sábado, 24 de septiembre de 2011

Mi primera cita y mi primera salida con Charly

Entonces, oí el timbre de la puerta y a mi hermana abriéndola.

—Te buscan, Estrella —gritó.

Luchando contra mi curiosidad y tratando de mantener una expresión amable y neutral en mi rostro, bajé lentamente las escaleras. Al llegar a la puerta, dudé y me detuve, luego, sin pensar, la abrí parcialmente y la sujeté con una mano. De manera discreta, saqué parte de mi cuerpo y me apoyé en ella. En ese momento, pude ver a un chico flaco y poco atractivo, con cabello lacio y ojos pardos como los míos. Lo reconocí, era Charly, que se balanceaba ligeramente con los hombros inclinados hacia adelante. Por un momento, nos quedamos quietos y sorprendidos, mirándonos el uno al otro. Él no esperó y vino directamente hacia mí, se detuvo y, sin apartar la mirada, sonrió y pareció reflexionar. Debo decir que me costó trabajo sostener su mirada. En esa posición, estiró el brazo, me estrechó la mano ligeramente y la mantuvo por un breve instante. No tardé en colocarme en el umbral de la puerta y enfrentarlo directamente. A esa hora, para su mala suerte, yo estaba de mal humor y, por eso, deseaba despedirlo con rapidez.

—Hola, Estrella —me saludó, dudando.

—Hola, ¿cómo estás? —le dije, indiferente y disgustada.

Lo vi meter las manos en los bolsillos y aturdirse un poco. Creo que sospechó que no estaba muy feliz. Retrocediendo, me dijo:

—Creo que es mejor que me retire. Parece que he llegado en mal momento.

Me reprochaba mi mal humor, mi mal genio. Supongo que fue porque lo miré de forma displicente. Pero como todavía era temprano y él era una persona en la que podía confiar y a quien le tenía cariño por ser amigo del colegio, reaccioné y comencé a darle explicaciones con la intención de que no se marchara. Fue su abrupta despedida la que me hizo volver a la realidad. Le dije:

—Lo siento. No es lo que piensas... Sí, estoy molesta, pero no es por tu visita, sino porque tuve una discusión amarga por teléfono con un primo. No me hagas caso. Pero ya se me pasó…

Llevaba puesta una camisa a rayas y unos viejos pantalones jeans azules, la misma vestimenta que aquella mañana en la que nos encontramos por casualidad después de un año y medio de haber terminado el colegio. Pero ahora olía muy bien. No puedo negarlo, me agradaba su forma de vestir.

—Creo que eres una persona muy compleja, muy temperamental. No aguantas pulgas a nadie. Por lo que sé, eres una mujer temible. Pero al final, muy interesante —dijo, levantando las cejas y sonriendo.

Se ruborizó después de pensar en lo que dijo. Esto hizo que su rostro mostrara una expresión que necesitaba en ese momento. En parte por eso, no pude contener la risa. También por la forma despreocupada en que lo dijo y la manera obvia en que me expresé, jugando con mis gestos para mantenerme alerta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que me reí de verdad.

—¡Ah! Sigo siendo la misma de siempre. Sigo siendo la misma tímida, si quieres. Los hombres, los hombres son como las cuentas de banco, si no hay dinero, no hay interés... —respondí entre risas, haciendo un chiste fuera de lugar.

Levantó la mirada hasta mis ojos y no hacía más que observarme, fijamente, pero con una sonrisa inmóvil, detenida.

—Me alegra que haya vuelto tu buen humor. Eso es una buena señal... Lo único que sé es que las mujeres son como las nubes, desaparecen y aclara el día...

Así empezamos aquella noche, la que recuerdo como si fuera ayer. Hasta el día de hoy, no comprendo lo que nos sucedió después. Puede parecer inverosímil, pero siempre me embarga la nostalgia cuando pienso en ello. Porque sé que aquel encuentro en la puerta de mi casa no fue casual. No fue casual que él viniera a buscarme. Lo que sí es cierto es que él era un amigo de mi promoción de colegio; habíamos estudiado juntos en el mismo salón de clases durante el tercero, cuarto y quinto año de secundaria.

Lo volví a ver después de más de un año, en aquella esquina del barrio. Allí estaba parado, sujetando un cuaderno, resoplando y rascándose la cabeza pelada cubierta por una gorra.

