sábado, 3 de diciembre de 2016

Una imagen perfecta

Aquel hombre estaba parado junto al bar, bebiendo vino de una copa de largo pie como base. En cada sorbo, sacudía la cabeza y daba pequeños golpes de puño a la mesa. Al rato, balanceándose, dio unos pasos y se sentó con la cabeza apoyada en el respaldo de una cómoda silla giratoria, de asiento regulable, y se quedó de espaldas al gigante espejo. Ahora, cogiendo la copa y con el rostro quieto, observaba fijamente a una araña de cristal y bronce que pendía del techo. Entre sus piernas tenía un libro abierto que sostenía con la otra mano. Se recompuso, se sentó verticalmente, cruzó una pierna sobre la otra e inclinó la cabeza para ojear el interior del libro. Después de tres minutos, su semblante cambió; descubría o parecía expresar lo que acontecía en el fondo de su memoria; parecía como si meditara un lejano recuerdo. Recuperado y girando lentamente la silla, apoyado en uno de sus pies, se volvió hacia las ventanas y se quedó quieto, inespacial, como si observara la nada; parecía que estaba muerto de verdad. Pero el muerto revivió cuando le brotó una sonrisa burlona y palpó su pecho y volvió los ojos por entre sus piernas.

Así se mantuvo, no sé por cuánto tiempo, de espaldas a mí y sin quitar la vista del interior del libro. Su situación parecía sencillamente contradictoria, porque no paraba de sonreír tontamente. De pronto, como persuadido por alguna nostalgia, sacó los ojos del libro y se puso a discutir consigo mismo suspirando eventualmente; luego se tiró sobre el respaldo de la silla y empezó a menear la cabeza y a reír amenamente; lo hacía de tal forma que parecía estar escapando de algún pensamiento cruel de venganza.

Aquel hombre estaba como a diez pasos de donde yo me encontraba sentado. Nunca lo había visto antes. Era de mediana estatura y de tez clara como la mía. Por más esfuerzo que hacía, no lo recordaba de ningún lado. Así, pasan cinco minutos, siete minutos; me resisto a dejar de observarlo; parece molido moralmente, aunque no deja de sonreír haciendo movimientos teatrales, cómicos. Tamborileo mi frente y sonrío fijándome en él, me aprieto las sienes y me quedo inmóvil, confuso; levanto mi copa y bebo un pequeño sorbo de vino; dejo la copa sobre la mesa y me froto los ojos que muestran cierto interés por lo que ven; me tiro el cabello hacia atrás con las dos manos; tengo el propósito de observarlo mejor. Ahora no puedo apartar la mirada de su nuca; una visión seductora atrapa mi alma. Con una sobreexcitada curiosidad, veo que eso destroza mi razón. Es inexplicable. Hay una cosa extraña, una luz pintada en colores claros que se evapora iluminando toda su cabeza, como si fuera un halo suave y travieso. A punto de sudar y como reacción ineludible, sorprendido, frunzo mis cejas y abro completamente los ojos. Entonces puedo distinguir que el resplandor dibuja una imagen perfecta, diáfana. Vacilando y con la idea atemorizada, logro observarla por unos minutos. Como si fuera arrastrado por mi mirada penetrante, el dueño de la nuca se pone en pie y se acerca a mí. Luego de saludarme cortésmente, me pregunta: "¿Yo lo conozco a usted o usted me conoce a mí?". Me quedo mudo y quieto por unos segundos. Levanto la mirada y le contesto: "No. No lo creo. Lo que sucede, señor, es que estoy sorprendido, por no decir perplejo. He visto la representación de una imagen juvenil sobre su cabeza, una imagen juvenil perfecta". Se aparta un poco y se lleva una de sus manos a la cabeza, dejándola a la altura de su nuca. "¿Qué me dice usted?", pregunta asombrado, con la sonrisa perdida. "Siéntese", le digo. Se deja caer melancólicamente en la silla adyacente que acompaña a mi mesa. "Señor, usted comprenderá que me ha intrigado su comentario; porque lo cierto, lo cierto es que sí. Sí, yo estaba pensando en una joven que conocí hace muchísimo tiempo; la recordaba en nuestra juventud. ¿Me puede decir cómo era la imagen?", pregunta impaciente. En esos instantes, todo en él es risible; y se suma a esto los ademanes nerviosos que originan los movimientos de sus labios. Desde donde nos encontramos, y a través de las ventanas abiertas que tenemos al frente, se pueden distinguir el horizonte del mar y una muralla de edificios a los costados, como si fuera una cavidad entre colinas. Siento la brisa del mar que forcejea con mi nariz, influenciada tal vez por los recuerdos. Desde mi ubicación, todos aquí estamos fuera de las fauces del espejo gigante que adorna la pared principal de la estancia; en su interior, solo se divisa el piso de parquet y las patas de mesas y sillas... "Bueno, aquella imagen que estuvo sobre su cabeza era la de una mujer joven, de tez clara y rostro curioso, que sonreía irreverente detrás de una ventana; tenía el cabello crespo, largo y negro; y me miraba como si me conociera", le digo. "Ahora estoy más sorprendido. Me está describiendo a la persona que yo recordaba", balbucea. "¿Por qué supone que le conocía a usted?", agrega. "No lo sé. Tal vez fue mi imaginación", le contesto.

Al poco rato, hizo unos gestos con las manos y llamó al mozo.

—Le invito una copa, ¿puedo? —dijo.

Sus ojos bailaban de alegría, como si me hiciera un favor. Estaba seguro de que yo iba a aceptar. Asentí moviendo la cabeza. Entonces abrió el libro y sacó una foto amarilla, muy antigua, y me la enseñó. Era el retrato de la mujer que vi sobre su cabeza. Me quedé impresionado por la perfecta semejanza de ambas facciones. Mientras él escondía la foto en las páginas del libro, quise hablar, pero me lo impidió con unas palmadas en mi hombro. Prefirió que nos quedáramos en silencio a la espera del mozo. No quería que éste lo interrumpiera.

Al ver que demoraba, excitado, llevó la mano sobre mi copa y de un solo sorbo vació el contenido. Luego se dejó caer en la silla y entró en una especie de dilatada gloria. Me quedé viéndole los pies, las rodillas, y no hubo necesidad de que yo hablara. Recuperándose, soltó el libro sobre la mesa y empezó a hablar:

—Recuerdo cuando la volví a ver. Recuerdo la impresión incómoda que me produjo aquel encuentro en el avión. Era una magia escuchar su voz, clara, pausada y resentida. "Él me quiere", me dijo, con mucha seguridad. Sentada, se balanceaba sobre su espalda. Olía como a flores recién cortadas. "El destino es sólo una partida de ajedrez en donde nos enfrentamos a la vida. Y es la vida quien tiene la capacidad, siempre, de hacer la primera jugada: nos hace nacer. Luego, paciente e invisible de tiempo, espera que hagamos el primer movimiento. Nos deja infinitas probabilidades; cada una nos llevará por algún laberíntico camino. Aquel año, ambos hicimos nuestras jugadas; yo me bifurqué por ahí; y él por allá. Por eso ahora estoy aquí, a esta edad, conversando con usted", agregó.

"Pero nuestro encuentro ha sido casual; mi viaje estaba planificado para ayer, pero el clima, el clima postergó mi viaje", le dije.

"Yo no pensaba viajar hoy, pero lo tuve que hacer. Ya ve, tal vez es otra jugada más del destino que me insinúa que haga la mía, ¿quién sabe? Ya me ve usted aquí. Es que una no puede volver a su primera jugada, ¿o sí? Sería estupendo volver a la primera jugada; ¡qué no haríamos!", me dijo soltando una seria sonrisa.

"Ignoro eso", le contesté.

Sin pensarlo, me volví al llamado de una mujer; entonces... mi mirada tropezó con una falda. Era la aeromoza, parada junto a mí, que nos entregaba las dos copas de vino que habíamos pedido... Ella no paraba de hablar.

"Mire cómo juegan los niños en sus asientos. La vida los prepara para luego jugar con ellos. Aún no saben lo que quieren. Agitar las manos y estirar el cuerpo es su juego: la pelota, la muñeca, el juguete es lo que quieren. No es una contradicción de la vida, porque ellos aún no saben hacia dónde se dirigen. La vida los está esperando. Le repito, ¡todavía no saben lo que quieren! En cambio, usted sí y yo también. ¿Pero qué queremos?", preguntó.

"Lo que yo quiero ahora es concluir bien un negocio y que el proyecto que tengo bajo el brazo resulte un éxito", le contesté.

Su olor penetrante seguía en mi nariz; sí, olía a flores recién cortadas y a ambiente de avión también. Al volverme hacia ella, pude ver que se le nublaba la mirada. Al darse cuenta, posó interrogativamente sus ojos en los míos.

"No sabe lo que quiere. Usted no sabe lo que quiere. Se comporta como los niños; juega aún con su juguete que le ha dado la vida. Por qué no puede comportarse como adulto. Tal vez tiene miedo", dijo...

Para sobreponerme de sus lapidarias palabras, me di un tiempo para ser capaz de entender, así que me abroché el cinturón y me remangué la camisa. Necesitaba contestarle, quería hablar y estaba a punto, pero ella irguió los hombros y prosiguió:

"Qué ocurriría si yo, moviendo otra pieza, te invito a salir mañana. Supongamos que me aceptas. Lo que luego ocurra no lo sabes ni tú ni yo. Pero si no me aceptas, tampoco lo sabremos. Tu proyecto puede ser un fracaso o un éxito; tú no lo sabes. Pero yo sé que él me quiere y que siempre me querrá. Lo sé, no porque lo intuyo, lo sé porque lo sé. Tú, ¿has estado verdaderamente enamorado alguna vez?", concluyó.

Sonreí; la veía guapa, capitalina, como si ya nos conociéramos. Necesitaba pensar. Además, había otra cosa: me estaba exponiendo la teoría de la relatividad y el principio de incertidumbre, simultáneamente. La guapa suponía que éramos dos partículas convergiendo, independientemente del tiempo, en un mismo recorrido, la del avión; y que había entre los dos una igualdad de amistad que se quejaba de mareos.

"Supongo que sí, estoy casado y vivo tranquilo. Soy razonablemente feliz", contesté, condescendiente, sin hacer aspaviento.

