—¡Pepee! —gritó alguien en la calle.
Estoy en el segundo piso de mi casa, en
mi cuarto. Yo vivo aquí y soy su único huésped. Todas sus paredes y el techo son
de maderas usadas, las que por su disposición forman figuras curiosas, muy
curiosas. También hay una especie de música adicional que llega de la calle. Sí,
aquí estoy y llevo sentado un buen rato en el borde de mi cama. Es curioso,
pero tengo una risa floja, porque pienso que tal vez la vida, algún día, me
convertirá en un superhéroe.
Me incorporo y descorro la cortina.
Ahora siento una luz caliente y arrecha que ingresa por la única y pequeña ventana
orientada hacia el oeste. Frente a mí, el sol del verano cuela sus luces por entre
los agujeros que dejan las maderas, las que se distribuyen como si fueran linternas
que alumbran objetivos. El polvo hormiguea en los haces de luces; a mí me
gustan, me entretengo observándolos; achino los ojos y los examino con
curiosidad, uno por uno; son más de diez o quince; me arrodillo y estiro mi
brazo, y con un espejo, pequeño y circular, logro desviarlos hacia cualquier
punto menos claro, el que yo quiero.
Saltando al frente de mi casa, media
docena de chiquillos dan gritos. Es mi cofradía indiscreta.
—¡Pepe, huevón, ya nos vamos!... ¿Qué mierda
haces que no sales?
¡Al diablo con la vieja!... Me quito con
mis patas; al final, igualito me va a sacar la mierda. Ayer me dijo que me vaya
a cortar el pelo en la peluquería de don Triquiñuelas. Mi pelo está crecido y a
mí me gusta así, pero a la vieja, no. Mi cara es de hombre con mi cabello
largo; ella dice que parezco una mujercita. Nunca vamos a estar de acuerdo.
Nunca.
Las piedras rebotan en las paredes de mi
cuarto de madera.
—Ya voy carajo, ¡cómo joden!… Estoy
buscando mis chancletas…
Mi vieja se ha ido al mercado, y cuando
regrese, dónde diablo estaré. Se va a molestar de nuevo. Ella siempre se
molesta cuando salgo, cuando me escapo: “Ponte a estudiar, Pepe, luego no te
arrepientas”. Si mi vieja supiera lo que hago en el colegio, si supiera lo que
hago con mis amigos cuando me escapo: “Como te encuentre con ellos, te rompo el
lomo a palazos, vagos de mierda… carajo. Ya no respetan las canas… En especial el
malcriado, “El boca sucia”, al que le dicen Muerto Fresco, ese es el que les
busca tragos y cigarrillos”. Pero en el barrio ella le tiene harto cariño a
Muñeca, que es la hermana del Ñatón. “Es una niña tierna, estudiosa, y que
quiere ser contadora; además, es la hija de mi amiga América”, siempre me lo
repite. Si ella supiera la pendeja que es, si supiera lo que hacemos cuando
ingresa a mi cuarto de madera. Mi vieja y su amiga lo permiten. Es toda una
vampiresa la mocosa de mierda. La otra tarde se prendió de mi cuello y no paró
hasta agarrarme los huevos…
—Esta mierda, ¡cómo demora!... ¡Apura
pajero!…
La mocosa se dejaba tocar el culo.
Estaba arrecha, resbaladiza, y sobaba sus piernas en las mías, y me mordía suavemente
la boca, dejándome una estela de baba. Esa tarde le levanté la falda y pude
estrujar sus pequeños senos. Pero no se dejaba tocar en la entrepierna. Me
quitaba las manos. Su ropa interior llegaba hasta su cuello, era de nylon:
transparente y suave. Recuerdo que estaba apretada en su cuerpo: perfumado,
limpio y arrecho. Solté una broma: “tu boca tiene un sabor a caramelo de menta;
me refresca los labios”. Entonces, sonriente, entretenida, sincronizando el
tiempo, me dio otro gran beso, mientras silenciosa, indiscriminadamente, metía la
mano por encima de mi pantalón y me agarraba, calato, los huevos. Me los
estrujó, haciéndome doler…
—Ya los encontré… ¡Ahorita bajo!… Un
toque… —grité.
