El
aula no era la mía, pero ahí estaba, sentado encima de una carpeta pegada a la
pared y acodado en la ventana sin cristales. Mi mano izquierda apretaba una de
mis rodillas y mi rostro era el de alguien que espera una repentina llamada.
No
sé cuánto tiempo me quedé mirando por detrás de la ventana: no muy lejos, en el
patio, había alumnos de otras aulas jugando fútbol.
Poco después, cansado de
estar en aquel lugar, me puse de pie y caminé muy lento hacia el otro patio en
busca de algún amigo. Transcurrió no sé cuánto tiempo hasta que llegué al
borde. Había llegado, pero seguía parado sin hacer nada, observándolo todo,
moviendo mi cabeza de un lado a otro. Sin proponérmelo, me quedé observando a
las chicas de mi aula que jugaban al voleibol, y a otras que hacían ejercicios
de rutina. De repente, la pelota rodó hasta llegar a mis pies y yo la detuve
con el borde de mi zapato. En su búsqueda, una de ellas se acercó apurada. Al
llegar, se detuvo y me quedó mirando con curiosidad. Yo la miré sin saber qué
decir. Vestía el uniforme común de colegiala, pero sin abrigo, y proyectaba una
pequeña sombra que se balanceaba en el suelo. Sin decir nada, se llevó la mano
a la cabeza y se tiró el cabello hacia atrás. Luego, en espera de mi reacción,
hizo un gesto que le contrajo los músculos de la cara. Ante aquella
advertencia, automáticamente me incliné para coger la pelota y se la di. Ella,
con la cabeza ligeramente baja, me la recibió. Cuando levantó la vista para
mirarme, la observé por un momento. La reconocí y ella me reconoció. Creo que
no había reparado en mí hasta ese momento. “Hola”, me dijo, y soltó una sonrisa
indiferente, suave y azucarada. De inmediato sentí que mi cara se enrojecía, pero
traté de ocultar mi desconcierto. No sé si se dio cuenta, ya que solo me dijo:
“Gracias”, y se retiró dándome la espalda y balanceando los brazos para lanzar
la pelota.
Ruborizado, miré al otro
lado del patio y pude ver a Martín que observaba el juego de las chicas, en
especial el de una. Estaba sentado encima de una piedra junto a otros amigos.
Le fijé la mirada y elevé las manos para hacerle una señal. Tardó unos
instantes en fijarse en mí. Entonces solo levantó los hombros con indiferencia
y me hizo un gesto feo frunciendo la boca. Pude recordar entonces su antiguo y
latente sentimiento por la chica de la sonrisa suave y azucarada. Por lo que
entendí su mal humor y sus celos.
Me retiré unos pasos y
empecé a rodear el patio para ir a su encuentro. A mitad del camino, y no muy
lejos, distinguí una sombra a mi derecha. Era la de Willy con su boca grande y
lampiña. Me llamaba con la mano levantada. No le hice caso, lo obvié. Conocía
sus movimientos, los había observado otras veces; siempre lo mismo, siempre
tratando de llamar la atención y molestar a alguien; pero hasta ese día no
había logrado nada conmigo. No sé por qué, pero presentía que algo malo quería
hacer. Sus movimientos groseros lo delataban. Volvió a llamarme. Tampoco le
hice caso.
De pronto se acercó Willy.
—¿Qué estás haciendo,
Poncho? —me preguntó.
—Nada —le contesté.
—¡Nada! ¿Qué es nada?
Fruncí el ceño con cierto
disgusto y me quedé callado, como obligándolo a dejarme en paz. Tenía ganas de
otra cosa. Por eso mi silencio era adverso e indiferente. Lo conocía muy bien.
Pero de nuevo se oyó su voz. Me preguntó:
—¿Quieres participar en una
pendejada? Somos varios y nos están esperando...
—¡Mierda!... Eso es asunto
de idiotas —le respondí.
Él me miró como si no me
oyera y volvió a hablar:
—Vamos a ingresar al
salón... No hay nadie. Las chicas están en el patio...
—¿Para qué? —le pregunté,
desconcertado.
—Ya lo verás —aumentó.
Entonces giré la cabeza y miré fijamente
a Martín, que había llegado sin que yo me diera cuenta. En aquel instante
advertí a un individuo con aire de niño mimado y estúpido. Cuando me miró, se
sonrió con cierto recelo e hizo un gesto de reto, un gesto de gallito de pelea.
Luego se echó a reír en silencio y su rostro cambió totalmente de expresión.
