sábado, 3 de diciembre de 2016

Mi amiga Muñeca

—¡Pepee! —gritó alguien en la calle.

Estoy en el segundo piso de mi casa, en mi cuarto. Yo vivo aquí y soy su único huésped. Todas sus paredes y el techo son de maderas usadas, las que por su disposición forman figuras curiosas, muy curiosas. También hay una especie de música adicional que llega de la calle. Sí, aquí estoy y llevo sentado un buen rato en el borde de mi cama. Es curioso, pero tengo una risa floja, porque pienso que tal vez la vida, algún día, me convertirá en un superhéroe.

Me incorporo y descorro la cortina. Ahora siento una luz caliente y arrecha que ingresa por la única y pequeña ventana orientada hacia el oeste. Frente a mí, el sol del verano cuela sus luces por entre los agujeros que dejan las maderas, las que se distribuyen como si fueran linternas que alumbran objetivos. El polvo hormiguea en los haces de luces; a mí me gustan, me entretengo observándolos; achino los ojos y los examino con curiosidad, uno por uno; son más de diez o quince; me arrodillo y estiro mi brazo, y con un espejo, pequeño y circular, logro desviarlos hacia cualquier punto menos claro, el que yo quiero.

Saltando al frente de mi casa, media docena de chiquillos dan gritos. Es mi cofradía indiscreta.

—¡Pepe, huevón, ya nos vamos!... ¿Qué mierda haces que no sales?

¡Al diablo con la vieja!... Me quito con mis patas; al final, igualito me va a sacar la mierda. Ayer me dijo que me vaya a cortar el pelo en la peluquería de don Triquiñuelas. Mi pelo está crecido y a mí me gusta así, pero a la vieja, no. Mi cara es de hombre con mi cabello largo; ella dice que parezco una mujercita. Nunca vamos a estar de acuerdo. Nunca.

Las piedras rebotan en las paredes de mi cuarto de madera.

—Ya voy carajo, ¡cómo joden!… Estoy buscando mis chancletas…

Mi vieja se ha ido al mercado, y cuando regrese, dónde diablo estaré. Se va a molestar de nuevo. Ella siempre se molesta cuando salgo, cuando me escapo: “Ponte a estudiar, Pepe, luego no te arrepientas”. Si mi vieja supiera lo que hago en el colegio, si supiera lo que hago con mis amigos cuando me escapo: “Como te encuentre con ellos, te rompo el lomo a palazos, vagos de mierda… carajo. Ya no respetan las canas… En especial el malcriado, “El boca sucia”, al que le dicen Muerto Fresco, ese es el que les busca tragos y cigarrillos”. Pero en el barrio ella le tiene harto cariño a Muñeca, que es la hermana del Ñatón. “Es una niña tierna, estudiosa, y que quiere ser contadora; además, es la hija de mi amiga América”, siempre me lo repite. Si ella supiera la pendeja que es, si supiera lo que hacemos cuando ingresa a mi cuarto de madera. Mi vieja y su amiga lo permiten. Es toda una vampiresa la mocosa de mierda. La otra tarde se prendió de mi cuello y no paró hasta agarrarme los huevos…

—Esta mierda, ¡cómo demora!... ¡Apura pajero!…

La mocosa se dejaba tocar el culo. Estaba arrecha, resbaladiza, y sobaba sus piernas en las mías, y me mordía suavemente la boca, dejándome una estela de baba. Esa tarde le levanté la falda y pude estrujar sus pequeños senos. Pero no se dejaba tocar en la entrepierna. Me quitaba las manos. Su ropa interior llegaba hasta su cuello, era de nylon: transparente y suave. Recuerdo que estaba apretada en su cuerpo: perfumado, limpio y arrecho. Solté una broma: “tu boca tiene un sabor a caramelo de menta; me refresca los labios”. Entonces, sonriente, entretenida, sincronizando el tiempo, me dio otro gran beso, mientras silenciosa, indiscriminadamente, metía la mano por encima de mi pantalón y me agarraba, calato, los huevos. Me los estrujó, haciéndome doler…

—Ya los encontré… ¡Ahorita bajo!… Un toque… —grité.

Bajo las escaleras a la carrera, observando para todos lados. No hay moros en la costa. Desvío la mirada. La cartera de mi vieja está colgada en el respaldar de una de las sillas. “Con tres soles es suficiente”, pienso. Miro al espejo. Él me mira. “Paso con once”, susurro. Mi lacio pelo largo está desparramado por toda mi cabeza. “Mi vieja me va a reventar a palos cuando yo vuelva; entonces para qué estar triste ahora, mejor hay que sonreír. Seguramente estoy con la cara sucia…, no importa”, fundamento…

