miércoles, 28 de septiembre de 2011

El primer beso de Charly con la flaca

Esta historia sería particularmente difícil de narrar si no existiese Charly. Y es que, llegando al medio siglo de edad, recordar tu primer beso no es fácil, pues sus pequeños detalles se van diluyendo con el tiempo y su importancia va decayendo paulatinamente. Quizá hasta los 15 o 20 añitos el primer beso haya tenido algún significado especial; pero, pasados tantos años, aquel recuerdo se torna algo borroso.
¿Espontáneo? ¿Bonito? ¿Con tu “primer amor”? ¿En un sitio particular? ¿Nervioso? ... Podríamos enumerar muchos detalles pero, al final, si los comparamos con lo que otros refieren, veríamos que luego de tantos años los recuerdos de casi todos los primeros besos son muy similares, pues no existió nada particular o memorable que los diferencie de los demás.
Felizmente existe nuestro amigo Charly. Con él tenemos asegurada una historia singular, única, pintoresca, extraordinaria; muy distinta a la que de seguro habríamos contado cualquiera de nosotros. Intentaré contarla a mi manera, ajustándome lo más posible a lo oído de boca de Charly.
Sería la primavera del año ochenta y tantos. Ese día, a las seis de la tarde Charly tenía programado un examen de Matemática IV en la UNI. Coincidentemente, esa misma tarde, Estrella lo había invitado a una parrillada organizada por su promoción de estudios en la Ciudad Universitaria de la UNMSM. Templadazo como estaba, no pudo negarse.
La parrillada estaba programada para la una de la tarde, en un pequeño bosque ubicado en los aledaños del pabellón de Economía. Charly calculó su tiempo y al vuelo determinó que podría llegar a la parrillada a las dos de la tarde, acompañar a Estrella hasta las cinco y de allí salir disparado hasta la UNI, para llegar puntual a rendir su examen.
Mientras caminaba con dirección a la Universidad de San Marcos, Charly se sonrojó al recordar la última discusión que tuvo con sus amigos, ocurrida unos días antes, en que aprovechando el tiempo libre que nos dejaba la universidad, compartimos unas cervecitas con Joel. En aquellos tiempos Charly toleraba poco el alcohol, por lo que se embriagó con rapidez y no tardó en quedarse dormido. De pronto, sin mediar motivo aparente, Charly levantó la cabeza, miró fijamente a Joel y comenzó a increparle con voz apenas inteligible:
—Oye Joel… ¿tú crees que soy cojudo no?
Joel y yo nos miramos sin comprender qué ocurría. Charly continuó:
—Eres un pendejo Joel… ¿crees que soy cojudo no? … responde ¡pendejo! … ¿crees que soy cojudo no?
—Qué pasa Charly —intenté mediar.
—Mira Poncho, este pendejo de Joel me quiere quitar a la flaca ¿Cree que soy cojudo o qué?... ¡pendejo!
—Creo que has tomado mucho Charly…
—No jodas Poncho. Ya van dos veces que voy al paradero a esperar a la flaca y lo encuentro al pendejo de Joel, que me quiere atrasar con ella ¿Cree que soy cojudo o qué? Seguro que también está templado de Estrella… ¡Pendejo!
Era una faceta de Charly que nunca había conocido hasta ese momento. Charly con expresión de indio raco, celoso, sumamente celoso… y sin razón. En vano Joel intentó explicarle que se trataba de un encuentro casual, que la flaca no le gustaba para nada, que jamás traicionaría a un amigo y etc, etc. Felizmente que la discusión terminó allí nomás, pero la anécdota quedó y persiste. Después, y aún ahora, solemos joderlo por su súbito arranque de celos y nos desternillamos de risa todos, especialmente Charly, quien astutamente insiste en no recordar el episodio.
Ya me desvié del tema. Prosigamos.
Mientras se acercaba a su cita, Charly pensaba y repensaba en Estrella, el único y gran amor de toda su corta vida. Ya hacía varios años, desde el cuarto de secundaria, que nuestro buen Charly quedó prendado de la flaca.
—¡Cuantos años templado! —comenzó a rememorar Charly.
—¿Cuántos años? —se preguntó en voz alta —A ver, de 1976 a 1982 son siete años. Pero hay que descontar el año 1978, que lo dedicamos por completo a prepararnos para postular a la universidad. No hubo tiempo para el amor, pues durante ese añito en la Academia tuvimos que aprender más de lo que habían intentado enseñarnos en cinco añotes de secundaria. Entonces…
—¡Seis años enamorado! … ¡casi el 25% de toda su vida!
Miró su reloj. Faltaban diez minutos para las dos de la tarde. Apuró el paso. Volvió a recordar un día de abril del año 79 en que, recién cachimbo, se encontró “casualmente” con Estrella después de mucho tiempo. Claro, “casualmente” —pensó, mientras que en el rostro se le dibujaba una gran sonrisa. Y nuevamente pensó en todas las ocasiones en que “casualmente” se reencontró con ella. Al fin y al cabo era el destino… ¡Cómo actúa el destino cuando le das una “ayudita”!
Ya habían salido juntos en varias ocasiones y parecía que Estrella le correspondía. Era tiempo de declararle su amor. Lo intentó en varias oportunidades, pero en todas ellas se le encogieron las boloñas y prefirió dejarlo para “la próxima cita” y así no arriesgarse a escuchar un no por respuesta. Tal vez ahora se decidiría a declararle su amor… tal vez si las condiciones eran propicias… tal vez.
Por fin llegó al lugar del encuentro. La parrillada ya había comenzado pero aún eran pocos los asistentes. Estrella se encontraba de pie, colaborando con los quehaceres de la parrilla.