"Eso me parece una respuesta simple e inocente. ¿Tranquilo? ¿Qué edad tienes?", preguntó.

"Cincuenta y tres años recién cumplidos", contesté.

"Entonces, me engañas; a esta edad no se puede suponer, no se debe tener una visión periférica del amor; sería como ser un tunqui pequeño en una jaula o afligidos gallitos enjaulados en un parque zoológico; todos alguna vez nos hemos enamorado de verdad. ¿Tal vez ese gran amor tuyo es una amiga de tu barrio, o tal vez la amiga de tu mujer? Por eso no quieres decirlo", me dijo.

"Puede que tengas razón. La verdad es que me enamoré de una amiga de mi barrio. Pero éramos adolescentes. Sí, la quise mucho; incluso fui a buscarla un día, luego de que se mudó a otro barrio con toda su familia, la busqué apasionadamente, recorrí calles, avenidas, bordeé parques, pero no la hallé; al final me quedé más ajetreado que nunca y con la sensación de que convenía volver a casa para pedirme una verdadera opinión de lo que me pasaba... Entonces, seguí mi camino. Hoy no sé con seguridad lo que hubiera ocurrido aquel día si la encontraba, la probabilidad de que me aceptara era bastante buena, pues yo estaba seguro de que ella también sentía lo mismo que yo. Aquel día fui dispuesto a decírselo; no tengo dudas... ¿Amiga de mi mujer? No. Por favor...", le respondí.

"Entonces, nunca le dijiste que la querías. ¿La has vuelto a ver, la reconocerías?", preguntó.

"No. No lo sé, hace tanto tiempo ya; las figuras cambian, para bien o para mal; no sé lo que me hubiera deparado el tiempo, y no sé si estaría tranquilo como lo estoy hoy", le contesté.

"¿Recuerdas su nombre?"; "Por supuesto, ¿cómo no podría recordarlo...".

"Yo también tengo cincuenta y tres años; y yo sí te reconozco; eres Alberto".

Cuando me volví hacia él, para opinar lo difícil que es el amor, me oí murmurar como si un fantasma saliera de mis adentros; entonces comprendí que no había nadie a mi lado. Estaba solo, sentado en el mismo lugar, observando la nuca y a la imagen perfecta que brotaba de aquella cabeza. No sabía qué hacer, tampoco me acuerdo de qué otras cosas hice. Asustado, me puse en pie y salí apurando el paso. Solo oía al mozo que a lo lejos me llamaba.             

 Loro

Una amiga virgen

Eran ya las dos y media de la tarde, y recuerdo claramente que mi estómago clamaba por algo de comida. Sin embargo, como era habitual, caminaba algo desorientado, arrastrando una vaga y persistente nostalgia. Así, me deslizaba lentamente por una de las calles de mi antiguo barrio, cuando, de pronto, una mujer madura se detuvo junto a mí. Sin previo aviso, me abrazó con efusividad y estampó un beso en mi mejilla.

—¡Hola, Pepe! ¿Qué ha sido de tu vida?

Recuerdo su voz con nitidez: ligera, algo resentida, casi lírica.

Cuando se apartó y quedó frente a mí, la observé con desconcierto. No era fea, tampoco particularmente hermosa. Su rostro descansaba sobre un cuerpo de generosas curvas: caderas anchas, cintura moderada y unos pechos inmensos y firmes que se insinuaban inquietos bajo un sostén apenas ceñido, como hechos para la ternura del deseo. Llevaba el cabello negro, liso y corto, con un corte prolijo que revelaba cuidado. Vestía con sobria elegancia: pantalón oscuro y blusa blanca de estilo sastre.

La reconocí después de escarbar en mi memoria y descartar uno a uno los rostros del pasado. Sí, era ella. El tiempo había alterado su rostro, pero no su esencia. Conservaba aún esa frescura que algunas mujeres logran mantener como un secreto bien guardado.

La conocía desde los tiempos del colegio. Siempre me había gustado verla, aunque nunca nos unió una verdadera cercanía. La imaginaba, eso sí, en mis fantasías adolescentes: los dos a solas, en algún rincón oscuro, lejos del aula, entregándonos a travesuras íntimas que solo en mi mente se consumaban. Jamás se lo insinué, ni siquiera en un susurro. No pertenecíamos al mismo grupo ni a la misma especie. Ella era más alta, más madura, y yo entendía —con la claridad cruel de esos años— que su cuerpo me estaba absolutamente vedado.

El tiempo, fiel a su oficio, había hecho lo suyo. Estrella ya no era aquella adolescente voluptuosa con uniforme escolar que agitó mis impulsos más primarios —nada idílicos, por cierto—, sino una mujer transformada. Por un instante, dudé de que fuera la misma. Sus ojos, ahora detrás de unas gafas sobrias, parecían confirmarlo. Su belleza había madurado: era más encantadora, más libre, más visible. Y, sin embargo, algo me resultaba desconcertante. Comparada conmigo, parecía más joven. Incluso tenía la estatura justa, unos cinco centímetros menos, a pesar de los tacos altos.

—Hola, ¿qué tal?... ¡Hola, Estrella! Estoy de paso por el barrio, camino a casa de Juan Manuel... ¿Te acuerdas de él?

A esa hora, las calles estaban tan concurridas como siempre. Ella guardó silencio por un instante, algo exaltada. Me pareció, en el fondo, que se alegraba de verme. Luego, me dirigió una mirada dulce, aunque inquisitiva, como si intentara adivinar mis pensamientos. Sonreía con cierto titubeo, como quien contempla una aparición, un fantasma. Finalmente, con una expresión desorientada, respondió:

—No, no lo recuerdo… Me dijeron que te casaste. ¿Cuántos hijos tienes?

Mientras jugueteaba con su cartera de un lado a otro, yo seguía algo aturdido, como si me hubiera metido de golpe en un sueño grato. Su figura, armoniosa y elocuente, se hacía notar, y algo en ella me causaba una inquietud súbita, una tensión que no me dejaba pensar con claridad. Aun así, entendí la pregunta. Le devolví una mueca amigable, intentando abrir el diálogo con una chispa de simpatía. Antes de contestar, reflexioné brevemente, y con voz serena, le respondí:

—Sí, me casé en los noventa. Tengo dos hijos, un varón y una mujer. Ya están enormes… ¿Y tú?

Ese “¿Y tú?” me pareció inoportuno, casi una trampa, como si la pusiera contra la pared. Pero ella contestó sin titubear:

—No. Nunca apareció el hombre que me gustara de verdad. Aunque hubo uno en secundaria… Medio bobo, la verdad. Creo que le aterraban sus propios sentimientos. Y otros me conocieron, pero les di miedo… Así que aquí me ves, sigo soltera. Ahora vivo en Estados Unidos, pero vengo al Perú con frecuencia. Extraño mucho este país… A veces pienso en quedarme definitivamente… Lo estoy considerando seriamente… Aunque, claro, depende de muchas cosas.

Mientras hablaba, yo intentaba recordarla mejor. La miraba de vez en cuando a los ojos, como buscando entrar con más firmeza en la conversación y esperando el momento oportuno para soltarle, sin rodeos, que tenía un hambre y una sed de cosaco y que podíamos hacer algo más interesante que quedarnos parados bajo ese sol abrasador que lo inundaba todo y comenzaba a irritarnos la piel.

Pero Estrella seguía hablando, ahora con un castellano algo agringado, atropellado, como quien ha olvidado los silencios. Hablaba sin parar.

—No te molesta si comemos algo, ¿verdad? —le dije— Estoy sin desayuno y sin almuerzo. ¿Tienes apuro?… Te invito… Es que no se puede matar al peruano que llevamos dentro… La comida y la gente de aquí son insustituibles. Yo no podría vivir en otro lugar que no fuera el Perú. Nunca estaré preparado para eso…

Sin esperar respuesta, adelantó unos pasos. Me dijo que conocía un sitio donde se comía bien, y que la siguiera. Así lo hice, a su lado, como un moderno Tántalo, guiado por el olfato, en busca de aromas y guisos que flotaban en el aire.

Al llegar a un pequeño restaurante, se detuvo frente a un letrero colgado en la puerta.

—Hace muchísimo tiempo que no venía por aquí. Cocinaban muy rico… Te recomiendo el arroz con pato y una limonada frozen. Siempre venía con mi hermana —dijo con una mezcla de nostalgia y alegría.

Tomándome del brazo, entramos al restaurante. Sin rodeos, me indicó que nos sentáramos al fondo. No puse objeciones. Era mi amiga del colegio, la misma que por entonces era tan seria y aplicada. Además, no entendía bien cómo habíamos llegado a este momento, ni por qué. Lo único cierto era que estábamos allí, en nuestro antiguo barrio, ese que nos cobijó durante los años del colegio y la universidad. Ahora, solos en uno de sus restaurantes, compartíamos una escena improbable. Estrella se detuvo y me detuvo; hizo una pausa para observarme con atención. Aproveché ese instante para decirle, sin rodeos, que estaba increíblemente guapa. Ella sonrió, inhaló profundamente como si intentara contener algo, y se sonrojó. Esperó un segundo, buscando aire, y luego, apoyando el codo en la silla, prosiguió:

—¡Gracias! Pero creo que nunca llegaste a conocerme del todo. La verdad, soy una mujer compleja. Quien quiera estar conmigo tiene que aceptarme tal como soy, no solo por mi apariencia. Tuve pretendientes, sí, pero ninguno que me tomara en serio… o al menos no como yo quería. Y es que no nací para eso de: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre…” ni para “hasta que la muerte nos separe”. Para mí, la libertad lo es todo. Puedo hacer lo que se me antoje sin tener que dar explicaciones. No tengo ese temblor en la voz ni el alma atada a la idea del matrimonio. Para mí, el matrimonio no es más que una fachada social, un capricho cultural. Un detalle menor. Una concesión de quienes no han comprendido que la soledad también puede ser plenitud…

Mientras nos acomodábamos en la mesa, el mozo y yo la escuchábamos en silencio, entre perplejos y fascinados, como testigos de una defensa feroz de la vida en solitario. Nos sentamos, y sin dejar de hablar, me convenció de pedir un arroz con pato y una jarra de limonada frozen. Ella, en cambio, pidió escabeche de pollo.

