Después de todo la nostalgia existe aunque no lloremos en los andenes fantasmales ni sobre las almohadas de candor ni bajo el cielo opaco... Después de los "SIN CUENTA" todo se cuenta. Ya nada tiene copyright...
miércoles, 28 de septiembre de 2011
El primer beso de Charly con la flaca
martes, 27 de septiembre de 2011
Mi primera vez
Martín distraía parte de su tiempo coleccionando revistas para
adultos, ¡y qué revistas! Eran unas cosas, digamos, que aceleraban nuestros
cuerpos y provocaba en nuestras mentes una sensación muy distinta a lo
puramente visual. También tenía cierta obsesión por la papiroflexia y estaba
seguro de que era el mejor. Por aquellos días, nos invitaba
condescendientemente a su casa para que lo viéramos crear difíciles modelos. En
el entrevero que originaban sus fabricaciones, aprovechaba para decirnos que solo
eran los más simples del mundo, y que también deseaba ganar el concurso cueste
lo que cueste.
Entonces nos quedábamos allí, despachándonos alcohol, fumando
cigarrillos y escuchando música salsera hasta muy tarde. Era una manera simple
de ayudarlo solo con nuestra presencia; ninguno de nosotros estaba provisto de
este venerable arte del plegado de papeles. Al mismo tiempo, nos compartía su
afición por Allan Poe, a quien frecuentaba y de quien nos decía, con cierto
grado de superioridad, que lo había releído; y era cierto, porque los tenía
allí, en su biblioteca, y porque eran los únicos capaces de acompañarlo en su
soledad y de llevarlo a solitarias mansiones donde vivían personajes
laberínticos e impensados.
Y
todo esto era comprensible que sucediera, por el simple hecho de que nunca lo
habíamos visto metido en política ni en busca de casorio, de ninfas, de
Helenas, ni regalando caramelos por si las dudas. Lo tenía todo bien claro.
"Al
fin y al cabo, es un problema que ellos mismos se buscan para perder la
libertad", decía confiadamente.
Hasta que un día, por
esas circunstancias de la vida, tubo el descuido de tomar partido por una
agrupación política y cortejar a un par de mujeres de armas tomar. Hay varias
hipótesis de lo que luego le sucedió. Cuenta una de estas que su partido,
después de ganar las elecciones presidenciales, le dio todo su apoyo convirtiéndolo
en Gobernador de su distrito y proporcionándole una secretaria en la oficina
política que le asignaron. Entonces pudo ver en el espejo que colgaba en una de
sus paredes que él era un comechado más. El experimento le pareció interesante;
sin embargo, en vez de caer en cuenta y dedicar su tiempo en beneficio de los
pobres y desarrollar proyectos prometidos, Martín se desdobló, explayándose y cambiando
bruscamente su manera de ser.
Fue allí, que puso en
marcha los motores y se convirtió en una feliz cucaracha. Así inició su primera
partida de obstáculos, seduciendo primero a la presidenta del partido para
luego elevarla hasta el cielo en la cama de su papá. Después hizo lo mismo con su
secretaria, enseñándole igualmente lo caliente que puede ser el amor, llevándola
varias veces a hoteles de cinco estrellas que siempre estaban muy lejos de su barrio,
para poder estar a solas con ella, despistar al enemigo y campeonar.
Pero lo que nunca esperó fue
ver que la primera lo tendría cogido de los huevos, mientras que la otra, como
un volcán subterráneo, lo dejaría con los porongos vacíos. A pesar de eso, este
proyecto de donjuán, la pasaba muy bien, y en esto estuvo un regular de tiempo,
hasta que llegó el día del ampay y el descomunal infierno para el saltimbanqui Martín.
El pobre acabó, por causa de una reverenda catana, promovida por una de ellas, con
la cabeza rapada y los huesos hechos añicos.
Por eso, días después de
este inefable cargamontón, lo vimos tirado en su cama y vendado como una momia,
así, tan primitivo que nos dio vergüenza ajena… Luego de recibir este café
bien pasado, que equivalía a aceptar su derrota moral, desapareció por un buen
tiempo. En esta suerte que le daba el Gran Jefe, supusimos que nuestro
amigo, el chercheroso, estaba abochornado por este hecho histórico acontecido
en su vida. Aunque, por sus antecedentes, lo tomamos con pinzas y muchas dudas.
Hasta que apareció, como salido del Olimpo, con ínfulas de cacique
de barrio, algo así como si fuera el dueño y señor del gallinero. Nos
preguntamos entonces que le había sucedido, porque, a pesar de esto, su
carácter no nos era extraño. Era el mismo, pero más erguido, más recorrido, acaso
más viejo y por eso distanciado de nosotros, que seguíamos en la adolescencia. Al
final entendimos que él tenía
algo a su favor: era un conchudo de mierda. Por lo que, rápidamente se repuso y
continuó como siempre metiéndose con vehemencia en
discusiones sobre algún tema de faldas, de política o del momento. Velozmente
tomaba el camino y las amoldaba y le sacaba punta a las cosas que decía. Sin
duda, nunca le faltaron argumentos.
En contraste con la vida que llevaba Martín, nosotros nos
sentíamos solos y frustrados por no obtener ningún plan con alguna hembrita que
nos hiciera girar la tapa y obtener un cambio de aceite. Se decía a voces, aunque
no se había comprobado, que él, de manera furtiva y discreta, estaba rodeado de
mujeres alegres y liberales, por no decir casquivanas. Claro está que sus
amigos, por misios, no estaban incluidos en su cronograma. Debido a esta
sospechosa verdad, dudábamos de que alguna vez, compadeciéndose de nosotros,
nos presentaría a algunas de su gallinero. Por eso le decíamos que diosito, a
las largas, castiga a los traidores.
Tontamente, así funcionaban las cosas. Éramos pura fantasía y
surrealismo. Vivíamos de utopías absurdas y distanciados de la realidad. En
pocas palabras, tristes caídos del palto, simples exégetas de lo absurdo, y primitivos
por culpa de las cuestiones universitarias. Para colmo, yo estaba templado de
una amiga de nuestra promoción del colegio, la que ni bola me daba, una
flaquita de apariencia recatada, tez clara, ojos marrones detrás de unos
anteojos, de lacia, larga y negra cabellera. Creo que por todas estas razones nos
buscábamos para ir a la casa de Martín, aunque siempre con la intención de
convencerlo y hacer todo tipo de locura o disparate, pero al final, solo llegábamos
a lo justo y necesario, a lo impetuosamente correcto.
Recuerdo que la última vez que nos reunimos fue el día de su onomástico.