Se acercó, la saludó e intercambiaron un par de frases. Como Estrella permanecía en su sitio ayudando junto a la brasa, Charly pidió que le sirvieran su parrilla y compró un par de cervecitas para animar el ambiente.
Caballerosamente, destapó su chela y, llenando el vaso hasta la mitad, se lo ofreció:
—¡Salud Estrella!
—Lo siento Charly, pero no acostumbro tomar.
—No hay problema —contestó Charly, mientras intentaba sonreír.
Trágame tierra —pensó Charly—. Cogió su vaso y sus botellas, y se fue acongojado, triste, melancólico, meditabundo, taciturno y cabizbajo hacia un costado del bosque, en donde comenzó a devorar su parrillada y a brindar consigo mismo.
Mientras lo hacía, observó que llegaba un numeroso grupo de alumnos. Todos pertenecían a la promoción de Estrella. De pronto, notó que alguno de ellos le ofrecía un vasito de cerveza a Estrella. ¡Pobre cojudo! … ¡la flaca lo va a arrochar! —pensó Charly, pero, para su sorpresa, Estrella recibió el vaso muy animada y comenzó a apurar su contenido
Puta madre, ahora sí trágame tierra —Pensó Charly, mientras mordía rabiosamente su porción de parrillada, pensando en acabarla de inmediato para largarse de allí lo antes posible.
No pudo evitar seguir mirando a Estrella, que continuaba brindando con sus demás amigos ¿Por qué actuaba así? —se preguntó Charly —¿Por qué a veces la sentía tan próxima y otras tan distante? ¿Es que acaso no se daba cuenta de su amor?
Y nuevamente mil recuerdos pasaron por su mente. Recordó su primera cita fallida, en que él la dejo plantada por acudir a una boda y sobrepasarse con los tragos. Luego sus negativas a salir y él insistiendo tercamente, gastando sus pocos fondos en comprar fichas “rin” para llamarla por teléfono. Hasta llegó al extremo de recurrir a Chicho, un amigo mutuo, a quien se vio obligado a utilizar como Celestina, para conseguir hablar personalmente con Estrella ¿Es que después de tanta insistencia ella no se daba cuenta de lo mucho que le interesaba?
Estaba por terminar su parrillada cuando la vio venir. Estrella se aproximaba a él, al mismo tiempo que le hacía una seña pidiéndole que se acercara.
Charly abandonó de inmediato lo que quedaba de sus cervezas y partió presto a su encuentro. Mientras se le acercaba, advirtió que Estrella venía con paso tambaleante y pudo observar su expresión que lucía algo desencajada.
—Charly me siento mal, creo que las cervezas me han caído mal ¿Puedes acompañarme un rato por favor? —la escucho hablar, con voz farfullante.
Charly la observó con detenimiento: estaba sonrojada, con la mirada algo extraviada y una mueca que parecía ser una sonrisa —¡Estrella se había emborrachado con sus amigos!… ¡pero a él no le había recibido ni un puto vaso de cerveza!
—Charly, tengo náuseas… creo que voy a vomitar
Charly, conspicuo sobreviviente de mil borracheras, ya conocía toda esa jarana, así que le sugirió irse a algún baño para que desalojara el estómago.
—No hay tiempo Charly… creo que no llegaré.
Charly calculó a qué distancia se encontraba el baño más próximo y se dio cuenta de que, efectivamente, no podrían llegar a tiempo.
—Vamos por aquí —le sugirió, tomándola suavemente de una mano, mientras la guiaba hacia unos árboles apartados.
Tras superar varios tropezones llegaron a un árbol muy alto, ubicado lejos de las miradas extrañas ¡Justo a tiempo! Estrella ya comenzaba a presentar las arcadas que preceden al vómito.
—Charly… detenme esto —pidió Estrella, al mismo tiempo que se sacaba los anteojos y se los entregaba.
Charly los guardó en uno de sus bolsillos, sin saber qué más hacer. Carajo —pensó —, que situación para embarazosa. Levantó la vista y la ayudó a apoyarse en el árbol, mientras que se inclinaba para expulsar el vómito.
Estrella permaneció en aquella posición durante varios minutos, hasta que terminó de vomitar. Entonces, dejó de apoyarse en el árbol y extrajo un pañuelo de uno de sus bolsillos, con el que se limpió el rostro. Tras unos instantes, se irguió, volteando en dirección adonde Charly permanecía inmóvil, con el pantalón salpicado por el vómito, intentando vencer la natural repugnancia que lo invadía.
La vio acercarse. Ella ahora lucía pálida, sudorosa y despeinada, y emitía un aliento con olor a mezcla de cerveza con parrillada. No supo qué hacer ni qué decir. Tan solo se limitó a entregarle sus anteojos, mientras la miraba indeciso.
Estrella recibió su gafas, se las acomodó lo mejor que pudo, y antes de que Charly pudiera reaccionar, se acercó a él sin decir una palabra, y lo beso en los labios.
Fue un pequeño piquito, sólo un rozón, una caricia fugaz que difícilmente podría se catalogada como beso, pero beso al fin y al cabo.
Y cogió a Charly completamente por sorpresa. Además del sabor y del olor parrillada, a bilis, a ácido y alcohol, otras mil sensaciones lo invadieron. Pensó que por fin había llegado el momento propicio para expresarle su amor, para decirle cuanto la quería, cuánto anhelaba que este instante se repitiera infinitas veces, de declamarle su amor tal y como lo había ensayado tantas veces. Pensó en abrazarla y que los besos continuaran. Pero no… otra vez se le encogieron las boloñas y no supo qué hacer ni qué decir.
—¿Ya te sientes mejor? —se escuchó a sí mismo.
Ella asintió, sin decir nada.
—Será mejor que te acompañe a tu casa.
Se dirigieron hacia la casa de Estrella en silencio. Recién anochecía, pero ya era muy tarde para acudir a su examen en la UNI. Prefirió no mencionarlo… total, siempre podría recurrir al examen sustitutorio.



