Eran ya las dos y media de la tarde, y recuerdo claramente que mi estómago clamaba por algo de comida. Sin embargo, como era habitual, caminaba algo desorientado, arrastrando una vaga y persistente nostalgia. Así, me deslizaba lentamente por una de las calles de mi antiguo barrio, cuando, de pronto, una mujer madura se detuvo junto a mí. Sin previo aviso, me abrazó con efusividad y estampó un beso en mi mejilla.
—¡Hola, Pepe! ¿Qué ha sido de tu vida?
Recuerdo su voz con nitidez: ligera, algo resentida, casi lírica.
Cuando se apartó y quedó frente a mí, la observé con desconcierto. No era fea, tampoco particularmente hermosa. Su rostro descansaba sobre un cuerpo de generosas curvas: caderas anchas, cintura moderada y unos pechos inmensos y firmes que se insinuaban inquietos bajo un sostén apenas ceñido, como hechos para la ternura del deseo. Llevaba el cabello negro, liso y corto, con un corte prolijo que revelaba cuidado. Vestía con sobria elegancia: pantalón oscuro y blusa blanca de estilo sastre.
La reconocí después de escarbar en mi memoria y descartar uno a uno los rostros del pasado. Sí, era ella. El tiempo había alterado su rostro, pero no su esencia. Conservaba aún esa frescura que algunas mujeres logran mantener como un secreto bien guardado.
La conocía desde los tiempos del colegio. Siempre me había gustado verla, aunque nunca nos unió una verdadera cercanía. La imaginaba, eso sí, en mis fantasías adolescentes: los dos a solas, en algún rincón oscuro, lejos del aula, entregándonos a travesuras íntimas que solo en mi mente se consumaban. Jamás se lo insinué, ni siquiera en un susurro. No pertenecíamos al mismo grupo ni a la misma especie. Ella era más alta, más madura, y yo entendía —con la claridad cruel de esos años— que su cuerpo me estaba absolutamente vedado.
El tiempo, fiel a su oficio, había hecho lo suyo. Estrella ya no era aquella adolescente voluptuosa con uniforme escolar que agitó mis impulsos más primarios —nada idílicos, por cierto—, sino una mujer transformada. Por un instante, dudé de que fuera la misma. Sus ojos, ahora detrás de unas gafas sobrias, parecían confirmarlo. Su belleza había madurado: era más encantadora, más libre, más visible. Y, sin embargo, algo me resultaba desconcertante. Comparada conmigo, parecía más joven. Incluso tenía la estatura justa, unos cinco centímetros menos, a pesar de los tacos altos.
—Hola, ¿qué tal?... ¡Hola, Estrella! Estoy de paso por el barrio, camino a casa de Juan Manuel... ¿Te acuerdas de él?
A esa hora, las calles estaban tan concurridas como siempre. Ella guardó silencio por un instante, algo exaltada. Me pareció, en el fondo, que se alegraba de verme. Luego, me dirigió una mirada dulce, aunque inquisitiva, como si intentara adivinar mis pensamientos. Sonreía con cierto titubeo, como quien contempla una aparición, un fantasma. Finalmente, con una expresión desorientada, respondió:
—No, no lo recuerdo… Me dijeron que te casaste. ¿Cuántos hijos tienes?
Mientras jugueteaba con su cartera de un lado a otro, yo seguía algo aturdido, como si me hubiera metido de golpe en un sueño grato. Su figura, armoniosa y elocuente, se hacía notar, y algo en ella me causaba una inquietud súbita, una tensión que no me dejaba pensar con claridad. Aun así, entendí la pregunta. Le devolví una mueca amigable, intentando abrir el diálogo con una chispa de simpatía. Antes de contestar, reflexioné brevemente, y con voz serena, le respondí:
—Sí, me casé en los noventa. Tengo dos hijos, un varón y una mujer. Ya están enormes… ¿Y tú?
Ese “¿Y tú?” me pareció inoportuno, casi una trampa, como si la pusiera contra la pared. Pero ella contestó sin titubear:
—No. Nunca apareció el hombre que me gustara de verdad. Aunque hubo uno en secundaria… Medio bobo, la verdad. Creo que le aterraban sus propios sentimientos. Y otros me conocieron, pero les di miedo… Así que aquí me ves, sigo soltera. Ahora vivo en Estados Unidos, pero vengo al Perú con frecuencia. Extraño mucho este país… A veces pienso en quedarme definitivamente… Lo estoy considerando seriamente… Aunque, claro, depende de muchas cosas.