Bajo las escaleras a la carrera,
observando para todos lados. No hay moros en la costa. Desvío la mirada. La
cartera de mi vieja está colgada en el respaldar de una de las sillas. “Con
tres soles es suficiente”, pienso. Miro al espejo. Él me mira. “Paso con once”,
susurro. Mi lacio pelo largo está desparramado por toda mi cabeza. “Mi vieja me
va a reventar a palos cuando yo vuelva; entonces para qué estar triste ahora, mejor
hay que sonreír. Seguramente estoy con la cara sucia…, no importa”, fundamento…
Sí, parecía una perra hambrienta,
incansable, silenciosa… El sábado que pasó me fui al cine con la vieja y con la
amiga de mi vieja, la vecina América. Muñeca también nos acompañó. Esa tarde, que
ya era casi noche, yo estaba recostado en la pared, con la cabeza pegada a un
letrero, y un incesante sonido de helicópteros y aviones anunciaban la llegada
de los bandidos, que eran muchos y estaban bien armados, pero yo los esperaba
agazapado, detrás de un árbol, a cien metros. Siguiendo su rumbo, los veía
aterrizar por detrás de los árboles; el bosque era inmenso, y sus luces anaranjadas
lo iluminaban todo… Dejaba pasar así el tiempo, entretenido, imaginando ser un
superhéroe. Cuando ya los tenía en mi mira, adivino, morosamente, que una
sombra se acerca con fatigada agilidad; me da un pequeño golpe en la espalda y
me pellizca el culo furtivamente. Luego la sombra que es muñeca se aleja a toda
velocidad. Su vieja se da cuenta, me mira, pero no dice nada. Sonrío con gesto
inevitable de un chiquillo a quien le gusta la hija, siempre, siempre, pero en
el interior de su cuarto de madera. Haciéndose la loca, con las manos en la
cintura, mi vecina se cala el sombrero y se pone a contemplar los letreros; su seriedad
es difusa, tediosa. Mi vieja, al otro lado, a su derecha, apoyada en el
pasamano, la llama. Muñeca, en la esquina sureste, se queda dando vueltas sobre
ella misma, como si se mirara en un espejo. Aprovecho, me sacudo y trago
saliva, saco las manos del bolsillo y le doy alcance sin que ella se dé cuenta;
disimulado, le doy un alce. Ella se lo merecía. Sorprendida, da un pequeño
grito y me queda mirando con los ojos desorbitados y la frente llena de gestos y
con la lengua fuera de su boca. Se retira corriendo y va en busca de mi vieja. Señalándome,
le reconstruye el hecho, con intensidad perversa. Sin que me volviera a
mirarla, corrí hacia el vacío de la calle, humillado. Mi madre, ágil como una
fiera, me da alcance y me jala de las orejas. “Déjala tranquila… por qué la
molesta”, me grita. No había como rebatir ese argumento. Es verdad, siempre he
sido un tonto. Mi vieja tiene la culpa. Me trata como si fuera hijo único.
Nosotros somos siete. El mayor de mis hermanos siempre me lleva para trompearme
con el de la vuelta, con el loco Ludin. “¡Carajo, sé hombrecito!”, siempre me
dice…
Ahora mi vieja y su amiga vienen de la
otra punta, traen los boletos blandiendo en sus dedos. Nos llaman. Yo camino
lentamente, con las manos levantadas, imaginándome ser Batman. Muñeca aprovecha
esta distracción y me da un pellizco en el brazo y se va a la carrera. Se
detiene, gira el cuerpo, y me mira bizqueando con la lengua afuera. Yo me volví
a ver a mi vieja y a la mamá de muñeca, creyendo que la habían visto, pero
estaban de espaldas. “Ya no sé qué hacer con esta mocosa de mierda, pero me las
tiene que pagar”, me dije…
Ya en la oscuridad del cine, nos
hicieron sentar juntos. Ella estaba a mi izquierda, pegada a su mamá que miraba
la película, atenta, con el rostro embotado. Mi vieja estaba igual, pero a mi
derecha. El espectáculo parecía producirles una melancólica agonía, porque lloraban
en silencio. Hasta creí que estábamos en un velorio. Yo estaba como plantado, pensando
en uno de los cuentos de Andersen, “Las habichuelas mágicas”, pequeñito libro que
llegó de regalo junto con la canchita, y cuyo protagonista era Periquín; lo
había leído la tarde de ayer en el silencio de mi cuarto y en uno de mis
retiros habituales del mundo. Periquín tenía mi edad y su estúpida inocencia me
dejó perplejo. ¡Maldita sea, por qué no lo entienden! Procurando volver a la
realidad, decidí volver a la película; pero al rato agitaba los pies y me movía
sin voluntad, porque la película de charros era más aburrida que ver a mi
abuela tejiendo. Entonces caí en la cuenta de que podía hacer otra cosa para no
aburrirme. Simplemente aprovecho para deslizar rápidamente mi mano por sobre la
espalda de Muñeca, llegando hasta su culo. Le aprieto una nalga. Grita. Yo
también grito señalando la pantalla justo cuando el mariachi le da un caluroso
y húmedo beso a su damisela. Mi vieja se vuelve hacia nosotros con las dos
manos abiertas y nos tapa los ojos. “No debimos traerlos, esto no es para su
edad”, dijo, volviéndose a su amiga. Muñeca aprovecha la oscuridad que ahora
tenemos tras las palmas que cubren nuestros ojos y me estruja los huevos.
Grito, mudo de dolor. Nadie entiende mis bruscos movimientos. Mi madre se para
y nos lleva hasta la sala de espera. Trato de serenarme y darme ánimos. Quieto
la cabeza, mis ojos repasan el rostro de muñeca con mirada perversa. “Quédense
aquí; apenas termine volvemos por ustedes”, susurra. Mi vieja se aleja. Muñeca
me mira y yo me pongo a silbar; trato de borrar su presencia. Pero esta vez meto
las manos en los bolsillos, cubriéndome los huevos; ella sujeta su falda, muy
cerca de su entrepierna. No me mira, sólo sonríe regocijada, con cara de
triunfo. Yo no sé si sonrío, pero convencido de la inutilidad de mis gestos, sólo
vuelvo a imaginar que soy un superhéroe detrás de un árbol, agazapado,
esperando al rival de turno...
Abro la puerta de manera natural, doy
unos pasos, y me encuentro del otro lado del mundo. Un segundo después, todos
los rostros irritados se volvieron a mirarme.
—¡Por fin, carajo!… ¡Pareces hembrita!…
Loro
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