Esa mañana me levanté muy temprano para ir al trabajo. Desayuné ligeramente y salí de mi casa de manera automática después de saludar a mi madre y a mis hermanos. Caminé dos cuadras hasta que lo divisé. Creí reconocerlo, pero con cierta duda. A medida que me acercaba, no podía creerlo. A unos diez metros, él me vio y empezó a mover los pies y a girar el cuerpo de un lado a otro, visiblemente nervioso. El viento soplaba en mi cara en ese momento, dándome una sensación de libertad y de estar transportada en el aire. Al llegar y confirmar su identidad, lo saludé estrechándole la mano y soltando una leve sonrisa. Él palideció.

—Hola, ¿qué tal? —me contestó, siguiendo mi saludo.

Tratando de entender la situación, me saludó con nerviosismo infantil. Noté que temblaba al estirar el brazo para darme la mano y se abstuvo de darme un beso en la mejilla. Mantuve una sonrisa inmutable y me esforzaba por sostener mi mirada, mientras él luchaba por mantenerse quieto, aunque no dejaba de mover los pies y las manos. Parecía intentar impresionarme estando inmóvil.

—Hola... ¿Cómo estás? —le dije, impresionada, pero disimulando.

Me miró discretamente, como si nuestro encuentro lo hubiera afectado y humillado. Yo parecía vacía y oculta, pero no dejaba de sonreír, casi congelada. Reaccionó y me hizo preguntas que no logré entender. Lo miré de nuevo y comprendí que en ese momento todo el mundo se había desvanecido y no importaba. Él estaba allí, con una gorra en la cabeza y un cuaderno con el logo de la UNI.

—¿Te vas a la academia? —le pregunté, subestimándolo sin darme cuenta de que la gorra en su cabeza tenía como propósito ocultar su calvicie.

—No, no, no... Voy a la UNI, tengo clases introductorias. Nos enseñarán algo de cálculo diferencial... Está programado para la primera semana. Lo necesitamos para el curso de física... ¡Y ya estoy apurado...!

Me sorprendí porque mis suposiciones sobre él estaban equivocadas y lo trataba como si fuera menor que yo. Creo que lo percibió, porque había algo reflejado en su rostro que se me escapaba y no entendía. ¿Un poco de soberbia por mi parte? No lo sé. "Si yo no pude ingresar, ¿por qué él sí?", me pregunté. Fue la primera vez que lo subestimé. Por eso, quería estar en cualquier otro lugar que no fuera ese. Pero no podía cometer un error demasiado evidente, así que intenté cambiar la conversación. Sin embargo, él se me adelantó y me preguntó:

—Y tú, ¿a dónde vas?

Le respondí que iba a trabajar y me ruboricé.

—¿No estás estudiando? —preguntó de nuevo, mostrando confusión.

No cesaba de dar movimiento a una de sus manos, aquella que sostenía el cuaderno, balanceándolo con la gracia de un péndulo. En su semblante juvenil, o incluso me atrevería a decir infantil, se esbozaba una sonrisa de vanidad, de autosuficiencia.

—Sí, estudio en San Marcos —le informé—. Pero, mis clases se desarrollan en el turno de noche. Aprovecho las horas diurnas para trabajar, poniendo en práctica lo que aprendo... —expliqué.

—Ah... Supongo que está bien... No tengo claro cuándo empezaré a trabajar. También me matriculé en San Marcos, en la carrera de Ingeniería Química..., aunque no estoy seguro. Quizás asista a algunas clases por mera curiosidad.

En ese preciso instante, el autobús llegó y se detuvo justo frente a nosotros. Vaciló delante de mí, pero subió apresuradamente, quizás pensando que yo haría lo mismo. Al percatarse de que no lo seguía, me llamó agitando la mano y haciendo señas. Respondí con gestos indicando que optaría por no subir y esperaría otro autobús con menor gente. Permaneciendo en mi posición, simplemente me despedí levantando la mano abierta, sin pronunciar palabra, y esbozando una sutil sonrisa.

El año anterior, había ingresado a la UNMS, a la facultad de Administración, específicamente: Contabilidad. Este fue el preámbulo que dio inicio a todo.

