que ver en ello... Bueno, ahora con su actitud, lo dudo...
¿Será posible? ¿Alguna vez habrá amado a alguien?... Ahora veo a quien
espero... Me ha tomado por tonto…, otra vez. ¡Es de otro mundo mi amiga!...
Mejor lo dejo ahí.
Resultó
que esta última observación le agradó mucho a mi acompañante. Entonces volvió a
lanzarme una atenta y rápida mirada, con sus bonitos ojos marrones, y que a
ciencia cierta no sabía si era de asombro o de sospecha. No sé, pero me
agradaba cuando nos sonreíamos al mismo tiempo.
—¡Así me gusta
que pienses! Déjala descifrándose sola, sin tus preguntas, sin tus respuestas…,
y nunca más la busques. Vas a ver que eso le va a doler más que tus irónicos
correos. Tu total olvido, tu total indiferencia. ¿Cuál es el costo beneficio
para ti? ¿Ves?... No hay pretextos. Bueno, dejemos de darle mucha importancia a
tu amiga, que no se la merece. Si lo has entendido, ahora creo que ya no es,
para nada, necesaria en tu vida… ¿Te puedo llevar a un sitio que conozco y en el
que nos dediquemos a conversar de nosotros? Ya no vale la pena estar aquí.
Olvidemos este lugar y acompáñame.
—Bueno, no soy
así. Pero creo que en esto tienes mucha razón. Ok. Salgamos de este lugar que
tiene malos olores en mi memoria. Llévame a donde tú quieras. No aguanto un
segundo más este lugar. Está bien, tienes mucha razón, no vale la pena. Me
marcho y no volverá a saber nada de mí. ¡Pero ahora lo juro..., delante de ti!
Además, por suerte, ya no queda tiempo..., el reloj ya canceló nuestro destino soñado
de la manera más estúpida.
Se
puso en pie, bordeó la mesa y se acercó por mi espalda, inclinó la cabeza y me
dio un nuevo pero grandioso beso en los labios. Yo me quedé sentado, quieto en
mi silla, sintiendo sus agradables senos sobre mi hombro derecho. Cuando su
boca se separó unos milímetros de la mía, la vi contenta y divertida. Sus
hermosos ojos marrones, muy abiertos, me miraban animados y optimistas; jugaba
y hacía chocar su nariz con la mía.
Al
poco rato me puse en pie y le di un fuerte abrazo. Luego, apurando el paso, nos
fuimos a cancelar la cuenta. Cuando llegamos a la puerta de salida, teníamos las
manos agarradas. Sin dejar de caminar, conversábamos jubilosamente de la vida y
del humor. Todo coincidía, pausas y exclamaciones, risas y silencios. Nuestro
diálogo era más que un acuerdo, era un acorde. Éramos dos rimas felices.
Es
cierto, sin humor la vida es una total estupidez, una cárcel de amargura; y es
a donde mi amiga, que nunca llegó, me quería sumergir, me quería dejar otra
vez… Un lugar del que me había escapado hace muchísimo tiempo y que yo había
olvidado tontamente...
Hablando,
se soltó de mí y me dio una palmada en el hombro y un suave puñete en el
estómago; de ahí, sin parar, sonriente, empezó a contarme del amigo que la dejó
plantada.
—Lo sé
perfectamente. De hecho, lamentaría parecerme a él. Estúpido no soy —le dije
como un desafío.
—Sí, así es
como se llama: Estúpido… No tenía intención de decírtelo, pero ya te lo dije.
¿Cuál es tu nombre?
—Lorenzo... ¿El tuyo?
—Mía.
Y sonrío gravemente, con una expresión picarona y provocativa.
Luego apartó la vista y la llevó hacia el cielo soltando una risita coqueta,
silenciosa. Inmediatamente, me dijo cosas que le sucedieron con el susodicho
enamorado.
—Mía, bonito nombre para esta ocasión —le dije, sin esforzar una
sonrisa.
—Ves. Sí,
sabía que te ibas a reír de mi nombre y de lo que te cuento, pero de todos
modos no es más que la verdad. Tampoco soy como ella, tu amiga, por supuesto. Y
ya no te burles de mí..., que puedo dejar de tener correa....
Sin
darle explicaciones, le di un beso fugaz ya en la avenida y a la luz de muchas
miradas. Ella se echó a reír, abalanzándose a mí y exclamando:
—¡Lorenzo!
¿Con que permiso me besas?... No importa. No está mal. ¡Hoy sí, mañana asá!
Tómese la confianza que usted quiera y siga enamorándome aceleradamente. Que
eso está bien.
—Tú eres Mía,
¡eres mía! Sí, somos dos amigos que el destino juntó hoy y que el romano Cupido
flechó... ¿Cuál es el problema? Y ahora eres tú la que no para de reírse...
Pero sigue, sigue, búrlate no más; es mejor oírte reír a que seas indiferente;
luego me das tu correo, quiero escribirte una carta extensa y necesaria... ¡No!
Varias cartas largas, interminables... Yo te aseguro que leeré las tuyas con
mucha atención y sin prejuicios. Por favor, que sean irónicas, burlonas, como
tienen que ser... De otra manera le haré un clic y lo enviaré directo al
basurero... El tiempo es tan corto y la vida tan larga si uno lo quiere, como
para darse el lujo a detenerse en minucias...
Al
final entendimos lo que nos estaba sucediendo; nos dábamos cuenta del hecho y
no lo disimulábamos. Además, ninguno era el de la culpa y lo sabíamos.
Así
que, al atravesar el último desvío y estar al frente del hotel, el del letrero
luminoso, decidimos entrar. Ella entró primero. Al subir por las escaleras me
di cuenta de que Mía llevaba unas sandalias de color beis, que conjugaba con la
correa ancha de su pantalón. De manera extraña observaba sus ricas nalgas que rondaban
muy cerca de mi cara, bloqueándome el paso. Al llegar al segundo piso, nos
recibió una joven mujer que parecía esperar a alguien. Era la dueña del hotel.
Mía se apresuró y pidió un cuarto matrimonial.
—¿Cómo
hemos venido a parar aquí? —preguntó.
Yo
encogí los hombros y no le contesté.
—Excelente
idea… Supongo que al final debo de darte las gracias —dijo.
—No
hay por qué —le respondí, mientras abría la puerta del cuarto.
Pasaron
dos años y nos volvimos a ver en el mismo hotel; todo seguía exactamente como en
el primer día. Aunque por culpa de la culminación de sus estudios
universitarios, nos separamos antes y nos juntamos después. Y hoy andamos
mezclados fanáticamente a la luz de un amor real, sin dudas ni temores.
Es
otro diciembre y tengo que ir a su casa, saldremos. Mía es mi prometida. ¡Y es
verdad, es verdad…!
Loro