Sí, parecía una perra hambrienta, incansable, silenciosa… El sábado que pasó me fui al cine con la vieja y con la amiga de mi vieja, la vecina América. Muñeca también nos acompañó. Esa tarde, que ya era casi noche, yo estaba recostado en la pared, con la cabeza pegada a un letrero, y un incesante sonido de helicópteros y aviones anunciaban la llegada de los bandidos, que eran muchos y estaban bien armados, pero yo los esperaba agazapado, detrás de un árbol, a cien metros. Siguiendo su rumbo, los veía aterrizar por detrás de los árboles; el bosque era inmenso, y sus luces anaranjadas lo iluminaban todo… Dejaba pasar así el tiempo, entretenido, imaginando ser un superhéroe. Cuando ya los tenía en mi mira, adivino, morosamente, que una sombra se acerca con fatigada agilidad; me da un pequeño golpe en la espalda y me pellizca el culo furtivamente. Luego la sombra que es muñeca se aleja a toda velocidad. Su vieja se da cuenta, me mira, pero no dice nada. Sonrío con gesto inevitable de un chiquillo a quien le gusta la hija, siempre, siempre, pero en el interior de su cuarto de madera. Haciéndose la loca, con las manos en la cintura, mi vecina se cala el sombrero y se pone a contemplar los letreros; su seriedad es difusa, tediosa. Mi vieja, al otro lado, a su derecha, apoyada en el pasamano, la llama. Muñeca, en la esquina sureste, se queda dando vueltas sobre ella misma, como si se mirara en un espejo. Aprovecho, me sacudo y trago saliva, saco las manos del bolsillo y le doy alcance sin que ella se dé cuenta; disimulado, le doy un alce. Ella se lo merecía. Sorprendida, da un pequeño grito y me queda mirando con los ojos desorbitados y la frente llena de gestos y con la lengua fuera de su boca. Se retira corriendo y va en busca de mi vieja. Señalándome, le reconstruye el hecho, con intensidad perversa. Sin que me volviera a mirarla, corrí hacia el vacío de la calle, humillado. Mi madre, ágil como una fiera, me da alcance y me jala de las orejas. “Déjala tranquila… por qué la molesta”, me grita. No había como rebatir ese argumento. Es verdad, siempre he sido un tonto. Mi vieja tiene la culpa. Me trata como si fuera hijo único. Nosotros somos siete. El mayor de mis hermanos siempre me lleva para trompearme con el de la vuelta, con el loco Ludin. “¡Carajo, sé hombrecito!”, siempre me dice…

Ahora mi vieja y su amiga vienen de la otra punta, traen los boletos blandiendo en sus dedos. Nos llaman. Yo camino lentamente, con las manos levantadas, imaginándome ser Batman. Muñeca aprovecha esta distracción y me da un pellizco en el brazo y se va a la carrera. Se detiene, gira el cuerpo, y me mira bizqueando con la lengua afuera. Yo me volví a ver a mi vieja y a la mamá de muñeca, creyendo que la habían visto, pero estaban de espaldas. “Ya no sé qué hacer con esta mocosa de mierda, pero me las tiene que pagar”, me dije…

Ya en la oscuridad del cine, nos hicieron sentar juntos. Ella estaba a mi izquierda, pegada a su mamá que miraba la película, atenta, con el rostro embotado. Mi vieja estaba igual, pero a mi derecha. El espectáculo parecía producirles una melancólica agonía, porque lloraban en silencio. Hasta creí que estábamos en un velorio. Yo estaba como plantado, pensando en uno de los cuentos de Andersen, “Las habichuelas mágicas”, pequeñito libro que llegó de regalo junto con la canchita, y cuyo protagonista era Periquín; lo había leído la tarde de ayer en el silencio de mi cuarto y en uno de mis retiros habituales del mundo. Periquín tenía mi edad y su estúpida inocencia me dejó perplejo. ¡Maldita sea, por qué no lo entienden! Procurando volver a la realidad, decidí volver a la película; pero al rato agitaba los pies y me movía sin voluntad, porque la película de charros era más aburrida que ver a mi abuela tejiendo. Entonces caí en la cuenta de que podía hacer otra cosa para no aburrirme. Simplemente aprovecho para deslizar rápidamente mi mano por sobre la espalda de Muñeca, llegando hasta su culo. Le aprieto una nalga. Grita. Yo también grito señalando la pantalla justo cuando el mariachi le da un caluroso y húmedo beso a su damisela. Mi vieja se vuelve hacia nosotros con las dos manos abiertas y nos tapa los ojos. “No debimos traerlos, esto no es para su edad”, dijo, volviéndose a su amiga. Muñeca aprovecha la oscuridad que ahora tenemos tras las palmas que cubren nuestros ojos y me estruja los huevos. Grito, mudo de dolor. Nadie entiende mis bruscos movimientos. Mi madre se para y nos lleva hasta la sala de espera. Trato de serenarme y darme ánimos. Quieto la cabeza, mis ojos repasan el rostro de muñeca con mirada perversa. “Quédense aquí; apenas termine volvemos por ustedes”, susurra. Mi vieja se aleja. Muñeca me mira y yo me pongo a silbar; trato de borrar su presencia. Pero esta vez meto las manos en los bolsillos, cubriéndome los huevos; ella sujeta su falda, muy cerca de su entrepierna. No me mira, sólo sonríe regocijada, con cara de triunfo. Yo no sé si sonrío, pero convencido de la inutilidad de mis gestos, sólo vuelvo a imaginar que soy un superhéroe detrás de un árbol, agazapado, esperando al rival de turno...

Abro la puerta de manera natural, doy unos pasos, y me encuentro del otro lado del mundo. Un segundo después, todos los rostros irritados se volvieron a mirarme.

—¡Por fin, carajo!… ¡Pareces hembrita!…

Loro

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