Unos días después, al concluir las clases y dirigirme hacia la parada del autobús, vi su figura imperturbable en el paradero cercano a mi facultad. Con la cabeza erguida, su mirada se desviaba de un lado a otro, extendiéndose hasta el horizonte, como si procurara esquivar mi presencia. Aquella noche, lo vi ascender al autobús con rapidez y, a pesar de mi proximidad, parecía ajeno a mi existencia. En los días subsiguientes, coincidimos en varias ocasiones a bordo del mismo autobús, entablando una suerte de danza silenciosa entre nosotros. Hasta que, inexorablemente, nos encontramos cara a cara y la ineludible necesidad nos llevó juntos hasta la Plaza Unión, donde se encontraba el otro paradero.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó él, rompiendo el silencio entre nosotros.

—Bien, ocupada con clases y esas cosas. ¿Y tú?

—Lo mismo, un poco saturado, pero ya sabes cómo es la universidad. Por cierto, te he visto varias veces en el autobús, pero no quise molestarte.

—Sí, es curioso. A veces creo que el destino nos está jugando una mala pasada, eh —contesté con una amplia sonrisa.

—Puede ser. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

—Si tienes tiempo y no se te hace tarde, sí, gracias. No me vendría mal tu compañía.

Al llegar a la Plaza Unión, descendimos con celeridad y nos abrimos paso entre los vendedores ambulantes para colocarnos en la fila y abordar el siguiente vehículo que nos conduciría a nuestros hogares. Tras ese encuentro y los que le siguieron, él me acompañaba hasta la puerta de mi casa. Nunca objetaba su gesto. Incluso se permitía el lujo de pagar mi pasaje. Experimentaba cierta incomodidad, pero jamás me atreví a contradecirle.

***

Recuerdo muy bien aquel día que les relato. Bajé, abrí la puerta y ahí estaba él. Nos saludamos como de costumbre, con cierta distancia. Empezó a hablar sobre algunas cosas que no comprendía, temas académicos y algunas anécdotas que supuestamente nos sucedieron en el colegio y que yo no recordaba o no quería recordar. No sé por qué, pero mi amigo comenzó a agradarme. Después de un rato, se puso un poco serio y me dijo:

—¿Podemos salir? ¿Te invito al cine?

Lo dijo sin titubear, directamente, sin mostrar nerviosismo alguno. Me quedé pensando por unos segundos, pero no tuve tiempo para reaccionar. Estaba sorprendida, aunque en el fondo esperaba que me lo propusiera. Y así fue. Mi reservado amigo me estaba invitando a salir por primera vez desde que nos conocimos en el colegio.

—Está bien, acepto —respondí, ocultando mi alegría y sin ninguna duda.

Sí, acepté su invitación. Su rostro, cuando lo dije, cambió por completo. Parecía como si hubiera ganado la lotería. Él no se dio cuenta, pero creo que yo también estaba igual de emocionada.

—Perfecto, entonces pasaré por ti el domingo. ¿A las cinco de la tarde está bien? —me consultó.

—Sí, está bien. Nos vemos el domingo, entonces —le respondí.

Fue un viernes del mes de septiembre cuando se alejó con mis ojos puestos en su espalda. Lo vi caminar apurado hasta que finalmente dobló la esquina. Yo me quedé emocionada. Inexplicablemente, cedí a su primera invitación. "Estrella, ¿qué te ha pasado?", pensé. Ruborizada, subí las escaleras rápidamente, sintiendo que mi rostro estaba tan rojo como un tomate. No podía dejar de pensar en por qué había aceptado. Pasé toda la noche recordándolo, tratando de averiguar más cosas sobre este chico que nunca me interesó en la secundaria. Revisaba mi memoria para ubicarlo en mi salón de clases, en su carpeta, con sus amigos, recordando los detalles que compartimos y que ahora quería descubrir. Lograba ver vagamente el tercer y cuarto año de secundaria, pero lo recordaba de manera borrosa. También el quinto año, cuando volvía a mirarlo y él siempre desviaba la mirada. Lo recordaba tímido e introvertido... Algo extraño estaba sucediendo, aunque no sabía qué era o tal vez no quería admitirlo. Yo tenía 18 años y él, como ahora sé, cumplió 19 en julio.

Llegó el domingo y eran aproximadamente las 3:40 de la tarde. El teléfono sonó y mi hermano mayor contestó.

—Es para ti... Te llaman, Estrella.

Corrí hasta la sala y tomé el teléfono. Era él.

—Hola, Estrella.

—Hola... ¿Dime?

—Sabes, estuve en el matrimonio de mi prima ayer... y estoy algo cansado. Voy a descansar un poco y luego paso por tu casa. Tal vez llegue con un poco de retraso.