Cuando por fin nos quedamos solos, me atreví a observarla en silencio. Sus ojos brillaban, y en su rostro reaparecía una sonrisa familiar, antigua. La misma de aquellos años. Al notarlo, me miró fijamente y cruzó los brazos sobre el pecho con una dulzura desarmante. Pero casi de inmediato volvió a su pose anterior, altiva, y retomó su discurso con el tono de una reina despótica que recita desde el trono del comedor.

Unos minutos después, el mozo trajo la comida. No perdí tiempo: me lancé sobre el plato con hambre y sin piedad, haciendo trizas al pobre pato. Entre bocado y bocado, apenas levantaba la mirada en busca de sus ojos. Ella, al notar que no le prestaba atención, soltó una leve sonrisa crepuscular, como una sombra de tristeza callada. Entonces se inclinó ligeramente, tomó con suavidad mi mano izquierda y la sostuvo entre las suyas. Se quedó así, inmóvil, con una expresión atenta, casi en guardia. Y de pronto, dijo:

—¿Sabes, Pepe? Siempre me gustaste. Me enamoré de ti en quinto de secundaria. Pero tú nunca lo supiste. Siempre estabas pendiente de Bety, la más estudiosa del salón. Siempre tan tranquilo, tan ausente… No matabas ni una mosca. ¿Te acuerdas aquella vez que nos encontramos camino al colegio? Ibas con tu perro, ese que te seguía a todos lados y no podías sacártelo de encima… Y cuando al fin lograste dejarlo atrás, seguimos juntos, conversando, hasta llegar al aula… ¿Recuerdas lo que me dijiste?

Levanté la vista y la miré, cargado de emoción. Mis manos se abrieron y los cubiertos cayeron sobre el plato. Me temblaban los músculos; era como si la primera ley de Newton se hubiera apoderado de mí. Aun vibrando, la observé con más atención, tratando de adecuarme a la escena, porque me sentía sobrecogido. Sí, había logrado evocarme ese instante tierno y algo nostálgico de la vida escolar a su lado… y también a Bety, mi primer amor. Quise hablar, pero no pude.

Ella continuaba, inagotable. Sus labios no paraban de moverse. Hacía un recuento de su vida, de todos esos encuentros fortuitos que habíamos tenido dentro y fuera del colegio. Solo ella hablaba, solo ella parecía tener memoria, certezas, opiniones, voluntad, vida.

Para no dejarme arrastrar por la nostalgia, tomé un sorbo de limonada y recuperé los cubiertos. ¿Era ella, el pasado o mi hambre? Opté por el hambre.

Pero al observarla mejor, sentí una punzada de pánico. Los ojos de Estrella despedían una luz inquietante; hablaba con una mecánica insistencia y gesticulaba como en una conferencia improvisada. Empezaba a desesperarme. Aun así, de tanto en tanto, la miraba y le sonreía cortésmente, haciendo esfuerzos por seguirle el ritmo. Se afanaba en presentarse como era —según ella—: sencilla, espontánea, pero en el fondo deseaba mostrarme que pertenecía a un mundo cultivado, ilustrado.

Sin darme tiempo para intervenir, me clavó la mirada y preguntó:

—¿No me dices nada?

—Sí, te escucho… Estoy esperando que termines tus ideas…

—¡Ya lo creo! Y sí, te hablo con sinceridad. Además, en este país, las solteras gozamos de más libertad moral y sentimental que las casadas. ¿Sí o no?... Hoy en día, las mujeres —salvo unas pocas— somos más cultas que los hombres. Somos más liberales en todo sentido… Y ahora ganamos buena plata, nos hemos independizado…

Aún no me recuperaba de su perorata cuando, como quien lanza una bomba sin previo aviso, cambió de expresión y soltó:

—¡Soy virgen!... ¿Qué te parece?

El alma se me revolvió. Me quedé con la boca abierta, unos segundos, incrédulo. Me resultaba inconcebible que lo hubiera dicho así, sin anestesia. Pensé que lo hacía con plena intención. Tal vez por eso sentí, sin proponérmelo, un golpe de adrenalina, una descarga erótica, una feroz exaltación de espíritu. Y ahora la contemplaba fascinado, estudiando cada línea de su rostro, cada curva de su pecho. La sentía exuberante, provocadora. ¡Dios santo!

En ese instante comprendí el sentido de todo ese prólogo exótico, lleno de sueños e imposibles que me había lanzado. Entendí que había viajado por el mundo sin encontrarse, y que justo ahora, al borde de su propia revelación, me había encontrado a mí, que ya me iba, tranquilo, sin traumas ni malos sueños. Sentí miedo y alegría a la vez. Algo violento me apretó la garganta.

Fue por eso, o tal vez por un sentimentalismo pueril, que logré controlarme y le dije:

—¿Virgen? Eso es… muy hermoso. Es extraordinario. Esa palabra ya no existe en el diccionario… ¿y a tu edad?

Mientras ella movía la cabeza para respirar, su mano derecha jugaba con el cubierto en el plato. Ya no me miraba, fijaba los ojos en el suelo. Luego levantó la vista y me sostuvo la mirada. Sus ojos brillaban con una curiosidad expectante; parecía no saber qué más decir.

Finalmente, se puso en pie y me tomó del hombro. Dijo con firmeza:

—Vamos a otro lugar…

—¡Sí! ¡Claro que sí! —le respondí rápido, antes de que pudiera seguir hablando.

Sin haber terminado de comer, y como un autómata, me puse de pie y la seguí. La vi danzar entre las mesas con una soltura inconsciente, luego salir apurada hasta llegar a la caja, donde pagó los almuerzos.

—¿Todo marcha bien? —preguntó, interrumpiendo nuestro silencio—. ¿Me extrañaste? —insistió, sin mirarme.

Suspiré, reflexionando. Al final le respondí:

—Todo va bien… ¿Cómo no se te va a extrañar?

Alzó los ojos hacia los míos, y sin poder evitarlo, sonrió y se quedó callada.

Entonces, la roca inconmovible, la graciosa y simpática amiga, redujo su poder. Por consiguiente, yo saboreaba su silencio. Aunque un deseo imperioso me empujaba a hablar, preferí callar, para no decir una tontería que enturbiara lo acontecido. Comprendía que mi amiga cargaba con un gran peso, y que toda su perorata había sido puro detalle: en tan poco tiempo me lo había contado todo. Hasta su secreto. Y hasta creí que ella misma estaba sorprendida de haber necesitado tan poco para confesarse.

“Tal vez es mi culpa…”, pensé con duda. Fue entonces que me atreví a proponer lo primero que se me vino a la cabeza:

—Ok. Vamos a otro lugar. Pero ahora yo te llevo. Tú has invitado el almuerzo; yo invito la cena… ¿Qué te parece?

Levantó su cartera, se puso los anteojos y se acercó casi chocando conmigo. Luego, tomándome del brazo, me condujo a la calle. Quiso decir algo muy rápido, pero se ahogó y empezó a toser. Sin poder evitarlo, aquel nimio incidente fue motivo para rozarle los senos mientras le daba unas palmadas en la espalda.

—¡No, no es nada! Es un simple atoro… Ok, acepto tu invitación. En verdad quiero conversar contigo.

Mi oferta le pareció tentadora. Así fue como, al poco rato, nos encontrábamos lejos del barrio, sentados en la terraza de un restaurante frente al mar, con una botella de vino tinto sobre una pequeña mesa de mantel rojo. Mientras yo reflexionaba, la veía suelta, alegre, ya familiarizada conmigo.

No habían pasado cinco minutos desde que comenzamos a beber cuando sus labios y su lengua empezaron a moverse con una energía incontenible.

—Es la primera vez que estoy aquí —dijo, para luego continuar soltando frases que jamás imaginé. Algunas eran preguntas pequeñas, inquisidoras, que me dejaban algo desconcertado.

Y yo, abriendo más la conversación, no encontraba razones para no estar de acuerdo. Se reía desde adentro, y no dejaba de toquetearme las manos, como si necesitara mantenerse anclada a mí mientras su mente trabajaba sin cesar.

En mi visión interior, sus palabras eran un hallazgo de júbilo, de placer emocionado… ¿Qué era todo eso? Una suma infinita de lo que había sucedido hasta ese instante.

En la penumbra, mis ojos rescataban su figura y mi apariencia de animal. Apenas tuvo tiempo de observarme con mayor detenimiento, y sin cambiar de postura, inclinó la cabeza como si evaluara una decisión. Entonces me dijo que todo estaba correcto. Su rostro lo expresaba. Pero enseguida me interrogó. Aunque la pregunta, en realidad, brotaba por sí sola.

—¿Esto es una cita?

Le respondí que sí, que por supuesto.

—¡Claro que sí! —exclamó.

Entonces, sin dejar de mirarme, fatigada ya por mis respuestas y las suyas, decidió que había llegado el momento, y que no había espacio para las dudas. Me pidió un lapicero, tomó una servilleta y dejó escrito su recado. Lo leí: el orden de las palabras estaba invertido… pero igual entendí el mensaje:

"Contigo solo, con nadie nada."

—Voy a corregir esto. Créeme… Esto está mal, no se puede quedar así… —le dije, agitado, ya sin poder contenerme.

En medio del breve silencio que siguió, nos pusimos de pie. Me volvió a tomar del brazo, me acercó hacia ella… y me dio un beso certero en la boca. Yo me quedé con las piernas abiertas y rígidas, intentando corregir el ángulo de mi cuerpo. Luego de columpiarse un instante de mi cuello, reaccionó. Me dijo:

—Tal vez no sirva para nada, pero sé que tú me enseñarás… No sé si eres un intelectual sin galanura o un galán sin cerebro... Lo único que sé es que fuiste mi primera ilusión. Tal vez, mi primer amor…

A continuación, tras cancelar la cuenta, nos marchamos. Con destino fijo. Y sin ninguna duda.

Loro

Una carta perdida

Supongo que todos hemos hecho alguna vez una apuesta en nuestra vida. Lo cierto es que no hace mucho supe de una de ellas.

Lo relato ahora porque en esta apuesta, caprichosa y chabacana, se describe, si no me engaño, un trágico desorden sentimental y el miedo a un destino nupcial simétrico, sin variantes y convencional, por no decir repetitivo. Yo lo juzgaría como una pantomima de la maquinaria mental del apostador, irresuelta, quieta en la adolescencia y confundida con el azar y la tragedia moral, que solo va en busca del Regreso Eterno.

