Aquel
hombre estaba parado junto al bar, bebiendo vino de una copa de largo pie como
base. En cada sorbo, sacudía la cabeza y daba pequeños golpes de puño a la
mesa. Al rato, balanceándose, dio unos pasos y se sentó con la cabeza apoyada
en el respaldo de una cómoda silla giratoria, de asiento regulable, y se quedó
de espaldas al gigante espejo. Ahora, cogiendo la copa y con el rostro quieto,
observaba fijamente a una araña de cristal y bronce que pendía del techo. Entre
sus piernas tenía un libro abierto que sostenía con la otra mano. Se recompuso,
se sentó verticalmente, cruzó una pierna sobre la otra e inclinó la cabeza para
ojear el interior del libro. Después de tres minutos, su semblante cambió;
descubría o parecía expresar lo que acontecía en el fondo de su memoria;
parecía como si meditara un lejano recuerdo. Recuperado y girando lentamente la
silla, apoyado en uno de sus pies, se volvió hacia las ventanas y se quedó
quieto, inespacial, como si observara la nada; parecía que estaba muerto de
verdad. Pero el muerto revivió cuando le brotó una sonrisa burlona y palpó su
pecho y volvió los ojos por entre sus piernas.
Así
se mantuvo, no sé por cuánto tiempo, de espaldas a mí y sin quitar la vista del
interior del libro. Su situación parecía sencillamente contradictoria, porque
no paraba de sonreír tontamente. De pronto, como persuadido por alguna
nostalgia, sacó los ojos del libro y se puso a discutir consigo mismo
suspirando eventualmente; luego se tiró sobre el respaldo de la silla y empezó
a menear la cabeza y a reír amenamente; lo hacía de tal forma que parecía estar
escapando de algún pensamiento cruel de venganza.
Aquel
hombre estaba como a diez pasos de donde yo me encontraba sentado. Nunca lo
había visto antes. Era de mediana estatura y de tez clara como la mía. Por más
esfuerzo que hacía, no lo recordaba de ningún lado. Así, pasan cinco minutos,
siete minutos; me resisto a dejar de observarlo; parece molido moralmente,
aunque no deja de sonreír haciendo movimientos teatrales, cómicos. Tamborileo
mi frente y sonrío fijándome en él, me aprieto las sienes y me quedo inmóvil,
confuso; levanto mi copa y bebo un pequeño sorbo de vino; dejo la copa sobre la
mesa y me froto los ojos que muestran cierto interés por lo que ven; me tiro el
cabello hacia atrás con las dos manos; tengo el propósito de observarlo mejor.
Ahora no puedo apartar la mirada de su nuca; una visión seductora atrapa mi
alma. Con una sobreexcitada curiosidad, veo que eso destroza mi razón. Es
inexplicable. Hay una cosa extraña, una luz pintada en colores claros que se
evapora iluminando toda su cabeza, como si fuera un halo suave y travieso. A
punto de sudar y como reacción ineludible, sorprendido, frunzo mis cejas y abro
completamente los ojos. Entonces puedo distinguir que el resplandor dibuja una
imagen perfecta, diáfana. Vacilando y con la idea atemorizada, logro observarla
por unos minutos. Como si fuera arrastrado por mi mirada penetrante, el dueño
de la nuca se pone en pie y se acerca a mí. Luego de saludarme cortésmente, me
pregunta: "¿Yo lo conozco a usted o usted me conoce a mí?". Me quedo
mudo y quieto por unos segundos. Levanto la mirada y le contesto: "No. No
lo creo. Lo que sucede, señor, es que estoy sorprendido, por no decir perplejo.
He visto la representación de una imagen juvenil sobre su cabeza, una imagen
juvenil perfecta". Se aparta un poco y se lleva una de sus manos a la
cabeza, dejándola a la altura de su nuca. "¿Qué me dice usted?",
pregunta asombrado, con la sonrisa perdida. "Siéntese", le digo. Se
deja caer melancólicamente en la silla adyacente que acompaña a mi mesa.
