sábado, 3 de diciembre de 2016

Una imagen perfecta

Aquel hombre estaba parado junto al bar, bebiendo vino de una copa de largo pie como base. En cada sorbo, sacudía la cabeza y daba pequeños golpes de puño a la mesa. Al rato, balanceándose, dio unos pasos y se sentó con la cabeza apoyada en el respaldo de una cómoda silla giratoria, de asiento regulable, y se quedó de espaldas al gigante espejo. Ahora, cogiendo la copa y con el rostro quieto, observaba fijamente a una araña de cristal y bronce que pendía del techo. Entre sus piernas tenía un libro abierto que sostenía con la otra mano. Se recompuso, se sentó verticalmente, cruzó una pierna sobre la otra e inclinó la cabeza para ojear el interior del libro. Después de tres minutos, su semblante cambió; descubría o parecía expresar lo que acontecía en el fondo de su memoria; parecía como si meditara un lejano recuerdo. Recuperado y girando lentamente la silla, apoyado en uno de sus pies, se volvió hacia las ventanas y se quedó quieto, inespacial, como si observara la nada; parecía que estaba muerto de verdad. Pero el muerto revivió cuando le brotó una sonrisa burlona y palpó su pecho y volvió los ojos por entre sus piernas.

Así se mantuvo, no sé por cuánto tiempo, de espaldas a mí y sin quitar la vista del interior del libro. Su situación parecía sencillamente contradictoria, porque no paraba de sonreír tontamente. De pronto, como persuadido por alguna nostalgia, sacó los ojos del libro y se puso a discutir consigo mismo suspirando eventualmente; luego se tiró sobre el respaldo de la silla y empezó a menear la cabeza y a reír amenamente; lo hacía de tal forma que parecía estar escapando de algún pensamiento cruel de venganza.

Aquel hombre estaba como a diez pasos de donde yo me encontraba sentado. Nunca lo había visto antes. Era de mediana estatura y de tez clara como la mía. Por más esfuerzo que hacía, no lo recordaba de ningún lado. Así, pasan cinco minutos, siete minutos; me resisto a dejar de observarlo; parece molido moralmente, aunque no deja de sonreír haciendo movimientos teatrales, cómicos. Tamborileo mi frente y sonrío fijándome en él, me aprieto las sienes y me quedo inmóvil, confuso; levanto mi copa y bebo un pequeño sorbo de vino; dejo la copa sobre la mesa y me froto los ojos que muestran cierto interés por lo que ven; me tiro el cabello hacia atrás con las dos manos; tengo el propósito de observarlo mejor. Ahora no puedo apartar la mirada de su nuca; una visión seductora atrapa mi alma. Con una sobreexcitada curiosidad, veo que eso destroza mi razón. Es inexplicable. Hay una cosa extraña, una luz pintada en colores claros que se evapora iluminando toda su cabeza, como si fuera un halo suave y travieso. A punto de sudar y como reacción ineludible, sorprendido, frunzo mis cejas y abro completamente los ojos. Entonces puedo distinguir que el resplandor dibuja una imagen perfecta, diáfana. Vacilando y con la idea atemorizada, logro observarla por unos minutos. Como si fuera arrastrado por mi mirada penetrante, el dueño de la nuca se pone en pie y se acerca a mí. Luego de saludarme cortésmente, me pregunta: "¿Yo lo conozco a usted o usted me conoce a mí?". Me quedo mudo y quieto por unos segundos. Levanto la mirada y le contesto: "No. No lo creo. Lo que sucede, señor, es que estoy sorprendido, por no decir perplejo. He visto la representación de una imagen juvenil sobre su cabeza, una imagen juvenil perfecta". Se aparta un poco y se lleva una de sus manos a la cabeza, dejándola a la altura de su nuca. "¿Qué me dice usted?", pregunta asombrado, con la sonrisa perdida. "Siéntese", le digo. Se deja caer melancólicamente en la silla adyacente que acompaña a mi mesa. "Señor, usted comprenderá que me ha intrigado su comentario; porque lo cierto, lo cierto es que sí. Sí, yo estaba pensando en una joven que conocí hace muchísimo tiempo; la recordaba en nuestra juventud. ¿Me puede decir cómo era la imagen?", pregunta impaciente. En esos instantes, todo en él es risible; y se suma a esto los ademanes nerviosos que originan los movimientos de sus labios. Desde donde nos encontramos, y a través de las ventanas abiertas que tenemos al frente, se pueden distinguir el horizonte del mar y una muralla de edificios a los costados, como si fuera una cavidad entre colinas. Siento la brisa del mar que forcejea con mi nariz, influenciada tal vez por los recuerdos. Desde mi ubicación, todos aquí estamos fuera de las fauces del espejo gigante que adorna la pared principal de la estancia; en su interior, solo se divisa el piso de parquet y las patas de mesas y sillas... "Bueno, aquella imagen que estuvo sobre su cabeza era la de una mujer joven, de tez clara y rostro curioso, que sonreía irreverente detrás de una ventana; tenía el cabello crespo, largo y negro; y me miraba como si me conociera", le digo. "Ahora estoy más sorprendido. Me está describiendo a la persona que yo recordaba", balbucea. "¿Por qué supone que le conocía a usted?", agrega. "No lo sé. Tal vez fue mi imaginación", le contesto.