—Está bien, no te preocupes —le respondí.

No me gustaba nada esta situación, pero no le di mucha importancia. Pensé que él estaba un poco asustado y necesitaba tomar su tiempo. Así que empecé a arreglarme mientras estaba sentada en mi cama. Luego, una de mis hermanas entró y comenzó a fastidiarme. Había tenido una semana difícil en el trabajo y necesitaba relajarme. Pasó un tiempo indefinido cuando el teléfono sonó nuevamente. Era él otra vez. Lo escuché balbucear y hablar en diferentes direcciones. No podía formar una oración coherente. Estaba claramente embriagado. Antes de que yo tirara el teléfono, me dijo:

—Disculpa, pero no voy a poder ir a tu casa... Sigo con mis primos y he bebido demasiado... —dijo y así, etcétera.

Me sentí terrible. No sabía qué hacer. Lo único que sabía era que mi hermana se burlaría de mí. Por eso me gritaba a mí misma: ¡eres una tonta! En ese momento, deseaba poder esconderme en algún lugar, algún lugar lejano donde pudiera correr y no tener que enfrentar nada. Todo se volvía demasiado para mí. Comencé a odiarlo, a odiar su falta de puntualidad. Caminé hacia mi habitación, me quité los zapatos y me metí en la cama, subiendo la manta hasta cubrir mi cabeza y luego bajándola hasta el cuello. Sentía que me estaba ahogando. Observé el techo y comencé a hablar conmigo misma. Aún no podía creerlo. Me levanté nuevamente y comencé a vestirme de nuevo. "Bueno", dije para mí misma, murmurando: “voy a salir por ahí, voy a salir de mi casa.”

Era una noche de primavera, templada y agradable, casi calurosa. Me dirigí no sé a dónde y luego regresé a las 10:30 de la noche. Seguía muy dolida y amarga con él. Pensé para mis adentros: "Nunca más, nunca más le voy a hablar ni aceptar nada". Estaba pésima, totalmente defraudada...

A la semana siguiente, ya descansada, me encontraba en el salón de clases de mi facultad. Todos allí estábamos sentados y charlábamos. De pronto, un amigo se puso en pie y me dijo que debíamos ir a ver al profesor de FINANZAS BÁSICAS. Hicimos un grupo y nos encaminamos hacia la puerta. Alguien la abrió y salimos. Al salir, me encontré cara a cara con él. Sí, era Charly. Al bajar la vista, vi que traía algo en una de sus manos. Meneó la cabeza y me saludó de una manera tonta.

—Hola, Estrella.

Lo miré con indiferencia, sin prestarle ninguna atención. No le respondí el saludo, o tal vez lo hice, pero sin humor. Mis amigos, al darse cuenta de lo que pasaba, continuaron su camino. Yo me quedé parada frente a él. Ahora que estábamos solos, aprovechó para levantar la mano y enseñarme un objeto. "Es para ti", me dijo. Era un cofrecito de color lila. Sin más, cuando abrió la tapa pude ver una cruz, una cruz de plata con distintivo. También distinguí mis iniciales. Por lo cerca que estábamos, pude sentir el olor de su ropa, era agradable pero muy fuerte; de cualquier forma, sabía que él era el hombre que me había hecho sentir pésima.

—¡Oh, no! —dije—, ¡no puedo aceptarla!

—Es tuya —contestó—, no es más que una manera de disculparme.

—No… no lo voy a aceptar. ¡Gracias de todos modos!... —No vacilé—. Será mejor que te vayas, tengo que ir a ver un asunto con un profesor.

—Está bien. ¡Adiós!... —dijo, entendiendo—. Sé que sigues molesta. Fui un tonto, disculpa.

—¡Adiós!... Si tú lo dices, así debe de ser.

—¡No, espera!... Tengo algo para ti.

Cuando ya estaba de espaldas, me detuve. Me volví y lo vi buscar algo en uno de sus libros. Cuando lo encontró, introdujo un par de dedos y lo extrajo. Tuvo que hacer malabares para no botar el cofrecito lila con el dije de plata que tenía en su otra mano. Con todo, se las arregló para estirar el brazo y ofrecerme una carta. Me dijo:

—Léela, por favor.

—Está bien. La recibiré. No quiero ser grosera, pero no tengo intención de leer tu carta. Déjalo así...