"Señor, usted comprenderá que me ha intrigado su comentario; porque lo
cierto, lo cierto es que sí. Sí, yo estaba pensando en una joven que conocí
hace muchísimo tiempo; la recordaba en nuestra juventud. ¿Me puede decir cómo
era la imagen?", pregunta impaciente. En esos instantes, todo en él es
risible; y se suma a esto los ademanes nerviosos que originan los movimientos
de sus labios. Desde donde nos encontramos, y a través de las ventanas abiertas
que tenemos al frente, se pueden distinguir el horizonte del mar y una muralla
de edificios a los costados, como si fuera una cavidad entre colinas. Siento la
brisa del mar que forcejea con mi nariz, influenciada tal vez por los
recuerdos. Desde mi ubicación, todos aquí estamos fuera de las fauces del
espejo gigante que adorna la pared principal de la estancia; en su interior,
solo se divisa el piso de parquet y las patas de mesas y sillas... "Bueno,
aquella imagen que estuvo sobre su cabeza era la de una mujer joven, de tez
clara y rostro curioso, que sonreía irreverente detrás de una ventana; tenía el
cabello crespo, largo y negro; y me miraba como si me conociera", le digo.
"Ahora estoy más sorprendido. Me está describiendo a la persona que yo
recordaba", balbucea. "¿Por qué supone que le conocía a usted?",
agrega. "No lo sé. Tal vez fue mi imaginación", le contesto.
Al
poco rato, hizo unos gestos con las manos y llamó al mozo.
—Le
invito una copa, ¿puedo? —dijo.
Sus
ojos bailaban de alegría, como si me hiciera un favor. Estaba seguro de que yo
iba a aceptar. Asentí moviendo la cabeza. Entonces abrió el libro y sacó una foto
amarilla, muy antigua, y me la enseñó. Era el retrato de la mujer que vi sobre
su cabeza. Me quedé impresionado por la perfecta semejanza de ambas facciones.
Mientras él escondía la foto en las páginas del libro, quise hablar, pero me lo
impidió con unas palmadas en mi hombro. Prefirió que nos quedáramos en silencio
a la espera del mozo. No quería que éste lo interrumpiera.
Al
ver que demoraba, excitado, llevó la mano sobre mi copa y de un solo sorbo
vació el contenido. Luego se dejó caer en la silla y entró en una especie de
dilatada gloria. Me quedé viéndole los pies, las rodillas, y no hubo necesidad
de que yo hablara. Recuperándose, soltó el libro sobre la mesa y empezó a
hablar:
—Recuerdo
cuando la volví a ver. Recuerdo la impresión incómoda que me produjo aquel
encuentro en el avión. Era una magia escuchar su voz, clara, pausada y
resentida. "Él me quiere", me dijo, con mucha seguridad. Sentada, se
balanceaba sobre su espalda. Olía como a flores recién cortadas. "El
destino es sólo una partida de ajedrez en donde nos enfrentamos a la vida. Y es
la vida quien tiene la capacidad, siempre, de hacer la primera jugada: nos hace
nacer. Luego, paciente e invisible de tiempo, espera que hagamos el primer
movimiento. Nos deja infinitas probabilidades; cada una nos llevará por algún
laberíntico camino. Aquel año, ambos hicimos nuestras jugadas; yo me bifurqué
por ahí; y él por allá. Por eso ahora estoy aquí, a esta edad, conversando con
usted", agregó.
"Pero
nuestro encuentro ha sido casual; mi viaje estaba planificado para ayer, pero
el clima, el clima postergó mi viaje", le dije.
"Yo
no pensaba viajar hoy, pero lo tuve que hacer. Ya ve, tal vez es otra jugada
más del destino que me insinúa que haga la mía, ¿quién sabe? Ya me ve usted
aquí. Es que una no puede volver a su primera jugada, ¿o sí? Sería estupendo
volver a la primera jugada; ¡qué no haríamos!", me dijo soltando una seria
sonrisa.
"Ignoro
eso", le contesté.
Sin
pensarlo, me volví al llamado de una mujer; entonces... mi mirada tropezó con
una falda. Era la aeromoza, parada junto a mí, que nos entregaba las dos copas
de vino que habíamos pedido... Ella no paraba de hablar.
"Mire
cómo juegan los niños en sus asientos. La vida los prepara para luego jugar con
ellos. Aún no saben lo que quieren. Agitar las manos y estirar el cuerpo es su
juego: la pelota, la muñeca, el juguete es lo que quieren. No es una
contradicción de la vida, porque ellos aún no saben hacia dónde se dirigen. La
vida los está esperando. Le repito, ¡todavía no saben lo que quieren! En
cambio, usted sí y yo también. ¿Pero qué queremos?", preguntó.
"Lo
que yo quiero ahora es concluir bien un negocio y que el proyecto que tengo
bajo el brazo resulte un éxito", le contesté.