Sucedió un día no memorable ni trascendental cuando me enteré de esta singular apuesta. Era de tarde y yo pretendía echarme una pequeña siesta. Por eso, estaba revolviendo mis libros en busca de uno que me templara el humor, lo acomodara en su sitio y pudiera robarme una sonrisa.

Como de costumbre, no me animaba por ninguno, lo que originó que cogiera uno al azar para luego llevármelo a la sala; y así, sumergido en la lectura, aislarme del mundo y de las incesantes banalidades de la calle.

Lo que sucede es que yo tengo un hobby que no he podido quitarme desde niño; y este es el de comprar libros usados, revistas o algo que se le parezca. Creo que siempre lo hacía o lo hago para encontrar en ellos las historias que yo nunca pude lograr. Entenderán entonces el desorden que formaban mis libros y todos estos objetos esparcidos por todos los rincones.

Aquella tarde de sábado, a punto de abrir el libro viejo y trajinado que escogí al azar, me quedé sorprendido al hallar unas hojas en su interior. Estas estaban perfectamente dobladas y lucían intactas, aunque con un color amarillento, como de muchos años.

De pronto, me asaltó el misterio de lo escrito; por eso, inclinando el cuerpo, me incorporé de inmediato sobre el sofá y acerqué las manos para cogerlas. Así, mientras me acomodaba para leerlas, las desdoblaba y las ponía en orden. Eran cuatro hojas de papel, con cuadrículas verdes, escritas a mano y enumeradas.

En la cabecera se leía: "Carta a una amiga".

Le dediqué algunos minutos a la lectura de este original y secreto manuscrito. Recuerdo que mientras la leía, elevaba las cejas y echaba la cabeza hacia atrás, evitando una carcajada. Ya tomándola en serio, la volví a leer con más atención. Esto originó que en las pausas cerrara los ojos y colocara mis dedos sobre mis párpados para tratar de encarcelar en mi cerebro lo ya leído. Lo que provocó en mí un instante de abstracción y curiosidad; ya que corría y resonaba en mi memoria la figura de la terrible apuesta. En este punto tenía que interpretar muchos detalles y descifrar algunas dudas. "La estupidez acaso es un pecado", me decía. Yo estaba algo confuso porque no lograba comprender lo sucedido. Pero a pesar de todo esto, me maravillaba una prisionera imagen y un sonido nostálgico, las que ingresaban a mi pensamiento hasta tal punto que me presentaban a aquella mujer como cortada en su intención y condenada a su suerte. Mi mente se fijaba en ella. Observaba, con más atención, la presencia irresuelta de la destinataria. Sin proponérmelo, me sentía interesado en esta mujer que parecía más exageradamente reservada de lo que en la carta se decía. La imaginaba con un discreto escote y unas gafas alojadas sobre un rostro limpio de monja mártir. Me sentí culpable por pensarla así... (Ahora sería una anciana, ya sin alma o con ella, tal vez, pero muy antigua; aunque me la represento sana y vigorosa, digna de ser amada).

Al terminar de leerla, mi estómago experimentó una sensación de vacío. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Mi corazón temblaba de disgusto y mi primer sentimiento fue de absurdo desasosiego.

Estuve un rato sentado en el sofá, meditando sobre mi lectura, pensando hacia el futuro: "¿Cómo serán ahora? ¿Cómo serán?" Entonces, tratando de atribuirle una fecha a esta historia, me puse en pie, di unos pasos, me encogí de hombros y me quedé observando, con una sonrisa algo forzada y confusa, mi imagen reflejada en el amplio espejo de mi sala. Parado ahí, proyectaba en mi mente un examen de curiosas ilusiones. En esta tarea, que deseaba resolver, percibía la naturaleza de aquella mujer de una manera extraña y llena de misterios. No eran deseos sicalípticos ni de placer; lo que suscitaba en mí era una honda y agradable tristeza. La veía como en un sueño y en medio de una maraña de confusión. La presentía sollozando en silencio, desolada y con un gesto de estupor. Esto logró que, al final, me sobresaltara y quedara con los ojos sombríos y tristes.

Dejé mi imagen en el espejo y volví al sofá, echándome y dejando pasar el tiempo. Unos minutos después, estiré el brazo, cogí la carta y la volví a leer. Lo hice con duda y temor, y la examiné de nuevo con desconfianza. Esto me dejó, una vez más, profundamente conmovido.

Esta carta se movía llena de amor, se detenía cargada de entusiasmo y se arrastraba llena de orgullo y miseria, ¡una y otra vez!

El autor de esta carta perdida se llamaba Charly, y la destinataria, Estrella.

Pude deducir que era una carta perdida porque no mostraba signos de haber sido abierta.

Me puse a evaluarla y me sorprendí al encontrar que estaba muy bien escrita, lo que me pareció muy extraño. Además, tenía un único propósito: el de cautivar con una eterna disculpa. Por ello, estaba redactada con las palabras más sofisticadas y penetrantes. Quien la escribió parecía tener dos existencias o personalidades: una como adolescente y otra como adulto. Pero predominaba la del adolescente. Describía a Estrella como una de las chicas más agradables e inteligentes de su salón de clases. No la trataba como la más bella, sino como la más encantadora que había encontrado en su vida. Le gustaba su forma de andar, orgullosa e indiferente. Era su manera de hablar y el tono que le daba a sus palabras lo que lo volvía loco. Además, se sumaba a todo esto esa naturalidad, espontánea, persistente y continua que ella lograba sin buscarlo. 

La cuidada carta y sus breves notas explicativas nos ofrecían una descripción reflexiva de la destinataria. La retrataba como una de esas personas con las que uno cree poder pasar el resto de su vida sin hastiarse, interminablemente; y que, además, ambos estaban destinados el uno para el otro; no a contraer nupcias ni a disfrutar la vida con hijos ni a envejecer juntos ni a seducirse tiernamente, adentro, en el agradable calor de un hogar, sino a jugar a las escondidas, donde uno busca y la encuentra, para luego esconderse y que el otro lo encuentre; y así pasar la vida buscándose eternamente.

Además, apuntaba que nunca los vieron coquetear en el recreo ni en el salón de clases. Jamás caminaron juntos a la salida del colegio. Había como un pacto tácito de no idilio entre Charly y Estrella, un aplazamiento de declaración que ellos mismos no lograban entender, una independencia, una libertad sin despedida. Una lógica magia perversa, inventada para que no sucediera. Como quien dice, razonando en voz alta: "En la separación está el gusto; así es más divertido".

Así transcurrió el tiempo y tuvieron que distanciarse. Ambos pusieron su atención en los dilatados manantiales del estudio. Estaban empeñados en continuar carreras universitarias. Cada uno se preparó como mejor le pareció. El esfuerzo tuvo un satisfactorio resultado, porque ambos ingresaron, pero a distintas universidades.

No hay más que hablar sobre esto.

Sigo con lo que el remitente escribió en las dos últimas páginas.

No me corresponde ser un juez y juzgar esta carta realmente hermosa, que da lugar a hechos afortunados y desafortunados. Solo me atengo a dar un homenaje al genio que la plasmó en estas cuatro hojas, en esta misiva o mensaje inmortal, sin duda alguna, en que la exactitud no se rinde ante el encanto humano que de ella se desprende.

Las líneas que siguen no tienen relación con los sentimientos propios de Charly y Estrella en su mundo escolar. Los hechos transcurren en sus tiempos universitarios y en una época diferente.

El remitente se define así:

"... Soy de temperamento dulce y de carácter alegre, un chico de barrio que habla en criollo. Durante el año y medio que duró mi preparación e ingreso a la universidad, no tuve la suerte de encontrarte; por lo tanto, no había manera de cometer una falta que pudiera merecer tu castigo... Tú habías desaparecido y estabas lejos de mis pensamientos. Pero una mañana de abril, la aventura del destino nos presentó de nuevo".

Ese día, en ese instante, nuestro joven criollo descubrió que seguía enamorado de ella, apasionada y versátilmente. Mil ruidos diversos ingresaron a su alma; mil suspiros; mil sonrisas llenaron su rostro, inundando su alma hasta el infinito. El rostro de Estrella era incomparable, representaba la seriedad alemana y exhibía, con recato, el desorden de su corazón que ardía enmarañado y salvaje; fingía, contemplándolo, con una expresión despreocupada y dulce, arqueando inocentemente sus hermosos labios.

Pero lo que Charly hizo aquella primavera de 1979, a pocos meses del inapelable y circunstancial encuentro, fue de lo más infantil. Apostarles a sus amigos, que eran amigos del colegio y de la misma promoción de Estrella, que él podía conquistarla, enamorarla y luego abandonar el redil.

Lo vio fácil. Estrella, sin antifaz, había sido condescendiente con él hasta tal punto de invitarlo varias veces a su inveterada casa, donde la puerta y la escalera estaban secretamente vedadas para otros. Estrella era una mujer, una niña inflexible y rigurosa, que no toleraba malas pulgas en nadie.

Después de una inevitable agonía, que no se agotó en un segundo, Charly lanzó un corto suspiro de asombro... "¡Oh!... ¡Claro que sí, la tengo comiendo de mis manos!". El calor le subió a las mejillas y un cosquilleo le colmó las orejas. Respiró profundamente, como para darse valor. "¡Va la apuesta!... Una caja de cerveza".

Pero sus amigos continuaron especificando la apuesta: "... Es necesario que la invites a salir al cine; una vez aceptada la invitación, tú no te presentas... Tiene que quedar plantadita, con los crespos hechos... Esto bastará para que ganes la apuesta".

¿Entienden ahora por qué digo que una carta excelentemente escrita puede esconder desafortunados hechos y esconder en sí mismo un amor inagotable?

En fin, Charly ganó la apuesta.

No sé si el rechazo de Estrella haya sido consecuencia de esto. Pero al menos en el tiempo en que fue escrita esta carta coincidieron los hechos.

Así recibí estas graduales confidencias de Charly, a una generación de distancia. Me pregunto: ¿Quién es hoy? ¿De dónde llegó? ¿Qué representa todo esto?... Todo este misterio que se agolpa en mi cabeza y salta como una leyenda sobre mí y se deleita en los rigores de mi imaginación. Pienso nuevamente en Estrella y comprendo que su venganza había comenzado con todas sus fuerzas, llena de señales y curvas, y con la mayor sencillez del mundo.