Como siempre, esa noche la pasamos acompañados de algunas botellas de cerveza,
fumando cigarrillos y contándonos anécdotas diversas, algunas de las cuales nos
habían sucedido en el colegio. Cuando Martín no terminaba de hablar y todavía
estaba entretenido contándonos sobre un choque y fuga que tuvo un día antes con
una dama mayor que él, fue la llegada intempestiva de unas chiquillas la que
rompió su charla. Él las había invitado sin habernos dicho nada, nos las negó
con su silencio, tampoco se le había olvidado. Así, cuando aparecieron, nos
quedamos sorprendidos al contemplar el nuevo escenario que se nos presentaba
con su presencia. Para empeorar las cosas, Martín nos las presentó de mala
gana, pero a ellas no pareció importarles. De vez en cuando nos lanzaban
miradas seductoras con sus ojos bien abiertos, haciendo gestos sensuales y
ofreciéndose a bailar con nosotros. Esto generó una alteración en el ambiente y
la noche se adentró en un laberinto que superaba nuestras expectativas...
A fuerza de apiadarnos, tengo que decir que Martín tenía otro
talento: siempre gustaba pronunciar discursos en cumpleaños, bodas, velorios y
en todas las reuniones a las que éramos invitados y pocas veces aprovechados.
Agazapado entre nosotros, esperaba la oportunidad para saltar al ruedo. Lo mismo
le daba si estaba borracho o sobrio. Aunque, cuando estaba afiebrado por los
tragos, le daba por quitar el micrófono y soltar un discurso sin interrupción,
tan abundante como sus lecturas filosóficas. Sus discursos eran exageradamente
retóricos, que a veces, sobre todo en sus cumpleaños, había que recurrir a un
corte momentáneo del fluido eléctrico. Pero eso nunca ameritó culpa alguna. Lo
que sí lo ameritaba era que siempre se presentaba chúcaro y receloso de las
mujeres que lo rodeaban. Por ejemplo, aquella misma noche, después de la
llegada de las chiquillas, le puso cara de palo a Poncho cuando, jacarandoso,
este quiso bailar más de una pieza con una de ellas. Igual comportamiento tuvo
con los otros tres. A tal punto que poco faltó para que le pidieran permiso.
Yo, por eso, blandiendo el vaso, furtivamente las miraba desde un rincón. Ahí
permanecía acompañado de los otros tres, con quienes conversaba amenamente.
Pero cuando di media vuelta a mi cabeza y miré por encima de mis hombros, me di
cuenta de que una de ellas me observaba detenidamente. Sin embargo, traté de no
hacerle caso. Así que seguí bebiendo y riéndome por culpa de nuestra amena y
tonta conversación. Y también porque era el cumpleaños de Martín y no quería
contradecirlo. Por eso, al final, no nos quedó otra que solo tratarlas con un
exagerado respeto. No voy a mentir, pero así se nos fue la noche, como todas
las que pasábamos con Martín, porque nunca soltaba prenda... Hasta ahí con el preámbulo.
Recuerdo perfectamente el día que les voy a narrar. Él estaba de
pie y giraba el rostro alrededor de nosotros con un inusual buen ánimo, aunque
en sus gestos se apreciaba una expresión de sorpresa disimulada. Quieto,
mordiéndose el labio inferior, nos miraba de vez en cuando sin pronunciar
palabras. Parecía una tumba andante. Pero como ya les dije, Martín estaba
involucrado seriamente con unas mujeres muy atractivas. Y sabía cómo manejarlo
bien, por eso, como si nada, se paseaba y se divertía sin hacer comentarios de
ningún tipo, aunque creo que siempre quiso decirnos algo al respecto, pero no
se atrevió.
Hasta que su conciencia y nuestra buena amistad lograron hacer que
se traicionara a sí mismo.
Ese día, cuando me volví y lo miré interrogativamente, se dio
cuenta y abandonó su inmovilidad, luego, con pasos cortos, se paseó
disimuladamente alrededor de nosotros. Abrió los ojos aún más y como si sus
fantasmas le dieran una última oportunidad, se detuvo, observando a cada uno de
los presentes, y lo hizo durante un breve momento. Entonces, como si ya no
pensara más y quisiera liberar la pesada carga que llevaba dentro, esa traición
a sus amigos, ese no compartir lo que él poseía, carraspeó con la mano cerrada
y pegada a su boca, y se atrevió. Nos dijo:
—¿No se aburren jugando como tontos? ¿Por qué no vamos más tarde a
mi casa? Mañana es sábado...
En ese momento del mediodía, el sol estaba en todo su esplendor, y
debido a él, nos envolvía un bochorno sofocante que dificultaba nuestra
respiración. Nos acompañaban dos botellas de cerveza bien heladas en el centro
de la mesa junto a un vaso que, a medio llenar, pasaba de turno en turno y era
lanzado a nuestras fauces con gran satisfacción. Allí estábamos, jugando con un
cubilete, sentados alrededor de la mesa en la casa de Poncho. Yo me recostaba,
apoyado en la silla, inhalando y exhalando el humo de un cigarrillo, mientras
Joel, con la cabeza baja, permanecía pensativo, tamborileando su rodilla
izquierda, y Chicho fruncía las cejas sombríamente, dando una piteada a su
cigarrillo mientras agitaba el cubilete emocionado.
—¿Para qué? —le preguntamos casi al unísono, levantando la voz.
Martín retrocedió un par de pasos y lanzó un bufido desdeñoso.
Después de esperar un poco, hizo una mueca fea con la boca y sonrió
irónicamente. Y así, sin soltar el vaso, se acercó a la mesa y proclamó lo que
parecía ser el momento cumbre de su vida.
—¿Qué, quieren ser palomillas de ventana toda la vida? Hum, eso sí
que está jodido. Pero si es muy sencillo... Miren, tengo una fiesta en mi casa,
y he cedido toda mi sala porque es el cumpleaños de una amiga del barrio y ella
me ha pedido que lleve a mis amigos. Y nada... Miren, yo traigo las primeras
cervezas, hacemos una chanchita y luego llevamos más a la fiesta. Van a ir
varias chicas y la noche será interesante... Y después, ya cada uno verá...
Observé cómo Poncho, recién llegado de orinar, se subía la
bragueta y cerraba los ojos para darle una última chupada a su cigarrillo. Acto
seguido, dio unos pasos hacia adelante y disparó la colilla, lanzándola con los
dedos. Después, frunciendo las cejas en señal de interrogación, le preguntó a
Martín:
—¿De dónde son las hembritas?
—Son de mi barrio, y ustedes las conocen... La otra vez estuvieron en mi cumpleaños... Y hoy es el cumpleaños de una de ellas... Este huevón no ha escuchado nada...