Mientras hablaba, yo intentaba recordarla mejor. La miraba de vez en cuando a los ojos, como buscando entrar con más firmeza en la conversación y esperando el momento oportuno para soltarle, sin rodeos, que tenía un hambre y una sed de cosaco y que podíamos hacer algo más interesante que quedarnos parados bajo ese sol abrasador que lo inundaba todo y comenzaba a irritarnos la piel.
Pero Estrella seguía hablando, ahora con un castellano algo agringado, atropellado, como quien ha olvidado los silencios. Hablaba sin parar.
—No te molesta si comemos algo, ¿verdad? —le dije— Estoy sin desayuno y sin almuerzo. ¿Tienes apuro?… Te invito… Es que no se puede matar al peruano que llevamos dentro… La comida y la gente de aquí son insustituibles. Yo no podría vivir en otro lugar que no fuera el Perú. Nunca estaré preparado para eso…
Sin esperar respuesta, adelantó unos pasos. Me dijo que conocía un sitio donde se comía bien, y que la siguiera. Así lo hice, a su lado, como un moderno Tántalo, guiado por el olfato, en busca de aromas y guisos que flotaban en el aire.
Al llegar a un pequeño restaurante, se detuvo frente a un letrero colgado en la puerta.
—Hace muchísimo tiempo que no venía por aquí. Cocinaban muy rico… Te recomiendo el arroz con pato y una limonada frozen. Siempre venía con mi hermana —dijo con una mezcla de nostalgia y alegría.
Tomándome del brazo, entramos al restaurante. Sin rodeos, me indicó que nos sentáramos al fondo. No puse objeciones. Era mi amiga del colegio, la misma que por entonces era tan seria y aplicada. Además, no entendía bien cómo habíamos llegado a este momento, ni por qué. Lo único cierto era que estábamos allí, en nuestro antiguo barrio, ese que nos cobijó durante los años del colegio y la universidad. Ahora, solos en uno de sus restaurantes, compartíamos una escena improbable. Estrella se detuvo y me detuvo; hizo una pausa para observarme con atención. Aproveché ese instante para decirle, sin rodeos, que estaba increíblemente guapa. Ella sonrió, inhaló profundamente como si intentara contener algo, y se sonrojó. Esperó un segundo, buscando aire, y luego, apoyando el codo en la silla, prosiguió:
—¡Gracias! Pero creo que nunca llegaste a conocerme del todo. La verdad, soy una mujer compleja. Quien quiera estar conmigo tiene que aceptarme tal como soy, no solo por mi apariencia. Tuve pretendientes, sí, pero ninguno que me tomara en serio… o al menos no como yo quería. Y es que no nací para eso de: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre…” ni para “hasta que la muerte nos separe”. Para mí, la libertad lo es todo. Puedo hacer lo que se me antoje sin tener que dar explicaciones. No tengo ese temblor en la voz ni el alma atada a la idea del matrimonio. Para mí, el matrimonio no es más que una fachada social, un capricho cultural. Un detalle menor. Una concesión de quienes no han comprendido que la soledad también puede ser plenitud…
Mientras nos acomodábamos en la mesa, el mozo y yo la escuchábamos en silencio, entre perplejos y fascinados, como testigos de una defensa feroz de la vida en solitario. Nos sentamos, y sin dejar de hablar, me convenció de pedir un arroz con pato y una jarra de limonada frozen. Ella, en cambio, pidió escabeche de pollo.
Cuando por fin nos quedamos solos, me atreví a observarla en silencio. Sus ojos brillaban, y en su rostro reaparecía una sonrisa familiar, antigua. La misma de aquellos años. Al notarlo, me miró fijamente y cruzó los brazos sobre el pecho con una dulzura desarmante. Pero casi de inmediato volvió a su pose anterior, altiva, y retomó su discurso con el tono de una reina despótica que recita desde el trono del comedor.
Unos minutos después, el mozo trajo la comida. No perdí tiempo: me lancé sobre el plato con hambre y sin piedad, haciendo trizas al pobre pato. Entre bocado y bocado, apenas levantaba la mirada en busca de sus ojos. Ella, al notar que no le prestaba atención, soltó una leve sonrisa crepuscular, como una sombra de tristeza callada. Entonces se inclinó ligeramente, tomó con suavidad mi mano izquierda y la sostuvo entre las suyas. Se quedó así, inmóvil, con una expresión atenta, casi en guardia. Y de pronto, dijo:
—¿Sabes, Pepe? Siempre me gustaste. Me enamoré de ti en quinto de secundaria. Pero tú nunca lo supiste. Siempre estabas pendiente de Bety, la más estudiosa del salón. Siempre tan tranquilo, tan ausente… No matabas ni una mosca. ¿Te acuerdas aquella vez que nos encontramos camino al colegio? Ibas con tu perro, ese que te seguía a todos lados y no podías sacártelo de encima… Y cuando al fin lograste dejarlo atrás, seguimos juntos, conversando, hasta llegar al aula… ¿Recuerdas lo que me dijiste?