Al poco rato, hizo unos gestos con las manos y llamó al mozo.

—Le invito una copa, ¿puedo? —dijo.

Sus ojos bailaban de alegría, como si me hiciera un favor. Estaba seguro de que yo iba a aceptar. Asentí moviendo la cabeza. Entonces abrió el libro y sacó una foto amarilla, muy antigua, y me la enseñó. Era el retrato de la mujer que vi sobre su cabeza. Me quedé impresionado por la perfecta semejanza de ambas facciones. Mientras él escondía la foto en las páginas del libro, quise hablar, pero me lo impidió con unas palmadas en mi hombro. Prefirió que nos quedáramos en silencio a la espera del mozo. No quería que éste lo interrumpiera.

Al ver que demoraba, excitado, llevó la mano sobre mi copa y de un solo sorbo vació el contenido. Luego se dejó caer en la silla y entró en una especie de dilatada gloria. Me quedé viéndole los pies, las rodillas, y no hubo necesidad de que yo hablara. Recuperándose, soltó el libro sobre la mesa y empezó a hablar:

—Recuerdo cuando la volví a ver. Recuerdo la impresión incómoda que me produjo aquel encuentro en el avión. Era una magia escuchar su voz, clara, pausada y resentida. "Él me quiere", me dijo, con mucha seguridad. Sentada, se balanceaba sobre su espalda. Olía como a flores recién cortadas. "El destino es sólo una partida de ajedrez en donde nos enfrentamos a la vida. Y es la vida quien tiene la capacidad, siempre, de hacer la primera jugada: nos hace nacer. Luego, paciente e invisible de tiempo, espera que hagamos el primer movimiento. Nos deja infinitas probabilidades; cada una nos llevará por algún laberíntico camino. Aquel año, ambos hicimos nuestras jugadas; yo me bifurqué por ahí; y él por allá. Por eso ahora estoy aquí, a esta edad, conversando con usted", agregó.

"Pero nuestro encuentro ha sido casual; mi viaje estaba planificado para ayer, pero el clima, el clima postergó mi viaje", le dije.

"Yo no pensaba viajar hoy, pero lo tuve que hacer. Ya ve, tal vez es otra jugada más del destino que me insinúa que haga la mía, ¿quién sabe? Ya me ve usted aquí. Es que una no puede volver a su primera jugada, ¿o sí? Sería estupendo volver a la primera jugada; ¡qué no haríamos!", me dijo soltando una seria sonrisa.

"Ignoro eso", le contesté.

Sin pensarlo, me volví al llamado de una mujer; entonces... mi mirada tropezó con una falda. Era la aeromoza, parada junto a mí, que nos entregaba las dos copas de vino que habíamos pedido... Ella no paraba de hablar.

"Mire cómo juegan los niños en sus asientos. La vida los prepara para luego jugar con ellos. Aún no saben lo que quieren. Agitar las manos y estirar el cuerpo es su juego: la pelota, la muñeca, el juguete es lo que quieren. No es una contradicción de la vida, porque ellos aún no saben hacia dónde se dirigen. La vida los está esperando. Le repito, ¡todavía no saben lo que quieren! En cambio, usted sí y yo también. ¿Pero qué queremos?", preguntó.

"Lo que yo quiero ahora es concluir bien un negocio y que el proyecto que tengo bajo el brazo resulte un éxito", le contesté.