—¡Ya te conozco, huevonazo! ¡Ver para creer, pendejo! No vaya a ser que al final terminemos bailando con los dos esqueletos.
Sí, teníamos dos esqueletos que, con mucho esfuerzo, habíamos
armado entre todos los muchachos. Eran los esqueletos de dos féminas que ya
descansaban en "paz". Uno de los muchachos estudiaba medicina y con
él, en uno de nuestros encuentros, nos habíamos dirigido a unas tumbas preincas
para desenterrar algunos muertitos. Estas siempre nos acompañaban en todas las
reuniones que teníamos en la casa de Martín, donde se encontraban las
susodichas "calaveras".
Todos vivíamos en el mismo barrio, excepto Martín, porque él vivía
solo, y es por eso que su casa siempre fue nuestro refugio para hacer todo tipo
de experimentos alcohólicos y escuchar música salsera hasta altas horas de la
noche. Nuestras casas estaban a media hora de la suya si tomábamos el
colectivo. Ante la propuesta de Martín, todos respondimos afirmativamente, y
nadie se retiraría hasta que dieran las siete de la noche. Tentados por lo que
vendría, seguimos jugando sin dejar de mirar el reloj hasta que vimos que había
llegado la hora. Sin perder tiempo, nos pusimos de pie y dimos por concluido
nuestro juego de "cachito" para ir a la casa de Martín.
Ya en la calle, hizo su aparición Tino, quien fue reclutado de
inmediato y partió con nosotros. Durante el trayecto, el tema de conversación
eran las chicas. Por eso, le hacíamos todo tipo de preguntas a Martín, pero
este, sin responder, solo se regocijaba con una sonrisa. Hasta que finalmente
llegamos. Eran las ocho de la noche. En su puerta, Martín nos dijo:
—Esperen un minuto, voy a ver si ya están todas; es que antes se
iban a reunir en la casa de una de ellas.
Sacó su llave, abrió la puerta y nos hizo pasar. Sin embargo, él
se quedó parado por unos segundos en el umbral de la puerta. Girando la cabeza,
continuaba mirando la calle, como si por allí vinieran las chicas. Al
percatarse de que no venía nadie, sin previo aviso, desapareció. Sin
detenernos, terminamos por ingresar y acomodarnos de la mejor manera. Su casa
tenía un olor particular y húmedo, envuelto en un vaho de sustancias
balsámicas; algo así como una transpiración secreta debido a una extraña
soledad. La decoración no era muy elegante, por decirlo de alguna manera. En
aquella sala había unas sillas viejas y una banca de madera forrada con una
frazada, doblada y descolorida, que hacía las veces de un sillón. Todas estaban
alineadas contra la pared, con algunas revistas sueltas encima de ellas. Y al
frente de todas estas, un sofá de color marrón, medio cubierto con otra frazada
multicolor, nos miraba con lástima. También en el techo, un foco con alguna
telaraña proporcionaba una luz tenue. Y una radio con una casetera a medio
abrir y un tocadiscos con la tapa abierta y sin bisagras por el uso, como pidiendo
que le diéramos de comer, se posaban sobre una desvencijada mesita de madera
que daba pena.
—¡Miren!
Poncho abrió una caja de cartón de una marca de leche conocida y
sacó una revista, poniéndose a ojearla. Dentro de ella, encontró un sobre con
una carta. Sin perder tiempo, la desdobló y leyó en voz alta: "Querido
Martín: Sé que este dinerito te llega con retraso y has estado esperándolo. El
chico estuvo súper. Mañana conversamos, y a ver qué hacemos. Muchas gracias. De
todos modos, aquí está el dinerito ofrecido. Espero que todo te vaya bien. Con
cariño, Lupe." Todos nosotros nos quedamos pensativos y en silencio
durante unos instantes. Luego, reaccionando, nos preguntamos: "¿Qué mierda
será esto?" Con el paso del tiempo, nos enteraríamos del destino que tuvo
esa breve carta. Sin embargo, eso no es materia de este relato.
Toc, toc, toc. Sonó la puerta. Chicho se puso de pie y miró
interrogativamente a Poncho, pero no dijo nada y fue a abrir. Era Martín con
las amigas que nos había prometido. Inmediatamente él cruzó la sala y se fue a
la cocina, dejándolas agitadas en el umbral de la puerta. En ese instante,
todos nos estremecimos y nos quedamos mudos, interrumpiendo nuestra
conversación. Solo atinábamos a mirarlas con los ojos exaltados y las bocas
desmesuradamente abiertas. Sí, eran cuatro chicas muy agraciadas físicamente,
vestidas con ropa ajustada que las hacía lucir sensuales y coquetas. Nos
saludaron tímidamente, levantando las manos y apurando el paso para llegar a
las bancas y tomar asiento. Debido a su prontitud, no tuvimos la oportunidad de
saludarlas con un beso en las mejillas. Una vez acomodadas, comenzaron a
conversar entre ellas. Nosotros, del otro lado, permanecíamos con una sola
idea: verlas allí, muy cerca y, a la vez, muy lejos. Esto nos mantenía
sumamente inquietos.
—¡Vamos! —nos exhortó Martín—. Pongan música, ¡son muy quedados!
Oye Chicho, ahí están los discos. Pon una buena salsa...
Todos nos volvimos casi al mismo tiempo para mirar a Martín, que
venía con las manos levantadas como si estuviera planeando algo. Finalmente,
nos llevó a Poncho y a mí a la cocina, donde abrió el refrigerador que estaba
repleto de botellas de cerveza.
—¿Tu mamá lo sabe? —preguntó Poncho.
—Claro. Son para vender —contestó Martín mientras cerraba el
refrigerador—. Solo vamos a beber la cerveza que acordamos. Que nadie se haga
el pendejo. Así que, "cáiganse con la chanchita”.
—Esto es todo lo que hemos reunido... Suficiente para una caja y
media... —dije.
Después de agarrar cuatro botellas de cerveza y destaparlas,
salimos y nos detuvimos en la entrada de la cocina, donde nuestros otros amigos
nos esperaban.
—Esa chica de pelo largo está bien culona. ¿Cómo se llama? —dijo
Chicho acercándose a Martín.
Martín hizo como si no lo hubiera oído y le entregó una botella y
un vaso. Chicho lo miró extrañado y comenzó a servirse.
—Chupa tranquilo, "huevón". Sírvete hasta arriba.
Quieres beber como un pollito... ¿La de ojos grandes?... Se llama Sandra.
—Sí, ella... ¿Sandra?... De acuerdo... Después de unos cuantos
vasos me animaré, a ver si tengo suerte. ¿Somos amigos o no?
—Vamos, quiero verte en acción, Chicho. Eres pura palabrería —lo
desafió Martín.
