miércoles, 21 de septiembre de 2011

La chompa azul

El aula no era la mía, pero ahí estaba, sentado encima de una carpeta pegada a la pared y acodado en la ventana sin cristales. Mi mano izquierda apretaba una de mis rodillas y mi rostro era el de alguien que espera una repentina llamada.

No sé cuánto tiempo me quedé mirando por detrás de la ventana: no muy lejos, en el patio, había alumnos de otras aulas jugando fútbol.

Poco después, cansado de estar en aquel lugar, me puse de pie y caminé muy lento hacia el otro patio en busca de algún amigo. Transcurrió no sé cuánto tiempo hasta que llegué al borde. Había llegado, pero seguía parado sin hacer nada, observándolo todo, moviendo mi cabeza de un lado a otro. Sin proponérmelo, me quedé observando a las chicas de mi aula que jugaban al voleibol, y a otras que hacían ejercicios de rutina. De repente, la pelota rodó hasta llegar a mis pies y yo la detuve con el borde de mi zapato. En su búsqueda, una de ellas se acercó apurada. Al llegar, se detuvo y me quedó mirando con curiosidad. Yo la miré sin saber qué decir. Vestía el uniforme común de colegiala, pero sin abrigo, y proyectaba una pequeña sombra que se balanceaba en el suelo. Sin decir nada, se llevó la mano a la cabeza y se tiró el cabello hacia atrás. Luego, en espera de mi reacción, hizo un gesto que le contrajo los músculos de la cara. Ante aquella advertencia, automáticamente me incliné para coger la pelota y se la di. Ella, con la cabeza ligeramente baja, me la recibió. Cuando levantó la vista para mirarme, la observé por un momento. La reconocí y ella me reconoció. Creo que no había reparado en mí hasta ese momento. “Hola”, me dijo, y soltó una sonrisa indiferente, suave y azucarada. De inmediato sentí que mi cara se enrojecía, pero traté de ocultar mi desconcierto. No sé si se dio cuenta, ya que solo me dijo: “Gracias”, y se retiró dándome la espalda y balanceando los brazos para lanzar la pelota.

Ruborizado, miré al otro lado del patio y pude ver a Martín que observaba el juego de las chicas, en especial el de una. Estaba sentado encima de una piedra junto a otros amigos. Le fijé la mirada y elevé las manos para hacerle una señal. Tardó unos instantes en fijarse en mí. Entonces solo levantó los hombros con indiferencia y me hizo un gesto feo frunciendo la boca. Pude recordar entonces su antiguo y latente sentimiento por la chica de la sonrisa suave y azucarada. Por lo que entendí su mal humor y sus celos.

Me retiré unos pasos y empecé a rodear el patio para ir a su encuentro. A mitad del camino, y no muy lejos, distinguí una sombra a mi derecha. Era la de Willy con su boca grande y lampiña. Me llamaba con la mano levantada. No le hice caso, lo obvié. Conocía sus movimientos, los había observado otras veces; siempre lo mismo, siempre tratando de llamar la atención y molestar a alguien; pero hasta ese día no había logrado nada conmigo. No sé por qué, pero presentía que algo malo quería hacer. Sus movimientos groseros lo delataban. Volvió a llamarme. Tampoco le hice caso.

De pronto se acercó Willy.

—¿Qué estás haciendo, Poncho? —me preguntó.

—Nada —le contesté.

—¡Nada! ¿Qué es nada? 

Fruncí el ceño con cierto disgusto y me quedé callado, como obligándolo a dejarme en paz. Tenía ganas de otra cosa. Por eso mi silencio era adverso e indiferente. Lo conocía muy bien. Pero de nuevo se oyó su voz. Me preguntó:

—¿Quieres participar en una pendejada? Somos varios y nos están esperando...

—¡Mierda!... Eso es asunto de idiotas —le respondí. 

Él me miró como si no me oyera y volvió a hablar: 

—Vamos a ingresar al salón... No hay nadie. Las chicas están en el patio...

—¿Para qué? —le pregunté, desconcertado. 

—Ya lo verás —aumentó.