Era como si tuviera al frente a un galán de telenovela, luminoso y seguro de
sí. Su boca imprimía una sonrisa eterna; esa de alguien que ha decidido tener,
cueste lo que cueste, algún objeto del amor de su vida: "Si no puedo
robarle el corazón, algo he de robarle". Esa era la expresión de su
iluminado, desesperado y sonriente rostro.
—¿Te gusta Lily? —me preguntó Martín,
mientras inconscientemente yo caminaba junto a ellos hacia nuestro salón de
clases.
Yo le respondí, casi al instante:
—No. ¿Por qué? Seguro tienes esa cara de
idiota por ella.
Se quedó callado. Disimuló
mi pregunta frunciendo las cejas y girando la cabeza hasta que quedó mirando
atentamente a Willy. Los miré a los dos sin mirarlos, porque, y no sé por qué,
me puse a meditar, a explorar los espacios incomprendidos de mis recuerdos
levemente sentimentales entre ritos académicos y hechos superfluos que había
vivido junto a Lily. Yo había notado sus peculiaridades sin entenderlas. Me
había dado cuenta de que no quería adentrarme en ese laberinto de emociones
porque no los comprendía; había en mí un miedo sensible e irracional... Era
como si estuviera perdido y en mi mente abundaran galerías a las que no quería
ingresar y ventanas inalcanzables muy cerca de abismos infinitos. Todo me
señalaba una única puerta de entrada, nunca la de salida. Lo que me hacía
entender que al final sería una celda que controlaría mis sentidos... y me
dejaría humillado, sin poder escapar.
No tardamos en llegar y
darnos cuenta de que nuestra aula estaba cerrada. Entonces la bordeamos y muy
rápidamente nos dirigimos a uno de los costados.
—Pero necesitamos a otro más
para vigilar en ambas direcciones —dijo Martín.
—Muy bien. ¿En quién estás
pensando? —respondió Willy, acomodándose la camisa y mirando a Martín.
—En Delgado.
—¿Delgado? Mierda, no es
gran cosa.
—No, pero es de
confianza.
—Muy bien. Entonces ve a
llamarlo... y también a los otros.
—Ya vuelvo —dijo Martín,
apurando el paso.
Martín desapareció y Willy
se quedó conmigo. Pude deducirlo: sí, tenía que ser un plan canallesco; me
extrañé de que Martín no intercediera. Por eso, no tardé en comprender de quién
había sido la idea.
Llegado a este punto, quise
retirarme; pero en lugar de eso, me quedé parado, quieto allí como una estatua.
Creo que me ganó la curiosidad. Para nuestra suerte, había algunos chicos
jugando fútbol al otro costado del aula. Lo que hacía una especie de camuflaje
y pasar desapercibidos. Cuando estiré el cuello para mirar más allá de la
esquina del aula, pude ver a Lily que seguía jugando en el patio, moviéndose
alrededor de la cancha marcada con líneas blancas, y respirando con dificultad
al golpear la pelota. Al buscar responder los mates, sus pequeños senos
rebotaban de arriba abajo.
Estuvimos unos minutos
esperando allí, hasta que por fin llegaron Martín, Delgado y los otros
muchachos.
—Bien —dijo Willy,
escupiendo en la pared— ¡Manos a la obra! ¡Nadie se acobarde!
Inmediatamente, Martín se
sentó en el suelo, estiró el brazo derecho, introduciéndolo, e hizo un gesto de
dolor; pujaba de esfuerzo tratando de desprender el cartón clavado
interiormente para abrir un poco más el agujero que tenía la pared
prefabricada; los otros le ayudaban. Nadie nos podía ver, porque la pared
estaba en el lado que no permitía miradas delatoras. Con aire victorioso, se
rieron en silencio cuando el agujero quedó habilitado. Sin perder tiempo, Willy
hizo una reverencia burlona y se introdujo moviéndose pesadamente. Martín se
dio media vuelta con el pantalón lleno de polvo y quedó en cuclillas
siguiéndolo. Rojas me miró con los ojos muy abiertos. Toto estaba agitado, y yo
tenía una expresión de importarme todo un carajo. Medina y Delgado se miraron
el uno al otro con una sonrisa de oreja a oreja. Rojas y Toto se inclinaron e
ingresaron aprobando y aplaudiendo a su guía. En el interior del aula se
empezaron a escuchar sonidos guturales y destemplados. Yo me agaché para
asomarme por la entrada de la cueva improvisada y entonces contemplé a Willy y
a los otros revoloteando todo. Parecían locos pajarracos por sus estentóreas
carcajadas.