—¿Por qué palabrería? Nada... ¡Vas a ver! ¿Cuál es la prisa?
Déjame que me empile... y luego lanzarme sin importar qué suceda. ¿Crees que te
voy a pedir permiso? Ya te conozco, huevón, por eso no creo que me la
presentes. Además, si no puedo llegar al epicentro, me conformo con el
hipocentro... Y deja de hablar huevadas, pon una salsa de la Fania, porque no
sé manejar esa mierda; está toda destartalada. Si fuera Sabor Sabor, sería de
la ¡puta madre! —farfulló Chicho.
Mientras esperábamos nuestro turno, observábamos de reojo a las
cuatro chiquillas que permanecían sentadas pero inquietas. Después de beber un
vaso de cerveza, Poncho se acercó a ellas moviendo rítmicamente el cuerpo y
juntando mucho los pies. Con una sonrisa irónica, les entregó las dos botellas
y un solo vaso. Yo me quedé de pie en el mismo lugar, explorando la habitación
con la mirada. Aquí, allí y allá, todo seguía igual, aunque un poco más limpio.
En una repisa de madera mal colgada en la pared, había algunos libros ordenados
y otros sueltos, acompañados por un cepillo de dientes en un vaso de vidrio y
unos cuadernos cubiertos de polvo.
Poncho giró, dio unos pasos, ajustó sus lentes y se dirigió hacia
la cocina. Lo seguí adentrándome en el interior, donde la nevera estaba repleta
de botellas de cerveza apiladas. Sin dudarlo, sacó cuatro botellas y me las
pasó una a una. Sin perder tiempo, las destapamos y regresamos a la sala donde
todos estaban reunidos en una esquina formando un círculo con sus cuerpos. En
ese momento, Joel se acercó y me arrebató dos botellas, pero yo seguí adelante
y me coloqué muy cerca de las chicas. La más joven sonrió ininterrumpidamente y
me miró fijamente. Ruborizado y sin poder decir nada, les entregué dos botellas
y me alejé. Era la orden que todos habíamos acordado, queríamos que se
emborracharan para que todo fuera más fácil. Chicho, sonriendo, me miró
complacido. Luego hizo un gesto con los ojos, guiñándolos, y en su boca se
dibujó una mueca de satisfacción. Abrió más la boca para tomar más aire y con
el cuello torcido, comenzó a observar a las chiquillas.
—Están de la ¡puta madre!... —exclamó Chicho con la botella en la
mano y terminando de llenar su vaso.
Todos le dijimos que sí. ¡Qué están como recetadas por un médico! Y
allí, de la nada, Joel se puso a discutir con Tino.
—Si fueras mujer, "huevón", andarías por ahí, con
el vestido hasta las nalgas y sin calzón, para excitar a todos los hombres
—dijo Joel.
Joel lo estaba retando con la más gordita y pechugona. La que
cumplía 18 años ese día.
—Me enfermas, Joel… No soy como Jorge, él es una escoba, barre con
todo y se levantaba a la primera que se le pone enfrente y en reverso…, ja, ja,
ja. No vino el muy "huevón". Lo que se pierde.
—¿Qué? —interrogó Joel.
—Sí. Siempre se emborracha para luego tumbarse en cualquier banca y
dejar que la pendeja le jale la tripa… Ja, ja, ja. Luego, cuando despierta, le
entrega algún presente sin recordar nada. ¿Dónde está la gracia?
—¿Quieres decir qué...?
—No. Solo que siempre se quedaba dormido. Es bien pollazo el muy
gil.
De pronto, parado a unos metros de mis amigos, sentí que alguien
me observaba. Levanté la cabeza y me encontré cara a cara con la chiquilla que
me había lanzado una sensual mirada en el momento en que les dejé las botellas.
Me volví a ruborizar. Ahora estaba sentada frente a mí y me miraba
expresivamente, como si quisiera decirme algo con sus ojos. Al darse cuenta de
que consentía la inspección, torció la boca con una larga sonrisa. Tontamente,
bajé la cabeza quitándole la mirada. Preferí mantenerme inmutable; me parecía
que si yo también sonreía era un signo de debilidad. Por eso, me acerqué a una
silla y me tumbé, cayendo lentamente; ahí permanecí durante no sé cuánto
tiempo, quieto y callado. Cuando reaccioné, me puse en pie y me acerqué a
Martín para decirle muy bajito:
—La blanquiñosa está como uno quiere. A ver si después me la presentas —le dije a Martín.
Martín se enervó y me miró desdeñosamente. Al final soltó una
sonrisa y, dudando, replicó:
—Es Rita, "huevón", y hace rato está que te mira de
reojo. Te ha puesto la mira.
"No de reojo, nada", pensé. Así que, abstrayéndome,
levanté mi vaso y tomé un pequeño sorbo. Después de echarme el segundo sorbo,
sentí que la cerveza estaba muy rica. Así que la llené de nuevo, dejando vacía
la botella.
—Le agarré gusto. Me gustó esta pequeña dosis. Voy por otra. Un
toque —farfullé a Martín.
Entonces, fui a la cocina, abrí la nevera y saqué otra botella.
Martín me siguió y, acercándose, me dijo:
—Saca otra para las chicas, ya se les acabó...
—Van rápido... Me gusta la blanquiñosa, ¡la chiquilla está de puta
madre! —le dije con una sonrisa prolongada.
—Tienes suerte, "huevón", se te ha prendido. ¿No ves
cómo te mira? ¿Te atreverás?
El tabaco me había dejado la boca seca y amarga, por eso necesitaba
más cerveza. Llené mi vaso y de un solo sorbo vacié la mitad. Después fui a la
sala y les entregué dos botellas más. Pero cuando las dejé, sin titubear, me
fui a sentar enfrente de ella. Desde ahí, de vez en cuando, descargaba miradas
furtivas y voraces sobre las nalgas y las tetas de Rita. Por consiguiente, sin
conocer nada de su vida, me vinieron unos deseos tremendos de intimar con ella.
Las horas transcurrían y ya eran las tres de la mañana, pero a
pesar de ello, los presentes bailaban salerosos al ritmo de una salsa bien
movida, excepto Rita y yo. Entonces, la busqué a mi alrededor y no pude
encontrarla.