Anonimus.

martes, 27 de septiembre de 2011

Mi primera vez

Martín distraía parte de su tiempo coleccionando revistas para adultos, ¡y qué revistas! Eran unas cosas, digamos, que aceleraban nuestros cuerpos y provocaba en nuestras mentes una sensación muy distinta a lo puramente visual. También tenía cierta obsesión por la papiroflexia y estaba seguro de que era el mejor. Por aquellos días, nos invitaba condescendientemente a su casa para que lo viéramos crear difíciles modelos. En el entrevero que originaban sus fabricaciones, aprovechaba para decirnos que solo eran los más simples del mundo, y que también deseaba ganar el concurso cueste lo que cueste.

Entonces nos quedábamos allí, despachándonos alcohol, fumando cigarrillos y escuchando música salsera hasta muy tarde. Era una manera simple de ayudarlo solo con nuestra presencia; ninguno de nosotros estaba provisto de este venerable arte del plegado de papeles. Al mismo tiempo, nos compartía su afición por Allan Poe, a quien frecuentaba y de quien nos decía, con cierto grado de superioridad, que lo había releído; y era cierto, porque los tenía allí, en su biblioteca, y porque eran los únicos capaces de acompañarlo en su soledad y de llevarlo a solitarias mansiones donde vivían personajes laberínticos e impensados.

Y todo esto era comprensible que sucediera, por el simple hecho de que nunca lo habíamos visto metido en política ni en busca de casorio, de ninfas, de Helenas, ni regalando caramelos por si las dudas. Lo tenía todo bien claro.

"Al fin y al cabo, es un problema que ellos mismos se buscan para perder la libertad", decía confiadamente.

Hasta que un día, por esas circunstancias de la vida, tubo el descuido de tomar partido por una agrupación política y cortejar a un par de mujeres de armas tomar. Hay varias hipótesis de lo que luego le sucedió. Cuenta una de estas que su partido, después de ganar las elecciones presidenciales, le dio todo su apoyo convirtiéndolo en Gobernador de su distrito y proporcionándole una secretaria en la oficina política que le asignaron. Entonces pudo ver en el espejo que colgaba en una de sus paredes que él era un comechado más. El experimento le pareció interesante; sin embargo, en vez de caer en cuenta y dedicar su tiempo en beneficio de los pobres y desarrollar proyectos prometidos, Martín se desdobló, explayándose y cambiando bruscamente su manera de ser.

Fue allí, que puso en marcha los motores y se convirtió en una feliz cucaracha. Así inició su primera partida de obstáculos, seduciendo primero a la presidenta del partido para luego elevarla hasta el cielo en la cama de su papá. Después hizo lo mismo con su secretaria, enseñándole igualmente lo caliente que puede ser el amor, llevándola varias veces a hoteles de cinco estrellas que siempre estaban muy lejos de su barrio, para poder estar a solas con ella, despistar al enemigo y campeonar.

Pero lo que nunca esperó fue ver que la primera lo tendría cogido de los huevos, mientras que la otra, como un volcán subterráneo, lo dejaría con los porongos vacíos. A pesar de eso, este proyecto de donjuán, la pasaba muy bien, y en esto estuvo un regular de tiempo, hasta que llegó el día del ampay y el descomunal infierno para el saltimbanqui Martín. El pobre acabó, por causa de una reverenda catana, promovida por una de ellas, con la cabeza rapada y los huesos hechos añicos.

Por eso, días después de este inefable cargamontón, lo vimos tirado en su cama y vendado como una momia, así, tan primitivo que nos dio vergüenza ajena… Luego de recibir este café bien pasado, que equivalía a aceptar su derrota moral, desapareció por un buen tiempo. En esta suerte que le daba el Gran Jefe, supusimos que nuestro amigo, el chercheroso, estaba abochornado por este hecho histórico acontecido en su vida. Aunque, por sus antecedentes, lo tomamos con pinzas y muchas dudas.

Hasta que apareció, como salido del Olimpo, con ínfulas de cacique de barrio, algo así como si fuera el dueño y señor del gallinero. Nos preguntamos entonces que le había sucedido, porque, a pesar de esto, su carácter no nos era extraño. Era el mismo, pero más erguido, más recorrido, acaso más viejo y por eso distanciado de nosotros, que seguíamos en la adolescencia. Al final entendimos que él tenía algo a su favor: era un conchudo de mierda. Por lo que, rápidamente se repuso y continuó como siempre metiéndose con vehemencia en discusiones sobre algún tema de faldas, de política o del momento. Velozmente tomaba el camino y las amoldaba y le sacaba punta a las cosas que decía. Sin duda, nunca le faltaron argumentos.

En contraste con la vida que llevaba Martín, nosotros nos sentíamos solos y frustrados por no obtener ningún plan con alguna hembrita que nos hiciera girar la tapa y obtener un cambio de aceite. Se decía a voces, aunque no se había comprobado, que él, de manera furtiva y discreta, estaba rodeado de mujeres alegres y liberales, por no decir casquivanas. Claro está que sus amigos, por misios, no estaban incluidos en su cronograma. Debido a esta sospechosa verdad, dudábamos de que alguna vez, compadeciéndose de nosotros, nos presentaría a algunas de su gallinero. Por eso le decíamos que diosito, a las largas, castiga a los traidores.