—¡Miraaaaa...! La encontré
—dijo Willy, con los ojos llenos de vivacidad.
Medina y Delgado me tomaron
del hombro y me pusieron a un lado para poder ingresar. Una vez adentro, se
situaron detrás de Willy.
Yo, sin proponérmelo, estaba
de campana, tímidamente, extrañado por lo que escuchaba. Me incliné nuevamente
y acerqué mi cabeza a la entrada y los vi a todos totalmente exaltados.
—Oye, pásamelo. No, dámelo a
mí... —Se pasaban aquel objeto de mano en mano.
—Mira lo que hago con esta
chompa —dijo Martín, mientras frotaba aquella prenda sobre su pecho y su rostro
que en esos momentos gesticulaba una emoción incongruente y exagerada: le
brillaban los ojos de satisfacción y encanto.
Todo esto ocurría en el
cuarto año de secundaria. Específicamente en el aula 4.º B.
Lily compartía nuestro salón
de clases. Era una chica simpática, atractiva y académicamente buena. Tendría
unos catorce años, uno más que yo. Era ruborosa y tenía la cara siempre con una
sonrisa que acompañaba a una nariz tan enérgica como su sonrisa misma. Sobre su
pecho se posaban unos pequeños senos que no llamaban la atención; presentaba,
además, un curioso trasero que meneaba al caminar con sus zapatos “Teddy”
negros; unos zapatitos a los que el “mono loco con ametralladora” de Willy ya
le había echado el ojo para tener algún recuerdo de ella. Era magnífica, y no
exagero, porque hablaba con todos los chicos sin complejo alguno, y se reía
también con ellos mientras hablaba. Su coquetería de niña siempre insinuaba
seriedad. Preciosa y simpática, así era la chica. Era como una mujer adulta,
poniendo a cien a Willy y a Martín, poniéndonos a cien a todos, para que
negarlo.
Luego de regresar al aula, todos se
reían disimuladamente de la canallada que habían hecho; aunque bajaban la
cabeza cada vez que Lily los miraba.
Después de unos minutos, Lily empezó a
buscar entre sus cosas la bendita prenda; al no hallarla preguntó: “¿Alguien ha
visto mi chompa?”.
La cosa duró así hasta que el director
entró de golpe al aula.
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué busca
usted, señorita Lily? —preguntó.
—No, nada... Solo que no encuentro mi
chompa.
—¿Su chompa...?
—Sí. Es una chompa de color azul.
Willy se quedó allí, en su carpeta,
sentado, incapaz de articular palabra. Su rostro dibujaba una suave mueca de orgullo
y desconcierto.
—¡Las clases quedan suspendidas! ¡Y
quiero que aparezca la chompa! —gritó el director, rezongando.
Bajando el tono de su voz y dirigiéndose
a Lily, dijo:
—¡Y en cuanto a usted, señorita,
preséntese inmediatamente en la Dirección! —luego se encaminó hacia la puerta
de salida muy enojado.
—¡Pero! —dijo en voz baja Delgado— ¿Qué
vamos a hacer? ¿Quién mierda tiene la chompa?
—¡Mierda! —exclamó Martín en tono
confidencial y desde el fondo del salón, acurrucado.
Willy nos quedó mirando con una sonrisa
socarrona, muy seguro de lo que había conseguido y tenía entre sus
pertenencias. No pudo conseguir el añorado zapato, pero sí la chompa. Siguió
allí, sentado, observándonos de soslayo, con curiosidad. Al rato, se puso a
rebuscar nerviosamente entre sus pertenencias. Su cara cambió; no sabía qué
hacer. Mirando a Delgado, empezó a farfullar con gestos groseros. Inclinado, y
con las manos en busca de algo, permaneció allí durante cinco minutos;
entonces, se levantó de un salto. Empezó a ir de un lado a otro por los
pasillos del aula. Se había percatado de que ya no tenía la chompa, que se la
habían robado. Ya no la poseía.
—¡Puta madre, me cagaron! —dijo hecho
una furia.
Mientras Willy iba de un lado a otro,
los demás alumnos se preguntaban: "¿Qué cosa pasa? ¿Qué han hecho estos
retrasados?" "De seguro tienen que ver con la pérdida de la
chompa". Uno de los que no sabía nada, Joel, estaba junto a mí, sentado en
la carpeta, riéndose y mirando a Willy y a Martin. Me miraba también de
soslayo, como preguntándome en qué me había metido.
Sentí un poco de pena por Lily, pero era
ella o yo.