Entre tanto, sentí ganas de orinar, así que me dirigí al baño e
inmediatamente abrí la puerta e ingresé, cerrándola. Era una habitación doble,
dividida por un estante lleno de artefactos de cocina, toallas descoloridas y
algunas revistas a medio abrir. El retrete estaba escondido en esa división de
madera y tenía una penosa puerta con muchos agujeros que dejaban ver su
interior. Di unos pasos más y me detuve cerca de la segunda puerta, quedándome
absorto al ver a una chica sentada en el retrete, mostrando un culo blanco muy
bien formado. Al observar mejor, me di cuenta de que era Rita. Por suerte, ella
no se percató de mi presencia, por lo que, emocionado, retrocedí hasta la
primera puerta y me quedé ahí, en el interior. Aquella grata observación no
abandonaba mi mente, saltaba en mi cabeza y me llenaba de todos los
pensamientos a la vez. Excitado, me toqué mi pene virginal que se había puesto
erecto, tanto que ya no cabía en mi pantalón. Rápidamente, abrí otro paquete de
cigarrillos, pero me contuve, no me atreví a fumar, ya que me pondría al
descubierto. Quieto y sin hacer ruido, pensé durante unos segundos que al fin
había llegado mi hora.
—Soy un hombre con suerte —me dije a mí mismo—. Puedo darle por el
culo allí mismo, en esa posición.
Así me encontraba, espiando a Rita y dejando que mis pensamientos
revoloteen, cuando fui interrumpido bruscamente por unos golpes en la puerta.
Era Martín, diciendo que quería entrar.
—Espera un momento —le susurré.
—Necesito usar el baño, Charly...
Abrí la puerta lentamente y él, empujándome, entró llevando un
rollo de papel higiénico bajo el brazo.
—¡Ah, mierda...! —exclamé—. Este "huevón" viene a
arruinarlo. Y lo digo literalmente.
—Está ocupado. Es Rita. —le advertí en voz baja.
Me miró perplejo. Salimos ambos sigilosamente sin que Rita se
diera cuenta, cerramos la puerta lentamente y nos detuvimos frente a ella
formando una fila para entrar. Martín, angustiado, juntaba las piernas e hizo
gestos de impaciencia con la boca. Como si la espera fuera interminable, agitó
las manos haciendo un puño y miró su muñeca izquierda en busca de la hora. No
llevaba reloj.
Al cabo de unos minutos, Rita salió y al verme, me miró fugazmente
antes de retirarse sonriendo. Mis ojos la siguieron hasta que dobló la esquina
que la llevaría a la sala y desapareció. Vestía unos pantalones marrones muy
ajustados y una blusa blanca transparente que dejaba entrever su sostén. Se
veía espectacular.
Después de usar el baño y dejar a Martín allí, me atreví y fui a
sentarme a su lado. Al verme, no se sorprendió, simplemente adoptó una actitud
más amigable y cercana conmigo. Ahora la veía completamente hermosa y
sensual...
—¡Hola! ¿Puedo invitarte a un vaso de cerveza? —le pregunté.
—Claro, gracias. ¡Salud! —respondió sonriendo y mirándome
coquetamente.
Le entregué el vaso rozando suavemente su mano. Ella no dejaba de
observarme. Mientras lo hacía, jugaba con sus labios, esbozando una sonrisa
provocativa que me invitaba a besarla. Al beber, hizo otra mueca con la boca,
aún más seductora, que logró excitarme.
—¡Salud, amiga! ¡La música está genial! ¿Quieres bailar? —la
invité.
—Bueno. Si eres lo suficientemente hombre como para invitarme a
bailar, también debes serlo para jugar a las escondidas —dijo, guiñando un ojo
y desafiándome.
No dije nada. "Hum, así que así son las cosas. Permíteme
recuperarme un poco. ¡Ya verás!", me dije a mí mismo.
Comenzamos a bailar, acercando nuestros cuerpos en cada paso, pero
el tiempo pasó demasiado rápido. La música terminó y nos separamos
gradualmente, aún tomados de las manos. Sin embargo, sus ojos seguían mirándome
con una chispa juguetona, y sus miradas llegaban hasta mí como caricias.
Finalmente, logré sentarme lentamente en el sillón y tomar un poco de aire.
"¡Ya estoy enamorado!", exclamé emocionado.
Comprendí que emborracharme era magnífico, ya que superaba mis
instintos y mi forma de ser. Decidí que siempre me emborracharía. Comencé a
disfrutar de todo lo agradablemente vulgar. Ya no pensaba en mi amiga de la
secundaria. La había olvidado por completo en ese espacio de tiempo, en esa
existencia delimitada. Era la primera vez que no existía en este mundo ni en
mis pensamientos. Y eso me agradaba. Me agradaba enormemente. Era mi forma de
vengarme de ella, de serle infiel.
Agitando la cabeza, busqué a Poncho, y al ubicarlo, me acerqué caminando
con gestos de galán insatisfecho.
—¡Salud, Poncho!... ¡Seco y volteado!
Froté el vaso, girándolo con las palmas de mi mano, y tiré el
concho de espuma en un recipiente que estaba en el suelo, a nuestro costado.
—Dime algo. ¿Qué te parece Rita?
—Está muy rica —me respondió. Luego, mirándome con complicidad, me
alertó —: ¡Huevo con ella, Charly!
Mientras ella se cubría la boca, buscando mi mirada como si
quisiera revelarse, yo correspondía insinuándome con una sonrisa disimulada. En
ese preciso instante, vi a Martín acercándose tambaleante, así que levanté mi
vaso en señal de saludo.
—¡Martín!... ¡Salud! ¡La noche es virgen…!
—¿Sí?... ¡Salud!... ¡Te quiero ver, Charly; sé que tú eres todo un
semental!
Se inclinó, alzó una botella de cerveza vacía y luego se alejó
dirigiéndose a la cocina. Volvió al cabo de un rato con otra botella, y se
sentó trastabillando en una de las sillas. No tenía buen aspecto. Se le habían
subido las "chelas" a la cabeza, irreparablemente. Es que este "huevón"
se llenaba el vaso como si fuera gaseosa.
—Tengo que levantarla, hoy es mi noche —le confesé a Martín.
Martín se puso en pie y me miró con desprecio. Dejó la silla y se
dirigió a su dormitorio sin decir palabra. También vi a Rita dirigirse otra vez
al baño.
—Cuando vuelva, pienso levantarla —me dije—. ¡Es ahora o nunca!
Examiné a Martín, di algunos pasos y le alcancé.
—¿Qué? ¿Ya te afectaron los tragos? —le pregunté.
Martín no me escuchó, siguió caminando sin hacer ningún gesto y se
metió en su dormitorio. Los demás muchachos bailaban sin parar. Vi a Joel
bailando con Miriam, la más despachada de todas. Parecía un maestro de baile,
incluso le vi hacerle dos giros consecutivos a su pareja con una alegría
infantil. Fui a la cocina y regresé con más cerveza. Me senté y empecé a beber
solo, esperando a Rita.