Me acerqué y tomé la carta que me ofrecía. Miré a Charly, que parecía nervioso y arrepentido.

—Es una carta de disculpa —explicó—. Quiero que la leas cuando estés lista y sepas que lamento mucho lo que sucedió.

Aunque todavía estaba dolida y enfadada, algo en su expresión me hizo sentir que realmente se arrepentía. A regañadientes, tomé la carta y la guardé en mi bolso.

—Gracias —dije fríamente—. Ahora debo irme.

—¿Puedo esperarte para irnos juntos? ¿Puedo acompañarte a tu casa después?

—No. No te preocupes, voy a demorar mucho. Mejor no me esperes.

—¡Está bien! ¡Está bien! Creo que aún estás molesta. Lo entiendo...

—Me tengo que ir, déjalo como está. ¡Adiós!

Charly asintió con tristeza y se quedó parado. Me quiso dar la mano, pero se arrepintió. Entonces, mirando hacia abajo, salió delante de mí y se fue lentamente por el pasadizo con dirección contraria a la otra escalera. Yo continué mi camino hacia el encuentro con el profesor. A medida que caminaba, sentía una mezcla de emociones. Aunque estaba decidida a no perdonarlo fácilmente, también reconocía su esfuerzo por disculparse.

Esto era terrible, pero me estaba vengando de Charly. Se lo merecía. 

Sin que me diera cuenta, a una distancia prudencial, mis amigos se habían detenido en el pasadizo para observarnos. Cuando me vieron caminar, hicieron como si me esperaran y se pusieron a charlar. Callaron cuando me acerqué. Al seguir nuestro camino, sentí una sigilosa charla de cotorras, pero no le hice caso. Casi al llegar a la puerta en la que nos esperaba el profesor, no sé cómo se me dio por voltear la maldita cabeza y atreverme a mirarlo, a mirarle la espalda mientras Charly se alejaba... Me hizo sentir pésima. Pero él se lo había buscado. Se lo merecía. Aunque nunca pensé ni me imaginé tratarlo así.

Durante el tiempo que duró la reunión, la carta que llevaba en mi bolso me intrigaba. Decidí olvidarme de ella y esperar hasta estar sola y tranquila para leerla y reflexionar sobre lo sucedido. No sabía qué encontraría en esas palabras, pero estaba dispuesta a escuchar lo que tenía que decir.

Aquella noche, llegué a casa un poco tarde; la reunión con el profesor se prolongó. Ahora me encontraba en mi habitación, dando vueltas y lanzando miradas furtivas a la carta cerrada que Charly me había entregado. La tenía sobre mi escritorio, parcialmente insertada en uno de mis cuadernos. No me atrevía a leerla. Sin embargo, la curiosidad me venció; abrí la carta y comencé a leer. En su interior, intentaba disculparse de alguna manera. Al principio, parecía falso, enredándose en cada párrafo, en cada línea. No se detenía y yo seguía leyendo. "¿Qué es esto? ¿Qué demonios quiere lograr? ¿Volverme a ridiculizar?", pensé. Me reí amargamente, aunque continué esforzándome por leer. Era bastante hábil escribiendo. "Puedo perdonar a los tontos", me dije, "porque siguen un solo camino y no decepcionan a nadie". Pero él no era ningún tonto. Era uno de esos que te decepcionan y te hacen sentir mal, terriblemente mal. Y este "tonto" me había hecho sentir lo peor.

Aquí abro esta carta, que aún conservo, para ustedes, amigos lectores, con las correcciones necesarias, por supuesto. No lo incluye todo, pero resumido es lo que contiene este papel que ahora sostengo entre mis manos. Saquen ustedes sus propias conclusiones.

"¡Eres realmente maravillosa, mi amiga! Sé que estás herida por mi acto irresponsable y estúpido; pero déjame decirte algo, seguiré insistiendo en salir un día, cuando tú quieras. Por favor, piénsalo. Está bien, está bien. Sé que somos amigos, ¿verdad? Pero, por favor, piénsalo... Después de todo, eres increíblemente buena... etc."

Pasaron varios meses desde aquel encuentro con Charly. Justo antes de la cena, sonó el teléfono. Era él, con su enésima llamada. Tomé el teléfono y me senté en el sillón. Lo escuché. Siempre era lo mismo, la misma actuación y la misma pregunta: "¿Quieres ir al cine este domingo?"...

Estaba confundida. No sé qué me pasó. Pero cedí a su solicitud.