Entonces giré la cabeza y miré fijamente a Martín, que había llegado sin que yo me diera cuenta. En aquel instante advertí a un individuo con aire de niño mimado y estúpido. Cuando me miró, se sonrió con cierto recelo e hizo un gesto de reto, un gesto de gallito de pelea. Luego se echó a reír en silencio y su rostro cambió totalmente de expresión. Era como si tuviera al frente a un galán de telenovela, luminoso y seguro de sí. Su boca imprimía una sonrisa eterna; esa de alguien que ha decidido tener, cueste lo que cueste, algún objeto del amor de su vida: "Si no puedo robarle el corazón, algo he de robarle". Esa era la expresión de su iluminado, desesperado y sonriente rostro.

—¿Te gusta Lily? —me preguntó Martín, mientras inconscientemente yo caminaba junto a ellos hacia nuestro salón de clases.

Yo le respondí, casi al instante:

—No. ¿Por qué? Seguro tienes esa cara de idiota por ella.

Se quedó callado. Disimuló mi pregunta frunciendo las cejas y girando la cabeza hasta que quedó mirando atentamente a Willy. Los miré a los dos sin mirarlos, porque, y no sé por qué, me puse a meditar, a explorar los espacios incomprendidos de mis recuerdos levemente sentimentales entre ritos académicos y hechos superfluos que había vivido junto a Lily. Yo había notado sus peculiaridades sin entenderlas. Me había dado cuenta de que no quería adentrarme en ese laberinto de emociones porque no los comprendía; había en mí un miedo sensible e irracional... Era como si estuviera perdido y en mi mente abundaran galerías a las que no quería ingresar y ventanas inalcanzables muy cerca de abismos infinitos. Todo me señalaba una única puerta de entrada, nunca la de salida. Lo que me hacía entender que al final sería una celda que controlaría mis sentidos... y me dejaría humillado, sin poder escapar.

No tardamos en llegar y darnos cuenta de que nuestra aula estaba cerrada. Entonces la bordeamos y muy rápidamente nos dirigimos a uno de los costados.

—Pero necesitamos a otro más para vigilar en ambas direcciones —dijo Martín.

—Muy bien. ¿En quién estás pensando? —respondió Willy, acomodándose la camisa y mirando a Martín.

—En Delgado. 

—¿Delgado? Mierda, no es gran cosa. 

—No, pero es de confianza. 

—Muy bien. Entonces ve a llamarlo... y también a los otros. 

—Ya vuelvo —dijo Martín, apurando el paso. 

Martín desapareció y Willy se quedó conmigo. Pude deducirlo: sí, tenía que ser un plan canallesco; me extrañé de que Martín no intercediera. Por eso, no tardé en comprender de quién había sido la idea.

Llegado a este punto, quise retirarme; pero en lugar de eso, me quedé parado, quieto allí como una estatua. Creo que me ganó la curiosidad. Para nuestra suerte, había algunos chicos jugando fútbol al otro costado del aula. Lo que hacía una especie de camuflaje y pasar desapercibidos. Cuando estiré el cuello para mirar más allá de la esquina del aula, pude ver a Lily que seguía jugando en el patio, moviéndose alrededor de la cancha marcada con líneas blancas, y respirando con dificultad al golpear la pelota. Al buscar responder los mates, sus pequeños senos rebotaban de arriba abajo.

Estuvimos unos minutos esperando allí, hasta que por fin llegaron Martín, Delgado y los otros muchachos.

—Bien —dijo Willy, escupiendo en la pared— ¡Manos a la obra! ¡Nadie se acobarde! 

Inmediatamente, Martín se sentó en el suelo, estiró el brazo derecho, introduciéndolo, e hizo un gesto de dolor; pujaba de esfuerzo tratando de desprender el cartón clavado interiormente para abrir un poco más el agujero que tenía la pared prefabricada; los otros le ayudaban. Nadie nos podía ver, porque la pared estaba en el lado que no permitía miradas delatoras. Con aire victorioso, se rieron en silencio cuando el agujero quedó habilitado. Sin perder tiempo, Willy hizo una reverencia burlona y se introdujo moviéndose pesadamente. Martín se dio media vuelta con el pantalón lleno de polvo y quedó en cuclillas siguiéndolo. Rojas me miró con los ojos muy abiertos. Toto estaba agitado, y yo tenía una expresión de importarme todo un carajo. Medina y Delgado se miraron el uno al otro con una sonrisa de oreja a oreja. Rojas y Toto se inclinaron e ingresaron aprobando y aplaudiendo a su guía. En el interior del aula se empezaron a escuchar sonidos guturales y destemplados. Yo me agaché para asomarme por la entrada de la cueva improvisada y entonces contemplé a Willy y a los otros revoloteando todo. Parecían locos pajarracos por sus estentóreas carcajadas. 