—Será mejor ir directamente al grano. Voy a hacer realidad su
reto. Me ha dicho que quiere jugar a las escondidas. ¡Ya veremos...! —Me daba
ánimos.
Me levanté con el vaso y una botella en mis manos y caminé hasta
el dormitorio de Martín. Llegué a la puerta, que estaba medio abierta. Parado
allí, observé el interior. Estaba oscuro, así que encendí la luz. Entonces, vi
a Martín tumbado sobre la cama, con las piernas estiradas y toda su ropa
puesta, incluso sus viejos zapatos negros. Así que saqué la cabeza por fuera de
la habitación y vi que una sombra se distinguía en el corredor. Para apreciar
mejor, abrí más los ojos y me di cuenta de que era Rita quien levantaba una de
sus manos disimuladamente para hacerme una señal. Una vez descubierta, pude
entender lo que pretendía. Entonces, ingresé furtivamente al dormitorio donde
Martín seguía tirado hecho una mierda. Bueno, era obvio que Martín no tenía
estómago para la bebida. Pero ahora, Rita me necesitaba y yo a ella. Así que me
senté junto al dormilón y bebí un trago de cerveza. Tomé un largo sorbo
mientras meditaba. Luego, chasqueé la lengua y busqué en los bolsillos algún
cigarrillo; no tenía ninguno. Empecé a hurgar por las cosas de Martín y logré
encontrar una cajetilla en la mesita que acompañaba a la cama y encendí uno.
No sé cuántos cigarrillos y vasos de cerveza más bebí mientras
esperaba a Rita, pero finalmente oí cómo se abría la puerta y aparecía ella.
Ahí estaba Rita, con su cuerpazo y su pelo lacio y brillantemente negro. Su
cuerpo se movía sobre unas zapatillas marrones y se tambaleaba un poco.
Leonardo Da Vinci no hubiera podido imaginar algo mejor para sus pinturas. Las
frazadas, el estante con sus ollas y libros, la cajetilla de cigarros, la
mesita de noche, la silla, hasta las paredes... Todo parecía que la miraban
mientras ella permanecía quieta y de pie. Solo el "huevón" de Martín,
tirado boca abajo, jodía el ambiente sensual y cachondo.
—¿Cómo te llamas? ¿Eres muy amigo de Martín? —me preguntó
suavemente.
—Me llamo Charly. Sí, soy muy amigo de Martín... Parece que por
fin nos encontramos solos, amiga. Me descubriste... —dije mientras sonreía,
mirándola fijamente.
—Martín está completamente borracho; se pasó de tragos —dijo,
observando a Martín y esbozando una sonrisa burlona.
—Sí, está descansando y soñando con los angelitos —dije con una
risita divertida.
—¿Quieres algo entre tú y yo? —me preguntó directamente, tapándose
la boca y entrecerrando los ojos mientras una enorme sonrisa se formaba en su
rostro; estaba burlándose de mí.
—Claro que sí, pero ¿a dónde llevamos a Martín para que no se
despierte?
Rita se acercó y me dio un corto, pero húmedo beso en la boca.
Sonreí satisfecho. Entusiasmada y acariciándome los cabellos, me respondió:
—Tenemos que llevarlo al otro lado de la sala...
—Tienes razón —susurré.
Nos encogimos de hombros y acto seguido lo cogimos entre los dos,
haciéndolo caminar torpemente. Finalmente, lo depositamos encima de un colchón
que estaba tirado en el patio contiguo, muy cerca del dormitorio. Mientras lo
trasladábamos, podía escuchar la música proveniente de la sala, junto con risas
y gritos que denotaban una gran alegría. Sin más, lo dejamos tendido y
desordenado en el colchón, cubriéndolo con una frazada hasta la cabeza. Con una
sensación de victoria, nos apuramos y entramos rápidamente al dormitorio,
cerrando la puerta sin hacer mucho ruido.
—¡Pequeño cabrón! ¿Te las sabes todas? —me dijo mientras me
agarraba el rostro con cariño y aprovechó para darme otro piquito en los
labios, lo cual me puso la piel de gallina. Para calmar mis nervios, cogí un
cigarrillo y lo encendí. Ella se animó al verme hacer una mueca con la boca
mientras exhalaba el humo lentamente. Aproveché la oportunidad para mirarla
fijamente con los ojos bien abiertos y comenzar a decirle y hacerle cosas que
nunca le había dicho ni hecho a mi amiga de la secundaria, cosas a las que no
me atrevía... Estaba suelto y relajado, ¡me sentía genial! Así que comencé a
lanzarme.
—Estás colorada y eso te ha puesto más guapa... Eres zurda,
¿verdad? Me encantan las zurdas... Toma asiento.
—Es el calor de la noche... y el trajín de cargar a Martín —me
dijo, sonriendo coquetamente—. Está pesado por lo gordo y redondo —añadió.
Rita se sentó en la cama, en el filo. Me sorprendió mucho cuando
lo hizo. Era muy hermosa y de tez clara. Tenía unas pecas sensuales en el lugar
preciso de su rostro. Me hacía sentir bien y podía conversar con ella de manera
suelta y libre. Así, sin inhibiciones, mi cuerpo no temblaba en absoluto;
estaba muy tranquilo, aunque cada vez que me tocaba, mi cuerpo no me hacía
caso, todo se me paraba, incluso el pelo.
—Soy zurda desde que nací... Tú eres universitario, ¿verdad?
—preguntó.
—Sí, Martín y yo somos compañeros de promoción del colegio, al
igual que los que están bailando en la sala. Todos somos universitarios.
—Entonces, ¿tú eres el famoso Charly, ¿no?
—Sí, desde que me bautizaron.
—Martín me ha hablado mucho de ti. ¿Tienes novia?
Ella me tenía agarrado de las manos y me miraba quieta, de manera
provinciana, mientras curvaba los labios y esbozaba una suave y divertida
sonrisa que despertaba ternura y sensualidad en su rostro. Cada vez que ella me
tocaba, mi piel se erizaba como si fuera piel de gallina. No respondí a su
pregunta. Disimulé y le ofrecí un vaso de cerveza. Mi mano ahora temblaba y mi
pene estaba erecto, a punto de explotar. Al observarla mejor, me di cuenta de
que estaba con una chica muy sensual. Era hermosa y muy sensual.
—Aquí tienes, ¡salud! —le dije.
Ella agarró el vaso y dio un pequeño sorbo.
Entonces, miré a Rita con una nueva perspectiva, levanté mi vaso y
comencé a excitarme. Sí, era toda una mujer, llevaba unos pantalones ajustados
que resaltaban ese trasero blanco que había visto por primera vez en el baño.
Tenía caderas amplias y hermosas piernas. Y sus senos, unos pechos firmes,
apuntando al techo, al cielo.