Tontamente, así funcionaban las cosas. Éramos pura fantasía y surrealismo. Vivíamos de utopías absurdas y distanciados de la realidad. En pocas palabras, tristes caídos del palto, simples exégetas de lo absurdo, y primitivos por culpa de las cuestiones universitarias. Para colmo, yo estaba templado de una amiga de nuestra promoción del colegio, la que ni bola me daba, una flaquita de apariencia recatada, tez clara, ojos marrones detrás de unos anteojos, de lacia, larga y negra cabellera. Creo que por todas estas razones nos buscábamos para ir a la casa de Martín, aunque siempre con la intención de convencerlo y hacer todo tipo de locura o disparate, pero al final, solo llegábamos a lo justo y necesario, a lo impetuosamente correcto.

Recuerdo que la última vez que nos reunimos fue el día de su onomástico. Como siempre, esa noche la pasamos acompañados de algunas botellas de cerveza, fumando cigarrillos y contándonos anécdotas diversas, algunas de las cuales nos habían sucedido en el colegio. Cuando Martín no terminaba de hablar y todavía estaba entretenido contándonos sobre un choque y fuga que tuvo un día antes con una dama mayor que él, fue la llegada intempestiva de unas chiquillas la que rompió su charla. Él las había invitado sin habernos dicho nada, nos las negó con su silencio, tampoco se le había olvidado. Así, cuando aparecieron, nos quedamos sorprendidos al contemplar el nuevo escenario que se nos presentaba con su presencia. Para empeorar las cosas, Martín nos las presentó de mala gana, pero a ellas no pareció importarles. De vez en cuando nos lanzaban miradas seductoras con sus ojos bien abiertos, haciendo gestos sensuales y ofreciéndose a bailar con nosotros. Esto generó una alteración en el ambiente y la noche se adentró en un laberinto que superaba nuestras expectativas...

A fuerza de apiadarnos, tengo que decir que Martín tenía otro talento: siempre gustaba pronunciar discursos en cumpleaños, bodas, velorios y en todas las reuniones a las que éramos invitados y pocas veces aprovechados. Agazapado entre nosotros, esperaba la oportunidad para saltar al ruedo. Lo mismo le daba si estaba borracho o sobrio. Aunque, cuando estaba afiebrado por los tragos, le daba por quitar el micrófono y soltar un discurso sin interrupción, tan abundante como sus lecturas filosóficas. Sus discursos eran exageradamente retóricos, que a veces, sobre todo en sus cumpleaños, había que recurrir a un corte momentáneo del fluido eléctrico. Pero eso nunca ameritó culpa alguna. Lo que sí lo ameritaba era que siempre se presentaba chúcaro y receloso de las mujeres que lo rodeaban. Por ejemplo, aquella misma noche, después de la llegada de las chiquillas, le puso cara de palo a Poncho cuando, jacarandoso, este quiso bailar más de una pieza con una de ellas. Igual comportamiento tuvo con los otros tres. A tal punto que poco faltó para que le pidieran permiso. Yo, por eso, blandiendo el vaso, furtivamente las miraba desde un rincón. Ahí permanecía acompañado de los otros tres, con quienes conversaba amenamente. Pero cuando di media vuelta a mi cabeza y miré por encima de mis hombros, me di cuenta de que una de ellas me observaba detenidamente. Sin embargo, traté de no hacerle caso. Así que seguí bebiendo y riéndome por culpa de nuestra amena y tonta conversación. Y también porque era el cumpleaños de Martín y no quería contradecirlo. Por eso, al final, no nos quedó otra que solo tratarlas con un exagerado respeto. No voy a mentir, pero así se nos fue la noche, como todas las que pasábamos con Martín, porque nunca soltaba prenda... Hasta ahí con el preámbulo.

Recuerdo perfectamente el día que les voy a narrar. Él estaba de pie y giraba el rostro alrededor de nosotros con un inusual buen ánimo, aunque en sus gestos se apreciaba una expresión de sorpresa disimulada. Quieto, mordiéndose el labio inferior, nos miraba de vez en cuando sin pronunciar palabras. Parecía una tumba andante. Pero como ya les dije, Martín estaba involucrado seriamente con unas mujeres muy atractivas. Y sabía cómo manejarlo bien, por eso, como si nada, se paseaba y se divertía sin hacer comentarios de ningún tipo, aunque creo que siempre quiso decirnos algo al respecto, pero no se atrevió.

Hasta que su conciencia y nuestra buena amistad lograron hacer que se traicionara a sí mismo.

Ese día, cuando me volví y lo miré interrogativamente, se dio cuenta y abandonó su inmovilidad, luego, con pasos cortos, se paseó disimuladamente alrededor de nosotros. Abrió los ojos aún más y como si sus fantasmas le dieran una última oportunidad, se detuvo, observando a cada uno de los presentes, y lo hizo durante un breve momento. Entonces, como si ya no pensara más y quisiera liberar la pesada carga que llevaba dentro, esa traición a sus amigos, ese no compartir lo que él poseía, carraspeó con la mano cerrada y pegada a su boca, y se atrevió. Nos dijo:

—¿No se aburren jugando como tontos? ¿Por qué no vamos más tarde a mi casa? Mañana es sábado...