—¡Miraaaaa...! La encontré —dijo Willy, con los ojos llenos de vivacidad. 

Medina y Delgado me tomaron del hombro y me pusieron a un lado para poder ingresar. Una vez adentro, se situaron detrás de Willy. 

Yo, sin proponérmelo, estaba de campana, tímidamente, extrañado por lo que escuchaba. Me incliné nuevamente y acerqué mi cabeza a la entrada y los vi a todos totalmente exaltados.

—Oye, pásamelo. No, dámelo a mí... —Se pasaban aquel objeto de mano en mano. 

—Mira lo que hago con esta chompa —dijo Martín, mientras frotaba aquella prenda sobre su pecho y su rostro que en esos momentos gesticulaba una emoción incongruente y exagerada: le brillaban los ojos de satisfacción y encanto. 

Todo esto ocurría en el cuarto año de secundaria. Específicamente en el aula 4.º B.

Lily compartía nuestro salón de clases. Era una chica simpática, atractiva y académicamente buena. Tendría unos catorce años, uno más que yo. Era ruborosa y tenía la cara siempre con una sonrisa que acompañaba a una nariz tan enérgica como su sonrisa misma. Sobre su pecho se posaban unos pequeños senos que no llamaban la atención; presentaba, además, un curioso trasero que meneaba al caminar con sus zapatos “Teddy” negros; unos zapatitos a los que el “mono loco con ametralladora” de Willy ya le había echado el ojo para tener algún recuerdo de ella. Era magnífica, y no exagero, porque hablaba con todos los chicos sin complejo alguno, y se reía también con ellos mientras hablaba. Su coquetería de niña siempre insinuaba seriedad. Preciosa y simpática, así era la chica. Era como una mujer adulta, poniendo a cien a Willy y a Martín, poniéndonos a cien a todos, para que negarlo.

Luego de regresar al aula, todos se reían disimuladamente de la canallada que habían hecho; aunque bajaban la cabeza cada vez que Lily los miraba. 

Después de unos minutos, Lily empezó a buscar entre sus cosas la bendita prenda; al no hallarla preguntó: “¿Alguien ha visto mi chompa?”. 

La cosa duró así hasta que el director entró de golpe al aula. 

—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué busca usted, señorita Lily? —preguntó. 

—No, nada... Solo que no encuentro mi chompa. 

—¿Su chompa...?

—Sí. Es una chompa de color azul. 

Willy se quedó allí, en su carpeta, sentado, incapaz de articular palabra. Su rostro dibujaba una suave mueca de orgullo y desconcierto. 

—¡Las clases quedan suspendidas! ¡Y quiero que aparezca la chompa! —gritó el director, rezongando.

Bajando el tono de su voz y dirigiéndose a Lily, dijo: 

—¡Y en cuanto a usted, señorita, preséntese inmediatamente en la Dirección! —luego se encaminó hacia la puerta de salida muy enojado. 

—¡Pero! —dijo en voz baja Delgado— ¿Qué vamos a hacer? ¿Quién mierda tiene la chompa?

—¡Mierda! —exclamó Martín en tono confidencial y desde el fondo del salón, acurrucado.

Willy nos quedó mirando con una sonrisa socarrona, muy seguro de lo que había conseguido y tenía entre sus pertenencias. No pudo conseguir el añorado zapato, pero sí la chompa. Siguió allí, sentado, observándonos de soslayo, con curiosidad. Al rato, se puso a rebuscar nerviosamente entre sus pertenencias. Su cara cambió; no sabía qué hacer. Mirando a Delgado, empezó a farfullar con gestos groseros. Inclinado, y con las manos en busca de algo, permaneció allí durante cinco minutos; entonces, se levantó de un salto. Empezó a ir de un lado a otro por los pasillos del aula. Se había percatado de que ya no tenía la chompa, que se la habían robado. Ya no la poseía.

—¡Puta madre, me cagaron! —dijo hecho una furia. 

Mientras Willy iba de un lado a otro, los demás alumnos se preguntaban: "¿Qué cosa pasa? ¿Qué han hecho estos retrasados?" "De seguro tienen que ver con la pérdida de la chompa". Uno de los que no sabía nada, Joel, estaba junto a mí, sentado en la carpeta, riéndose y mirando a Willy y a Martin. Me miraba también de soslayo, como preguntándome en qué me había metido.