Sin pedir permiso, Rita cruzó sus piernas hermosas y fantásticas,
y el pantalón reveló un manjar apetitoso. Tiré el cigarrillo al suelo y lo
aplasté con fuerza. La miré, sin saber si mirar sus senos, sus piernas o su
rostro claro y bello con las pecas en su lugar.
—Tengo que decirte algo... estás muy provocativa —le dije.
Ella giró ligeramente la cabeza para encender un cigarrillo y
luego volvió a mirarme. La vi aún más sensual con el cigarrillo entre sus
labios.
—¿En serio? ¿Tú lo crees? —contestó.
—Rita, quiero hacerte el amor... —le dije sin dudar.
—¡Vaya, directo...! —exclamó.
—¡Dios mío, impresionante! Es que estás espectacular... ¿Son
naturales? —le pregunté.
—¿Cómo?... Ven, compruébalo tú mismo... —se atrevió a decirme.
—¡Demonios, son espectaculares! ¡Qué hermosos senos tienes!
—respondí astutamente.
Y ahí estaba ella, mirándome con complicidad. No se rio, solo me
devolvió una pequeña sonrisa. Pero al final no pudo evitar preguntarme con tono
burlón:
—¿Estás seguro? A ver si logras que el cielo sea mi límite... Así
que eres universitario. Quién lo hubiera imaginado, siempre te he deseado.
Desde la primera vez que te vi con Martín y tus amigos en su cumpleaños el mes
pasado. No me sacaste a bailar como ahora. Te vi en una esquina de la sala, con
tus amigos bebiendo cerveza sin parar.
Era verdad, me agradaba que se hubiera fijado esa vez en mí, pero
me enfureció, quizás porque era verdad y se estaba burlando de mí. Así que le
quité el cigarrillo de la boca, le di una pitada y lo tiré al suelo; lo pisé.
Tomé otro sorbo de cerveza, la miré y le dije:
—Bueno, entonces a cabalgar... Ya estamos aquí… Así que dejemos de
hablar. Quítate la blusa. Enséñame alguna de tus tetas. Enséñame algo de
carne... Solo eres una chiquilla que habla mucho.
—¡Yo una chiquilla!... ¿Lo parezco? —me dijo y acarició mi mano.
—Puedo partirte en dos, amiga, si me das la oportunidad —. La reté
secamente.
—¿A mí? Siempre hago locuras, aunque esta es la primera vez que
hago esto, pero haces unas preguntas tontas —dijo mientras soltaba una risotada.
—Sí. A ti... Yo bueno… Quiero verte —le dije.
—Lo vas a ver —continuó sin enojarse.
Entonces lo hizo, como si no fuera nada. Descruzó las piernas y se
quitó la blusa y el pantalón. No llevaba nada debajo. Pude ver sus muslos blancos
y generosos, un río amazonas hecho de carne. Había un pequeño lunar cerca del
ombligo, y una selva virgen de pelos enmarañados entre sus piernas. No eran
lacios y brillantes como los de su cabeza, eran negros y crespos, suaves como hierbas
con algunas gotitas de rocío.
—¡Madre de Dios!... ¡Qué buenas tetas tienes…! ¿Qué dicen los
chicos de tus tetas? —exclamé absurdamente.
—¡Hum! Son famosas por eso, ¿verdad? —respondió mientras hacía una
pequeña reverencia al tocarlas con sus manos.
—Sí, qué tonto soy… No debería de sorprenderme —afirmé.
—¿Te gusta lamer? —preguntó con voz arrolladora.
Entonces di el primer paso y casi me estrello contra el borde de
la cama, pero mis ojos rápidamente se acostumbraron a la oscuridad de su
entrepierna y pude dirigir mi lengua en la dirección exacta.
—Creo que nunca volveré a salir de aquí. Me encanta todo,
absolutamente todo de ti. Estás un poco mojada... —dije con la voz apagada por
el fragor de mis impulsos.
—¡Madre mía! Me vuelves loca... Pero sigue —exclamó, esperando que
continuara.
En el ínterin, me quité los pantalones lo más rápido que pude,
aunque mi erección como un obelisco dificultó la rapidez. Una vez logrado, me
coloqué sobre ella y comenzamos a besarnos con una pasión que hasta entonces
desconocía. Nos besábamos sin compasión, sería más preciso decirlo. Después de
varios revolcones, ambos estábamos desnudos. Completamente desnudos,
enredándonos en la cama como amantes que ya se conocían y habían compartido
momentos similares en el pasado.
—¡Oh, madre! —dijo jadeando.
—¡Dios! Estás muy caliente... ¿Alguna vez has dejado que se corran
en tu boca? —le dije, totalmente excitado.
—¡No! —respondió en un tono complaciente.
—¿Qué vas a hacer ahora? —no pude evitar preguntarle.
—Por ti me la trago… —dijo mientras me examinaba y elogiaba la
erección.
—¡Hum! ¡Hum!... ¡Oh!... ¡Oh! —. Yo no dejaba de suspirar y aguantar
un grito mientras estaba tirado boca arriba sobre la cama.
—¿Te gusta?... —susurró abrazada a mis piernas.
—¡Hum!... Me encanta… ¡Oh!... ¡Madre mía!... ¿Nadie te ha dicho
que te pereces a Samantha Fox? —exclamé al tiempo que le hacía la pregunta.
—Algunos… ¿Y eso a qué va? —contestó en tono efusivo.
—No me hagas caso… —le dije con voz zalamera.
—¿Quieres sobarla en mis tetas? —me dijo con impaciencia, pero
sonrojada.
—¿Ahí adentro? —contesté, señalando su pecho— Lo que tú quieras...
¡Qué tetas que tienes...! —agregué.
Se había convertido en una solidaridad plena que yo no lograba
entender debido a mi excitación. Para capturar el momento, se puso en pie y se
lanzó encima de mí.
—Penétrame ahora —me dijo sin contemplación.
—Quédate quieta… Hace tiempo que lo esperaba —le contesté.
—¡Por ahí no! Yo lo voy a meter… ¡Madre!... ¡Ah!... Dios…
¡Madre!... Uuuu… Huuuu!... ¡Oh! Ha, ha… Uuuu… Ah… Oh… ¡Dios!... Oh… Uh… Ah…
—¿Rico?... ¿Qué tal? —le susurré al oído para excitarla más.
—Sigue hablando…, pero no pares, sigue…; bésame las tetas… ¡Dios!
Que me haces llegar… No pares… Sigue… —gemía como desdoblada en dos.