—Bueno... Está bien.

Sentí cómo suspiraba profundamente, cómo respiraba aliviado.

—De acuerdo... ¡Bien! Entonces nos vemos el domingo.

Me levanté y me retiré a mi habitación; me dejé caer en la cama y dejé pasar el tiempo hasta la hora de la cena. Por un lado, estaba preocupada por la idea de volver a sufrir una decepción, pero, por otro lado, me alegraba que él lo intentara de nuevo. Para entonces, ya era agosto de 1980.

Me puse los pantalones azules, los que más me gustaban. Miré hacia el armario, levanté la mirada y vi los zapatos adecuados para la ocasión. Me preparé para estar más cómoda, o al menos eso esperaba. Eran las 4:30 de la tarde del domingo, y los minutos parecían aburridos. Me gustaba el día, era especial. No cabía ninguna duda. "Si él no llega esta vez, aunque haya un terremoto, nunca se lo perdonaría", pensé. Y no dudaba de que él también lo supiera. Está bien, me decía a mí misma, él necesita este día y tú también lo necesitas, Estrella. "Sí, así es como funciona esto. Así es como se supone que debe ser", repetía una y otra vez mientras daba vueltas en mi habitación, escobillando mi cabello con el peine, un ritual que solo las mujeres entendemos. No sé por qué, pero me preocupaba por Charly, tal vez porque imaginaba lo que estaba pensando, y quizás él sabía lo que yo pensaba: que este tipo de salidas y dedicación no me importaban en absoluto. ¿Realmente no me importaban en lo más mínimo?

Estaba mirando el reloj colgado en la pared cuando sonó el timbre.

—Estrella, alguien te busca —me gritó mi hermana.

—Ya voy —respondí, sintiéndome algo angustiada.

Ella entró a mi habitación y me dio una palmada en el trasero, riéndose. Salí y bajé las escaleras, abrí la puerta y ahí lo encontré, completamente inmóvil. Al verme, dio unos pasos y se detuvo frente a mí. Mantuve mi postura firme y logré dirigirle una mirada directa. Esta vez no lo vi babear como aquel día en que se presentó en mi facultad, esa noche en la que llegó con su regalo. Se acercó aún más y me dio la mano. Noté su miedo al darme un beso en la mejilla. Yo me acerqué y se lo di, porque para eso estaba aquí... para que pudiera verme y yo pudiera ver su corazón.

—Hola, Charly.

—Hola, Estrella.

Estábamos sonrientes, confiados. No había nadie cerca de nosotros. Sin ningún esfuerzo apreciable, empezamos a caminar lentamente hacia la parada de autobús. "Vaya con el adolescente. Quizás no era tan malo después de todo", pensé para mí misma. Caminamos hasta doblar la esquina de mi casa; miré hacia el extremo izquierdo y no había nada más que un niño rascándose la oreja y mirando a Charly. Charly lo miraba como si esperara alguna señal del niño. Estaba pensando en mí, se notaba; por eso intentaba impresionarme saludando al niño como si lo conociera. También estaba tratando de lucirse. Probablemente era solo mi percepción, porque necesitaba ser yo la única en quien él concentra su mente en lo que hacía.

—Me parece que estás temblando. Hum, quién lo diría, sí, pues, no eres más que un pollito fuera del cascarón —le dije, mirándolo fijamente y sonriendo, lo que provocó una mueca indistinta en mi rostro.

Él no se rio. Solo me devolvió una pequeña sonrisa, inclinando las comisuras de su boca y mirándome tiernamente. Era verdad, y me alegraba sobremanera. Quizás porque era verdad y yo sabía por qué. Ahora estaba desnudo, indefenso, era muy evidente.

—Solo eres un niño. Y yo que pensé que eras... un necio... —me atreví a decirle con la certeza de que lo tenía en la palma de mis manos.

No sé de dónde salieron esas palabras, pero las dije. Me acerqué casi pegada a él. Volví la cabeza y lo quedé mirando con mis cejas levantadas, haciendo con mi boca unas muecas incomprensibles.

—Puedes tomarme de la mano, ¿sí?

Él volvió hacia mí. Me miró desconcertado y parpadeó lentamente con curiosidad. Su rostro cambió y se echó a reír con vitalidad.

—Sí, claro —dijo contento, acercando su mano a la mía.