La carta termina así: "... Las disculpas llegan tarde, más tarde. O a lo mejor, no llegan nunca".  

Loro

Mi amiga Muñeca

—¡Pepee! —gritó alguien en la calle.

Estoy en el segundo piso de mi casa, en mi cuarto. Yo vivo aquí y soy su único huésped. Todas sus paredes y el techo son de maderas usadas, las que por su disposición forman figuras curiosas, muy curiosas. También hay una especie de música adicional que llega de la calle. Sí, aquí estoy y llevo sentado un buen rato en el borde de mi cama. Es curioso, pero tengo una risa floja, porque pienso que tal vez la vida, algún día, me convertirá en un superhéroe.

Me incorporo y descorro la cortina. Ahora siento una luz caliente y arrecha que ingresa por la única y pequeña ventana orientada hacia el oeste. Frente a mí, el sol del verano cuela sus luces por entre los agujeros que dejan las maderas, las que se distribuyen como si fueran linternas que alumbran objetivos. El polvo hormiguea en los haces de luces; a mí me gustan, me entretengo observándolos; achino los ojos y los examino con curiosidad, uno por uno; son más de diez o quince; me arrodillo y estiro mi brazo, y con un espejo, pequeño y circular, logro desviarlos hacia cualquier punto menos claro, el que yo quiero.

Saltando al frente de mi casa, media docena de chiquillos dan gritos. Es mi cofradía indiscreta.

—¡Pepe, huevón, ya nos vamos!... ¿Qué mierda haces que no sales?

¡Al diablo con la vieja!... Me quito con mis patas; al final, igualito me va a sacar la mierda. Ayer me dijo que me vaya a cortar el pelo en la peluquería de don Triquiñuelas. Mi pelo está crecido y a mí me gusta así, pero a la vieja, no. Mi cara es de hombre con mi cabello largo; ella dice que parezco una mujercita. Nunca vamos a estar de acuerdo. Nunca.

Las piedras rebotan en las paredes de mi cuarto de madera.

—Ya voy carajo, ¡cómo joden!… Estoy buscando mis chancletas…

Mi vieja se ha ido al mercado, y cuando regrese, dónde diablo estaré. Se va a molestar de nuevo. Ella siempre se molesta cuando salgo, cuando me escapo: “Ponte a estudiar, Pepe, luego no te arrepientas”. Si mi vieja supiera lo que hago en el colegio, si supiera lo que hago con mis amigos cuando me escapo: “Como te encuentre con ellos, te rompo el lomo a palazos, vagos de mierda… carajo. Ya no respetan las canas… En especial el malcriado, “El boca sucia”, al que le dicen Muerto Fresco, ese es el que les busca tragos y cigarrillos”. Pero en el barrio ella le tiene harto cariño a Muñeca, que es la hermana del Ñatón. “Es una niña tierna, estudiosa, y que quiere ser contadora; además, es la hija de mi amiga América”, siempre me lo repite. Si ella supiera la pendeja que es, si supiera lo que hacemos cuando ingresa a mi cuarto de madera. Mi vieja y su amiga lo permiten. Es toda una vampiresa la mocosa de mierda. La otra tarde se prendió de mi cuello y no paró hasta agarrarme los huevos…

—Esta mierda, ¡cómo demora!... ¡Apura pajero!…

La mocosa se dejaba tocar el culo. Estaba arrecha, resbaladiza, y sobaba sus piernas en las mías, y me mordía suavemente la boca, dejándome una estela de baba. Esa tarde le levanté la falda y pude estrujar sus pequeños senos. Pero no se dejaba tocar en la entrepierna. Me quitaba las manos. Su ropa interior llegaba hasta su cuello, era de nylon: transparente y suave. Recuerdo que estaba apretada en su cuerpo: perfumado, limpio y arrecho. Solté una broma: “tu boca tiene un sabor a caramelo de menta; me refresca los labios”. Entonces, sonriente, entretenida, sincronizando el tiempo, me dio otro gran beso, mientras silenciosa, indiscriminadamente, metía la mano por encima de mi pantalón y me agarraba, calato, los huevos. Me los estrujó, haciéndome doler…

—Ya los encontré… ¡Ahorita bajo!… Un toque… —grité.

Bajo las escaleras a la carrera, observando para todos lados. No hay moros en la costa. Desvío la mirada. La cartera de mi vieja está colgada en el respaldar de una de las sillas. “Con tres soles es suficiente”, pienso. Miro al espejo. Él me mira. “Paso con once”, susurro. Mi lacio pelo largo está desparramado por toda mi cabeza. “Mi vieja me va a reventar a palos cuando yo vuelva; entonces para qué estar triste ahora, mejor hay que sonreír. Seguramente estoy con la cara sucia…, no importa”, fundamento…

Sí, parecía una perra hambrienta, incansable, silenciosa… El sábado que pasó me fui al cine con la vieja y con la amiga de mi vieja, la vecina América. Muñeca también nos acompañó. Esa tarde, que ya era casi noche, yo estaba recostado en la pared, con la cabeza pegada a un letrero, y un incesante sonido de helicópteros y aviones anunciaban la llegada de los bandidos, que eran muchos y estaban bien armados, pero yo los esperaba agazapado, detrás de un árbol, a cien metros. Siguiendo su rumbo, los veía aterrizar por detrás de los árboles; el bosque era inmenso, y sus luces anaranjadas lo iluminaban todo… Dejaba pasar así el tiempo, entretenido, imaginando ser un superhéroe. Cuando ya los tenía en mi mira, adivino, morosamente, que una sombra se acerca con fatigada agilidad; me da un pequeño golpe en la espalda y me pellizca el culo furtivamente. Luego la sombra que es muñeca se aleja a toda velocidad. Su vieja se da cuenta, me mira, pero no dice nada. Sonrío con gesto inevitable de un chiquillo a quien le gusta la hija, siempre, siempre, pero en el interior de su cuarto de madera. Haciéndose la loca, con las manos en la cintura, mi vecina se cala el sombrero y se pone a contemplar los letreros; su seriedad es difusa, tediosa. Mi vieja, al otro lado, a su derecha, apoyada en el pasamano, la llama. Muñeca, en la esquina sureste, se queda dando vueltas sobre ella misma, como si se mirara en un espejo. Aprovecho, me sacudo y trago saliva, saco las manos del bolsillo y le doy alcance sin que ella se dé cuenta; disimulado, le doy un alce. Ella se lo merecía. Sorprendida, da un pequeño grito y me queda mirando con los ojos desorbitados y la frente llena de gestos y con la lengua fuera de su boca. Se retira corriendo y va en busca de mi vieja. Señalándome, le reconstruye el hecho, con intensidad perversa. Sin que me volviera a mirarla, corrí hacia el vacío de la calle, humillado. Mi madre, ágil como una fiera, me da alcance y me jala de las orejas. “Déjala tranquila… por qué la molesta”, me grita. No había como rebatir ese argumento. Es verdad, siempre he sido un tonto. Mi vieja tiene la culpa. Me trata como si fuera hijo único. Nosotros somos siete. El mayor de mis hermanos siempre me lleva para trompearme con el de la vuelta, con el loco Ludin. “¡Carajo, sé hombrecito!”, siempre me dice…

Ahora mi vieja y su amiga vienen de la otra punta, traen los boletos blandiendo en sus dedos. Nos llaman. Yo camino lentamente, con las manos levantadas, imaginándome ser Batman. Muñeca aprovecha esta distracción y me da un pellizco en el brazo y se va a la carrera. Se detiene, gira el cuerpo, y me mira bizqueando con la lengua afuera. Yo me volví a ver a mi vieja y a la mamá de muñeca, creyendo que la habían visto, pero estaban de espaldas. “Ya no sé qué hacer con esta mocosa de mierda, pero me las tiene que pagar”, me dije…

Ya en la oscuridad del cine, nos hicieron sentar juntos. Ella estaba a mi izquierda, pegada a su mamá que miraba la película, atenta, con el rostro embotado. Mi vieja estaba igual, pero a mi derecha. El espectáculo parecía producirles una melancólica agonía, porque lloraban en silencio. Hasta creí que estábamos en un velorio. Yo estaba como plantado, pensando en uno de los cuentos de Andersen, “Las habichuelas mágicas”, pequeñito libro que llegó de regalo junto con la canchita, y cuyo protagonista era Periquín; lo había leído la tarde de ayer en el silencio de mi cuarto y en uno de mis retiros habituales del mundo. Periquín tenía mi edad y su estúpida inocencia me dejó perplejo. ¡Maldita sea, por qué no lo entienden! Procurando volver a la realidad, decidí volver a la película; pero al rato agitaba los pies y me movía sin voluntad, porque la película de charros era más aburrida que ver a mi abuela tejiendo. Entonces caí en la cuenta de que podía hacer otra cosa para no aburrirme. Simplemente aprovecho para deslizar rápidamente mi mano por sobre la espalda de Muñeca, llegando hasta su culo. Le aprieto una nalga. Grita. Yo también grito señalando la pantalla justo cuando el mariachi le da un caluroso y húmedo beso a su damisela. Mi vieja se vuelve hacia nosotros con las dos manos abiertas y nos tapa los ojos. “No debimos traerlos, esto no es para su edad”, dijo, volviéndose a su amiga. Muñeca aprovecha la oscuridad que ahora tenemos tras las palmas que cubren nuestros ojos y me estruja los huevos. Grito, mudo de dolor. Nadie entiende mis bruscos movimientos. Mi madre se para y nos lleva hasta la sala de espera. Trato de serenarme y darme ánimos. Quieto la cabeza, mis ojos repasan el rostro de muñeca con mirada perversa. “Quédense aquí; apenas termine volvemos por ustedes”, susurra. Mi vieja se aleja. Muñeca me mira y yo me pongo a silbar; trato de borrar su presencia. Pero esta vez meto las manos en los bolsillos, cubriéndome los huevos; ella sujeta su falda, muy cerca de su entrepierna. No me mira, sólo sonríe regocijada, con cara de triunfo. Yo no sé si sonrío, pero convencido de la inutilidad de mis gestos, sólo vuelvo a imaginar que soy un superhéroe detrás de un árbol, agazapado, esperando al rival de turno...