Su
olor penetrante seguía en mi nariz; sí, olía a flores recién cortadas y a
ambiente de avión también. Al volverme hacia ella, pude ver que se le nublaba
la mirada. Al darse cuenta, posó interrogativamente sus ojos en los míos.
"No
sabe lo que quiere. Usted no sabe lo que quiere. Se comporta como los niños;
juega aún con su juguete que le ha dado la vida. Por qué no puede comportarse
como adulto. Tal vez tiene miedo", dijo...
Para
sobreponerme de sus lapidarias palabras, me di un tiempo para ser capaz de
entender, así que me abroché el cinturón y me remangué la camisa. Necesitaba
contestarle, quería hablar y estaba a punto, pero ella irguió los hombros y
prosiguió:
"Qué
ocurriría si yo, moviendo otra pieza, te invito a salir mañana. Supongamos que
me aceptas. Lo que luego ocurra no lo sabes ni tú ni yo. Pero si no me aceptas,
tampoco lo sabremos. Tu proyecto puede ser un fracaso o un éxito; tú no lo
sabes. Pero yo sé que él me quiere y que siempre me querrá. Lo sé, no porque lo
intuyo, lo sé porque lo sé. Tú, ¿has estado verdaderamente enamorado alguna
vez?", concluyó.
Sonreí;
la veía guapa, capitalina, como si ya nos conociéramos. Necesitaba pensar.
Además, había otra cosa: me estaba exponiendo la teoría de la relatividad y el
principio de incertidumbre, simultáneamente. La guapa suponía que éramos dos
partículas convergiendo, independientemente del tiempo, en un mismo recorrido,
la del avión; y que había entre los dos una igualdad de amistad que se quejaba
de mareos.
"Supongo
que sí, estoy casado y vivo tranquilo. Soy razonablemente feliz",
contesté, condescendiente, sin hacer aspaviento.
"Eso
me parece una respuesta simple e inocente. ¿Tranquilo? ¿Qué edad tienes?",
preguntó.
"Cincuenta
y tres años recién cumplidos", contesté.
"Entonces,
me engañas; a esta edad no se puede suponer, no se debe tener una visión
periférica del amor; sería como ser un tunqui pequeño en una jaula o afligidos
gallitos enjaulados en un parque zoológico; todos alguna vez nos hemos
enamorado de verdad. ¿Tal vez ese gran amor tuyo es una amiga de tu barrio, o
tal vez la amiga de tu mujer? Por eso no quieres decirlo", me dijo.
"Puede
que tengas razón. La verdad es que me enamoré de una amiga de mi barrio. Pero
éramos adolescentes. Sí, la quise mucho; incluso fui a buscarla un día, luego
de que se mudó a otro barrio con toda su familia, la busqué apasionadamente,
recorrí calles, avenidas, bordeé parques, pero no la hallé; al final me quedé
más ajetreado que nunca y con la sensación de que convenía volver a casa para
pedirme una verdadera opinión de lo que me pasaba... Entonces, seguí mi camino.
Hoy no sé con seguridad lo que hubiera ocurrido aquel día si la encontraba, la
probabilidad de que me aceptara era bastante buena, pues yo estaba seguro de
que ella también sentía lo mismo que yo. Aquel día fui dispuesto a decírselo;
no tengo dudas... ¿Amiga de mi mujer? No. Por favor...", le respondí.
"Entonces,
nunca le dijiste que la querías. ¿La has vuelto a ver, la reconocerías?",
preguntó.
"No.
No lo sé, hace tanto tiempo ya; las figuras cambian, para bien o para mal; no
sé lo que me hubiera deparado el tiempo, y no sé si estaría tranquilo como lo
estoy hoy", le contesté.
"¿Recuerdas
su nombre?"; "Por supuesto, ¿cómo no podría recordarlo...".
"Yo
también tengo cincuenta y tres años; y yo sí te reconozco; eres Alberto".
Cuando
me volví hacia él, para opinar lo difícil que es el amor, me oí murmurar como
si un fantasma saliera de mis adentros; entonces comprendí que no había nadie a
mi lado. Estaba solo, sentado en el mismo lugar, observando la nuca y a la
imagen perfecta que brotaba de aquella cabeza. No sabía qué hacer, tampoco me
acuerdo de qué otras cosas hice. Asustado, me puse en pie y salí apurando el
paso. Solo oía al mozo que a lo lejos me llamaba.
Loro
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