Sentí un poco de pena por Lily, pero era ella o yo.

Lily se puso en pie, y dirigiéndose al centro del salón y acercándose a Willy, volvió a preguntar: 

—Por favor, ¿quién ha visto mi chompa?   

Las chicas giraban y se miraban unas a otras, como diciéndose que estos subnormales habían llegado muy lejos, y que había llegado la oportunidad para desenmascararlos...

Lo que me preocupaba, en verdad, era que no sabía cómo tratar este problema. Yo sólo había sido un testigo de ocasión. ¡Qué carajo, no tenía vela en este entierro!

Willy hizo un gesto y, a paso lento, se dirigió hacia el fondo.

—¡Martin! —oí que llamaba Willy. 

Me volví hacia él y escuché cómo Willy hablaba con Delgado y Medina. Les decía algo casi al oído.  Martin lo entendió y se acercó a Willy:

—¿Dónde has escondido la chompa?... —le dijo Willy, mirándolo con frialdad.

—¡Yo que chucha sé, huevón, pregúntaselo a Rojas!... A mí, qué me dices...

Willy se volvió hacia mí; yo lo miré con seriedad. Luego, dirigió la mirada nuevamente hacia Martín con una expresión de duda. Buscó a Rojas con la vista, pero este ya no se encontraba en el aula. Volvió a dirigirse a Martín y le dijo:

—Entonces, ¿quién mierda lo tiene? Tiene que estar aquí. Te han visto cómo salías de mi carpeta, pendejo. 

—Oye, tú estás bien huevón, ¿no? Yo no he agarrado nada. ¡Pendejo será tu abuelo! —replicó Martín, airado.

Willy giraba la cabeza mirándonos a todos. Todos estábamos callados; había un silencio sepulcral. Transcurrieron varios minutos hasta que lograron formar una circunferencia. Willy y sus muchachos estaban aturdidos, balbuceando. Sus ojos se miraban entre sí, buscaban a algún culpable. Lily, sospechando, se les acercó. Hubo una pausa. Luego ella, arqueando las cejas, volvió a hacer la misma pregunta:

—¿Han visto mi chompa, es de color azul?

Se percató de algo…, entonces giró la cabeza hacia mí por unos instantes. Yo permanecía inmóvil en mi carpeta. La niña me miraba, forzando una sonrisa y moviendo sus pequeños y nerviosos dedos. Volvió a dirigir la mirada a toda la circunferencia de alumnos, especialmente a Willy. Giró la cabeza y volvió a mirarme de reojo. Mantuve mi postura quieta, sentado, con el rostro serio. Levanté la mirada y observé su perfil, luego me concentré en aquella nariz respingona que adornaba su rostro; reflexioné, aunque tenía los ojos inmóviles y no podía apartarlos. Finalmente, lo logré. Bajé la cabeza y me puse en pie para acercarme a la ventana. Willy la observaba fijamente. Intentaba coquetearle con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Después, dio media vuelta y con un aire arrebatado inició una canción con malicia:

—Songo le dio a borondongo, borondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a muchilanga, le echó a burundanga y les hinchan los pies…

Mientras Willy cantaba y bailaba, los demás involucrados en esta absurda farsa, en particular Martín, empezaron a retirarse, desplazándose y agachándose, cada uno encaminándose hacia sus carpetas o la puerta de salida. Se escurrieron cobarde y furtivamente. Lily, con una expresión distante y ensimismada, dio un paso al frente y con cierta consternación, añadió:

—Me voy a la dirección.

Sabíamos que Lily nunca nos delataría; ella no era de esas chicas que se dejan influenciar fácilmente o que andan chismeando por ahí.

No me gustó para nada la jugarreta que le hicieron. La valoraba y respetaba, así que verla en esa situación tan lamentable realmente me incomodó. Willy se acercó directamente hacia mí con la intención de hablar. Pero tomé la iniciativa.

—¿Qué está pasando? Deja ya esta mierda, Willy. ¡Mira cómo se están poniendo las cosas! —le dije, sintiéndome herido y con el rostro serio.

Me di la vuelta y me dirigí hacia mi carpeta. Mientras lo hacía, reflexionaba sobre lo ocurrido. Saqué las manos de los bolsillos y ajusté los botones de mi camisa. Joel me miraba. Al pasar por su lado, intenté decirle algo, pero me contuve; simplemente le hice una señal levantando las manos con la mayor indiferencia y continué caminando. 

Loro

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