En ese momento del mediodía, el sol estaba en todo su esplendor, y debido a él, nos envolvía un bochorno sofocante que dificultaba nuestra respiración. Nos acompañaban dos botellas de cerveza bien heladas en el centro de la mesa junto a un vaso que, a medio llenar, pasaba de turno en turno y era lanzado a nuestras fauces con gran satisfacción. Allí estábamos, jugando con un cubilete, sentados alrededor de la mesa en la casa de Poncho. Yo me recostaba, apoyado en la silla, inhalando y exhalando el humo de un cigarrillo, mientras Joel, con la cabeza baja, permanecía pensativo, tamborileando su rodilla izquierda, y Chicho fruncía las cejas sombríamente, dando una piteada a su cigarrillo mientras agitaba el cubilete emocionado.

—¿Para qué? —le preguntamos casi al unísono, levantando la voz.

Martín retrocedió un par de pasos y lanzó un bufido desdeñoso. Después de esperar un poco, hizo una mueca fea con la boca y sonrió irónicamente. Y así, sin soltar el vaso, se acercó a la mesa y proclamó lo que parecía ser el momento cumbre de su vida.

—¿Qué, quieren ser palomillas de ventana toda la vida? Hum, eso sí que está jodido. Pero si es muy sencillo... Miren, tengo una fiesta en mi casa, y he cedido toda mi sala porque es el cumpleaños de una amiga del barrio y ella me ha pedido que lleve a mis amigos. Y nada... Miren, yo traigo las primeras cervezas, hacemos una chanchita y luego llevamos más a la fiesta. Van a ir varias chicas y la noche será interesante... Y después, ya cada uno verá...

Observé cómo Poncho, recién llegado de orinar, se subía la bragueta y cerraba los ojos para darle una última chupada a su cigarrillo. Acto seguido, dio unos pasos hacia adelante y disparó la colilla, lanzándola con los dedos. Después, frunciendo las cejas en señal de interrogación, le preguntó a Martín:

—¿De dónde son las hembritas?

—Son de mi barrio, y ustedes las conocen... La otra vez estuvieron en mi cumpleaños... Y hoy es el cumpleaños de una de ellas... Este huevón no ha escuchado nada... 

—¡Ya te conozco, huevonazo! ¡Ver para creer, pendejo! No vaya a ser que al final terminemos bailando con los dos esqueletos. 

Sí, teníamos dos esqueletos que, con mucho esfuerzo, habíamos armado entre todos los muchachos. Eran los esqueletos de dos féminas que ya descansaban en "paz". Uno de los muchachos estudiaba medicina y con él, en uno de nuestros encuentros, nos habíamos dirigido a unas tumbas preincas para desenterrar algunos muertitos. Estas siempre nos acompañaban en todas las reuniones que teníamos en la casa de Martín, donde se encontraban las susodichas "calaveras".

Todos vivíamos en el mismo barrio, excepto Martín, porque él vivía solo, y es por eso que su casa siempre fue nuestro refugio para hacer todo tipo de experimentos alcohólicos y escuchar música salsera hasta altas horas de la noche. Nuestras casas estaban a media hora de la suya si tomábamos el colectivo. Ante la propuesta de Martín, todos respondimos afirmativamente, y nadie se retiraría hasta que dieran las siete de la noche. Tentados por lo que vendría, seguimos jugando sin dejar de mirar el reloj hasta que vimos que había llegado la hora. Sin perder tiempo, nos pusimos de pie y dimos por concluido nuestro juego de "cachito" para ir a la casa de Martín.

Ya en la calle, hizo su aparición Tino, quien fue reclutado de inmediato y partió con nosotros. Durante el trayecto, el tema de conversación eran las chicas. Por eso, le hacíamos todo tipo de preguntas a Martín, pero este, sin responder, solo se regocijaba con una sonrisa. Hasta que finalmente llegamos. Eran las ocho de la noche. En su puerta, Martín nos dijo:

—Esperen un minuto, voy a ver si ya están todas; es que antes se iban a reunir en la casa de una de ellas.

Sacó su llave, abrió la puerta y nos hizo pasar. Sin embargo, él se quedó parado por unos segundos en el umbral de la puerta. Girando la cabeza, continuaba mirando la calle, como si por allí vinieran las chicas. Al percatarse de que no venía nadie, sin previo aviso, desapareció. Sin detenernos, terminamos por ingresar y acomodarnos de la mejor manera. Su casa tenía un olor particular y húmedo, envuelto en un vaho de sustancias balsámicas; algo así como una transpiración secreta debido a una extraña soledad. La decoración no era muy elegante, por decirlo de alguna manera. En aquella sala había unas sillas viejas y una banca de madera forrada con una frazada, doblada y descolorida, que hacía las veces de un sillón. Todas estaban alineadas contra la pared, con algunas revistas sueltas encima de ellas. Y al frente de todas estas, un sofá de color marrón, medio cubierto con otra frazada multicolor, nos miraba con lástima. También en el techo, un foco con alguna telaraña proporcionaba una luz tenue. Y una radio con una casetera a medio abrir y un tocadiscos con la tapa abierta y sin bisagras por el uso, como pidiendo que le diéramos de comer, se posaban sobre una desvencijada mesita de madera que daba pena.

—¡Miren!

Poncho abrió una caja de cartón de una marca de leche conocida y sacó una revista, poniéndose a ojearla. Dentro de ella, encontró un sobre con una carta. Sin perder tiempo, la desdobló y leyó en voz alta: "Querido Martín: Sé que este dinerito te llega con retraso y has estado esperándolo. El chico estuvo súper. Mañana conversamos, y a ver qué hacemos. Muchas gracias. De todos modos, aquí está el dinerito ofrecido. Espero que todo te vaya bien. Con cariño, Lupe." Todos nosotros nos quedamos pensativos y en silencio durante unos instantes. Luego, reaccionando, nos preguntamos: "¿Qué mierda será esto?" Con el paso del tiempo, nos enteraríamos del destino que tuvo esa breve carta. Sin embargo, eso no es materia de este relato.