Abro la puerta de manera natural, doy unos pasos, y me encuentro del otro lado del mundo. Un segundo después, todos los rostros irritados se volvieron a mirarme.

—¡Por fin, carajo!… ¡Pareces hembrita!…

Loro

Mi amiga del malecón

Puedes venir a reclamarte como eras. Aunque ya no seas tú. Donde estés si es que estás, será una pena que ya no existas en mis recuerdos. Por lo menos no habrá sido fácil olvidarte. Lo aseguro. Puede permitirse una razonable pausa, tal vez infinita, para luego volver con su terrible y escasa tolerancia, como si nada hubiera pasado y no tenga ninguna intención de recordarlo. La vida continuará con o sin nosotros. Es de lo único que estoy seguro. Me quedo con mi humor y optimismo a prueba de ataques nucleares y aflicciones... que a usted le desagrada ¡Quién me iba a decir que el destino era esto... el día que la conocí!

Era una tibia noche de diciembre y no había cielo ni luna ni viento. Y las copas de los árboles creaban indistintas figuras en mi mente. Al rededor, en las casas de diferentes formas, pero que formaban una unidad, y a través de las ventanas, brillaban unas luces pálidas. Al fondo oscuro de una de las calles, a mi derecha, en un cartel iluminado, en lo alto, como trozo luminoso, se leía HOTEL. 

Parado en aquel lugar, en un silencio incómodo, la esperaba… El mundo parecía detenido.

Ella estaba de regreso. Había vuelto del exterior por unos días.

Un año antes, nos habíamos encontrado en el ciberespacio. Al principio ella mostró cierto interés por escribirme. Así que lo aproveché. Preparé mis nervios y le envíe un correo corto y atrevido. Ella me respondió sin cordura y como si liberase la energía de una bomba atómica. Entonces, emocionado, hice otro correo, con el mismo sabor del primero. Y luego otro y otro. Pero no obtuve respuesta. Me pareció raro. Me pregunté, “¿algo le ha ocurrido o tal vez no quiere escribirme?”. Así que, durante algunos días, dejé de pensar en lo sucedido. Me pedí un poco de compostura. No era para tanto. Eso creí. Hasta que una noche me ganó las ganas y le envié otro correo. Nada, la hibernación seguía intacta. Por lo que decidí despedirme de ella para siempre. Hice un último correo y se lo envié. Al mes ella respondió. Su respuesta fue excesiva y arcaica. Me echaba la culpa de lo que le sucedía. ¿Qué pasaba? ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué me trataba así?

Ahora que había llegado, me animé y la llamé por teléfono, y acordamos encontrarnos en la esquina de un edificio de tres pisos que miraba a un malecón y a un parque de copiosos árboles. El lugar no estaba muy lejos de su nueva casa.

Recuerdo que cuando la dejé de ver, yo tenía treinta años y carecía de una completa responsabilidad; sin embargo, ella era una mujer reservada y de orgullo susceptible, que no aguantaba pulgas de nadie. Solo estaba empeñada en su trabajo. Parecía estar hecha solo para eso…

Lo curioso de nuestro destino es que nos conocimos en el colegio, un día que no recuerdo. Ella era una niña agradable, de catorce años, que se sentaba a mis espaldas; mediana y flaca y de cabellos lacios como los míos. Tenía unos ojos achinados, detrás de unas gafas, muy hermosos y también pardos como los míos. Una mañana la encontré sola en la carpeta, y tuvimos una parca conversación en la que me sorprendió su inteligencia. Al final, “gracias”, me dijo y me sonrió por primera vez. “De nada”, respondí y le recibí el borrador. Así comenzó nuestra amistad. Al año siguiente volvimos a encontrarnos en el mismo salón; y ese año me di cuenta de que me gustaba y me alegraba pensar que yo también le gustaba a ella. Desde entonces temía que algún día pudiera marcharse. Y efectivamente se marchó al terminar la secundaria. Todo lo que me ocurrió luego, en ese infinito periodo de tiempo, nunca se lo conté a nadie…

Al año y medio, otra vez el loco destino nos juntó. Fue de mañana el día que nos volvimos a encontrar. Yo estaba a la espera del ómnibus que me llevaría a la universidad. Ella llegó y durante un rato nos miramos; ninguno podía explicarse lo que sucedía; aunque nuestros gestos eran evidentes. Ella estaba ahí y se le retorcía el cuerpo mientras suspiraba conmovida en aquella esquina. Yo, como si tuviera un espejo al frente, hacía lo mismo. Dos minutos, cinco, y nos interrumpimos. Me preguntó y yo le pregunté; respondimos alegrándonos de oír nuestra propia voz. Al final me sonrió y yo le sonreí con un gesto, pero tomó el primer ómnibus y nuevamente desapareció. Mi cara quedó roja de ira por mi nulo atrevimiento. Sin embargo, poco a poco se enteró de que visitaba su universidad. Fueron varios nuestros encuentros, que yo los hice furtivos. Hasta que me atreví y la invité a salir y ella no lo dudó: “claro, cómo no”, me dijo. Y salimos cuatro o cinco veces. Para entonces, yo estaba locamente enamorado y creo que ella también. Pero había algo, sin embargo, que nos separaba, era el miedo, el miedo a perdernos otra vez. O, suponiendo mejor, el miedo a la realidad. Lo platónico nos era más cómodo, más soberbio.

Nuestra separación definitiva fue decretada al poco tiempo. Nadie sabe a ciencia cierta qué nos depara el destino, es una espiral poblada de pasillos y galerías, que no sabemos a dónde nos conducen.

Ahora, luego de tantos años, la esperaba, abrumado de nostalgia; me era difícil hacerme una idea de cómo la encontraría. Lo embarazoso del asunto me llevaba a intuir que sería larga mi espera, pero no le daba importancia. Mi corazón la disculpaba. “Que se tome todo el tiempo del mundo”, me decía. La noche se había instalado y yo no hacía otra cosa más que mirar para todos lados en busca de alguna sombra que se pareciera a ella. Fantaseaba con la idea de que de pronto aparecía y me saludaba con un fuerte y efusivo abrazo, no un beso, y nos perdonaríamos todo.

Después de unos largos minutos, me sentí solo y avergonzado. Tenía la sensación de que muchos ojos me estaban observando, ya que en aquel punto había mucha claridad por culpa de una ventana muy iluminada. Entonces caminé no sé cuántos pasos e ingresé al parque, a una distancia conveniente. Mientras la esperaba, parado al pie de un árbol y con un cigarrillo entre mis dedos, me puse a observar en rededor: veía que otras mujeres llegaban acompañadas; también una pareja mayor, detenida, se acariciaba en una actitud exageradamente amistosa; y a unos metros, sentados sobre una banca de madera, una pareja joven se toqueteaba amorosamente: él la abrazaba frotándole la espalda; ella, como un ovillo, mantenía sus ricas piernas entrecruzadas. Instintivamente me quedé allí, mirándolos. De pronto volteé a mirar a otra parte porque me pareció que me habían descubierto. En eso me quedé sorprendido al observar a una mujer sola, que caminaba con los senos levantados hacia adelante, alejándose; la sentí muy risueña y animada pero impaciente, como si disimulara algo. En ese caminar, la muchacha se perdió en mitad del parque. Sin pensarlo volví a mirar en rededor; había un viejo que llevaba puesto un sombrero de alas anchas, parado muy cerca de una banca, dudando sentarse; también parecía estar esperando a alguien; tal vez por eso, inconscientemente, meneé la cabeza y solté una pequeña sonrisa, solidarizándome con él.

Unos minutos más tarde apareció nuevamente la muchacha, sonrojada y esgrimiendo una sonrisa leve y burlona. Sin detenerse pasó delante de mí haciéndome una mueca insólita. Yo sonreí mecánicamente. Pero ahora noté claramente sus facciones, a pesar de la penumbra. Era una chica joven y bien parecida, de ensortijados y largos cabellos castaños que le cubrían parte del rostro y la espalda. Sorprendido por verla muy cerca, detuve mi respiración y la miré con una mirada furtiva, clandestina; “¿quién será?”, dije, dudando, porque no la recordaba de ningún lugar. Cuando me dio la espalda, la oí susurrar: “tonto”. Yo me eché a reír en silencio. No sabía exactamente qué pasaba. “Tal vez me conoce”, pensé.

Mi amiga no llegaba. Me aburría el tiempo, la espera.

Apoyado en el árbol, volví a encender otro cigarrillo. El aire vibraba con el pasear de las hojas y parecía estar disgustado como yo de estar ahí examinándome solo. Mientras aguardaba, mis ojos iban y venían incomprensiblemente. Y de vez en cuando, miraba con curiosidad a algún punto. Lo hacía para disfrazar mi estar en aquel lugar, observando para todos lados como un tonto. Por mi derecha, la calle estaba vacía y veía en el horizonte el resplandor de los postes de luz; a mí izquierda, en el fondo de la calle, vi que tres muchachas, vestidas para una fiesta, caminaban por una de las aceras haciendo sonar sus tacones. Marchaban en fila india. Evidentemente las tres eran amigas. De pronto, mi curiosidad se despertó al percatarme de que una de ellas se parecía a mi amiga. Por eso las quedé mirando con atención hasta que doblaron por una esquina. Al final, “no, no es ella”, me dije. Aunque por mi sospecha, permanecí un instante en actitud reflexiva con la cabeza echada atrás y como si tuviera las manos atadas a mis espaldas.

Me interrumpí. Quería marcharme. Pero cuando quise revelarme y alejarme de aquel lugar, apareció nuevamente la silueta de la joven que otra vez avanzaba muy cerca de mí. Se detuvo y giró para mirarme, entonces me hizo un gesto con una de sus manos y dio un pequeño grito, sobresaltándome. Sus orejas y sus cabellos estaban iluminadas, tenuemente, por la luz que llegaba de la ventana del edificio de tres pisos. Avergonzado, agaché el cuerpo y encogí las rodillas, sentándome sobre el césped. Me sentía un poco torpe. Después que se alejó unos metros, me quedé observándola interrogativamente, pensando en lo que me dijo al inicio, y también en su último y provocativo gesto. Como si descubriera mis pensamientos, se detuvo y giró bruscamente moviendo la cabeza en forma negativa. Entonces le miré el rostro y me estremecí. Parecía una hermosa estatua de mármol de algún lugar que yo me apresuré a imaginar. Alzando la voz, me dijo:

—¡Hum!... ¡Me escuchaste! Tienes un buen oído, como de perro... —lo dijo guiñándome un ojo, y sonriendo con un tierno encanto.