Levanté la vista y la miré, cargado de emoción. Mis manos se abrieron y los cubiertos cayeron sobre el plato. Me temblaban los músculos; era como si la primera ley de Newton se hubiera apoderado de mí. Aun vibrando, la observé con más atención, tratando de adecuarme a la escena, porque me sentía sobrecogido. Sí, había logrado evocarme ese instante tierno y algo nostálgico de la vida escolar a su lado… y también a Bety, mi primer amor. Quise hablar, pero no pude.
Ella continuaba, inagotable. Sus labios no paraban de moverse. Hacía un recuento de su vida, de todos esos encuentros fortuitos que habíamos tenido dentro y fuera del colegio. Solo ella hablaba, solo ella parecía tener memoria, certezas, opiniones, voluntad, vida.
Para no dejarme arrastrar por la nostalgia, tomé un sorbo de limonada y recuperé los cubiertos. ¿Era ella, el pasado o mi hambre? Opté por el hambre.
Pero al observarla mejor, sentí una punzada de pánico. Los ojos de Estrella despedían una luz inquietante; hablaba con una mecánica insistencia y gesticulaba como en una conferencia improvisada. Empezaba a desesperarme. Aun así, de tanto en tanto, la miraba y le sonreía cortésmente, haciendo esfuerzos por seguirle el ritmo. Se afanaba en presentarse como era —según ella—: sencilla, espontánea, pero en el fondo deseaba mostrarme que pertenecía a un mundo cultivado, ilustrado.
Sin darme tiempo para intervenir, me clavó la mirada y preguntó:
—¿No me dices nada?
—Sí, te escucho… Estoy esperando que termines tus ideas…
—¡Ya lo creo! Y sí, te hablo con sinceridad. Además, en este país, las solteras gozamos de más libertad moral y sentimental que las casadas. ¿Sí o no?... Hoy en día, las mujeres —salvo unas pocas— somos más cultas que los hombres. Somos más liberales en todo sentido… Y ahora ganamos buena plata, nos hemos independizado…
Aún no me recuperaba de su perorata cuando, como quien lanza una bomba sin previo aviso, cambió de expresión y soltó:
—¡Soy virgen!... ¿Qué te parece?
El alma se me revolvió. Me quedé con la boca abierta, unos segundos, incrédulo. Me resultaba inconcebible que lo hubiera dicho así, sin anestesia. Pensé que lo hacía con plena intención. Tal vez por eso sentí, sin proponérmelo, un golpe de adrenalina, una descarga erótica, una feroz exaltación de espíritu. Y ahora la contemplaba fascinado, estudiando cada línea de su rostro, cada curva de su pecho. La sentía exuberante, provocadora. ¡Dios santo!
En ese instante comprendí el sentido de todo ese prólogo exótico, lleno de sueños e imposibles que me había lanzado. Entendí que había viajado por el mundo sin encontrarse, y que justo ahora, al borde de su propia revelación, me había encontrado a mí, que ya me iba, tranquilo, sin traumas ni malos sueños. Sentí miedo y alegría a la vez. Algo violento me apretó la garganta.
Fue por eso, o tal vez por un sentimentalismo pueril, que logré controlarme y le dije:
—¿Virgen? Eso es… muy hermoso. Es extraordinario. Esa palabra ya no existe en el diccionario… ¿y a tu edad?
Mientras ella movía la cabeza para respirar, su mano derecha jugaba con el cubierto en el plato. Ya no me miraba, fijaba los ojos en el suelo. Luego levantó la vista y me sostuvo la mirada. Sus ojos brillaban con una curiosidad expectante; parecía no saber qué más decir.
Finalmente, se puso en pie y me tomó del hombro. Dijo con firmeza:
—Vamos a otro lugar…
—¡Sí! ¡Claro que sí! —le respondí rápido, antes de que pudiera seguir hablando.
Sin haber terminado de comer, y como un autómata, me puse de pie y la seguí. La vi danzar entre las mesas con una soltura inconsciente, luego salir apurada hasta llegar a la caja, donde pagó los almuerzos.