Toc, toc, toc. Sonó la puerta. Chicho se puso de pie y miró interrogativamente a Poncho, pero no dijo nada y fue a abrir. Era Martín con las amigas que nos había prometido. Inmediatamente él cruzó la sala y se fue a la cocina, dejándolas agitadas en el umbral de la puerta. En ese instante, todos nos estremecimos y nos quedamos mudos, interrumpiendo nuestra conversación. Solo atinábamos a mirarlas con los ojos exaltados y las bocas desmesuradamente abiertas. Sí, eran cuatro chicas muy agraciadas físicamente, vestidas con ropa ajustada que las hacía lucir sensuales y coquetas. Nos saludaron tímidamente, levantando las manos y apurando el paso para llegar a las bancas y tomar asiento. Debido a su prontitud, no tuvimos la oportunidad de saludarlas con un beso en las mejillas. Una vez acomodadas, comenzaron a conversar entre ellas. Nosotros, del otro lado, permanecíamos con una sola idea: verlas allí, muy cerca y, a la vez, muy lejos. Esto nos mantenía sumamente inquietos.

—¡Vamos! —nos exhortó Martín—. Pongan música, ¡son muy quedados! Oye Chicho, ahí están los discos. Pon una buena salsa...

Todos nos volvimos casi al mismo tiempo para mirar a Martín, que venía con las manos levantadas como si estuviera planeando algo. Finalmente, nos llevó a Poncho y a mí a la cocina, donde abrió el refrigerador que estaba repleto de botellas de cerveza.

—¿Tu mamá lo sabe? —preguntó Poncho.

—Claro. Son para vender —contestó Martín mientras cerraba el refrigerador—. Solo vamos a beber la cerveza que acordamos. Que nadie se haga el pendejo. Así que, "cáiganse con la chanchita”.

—Esto es todo lo que hemos reunido... Suficiente para una caja y media... —dije.

Después de agarrar cuatro botellas de cerveza y destaparlas, salimos y nos detuvimos en la entrada de la cocina, donde nuestros otros amigos nos esperaban.

—Esa chica de pelo largo está bien culona. ¿Cómo se llama? —dijo Chicho acercándose a Martín.

Martín hizo como si no lo hubiera oído y le entregó una botella y un vaso. Chicho lo miró extrañado y comenzó a servirse.

—Chupa tranquilo, "huevón". Sírvete hasta arriba. Quieres beber como un pollito... ¿La de ojos grandes?... Se llama Sandra.

—Sí, ella... ¿Sandra?... De acuerdo... Después de unos cuantos vasos me animaré, a ver si tengo suerte. ¿Somos amigos o no?

—Vamos, quiero verte en acción, Chicho. Eres pura palabrería —lo desafió Martín.

—¿Por qué palabrería? Nada... ¡Vas a ver! ¿Cuál es la prisa? Déjame que me empile... y luego lanzarme sin importar qué suceda. ¿Crees que te voy a pedir permiso? Ya te conozco, huevón, por eso no creo que me la presentes. Además, si no puedo llegar al epicentro, me conformo con el hipocentro... Y deja de hablar huevadas, pon una salsa de la Fania, porque no sé manejar esa mierda; está toda destartalada. Si fuera Sabor Sabor, sería de la ¡puta madre! —farfulló Chicho.

Mientras esperábamos nuestro turno, observábamos de reojo a las cuatro chiquillas que permanecían sentadas pero inquietas. Después de beber un vaso de cerveza, Poncho se acercó a ellas moviendo rítmicamente el cuerpo y juntando mucho los pies. Con una sonrisa irónica, les entregó las dos botellas y un solo vaso. Yo me quedé de pie en el mismo lugar, explorando la habitación con la mirada. Aquí, allí y allá, todo seguía igual, aunque un poco más limpio. En una repisa de madera mal colgada en la pared, había algunos libros ordenados y otros sueltos, acompañados por un cepillo de dientes en un vaso de vidrio y unos cuadernos cubiertos de polvo.

Poncho giró, dio unos pasos, ajustó sus lentes y se dirigió hacia la cocina. Lo seguí adentrándome en el interior, donde la nevera estaba repleta de botellas de cerveza apiladas. Sin dudarlo, sacó cuatro botellas y me las pasó una a una. Sin perder tiempo, las destapamos y regresamos a la sala donde todos estaban reunidos en una esquina formando un círculo con sus cuerpos. En ese momento, Joel se acercó y me arrebató dos botellas, pero yo seguí adelante y me coloqué muy cerca de las chicas. La más joven sonrió ininterrumpidamente y me miró fijamente. Ruborizado y sin poder decir nada, les entregué dos botellas y me alejé. Era la orden que todos habíamos acordado, queríamos que se emborracharan para que todo fuera más fácil. Chicho, sonriendo, me miró complacido. Luego hizo un gesto con los ojos, guiñándolos, y en su boca se dibujó una mueca de satisfacción. Abrió más la boca para tomar más aire y con el cuello torcido, comenzó a observar a las chiquillas.

—Están de la ¡puta madre!... —exclamó Chicho con la botella en la mano y terminando de llenar su vaso.

Todos le dijimos que sí. ¡Qué están como recetadas por un médico! Y allí, de la nada, Joel se puso a discutir con Tino. 