Lily se puso en pie, y dirigiéndose al
centro del salón y acercándose a Willy, volvió a preguntar:
—Por favor, ¿quién ha visto mi chompa?
Las chicas giraban y se miraban unas a
otras, como diciéndose que estos subnormales habían llegado muy lejos, y que
había llegado la oportunidad para desenmascararlos...
Lo que me preocupaba, en verdad, era que
no sabía cómo tratar este problema. Yo sólo había sido un testigo de ocasión.
¡Qué carajo, no tenía vela en este entierro!
Willy hizo un gesto y, a paso lento, se
dirigió hacia el fondo.
—¡Martin! —oí que llamaba Willy.
Me volví hacia él y escuché cómo Willy
hablaba con Delgado y Medina. Les decía algo casi al oído. Martin lo
entendió y se acercó a Willy:
—¿Dónde has escondido la chompa?... —le
dijo Willy, mirándolo con frialdad.
—¡Yo que chucha sé, huevón, pregúntaselo
a Rojas!... A mí, qué me dices...
Willy se volvió hacia mí; yo lo miré con
seriedad. Luego, dirigió la mirada nuevamente hacia Martín con una expresión de
duda. Buscó a Rojas con la vista, pero este ya no se encontraba en el aula.
Volvió a dirigirse a Martín y le dijo:
—Entonces, ¿quién mierda lo tiene? Tiene
que estar aquí. Te han visto cómo salías de mi carpeta, pendejo.
—Oye, tú estás bien huevón, ¿no? Yo no
he agarrado nada. ¡Pendejo será tu abuelo! —replicó Martín, airado.
Willy giraba la cabeza mirándonos a
todos. Todos estábamos callados; había un silencio sepulcral. Transcurrieron
varios minutos hasta que lograron formar una circunferencia. Willy y sus
muchachos estaban aturdidos, balbuceando. Sus ojos se miraban entre sí,
buscaban a algún culpable. Lily, sospechando, se les acercó. Hubo una pausa.
Luego ella, arqueando las cejas, volvió a hacer la misma pregunta:
—¿Han visto mi chompa, es de color azul?
Se percató de algo…, entonces giró la
cabeza hacia mí por unos instantes. Yo permanecía inmóvil en mi carpeta. La
niña me miraba, forzando una sonrisa y moviendo sus pequeños y nerviosos dedos.
Volvió a dirigir la mirada a toda la circunferencia de alumnos, especialmente a
Willy. Giró la cabeza y volvió a mirarme de reojo. Mantuve mi postura quieta,
sentado, con el rostro serio. Levanté la mirada y observé su perfil, luego me
concentré en aquella nariz respingona que adornaba su rostro; reflexioné,
aunque tenía los ojos inmóviles y no podía apartarlos. Finalmente, lo logré.
Bajé la cabeza y me puse en pie para acercarme a la ventana. Willy la observaba
fijamente. Intentaba coquetearle con la cabeza ligeramente inclinada hacia un
lado. Después, dio media vuelta y con un aire arrebatado inició una canción con
malicia:
—Songo le dio a borondongo, borondongo
le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a muchilanga, le echó a burundanga y les
hinchan los pies…
Mientras Willy cantaba y bailaba, los
demás involucrados en esta absurda farsa, en particular Martín, empezaron a
retirarse, desplazándose y agachándose, cada uno encaminándose hacia sus
carpetas o la puerta de salida. Se escurrieron cobarde y furtivamente. Lily,
con una expresión distante y ensimismada, dio un paso al frente y con cierta
consternación, añadió:
—Me voy a la dirección.
Sabíamos que Lily nunca nos delataría;
ella no era de esas chicas que se dejan influenciar fácilmente o que andan chismeando
por ahí.
No me gustó para nada la jugarreta que
le hicieron. La valoraba y respetaba, así que verla en esa situación tan
lamentable realmente me incomodó. Willy se acercó directamente hacia mí con la
intención de hablar. Pero tomé la iniciativa.
—¿Qué está pasando? Deja ya esta mierda,
Willy. ¡Mira cómo se están poniendo las cosas! —le dije, sintiéndome herido y
con el rostro serio.
Me di la vuelta y me dirigí hacia mi
carpeta. Mientras lo hacía, reflexionaba sobre lo ocurrido. Saqué las manos de
los bolsillos y ajusté los botones de mi camisa. Joel me miraba. Al pasar por
su lado, intenté decirle algo, pero me contuve; simplemente le hice una señal
levantando las manos con la mayor indiferencia y continué caminando.
Loro
No hay comentarios:
Publicar un comentario