—¿Todo marcha bien? —preguntó, interrumpiendo nuestro silencio—. ¿Me extrañaste? —insistió, sin mirarme.
Suspiré, reflexionando. Al final le respondí:
—Todo va bien… ¿Cómo no se te va a extrañar?
Alzó los ojos hacia los míos, y sin poder evitarlo, sonrió y se quedó callada.
Entonces, la roca inconmovible, la graciosa y simpática amiga, redujo su poder. Por consiguiente, yo saboreaba su silencio. Aunque un deseo imperioso me empujaba a hablar, preferí callar, para no decir una tontería que enturbiara lo acontecido. Comprendía que mi amiga cargaba con un gran peso, y que toda su perorata había sido puro detalle: en tan poco tiempo me lo había contado todo. Hasta su secreto. Y hasta creí que ella misma estaba sorprendida de haber necesitado tan poco para confesarse.
“Tal vez es mi culpa…”, pensé con duda. Fue entonces que me atreví a proponer lo primero que se me vino a la cabeza:
—Ok. Vamos a otro lugar. Pero ahora yo te llevo. Tú has invitado el almuerzo; yo invito la cena… ¿Qué te parece?
Levantó su cartera, se puso los anteojos y se acercó casi chocando conmigo. Luego, tomándome del brazo, me condujo a la calle. Quiso decir algo muy rápido, pero se ahogó y empezó a toser. Sin poder evitarlo, aquel nimio incidente fue motivo para rozarle los senos mientras le daba unas palmadas en la espalda.
—¡No, no es nada! Es un simple atoro… Ok, acepto tu invitación. En verdad quiero conversar contigo.
Mi oferta le pareció tentadora. Así fue como, al poco rato, nos encontrábamos lejos del barrio, sentados en la terraza de un restaurante frente al mar, con una botella de vino tinto sobre una pequeña mesa de mantel rojo. Mientras yo reflexionaba, la veía suelta, alegre, ya familiarizada conmigo.
No habían pasado cinco minutos desde que comenzamos a beber cuando sus labios y su lengua empezaron a moverse con una energía incontenible.
—Es la primera vez que estoy aquí —dijo, para luego continuar soltando frases que jamás imaginé. Algunas eran preguntas pequeñas, inquisidoras, que me dejaban algo desconcertado.
Y yo, abriendo más la conversación, no encontraba razones para no estar de acuerdo. Se reía desde adentro, y no dejaba de toquetearme las manos, como si necesitara mantenerse anclada a mí mientras su mente trabajaba sin cesar.
En mi visión interior, sus palabras eran un hallazgo de júbilo, de placer emocionado… ¿Qué era todo eso? Una suma infinita de lo que había sucedido hasta ese instante.
En la penumbra, mis ojos rescataban su figura y mi apariencia de animal. Apenas tuvo tiempo de observarme con mayor detenimiento, y sin cambiar de postura, inclinó la cabeza como si evaluara una decisión. Entonces me dijo que todo estaba correcto. Su rostro lo expresaba. Pero enseguida me interrogó. Aunque la pregunta, en realidad, brotaba por sí sola.
—¿Esto es una cita?
Le respondí que sí, que por supuesto.
—¡Claro que sí! —exclamó.
Entonces, sin dejar de mirarme, fatigada ya por mis respuestas y las suyas, decidió que había llegado el momento, y que no había espacio para las dudas. Me pidió un lapicero, tomó una servilleta y dejó escrito su recado. Lo leí: el orden de las palabras estaba invertido… pero igual entendí el mensaje:
"Contigo solo, con nadie nada."
—Voy a corregir esto. Créeme… Esto está mal, no se puede quedar así… —le dije, agitado, ya sin poder contenerme.
En medio del breve silencio que siguió, nos pusimos de pie. Me volvió a tomar del brazo, me acercó hacia ella… y me dio un beso certero en la boca. Yo me quedé con las piernas abiertas y rígidas, intentando corregir el ángulo de mi cuerpo. Luego de columpiarse un instante de mi cuello, reaccionó. Me dijo:
—Tal vez no sirva para nada, pero sé que tú me enseñarás… No sé si eres un intelectual sin galanura o un galán sin cerebro... Lo único que sé es que fuiste mi primera ilusión. Tal vez, mi primer amor…
A continuación, tras cancelar la cuenta, nos marchamos. Con destino fijo. Y sin ninguna duda.
Loro
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