—Si fueras mujer, "huevón", andarías por ahí, con el vestido hasta las nalgas y sin calzón, para excitar a todos los hombres —dijo Joel. 

Joel lo estaba retando con la más gordita y pechugona. La que cumplía 18 años ese día.

—Me enfermas, Joel… No soy como Jorge, él es una escoba, barre con todo y se levantaba a la primera que se le pone enfrente y en reverso…, ja, ja, ja. No vino el muy "huevón". Lo que se pierde.

—¿Qué? —interrogó Joel. 

—Sí. Siempre se emborracha para luego tumbarse en cualquier banca y dejar que la pendeja le jale la tripa… Ja, ja, ja. Luego, cuando despierta, le entrega algún presente sin recordar nada. ¿Dónde está la gracia?

—¿Quieres decir qué...?

—No. Solo que siempre se quedaba dormido. Es bien pollazo el muy gil.

De pronto, parado a unos metros de mis amigos, sentí que alguien me observaba. Levanté la cabeza y me encontré cara a cara con la chiquilla que me había lanzado una sensual mirada en el momento en que les dejé las botellas. Me volví a ruborizar. Ahora estaba sentada frente a mí y me miraba expresivamente, como si quisiera decirme algo con sus ojos. Al darse cuenta de que consentía la inspección, torció la boca con una larga sonrisa. Tontamente, bajé la cabeza quitándole la mirada. Preferí mantenerme inmutable; me parecía que si yo también sonreía era un signo de debilidad. Por eso, me acerqué a una silla y me tumbé, cayendo lentamente; ahí permanecí durante no sé cuánto tiempo, quieto y callado. Cuando reaccioné, me puse en pie y me acerqué a Martín para decirle muy bajito:

—La blanquiñosa está como uno quiere. A ver si después me la presentas le dije a Martín.

Martín se enervó y me miró desdeñosamente. Al final soltó una sonrisa y, dudando, replicó:

—Es Rita, "huevón", y hace rato está que te mira de reojo. Te ha puesto la mira.

"No de reojo, nada", pensé. Así que, abstrayéndome, levanté mi vaso y tomé un pequeño sorbo. Después de echarme el segundo sorbo, sentí que la cerveza estaba muy rica. Así que la llené de nuevo, dejando vacía la botella.

—Le agarré gusto. Me gustó esta pequeña dosis. Voy por otra. Un toque —farfullé a Martín.

Entonces, fui a la cocina, abrí la nevera y saqué otra botella. Martín me siguió y, acercándose, me dijo:

—Saca otra para las chicas, ya se les acabó...

—Van rápido... Me gusta la blanquiñosa, ¡la chiquilla está de puta madre! —le dije con una sonrisa prolongada.

—Tienes suerte, "huevón", se te ha prendido. ¿No ves cómo te mira? ¿Te atreverás?

El tabaco me había dejado la boca seca y amarga, por eso necesitaba más cerveza. Llené mi vaso y de un solo sorbo vacié la mitad. Después fui a la sala y les entregué dos botellas más. Pero cuando las dejé, sin titubear, me fui a sentar enfrente de ella. Desde ahí, de vez en cuando, descargaba miradas furtivas y voraces sobre las nalgas y las tetas de Rita. Por consiguiente, sin conocer nada de su vida, me vinieron unos deseos tremendos de intimar con ella.

Las horas transcurrían y ya eran las tres de la mañana, pero a pesar de ello, los presentes bailaban salerosos al ritmo de una salsa bien movida, excepto Rita y yo. Entonces, la busqué a mi alrededor y no pude encontrarla.

Entre tanto, sentí ganas de orinar, así que me dirigí al baño e inmediatamente abrí la puerta e ingresé, cerrándola. Era una habitación doble, dividida por un estante lleno de artefactos de cocina, toallas descoloridas y algunas revistas a medio abrir. El retrete estaba escondido en esa división de madera y tenía una penosa puerta con muchos agujeros que dejaban ver su interior. Di unos pasos más y me detuve cerca de la segunda puerta, quedándome absorto al ver a una chica sentada en el retrete, mostrando un culo blanco muy bien formado. Al observar mejor, me di cuenta de que era Rita. Por suerte, ella no se percató de mi presencia, por lo que, emocionado, retrocedí hasta la primera puerta y me quedé ahí, en el interior. Aquella grata observación no abandonaba mi mente, saltaba en mi cabeza y me llenaba de todos los pensamientos a la vez. Excitado, me toqué mi pene virginal que se había puesto erecto, tanto que ya no cabía en mi pantalón. Rápidamente, abrí otro paquete de cigarrillos, pero me contuve, no me atreví a fumar, ya que me pondría al descubierto. Quieto y sin hacer ruido, pensé durante unos segundos que al fin había llegado mi hora.

—Soy un hombre con suerte —me dije a mí mismo—. Puedo darle por el culo allí mismo, en esa posición.

Así me encontraba, espiando a Rita y dejando que mis pensamientos revoloteen, cuando fui interrumpido bruscamente por unos golpes en la puerta. Era Martín, diciendo que quería entrar.

—Espera un momento —le susurré.

—Necesito usar el baño, Charly...

Abrí la puerta lentamente y él, empujándome, entró llevando un rollo de papel higiénico bajo el brazo.

—¡Ah, mierda...! —exclamé—. Este "huevón" viene a arruinarlo. Y lo digo literalmente.

—Está ocupado. Es Rita. —le advertí en voz baja.