Su olor penetrante seguía en mi nariz; sí, olía a flores recién cortadas y a ambiente de avión también. Al volverme hacia ella, pude ver que se le nublaba la mirada. Al darse cuenta, posó interrogativamente sus ojos en los míos.

"No sabe lo que quiere. Usted no sabe lo que quiere. Se comporta como los niños; juega aún con su juguete que le ha dado la vida. Por qué no puede comportarse como adulto. Tal vez tiene miedo", dijo...

Para sobreponerme de sus lapidarias palabras, me di un tiempo para ser capaz de entender, así que me abroché el cinturón y me remangué la camisa. Necesitaba contestarle, quería hablar y estaba a punto, pero ella irguió los hombros y prosiguió:

"Qué ocurriría si yo, moviendo otra pieza, te invito a salir mañana. Supongamos que me aceptas. Lo que luego ocurra no lo sabes ni tú ni yo. Pero si no me aceptas, tampoco lo sabremos. Tu proyecto puede ser un fracaso o un éxito; tú no lo sabes. Pero yo sé que él me quiere y que siempre me querrá. Lo sé, no porque lo intuyo, lo sé porque lo sé. Tú, ¿has estado verdaderamente enamorado alguna vez?", concluyó.

Sonreí; la veía guapa, capitalina, como si ya nos conociéramos. Necesitaba pensar. Además, había otra cosa: me estaba exponiendo la teoría de la relatividad y el principio de incertidumbre, simultáneamente. La guapa suponía que éramos dos partículas convergiendo, independientemente del tiempo, en un mismo recorrido, la del avión; y que había entre los dos una igualdad de amistad que se quejaba de mareos.

"Supongo que sí, estoy casado y vivo tranquilo. Soy razonablemente feliz", contesté, condescendiente, sin hacer aspaviento.

"Eso me parece una respuesta simple e inocente. ¿Tranquilo? ¿Qué edad tienes?", preguntó.

"Cincuenta y tres años recién cumplidos", contesté.

"Entonces, me engañas; a esta edad no se puede suponer, no se debe tener una visión periférica del amor; sería como ser un tunqui pequeño en una jaula o afligidos gallitos enjaulados en un parque zoológico; todos alguna vez nos hemos enamorado de verdad. ¿Tal vez ese gran amor tuyo es una amiga de tu barrio, o tal vez la amiga de tu mujer? Por eso no quieres decirlo", me dijo.

"Puede que tengas razón. La verdad es que me enamoré de una amiga de mi barrio. Pero éramos adolescentes. Sí, la quise mucho; incluso fui a buscarla un día, luego de que se mudó a otro barrio con toda su familia, la busqué apasionadamente, recorrí calles, avenidas, bordeé parques, pero no la hallé; al final me quedé más ajetreado que nunca y con la sensación de que convenía volver a casa para pedirme una verdadera opinión de lo que me pasaba... Entonces, seguí mi camino. Hoy no sé con seguridad lo que hubiera ocurrido aquel día si la encontraba, la probabilidad de que me aceptara era bastante buena, pues yo estaba seguro de que ella también sentía lo mismo que yo. Aquel día fui dispuesto a decírselo; no tengo dudas... ¿Amiga de mi mujer? No. Por favor...", le respondí.

"Entonces, nunca le dijiste que la querías. ¿La has vuelto a ver, la reconocerías?", preguntó.

"No. No lo sé, hace tanto tiempo ya; las figuras cambian, para bien o para mal; no sé lo que me hubiera deparado el tiempo, y no sé si estaría tranquilo como lo estoy hoy", le contesté.

"¿Recuerdas su nombre?"; "Por supuesto, ¿cómo no podría recordarlo...".

"Yo también tengo cincuenta y tres años; y yo sí te reconozco; eres Alberto".

Cuando me volví hacia él, para opinar lo difícil que es el amor, me oí murmurar como si un fantasma saliera de mis adentros; entonces comprendí que no había nadie a mi lado. Estaba solo, sentado en el mismo lugar, observando la nuca y a la imagen perfecta que brotaba de aquella cabeza. No sabía qué hacer, tampoco me acuerdo de qué otras cosas hice. Asustado, me puse en pie y salí apurando el paso. Solo oía al mozo que a lo lejos me llamaba.             

 Loro

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