Repentinamente, cuando estábamos en lo mejor, en lo más alto del
cielo o en el propio cielo, sentimos un estruendo, un golpe seco y luego muchos
sonidos desparramándose por todos lados. Una bulla de sartenes, cucharas y
libros que caían al suelo nos sacó de nuestra agradable sensación de cielo, de
limbo.
—Oye, Charly, ¿qué mierda haces? ¡Abre la puerta,
"huevón"!
Chancando, golpeando la puerta del dormitorio, Martín intentaba
ingresar a toda costa y de cualquier manera. Un estante lleno de libros, ollas
y sartenes había cedido por los golpes que le daba a la puerta, y por poco me
revienta la espalda. Yo, en ese momento, estaba encima de Rita.
—¡Puta madre!, es este "huevón" de Martín —pensé.
—Sigue, Charly... Sigue... No le hagas caso —me decía Rita,
mientras me aplastaba las costillas y la espalda con sus dos piernas
entrecruzadas y me hacía mamar sus senos casi hasta el ahogo—. ¡Yo creí que
querías tener una completa fiesta conmigo!
La expresión en mi rostro debía ser de completa perplejidad,
porque mientras ella se movía como una contorsionista, jadeante, me decía:
"No pares, sigue, sigue..." Y aumentaba:
—¡Sigue, mi amor, no te detengas! ¡Está muy rico! ¡No pares! ¡No
pares, "huevón"! ¡"Huevón", ya llego, ya llego...! ¡Estoy
en la cima del tobogán! ¡Quiero caer, déjame caer, amor...!
De modo que decidí participar sin que me importara la bulla que
hacía Martín al tratar de abrir la puerta. Bajé mis dos manos sobre su espalda
hasta llegar a su gran y carnoso culo. Al principio, lo apreté suavemente y
pegué su cuerpo más cerca del mío. Ella hizo lo mismo, pero con más fuerza; no
quería soltarme. Se me había pegado como una lapa. Y yo seguía moviéndome como
una zaranda eléctrica. Con el fin de acomodarse, se subió encima de mí y me
agarró del pelo para dirigir mi cara hacia sus senos. Al lograrlo, no dejaba de
apretarlos, quitándome la respiración. Poco después, sentí que la cama se
derrumbaba, porque hacía unos ruidos chirriantes y descompasados. A los
segundos, dio un grito como de loba en celo y se soltó. Inmediatamente, le
vinieron unas convulsiones que me asustaron, pero luego se quedó quieta y sin
respiración por un instante. La sentí desmayarse. Aproveché entonces para
soltarme, pero no me dejó hacerlo, porque me volvió a agarrar del cuello y
pedía que no me moviera.
—¡Por favor, otro más! ¡Concha... tu madre... no la saques! —me
gritaba con la cabeza agitada—. ¡Está muy rico!... ¡Chúpame las tetas,
chúpalas!... ¡No dejes de tocarme...! Oh, Ah, Oh... Ah... AAAAhhh... OOh... Ah,
Ah, Ah... ¡Dios! Ah, Ah, Ah... Out... ¡Ah!... Ouhsg... —jadeaba eternamente.
Ella, ahora, era la zaranda eléctrica. Yo estaba quieto, pero ella
no paraba de moverse. Nuevamente dio un grito y convulsionó. Vi que sus ojos no
tenían color, eran dos bolas blancas. También sentí mi pene ahogarse, sumergido
en un mar de líquidos vaginales. Hizo otro esfuerzo y logró culminar con una
tercera convulsión. Agotada, me lanzó una cálida sonrisa y se colocó de
espaldas. "Ahora te toca a ti", me dijo. Al ver su abultado y
exuberante culo, quise seguir para culminar, pero había perdido toda la
concentración por culpa del "huevón" de Martín y del estante que al
caer había hecho un ruido de mierda, dejando regados por todos lados los
libros, las ollas y un sartén.
Ella cedió. Estaba cansada.
—No, con este "huevón" jodiendo, no se puede, amiga.
—No te preocupes por él, Martín está borracho. Termina...
—No, Rita. En verdad, es mejor que paremos, tengo que irme.
Le di un beso tierno en los labios, agradeciendo su comprensión.
Ella, tomando mi pene, lo besó con una ternura juvenil, como expresando su
gratitud.
—¡Muy bien! Estuvo bueno para ser tu primera vez, maldito enano,
aunque no has acabado... Es tu primera vez, ¿verdad? —dijo riéndose la
chiquilla del culo de nieve y vellos crespos y negros. Tenía 18 añitos,
cabellos lacios y brillantes, y una sonrisa alegre y angelical.
—Sí —le dije, luego de tocarle las tetas y besarle el culo.
Me vestí rápidamente y esperé a que ella también se vistiera. Al
abrir la puerta, algo se derrumbó encima de mí, pero logré sujetarlo justo a
tiempo; era Martín, quien se había quedado dormido parado, apoyado en el marco
de la puerta. Hice un esfuerzo y lo dejé caer pesadamente en el suelo. Rita
salió lentamente y se fue a sentar en el sillón con una de sus amigas. Quise
dejar a Martín en el suelo por lo idiota que había sido, pero me compadecí y lo
levanté para llevarlo a su cama. Lo tendí quedando desparramado. Apagué la luz
y me retiré, cerrando la puerta tras de mí. Crucé el baño y por el corredor me
dirigí a la sala, donde estaban mis amigos bailando con las otras chicas,
incluyendo la testigo de mi primera vez. Cogí una botella de cerveza y empecé a
vaciarla rápidamente. Todos me miraban, supongo que porque tenía el rostro
desencajado y el cabello revuelto. Me di cuenta de que mi bragueta seguía
abierta y la cerré.
—¡Este cabrón, no come ni deja comer! —les grité a mis amigos.
Las chicas empezaron a reír. Miré fijamente a Rita. Ella,
mirándome, se sonrió y me hizo una señal. Se puso en pie y se acercó.
—¿Podemos bailar, señor universitario?
—¡Por supuesto! Señorita incansable.
Me
cogió fuerte de ambas manos y nos pusimos a bailar. Ella estaba más contenta y
alegre que nunca. Mis amigos se miraban entre sí, y las otras chicas comentaban
en voz baja. Poncho me miró, cruzó los brazos y me hizo un gesto con las cejas.
Le respondí con un gesto. Al compás de la música, me dirigí con Rita al centro
de la sala. Una extraña sensación invadió mi cuerpo. La madrugada se había
aclarado y un suave olor a mar comenzó a impregnar el ambiente. Ahora, era un
lugar agradable lleno de aromas, donde apenas se filtraban los ruidos de la
calle. Solo un tocadiscos permitía disfrutar de una excelente música.
Si
no recuerdo mal, la última canción que bailamos fue una salsa titulada
"Vámonos pa'l monte" de Eddie Palmieri.
Loro