Al no oírme hablar, vino hacia mí. Yo seguía viéndola con la boca abierta, sin poder decir palabra. Entonces se detuvo, casi chocándome, dobló las rodillas y se quedó en cuclillas con la cabeza gacha, como meditando. Ahí permanecimos los dos, por un ligero tiempo, en el mayor de los silencios. Luego dio un suspiro y levantó la cabeza, cruzó los brazos y se quedó examinándome. Sus ojos no disimulaban una expresión severa y atenta. No había advertido que ella también refunfuñaba con mucho enojo. Reaccionó.

Hola. ¿No te molesta que haya venido?

—No, para nada.

—Dime, ¿te dejaron plantado como a mí? ¿Crees que va a llegar?

De golpe bajé la vista, ruborizado, tratando de entender. Medité no sé qué tiempo, sin dejar de pensar en su pregunta. Sin más remedio, levanté el rostro y la miré; tenía una conmovedora imagen y una turbada sonrisa.

—Y cómo sabes que espero a alguien —pregunté.

—Se nota en todo tu cuerpo. Tus gestos lo hacen evidente.

—¿Eso te parece? Creo que te equivocas, porque sé que ella va a llegar —le contesté.

¿Por qué entonces ese rostro? ¿La esperas para disculparte o para entablar una conversación amena y relajada?

Para disculparme… Trato de averiguar, ¿de qué?

Se puso en pie, giró el cuerpo y me dio la espalda. Lentamente empezó a caminar. Se alejaba con el rostro vuelto a mí, pero sin dejar de sonreír. Llevaba una miraba coqueta, sarcástica. Recostado al árbol, no quise levantarme. Solo reflexionaba el hecho y la observaba detenidamente hasta que nuevamente desapareció.

Pobre de ti. Te sigue haciendo quedar como un tonto —dijo en un tono suave pero burlón.

No quise responder. Solo mi rostro parecía hablar, porque cambiaba de expresión, ya que sentía que mis cejas y mi boca hacían gestos individuales, discordantes… Estaba enojado, fastidiado por culpa de mi amiga. Demoraba mucho. Miré mi reloj... Había transcurrido media hora de estar allí, sentado al pie del árbol como un tonto.

No fueron ni cinco minutos cuando la vi volver. Caminaba con un impaciente movimiento y parecía tener encendidas las mejillas. Cuando estaba a un paso de mí, se inclinó y me tomó de la mano. Yo me quedé mirándola.

Arrugando la frente y las cejas, sin vacilar, me dijo:

¿Me acompañas al pub del frente? He separado una mesa para los dos. ¿Me acompañas?

No me sorprendí. Creo que estaba esperando aquella reacción. Igual, yo titubeaba. Entonces, en la misma posición, me dejé en libertad y encendí un cigarrillo y le invité otro a ella. Sin decir nada, frunció la boca y movió la cabeza afirmativamente. Inmediatamente estiró el brazo y lo cogió con los dedos. Luego se lo puso entre sus labios e hizo una ligera rotación para inclinarse frente a mí y acercar su hermosa boca al encendedor. Mientras yo lo encendía, y en cada aspiración, ella agitaba el cuerpo y sonreía con voluntad. Al observarla mejor, noté que llevaba una blusa ligera, en donde se distinguían unos exuberantes y hermosos senos; más abajo, un pantalón jeans azul, muy apretado, cobijaba unas agradables piernas.

Cambié de ánimo y proseguí.  

Pero ¿si llega mi amiga?

Noté en su rostro que nada lo amilanaba. Entonces se llevó las manos a las sienes, se sacudió el cabello, volviendo la cabeza atrás, hacia la luz que iluminaba el edificio. En el aire se volvió otra vez a mí, me estrechó la mano y botó el humo en dirección a mi rostro.

Vuelves y la abordas y si quieres te dejo la mesa; la traes, yo me retiro, y haces todo lo posible para disculparte con ella. ¿De qué te vas a disculpar? ¿Puedo saberlo?

En esas condiciones, yo me sentía más tonto y estúpido que nunca. Así que, mirándole a la cara, me hice el ánimo y me dejé coger de las dos manos. De un tirón me puso en pie y me llevó hasta la vereda, y empezamos a caminar en silencio. El pub se divisaba a lo lejos, exactamente en la otra esquina del parque, la más iluminada. Luego de caminar unos metros, empezó a hablar de su vida y de la relación cansada que llevaba con un fulano, de quien no quiso decir su nombre; pero, aunque dudaba, me enumeraba algunos detalles que la hacían rabiar. Yo, escuchándola sin interés, no dejaba de fumar; pensaba estúpidamente en mi amiga.

Llegamos al pub y, sin preámbulo, nos sentamos a la mesa, uno frente al otro. Había una jarra de cerveza en el centro y dos vasos vacíos, uno a cada lado. Ella rápidamente estiró el brazo, asió la jarra y los llenó. Los contertulios, en las otras mesas, se podían contar con los dedos de una mano.

¡Salud! Tonto. Eso somos, ¿no? Los que se tienen que disculpar son ellos. No queremos entender que no tienen el coraje de conversar con nosotros. Sé que ella no te va a aceptar ninguna disculpa. Te va a decir: “Déjalo como está... Déjalo así...” ¿Crees que vale la pena tener una amiga que te echa toda la culpa?... Le tiene miedo a la vida; ese es su verdadero dilema, su trágica disyuntiva. Todos tienen la culpa menos ellos...

—Hum… Creo que tienes mucha razón. Pero ¿cómo puedes saberlo si no te he contado nada…?

¿Qué edad tienes? ¡No me lo digas…! Ya es tiempo de madurar. Da miedo sentir lo que se siente, ¿no?... Pero ¿qué pasó? ¿De qué te tienes que disculpar?

Como si esperara el momento, me volvió a tomar de las dos manos y las puso encima de su pecho. Se inclinó por sobre la mesa y me dio un ligero beso en los labios. No sin sorpresa, comprendí qué había cambiado en ella: Los ojos. Eran hermosos, pero tristes. Bajé la mirada. Estaba avergonzado. Ella seguía mirándome muy atenta y no lo disimulaba, sonreía. Tal vez no pensando, oí que hasta allí llegaba, muy despacio, una música del recuerdo, un rock balada de los 80s. Me volví a dar ánimo, levanté la cabeza y nuestros ojos se encontraron… Por fin logré hablar, pero ella no entendía nada. Mejorando —eso creía—, empecé a filosofar mis respuestas, a distorsionarlas de una manera grosera, llegando hasta lo cómico; mientras que ella solo arqueaba las cejas y no dejaba de sonreír. Así empecé a notar que conforme iba pasando el tiempo, iba siendo mayor su complacencia de estar conversando conmigo. Parecía mirar mi interior. No disimulaba sus gestos ni su casi carcajada. En una pausa, tocándose los labios, se detuvo a pensar. Creo que quiso preguntarme algo más íntimo, pero no se atrevió. Se quedó quieta, como una niña, escuchando mis torpes respuestas. Hice una pausa y me quedé pensando. Al entender que solo la hacía reír con mi perorata, reaccioné y me puse serio...  

—Te lo voy a contar —le dije—. Recuerdo perfectamente el día. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Estaba molesto porque ella no contestaba mis correos. Pensé que me estaba ignorando y eso a mí siempre me ha jodido... Entonces le escribí un correo corto pero irónico y se lo envíe. No tenía ganas de contarle nada, solo ser punzante, incisivo. Pensé que se daba demasiada importancia. Después de tomarse un buen tiempo, ella me envió un correo diciéndome que le había herido en lo más recóndito de su alma; que le había hecho recordar su actual modo de vida. Me quedé lelo, atontado por aquella respuesta que nunca esperé. Pensé que me iba a contestar con otro correo irónico, sarcástico, burlándose tal vez de mi vida. Eso hubiera sido interesante. Nuestras vidas tienen tantas cosas cómicas a esta edad que ya no tienen importancia. Pero, no. Estaba irreconocible. Parecía una adolescente mal humorada, muy estúpida. Se había dejado desnudar tan fácilmente, sin darse cuenta, sin comprender nada. Mi correo electrónico tenía otro sentido, otra lógica calculable, infinitamente lejos de lo que ella entendió. Sí. Yo escribí ese correo, pero llegó con otro perverso contenido para su cerebro. Era el mismo correo, con sus mismos vocablos, con sus mismos verbos y adjetivos, pero con otra inconcebible lectura y deducción, con otra inferencia. Ella sin quererlo me contó su terrible secreto con aquel tonto correo suyo. Yo nunca quise saberlo. ¿Para qué? Mi único interés era ser su amigo. Solo eso. Un gran amigo con quien ella podía conversar de todo; y contarse todo también sin miramientos. Nuestra edad era la perfecta edad para estas cosas. Así lo creí. Pero estaba totalmente errado para ella… Los dos ya sabíamos perfectamente que yo nunca sería para ella ni ella nunca para mí. Eso estuvo escrito ya hace mucho tiempo; supongo que el mismo día que nos conocimos… Por eso quiero disculparme. No me dejé entender... absolutamente nada. Aunque creo que no quiso entenderme. Mi correo solo fue un ideal pretexto para pelearse conmigo. Me pregunto, ¿por qué? y eso me da miedo. Conozco su temperamento de memoria, pero igual me he quedado sorprendido. El tiempo y la edad han hecho estragos irreversibles en mi amiga. Pero igual, la quiero. Quién puede olvidar a su primer amor. Sí, y lo sé, y lo repito: quién puede olvidar a su primer amor, aunque ya no sienta nada por culpa del tiempo y de los hechos. Sé que no la amo y que tal vez yo quiera confundir el amor con la nostalgia… Lo nuestro es hoy un imposible, el amor es otra cosa. Yo lo sé. Lo nuestro nunca llegó siquiera a lo carnal y ella lo sabe muy bien. No entiendo por qué no lo quiere entender. Pero igual, es mi amiga, y la quiero mucho, aunque ella no me permita hacerlo... La verdad..., eso es lo que más me da miedo. Ella está confundiendo totalmente las cosas. Su correo me lo demuestra. ¡Ojalá me equivoque!  