Entonces lo hizo, la cogió; su mano temblaba, la sentí fría y algo sudorosa. La tarde seguía allí, magnífica, primorosa. Caminamos entonces, agarrados de la mano, hasta el paradero de los autobuses. No sé por qué, pero estar así me revolvía, me despojaba de toda soledad. Me hacía reconocerme en él por primera vez desde que nos conocimos en el colegio.

—Charly, ¡entra! —le dije— ¡Entra o te quedarás!

Lo tomé con fuerza de la mano derecha y lo acerqué hacia mí. Se abrió la puerta trasera y nos subimos al autobús. El motor arrancó y partimos. Ahí estaba yo con Charly, con mi amigo de promoción del colegio, dirigiéndonos hacia un futuro "brillante", en el más completo silencio. Estábamos sentados, sintiendo el calor del otro. Ahí cabían diversas combinaciones que nuestros pensamientos no querían asumir. Sin duda, era nuestra primera vez de estar solos; y también la primera vez que íbamos juntos al cine. De vez en cuando me daban escalofríos y entraba en un torbellino sin saber a dónde dirigir mis pensamientos. Le estreché con fuerza la mano. Él me respondió cerrando levemente los dedos y apretándola. Volvió la cabeza y me miró tiernamente. Rompiendo el silencio, habló.

—He venido totalmente preparado.

—¿De qué? —pregunté, intrigada.

—No sé cómo decírtelo.

Detuvo su conversación. Yo estaba tan nerviosa que no entendía lo que quería decirme. Lo miraba interrogativamente. Estaba ahí, sentado, encogido como un ovillo y me miraba atento, con una expresión sencilla pero segura.

—Si no puedes decirlo, podemos hablar de ello en otra ocasión.

—¡Tú me gustas! Bueno, ya lo dije... ¡En verdad me gustas!

Escuché sus palabras como si las oyera en sueños, como si no las creyera, y vi cómo su rostro se ponía rojo. Me quedé callada y no respondí, fingí como si no lo hubiera oído.

—¿Qué me dices? No te escuché. Estaba entretenida viendo cómo juega aquel niño con su mamá.

—No, no es nada, no me hagas caso. Solo estaba pensando en voz alta.

El autobús se detuvo bruscamente y eso nos sacó de nuestra ensoñación. Habíamos llegado a nuestro primer destino. Bajamos y caminamos juntos. Iniciamos nuestra marcha haciendo algunas piruetas y tratando de disimularlo todo. Conversamos de otras cosas, de cosas sin importancia, como queriendo evitar lo que él había insinuado y yo no quería concluir.

Al llegar al cine, nos separamos por un momento. Yo estaba a unos pasos de él, observándolo mientras hacía la fila para comprar los boletos. Movía la cabeza, mirando a su alrededor. Sentía que me observaba de reojo, pero no se atrevía a decirme nada. La cola era larga. Permanecí en la acera, siguiéndolo con la mirada y divirtiéndome internamente. Después de dedicar mis pensamientos a mí misma, me acerqué a él y le dije:

—Llegamos justo a tiempo.

—Solo faltan tres personas... por suerte —respondió.

Ingresamos a la sala del cine casi corriendo. En el pasillo oscuro, él tomó mi mano y me guió. Hubo un momento en el que tropezamos con la alfombra y estuvimos a punto de caer.

—¿Estás bien?

—Sí —respondí, sin poder contener la risa.

Nos detuvimos a mirar el suelo para evitar tropezar de nuevo. Luego dirigimos nuestra atención a los asientos y nos sentamos casi en el centro de la sala.

Tras una charla sin mucho sentido, se produjo un silencio. Hizo el intento de reanudar la conversación, pero optó por contenerse. Procuró rodear mi cuello con su brazo de manera lenta y cariñosa, aunque no lo llevó a cabo por temor. Posteriormente, pronunció algo que no logré entender completamente, pero que logró arrancarme una risa. Inicié un juego ligero con él, mostrándole una sonrisa amistosa, aunque al mismo tiempo, experimentaba una resistencia interna. Fue en ese momento, mientras lo miraba con seriedad, cuando le pregunté:

—¿Qué es lo que realmente deseas?

—No lo sé... Creo que todo y nada a la vez... Terminar la universidad y si es posible, formar una familia... ¡No sé!

—Sí, pero yo no...

—¿Cómo es eso?

Qué bello y a la vez ingenuo resultaba esto, ¡completamente!

Libertad

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