¡Salud! Tonto. Ella no va a llegar, te tiene miedo, no te das cuenta. Eres su chivo expiatorio. Sabe que su indiferencia es el arma favorita que le funciona muy bien contigo y con ella misma. Nunca se atreverá a cambiarla. Porque si la cambia, tú le vas a hacer mucho… pero mucho daño. Y ella lo sabe. Por eso no vendrá. ¿Es que no comprendes que en eso estriba su poder para hacerse y hacerte daño?

Bueno, masoquista no creo que sea. En eso te equivocas. O tal vez yo me equivoco. No lo sé. Tú eres mujer y debes de saberlo mejor que yo. Pero ¿si llega?

Ya te dije, te dejo con ella para que te disculpes y la pasen bien. Entonces yo me tragaré mis palabras y quedaré admirada, deslumbrada de tu amiga. Pero te repito, ella no va a venir. No quiere saber nada de ti. ¿No lo entiendes? Te ha engañado… Te ha dicho que vendría, pero no vendrá… No ha llegado a madurar a pesar de su edad… Además, le dueles en el alma. Le dueles en cada poro de su cuerpo, en cada uno de sus recuerdos. Ella no sabe vivir sino lejos de ti, por eso trata de olvidar aquellos momentos, aquellas anécdotas, aquellos detalles simples que sabe muy bien nunca podrán ser completamente suyos... ¡Eso le JODE totalmente! Con todos, con cualquiera, menos contigo... Ni una palabra más. Tu correo es una broma, una payasada para tanto efecto.

En eso llegó el mozo, limpió la mesa, retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra.

Ya había trascurrido muchos minutos de estarnos ahí, sentados a la mesa y con la cerveza haciendo estragos a nuestros cerebros. Tanto así, que resultaba graciosa nuestras atentas miradas, con los hombros encogidos, frunciendo la boca, creyendo que nadie nos miraba. Nuestra situación era única, dos desconocidos conversando sin importarle absolutamente nada; dos desconocidos sin un pasado mínimo, conversando franca y entretenidamente. Ella y yo sentados en la segunda fila del pub, junto a la ventana, sin seguir una línea recta: parecíamos dos enamorados reconciliándose, dos enamorados que hablaban con la voz fuerte, sintiéndose tranquilos, sin ver por ningún lado que el mundo se cayera a pedazos. Todo lo contrario, el mundo seguía girando a nuestro alrededor, y los contertulios que nos acompañaban, hablando, sonriendo o haciendo muecas discordantes y amenas.

Aventuré una nada turbada afirmación. 

—Sí, creo que no te equivocas.

—Entonces puedes dejar de conjeturar y darle vuelta a tu memoria. El presente es ahora, tu mirada y la mía, tus ganas de estar conmigo… De hacerme el amor… ¿O no?

Sí, yo estaba seguro… Ganas era lo que me sobraba… Pero torpemente seguí hablando de mi pasado; como si no quisiera decidir y pensara más que en mi amiga…

Lo decidí.

—Es verdad, ella tiene miedo, tiene miedo de que yo pueda averiguar los secretos que le duelen demasiado y que a pesar del tiempo transcurrido no pueda superarlo. Mi coloquial e irónico correo ha sido solo una excusa, una torpe excusa para alejarse de mí. Ella sabe muy bien que no soy un adivino o un clarividente; cómo podía saber yo lo qué le sucedía antes de escribir el susodicho correo. Debe de ser una cosa muy desagradable, muy mala, lo que le ha trascendido. Sé que ella nunca me lo dirá. ¡Eso jamás! ¡Ni por asomo!... ¡No he sido yo...! No creo que tenga nada que ver en ello... Bueno, ahora con su actitud, lo dudo... ¿Será posible? ¿Alguna vez habrá amado a alguien?... Ahora veo a quien espero... Me ha tomado por tonto…, otra vez. ¡Es de otro mundo mi amiga!... Mejor lo dejo ahí.

Resultó que esta última observación le agradó mucho a mi acompañante. Entonces volvió a lanzarme una atenta y rápida mirada, con sus bonitos ojos marrones, y que a ciencia cierta no sabía si era de asombro o de sospecha. No sé, pero me agradaba cuando nos sonreíamos al mismo tiempo.  

¡Así me gusta que pienses! Déjala descifrándose sola, sin tus preguntas, sin tus respuestas…, y nunca más la busques. Vas a ver que eso le va a doler más que tus irónicos correos. Tu total olvido, tu total indiferencia. ¿Cuál es el costo beneficio para ti? ¿Ves?... No hay pretextos. Bueno, dejemos de darle mucha importancia a tu amiga, que no se la merece. Si lo has entendido, ahora creo que ya no es, para nada, necesaria en tu vida… ¿Te puedo llevar a un sitio que conozco y en el que nos dediquemos a conversar de nosotros? Ya no vale la pena estar aquí. Olvidemos este lugar y acompáñame.

Bueno, no soy así. Pero creo que en esto tienes mucha razón. Ok. Salgamos de este lugar que tiene malos olores en mi memoria. Llévame a donde tú quieras. No aguanto un segundo más este lugar. Está bien, tienes mucha razón, no vale la pena. Me marcho y no volverá a saber nada de mí. ¡Pero ahora lo juro..., delante de ti! Además, por suerte, ya no queda tiempo..., el reloj ya canceló nuestro destino soñado de la manera más estúpida.

Se puso en pie, bordeó la mesa y se acercó por mi espalda, inclinó la cabeza y me dio un nuevo pero grandioso beso en los labios. Yo me quedé sentado, quieto en mi silla, sintiendo sus agradables senos sobre mi hombro derecho. Cuando su boca se separó unos milímetros de la mía, la vi contenta y divertida. Sus hermosos ojos marrones, muy abiertos, me miraban animados y optimistas; jugaba y hacía chocar su nariz con la mía.

Al poco rato me puse en pie y le di un fuerte abrazo. Luego, apurando el paso, nos fuimos a cancelar la cuenta. Cuando llegamos a la puerta de salida, teníamos las manos agarradas. Sin dejar de caminar, conversábamos jubilosamente de la vida y del humor. Todo coincidía, pausas y exclamaciones, risas y silencios. Nuestro diálogo era más que un acuerdo, era un acorde. Éramos dos rimas felices. 

Es cierto, sin humor la vida es una total estupidez, una cárcel de amargura; y es a donde mi amiga, que nunca llegó, me quería sumergir, me quería dejar otra vez… Un lugar del que me había escapado hace muchísimo tiempo y que yo había olvidado tontamente...

Hablando, se soltó de mí y me dio una palmada en el hombro y un suave puñete en el estómago; de ahí, sin parar, sonriente, empezó a contarme del amigo que la dejó plantada.

Lo sé perfectamente. De hecho, lamentaría parecerme a él. Estúpido no soy —le dije como un desafío.

Sí, así es como se llama: Estúpido… No tenía intención de decírtelo, pero ya te lo dije. ¿Cuál es tu nombre?

—Lorenzo... ¿El tuyo?

—Mía.

Y sonrío gravemente, con una expresión picarona y provocativa. Luego apartó la vista y la llevó hacia el cielo soltando una risita coqueta, silenciosa. Inmediatamente, me dijo cosas que le sucedieron con el susodicho enamorado.

—Mía, bonito nombre para esta ocasión —le dije, sin esforzar una sonrisa.

Ves. Sí, sabía que te ibas a reír de mi nombre y de lo que te cuento, pero de todos modos no es más que la verdad. Tampoco soy como ella, tu amiga, por supuesto. Y ya no te burles de mí..., que puedo dejar de tener correa....

Sin darle explicaciones, le di un beso fugaz ya en la avenida y a la luz de muchas miradas. Ella se echó a reír, abalanzándose a mí y exclamando:

¡Lorenzo! ¿Con que permiso me besas?... No importa. No está mal. ¡Hoy sí, mañana asá! Tómese la confianza que usted quiera y siga enamorándome aceleradamente. Que eso está bien. 

Tú eres Mía, ¡eres mía! Sí, somos dos amigos que el destino juntó hoy y que el romano Cupido flechó... ¿Cuál es el problema? Y ahora eres tú la que no para de reírse... Pero sigue, sigue, búrlate no más; es mejor oírte reír a que seas indiferente; luego me das tu correo, quiero escribirte una carta extensa y necesaria... ¡No! Varias cartas largas, interminables... Yo te aseguro que leeré las tuyas con mucha atención y sin prejuicios. Por favor, que sean irónicas, burlonas, como tienen que ser... De otra manera le haré un clic y lo enviaré directo al basurero... El tiempo es tan corto y la vida tan larga si uno lo quiere, como para darse el lujo a detenerse en minucias...

Al final entendimos lo que nos estaba sucediendo; nos dábamos cuenta del hecho y no lo disimulábamos. Además, ninguno era el de la culpa y lo sabíamos.

Así que, al atravesar el último desvío y estar al frente del hotel, el del letrero luminoso, decidimos entrar. Ella entró primero. Al subir por las escaleras me di cuenta de que Mía llevaba unas sandalias de color beis, que conjugaba con la correa ancha de su pantalón. De manera extraña observaba sus ricas nalgas que rondaban muy cerca de mi cara, bloqueándome el paso. Al llegar al segundo piso, nos recibió una joven mujer que parecía esperar a alguien. Era la dueña del hotel. Mía se apresuró y pidió un cuarto matrimonial.

—¿Cómo hemos venido a parar aquí? —preguntó.

Yo encogí los hombros y no le contesté.

—Excelente idea… Supongo que al final debo de darte las gracias —dijo.

—No hay por qué —le respondí, mientras abría la puerta del cuarto.

Pasaron dos años y nos volvimos a ver en el mismo hotel; todo seguía exactamente como en el primer día. Aunque por culpa de la culminación de sus estudios universitarios, nos separamos antes y nos juntamos después. Y hoy andamos mezclados fanáticamente a la luz de un amor real, sin dudas ni temores.

Es otro diciembre y tengo que ir a su casa, saldremos. Mía es mi prometida. ¡Y es verdad, es verdad…!    

Loro