Me miró perplejo. Salimos ambos sigilosamente sin que Rita se diera cuenta, cerramos la puerta lentamente y nos detuvimos frente a ella formando una fila para entrar. Martín, angustiado, juntaba las piernas e hizo gestos de impaciencia con la boca. Como si la espera fuera interminable, agitó las manos haciendo un puño y miró su muñeca izquierda en busca de la hora. No llevaba reloj.

Al cabo de unos minutos, Rita salió y al verme, me miró fugazmente antes de retirarse sonriendo. Mis ojos la siguieron hasta que dobló la esquina que la llevaría a la sala y desapareció. Vestía unos pantalones marrones muy ajustados y una blusa blanca transparente que dejaba entrever su sostén. Se veía espectacular.

Después de usar el baño y dejar a Martín allí, me atreví y fui a sentarme a su lado. Al verme, no se sorprendió, simplemente adoptó una actitud más amigable y cercana conmigo. Ahora la veía completamente hermosa y sensual...

—¡Hola! ¿Puedo invitarte a un vaso de cerveza? —le pregunté.

—Claro, gracias. ¡Salud! —respondió sonriendo y mirándome coquetamente.

Le entregué el vaso rozando suavemente su mano. Ella no dejaba de observarme. Mientras lo hacía, jugaba con sus labios, esbozando una sonrisa provocativa que me invitaba a besarla. Al beber, hizo otra mueca con la boca, aún más seductora, que logró excitarme.

—¡Salud, amiga! ¡La música está genial! ¿Quieres bailar? —la invité.

—Bueno. Si eres lo suficientemente hombre como para invitarme a bailar, también debes serlo para jugar a las escondidas —dijo, guiñando un ojo y desafiándome.

No dije nada. "Hum, así que así son las cosas. Permíteme recuperarme un poco. ¡Ya verás!", me dije a mí mismo.

Comenzamos a bailar, acercando nuestros cuerpos en cada paso, pero el tiempo pasó demasiado rápido. La música terminó y nos separamos gradualmente, aún tomados de las manos. Sin embargo, sus ojos seguían mirándome con una chispa juguetona, y sus miradas llegaban hasta mí como caricias. Finalmente, logré sentarme lentamente en el sillón y tomar un poco de aire. "¡Ya estoy enamorado!", exclamé emocionado.

Comprendí que emborracharme era magnífico, ya que superaba mis instintos y mi forma de ser. Decidí que siempre me emborracharía. Comencé a disfrutar de todo lo agradablemente vulgar. Ya no pensaba en mi amiga de la secundaria. La había olvidado por completo en ese espacio de tiempo, en esa existencia delimitada. Era la primera vez que no existía en este mundo ni en mis pensamientos. Y eso me agradaba. Me agradaba enormemente. Era mi forma de vengarme de ella, de serle infiel.

Agitando la cabeza, busqué a Poncho, y al ubicarlo, me acerqué caminando con gestos de galán insatisfecho.

—¡Salud, Poncho!... ¡Seco y volteado!

Froté el vaso, girándolo con las palmas de mi mano, y tiré el concho de espuma en un recipiente que estaba en el suelo, a nuestro costado.

—Dime algo. ¿Qué te parece Rita?

—Está muy rica —me respondió. Luego, mirándome con complicidad, me alertó —: ¡Huevo con ella, Charly!

Mientras ella se cubría la boca, buscando mi mirada como si quisiera revelarse, yo correspondía insinuándome con una sonrisa disimulada. En ese preciso instante, vi a Martín acercándose tambaleante, así que levanté mi vaso en señal de saludo.

—¡Martín!... ¡Salud! ¡La noche es virgen…!

—¿Sí?... ¡Salud!... ¡Te quiero ver, Charly; sé que tú eres todo un semental!

Se inclinó, alzó una botella de cerveza vacía y luego se alejó dirigiéndose a la cocina. Volvió al cabo de un rato con otra botella, y se sentó trastabillando en una de las sillas. No tenía buen aspecto. Se le habían subido las "chelas" a la cabeza, irreparablemente. Es que este "huevón" se llenaba el vaso como si fuera gaseosa.

—Tengo que levantarla, hoy es mi noche —le confesé a Martín.

Martín se puso en pie y me miró con desprecio. Dejó la silla y se dirigió a su dormitorio sin decir palabra. También vi a Rita dirigirse otra vez al baño.

—Cuando vuelva, pienso levantarla —me dije—. ¡Es ahora o nunca!

Examiné a Martín, di algunos pasos y le alcancé.

—¿Qué? ¿Ya te afectaron los tragos? —le pregunté.

Martín no me escuchó, siguió caminando sin hacer ningún gesto y se metió en su dormitorio. Los demás muchachos bailaban sin parar. Vi a Joel bailando con Miriam, la más despachada de todas. Parecía un maestro de baile, incluso le vi hacerle dos giros consecutivos a su pareja con una alegría infantil. Fui a la cocina y regresé con más cerveza. Me senté y empecé a beber solo, esperando a Rita. 

—Será mejor ir directamente al grano. Voy a hacer realidad su reto. Me ha dicho que quiere jugar a las escondidas. ¡Ya veremos...! —Me daba ánimos.

Me levanté con el vaso y una botella en mis manos y caminé hasta el dormitorio de Martín. Llegué a la puerta, que estaba medio abierta. Parado allí, observé el interior. Estaba oscuro, así que encendí la luz. Entonces, vi a Martín tumbado sobre la cama, con las piernas estiradas y toda su ropa puesta, incluso sus viejos zapatos negros. Así que saqué la cabeza por fuera de la habitación y vi que una sombra se distinguía en el corredor. Para apreciar mejor, abrí más los ojos y me di cuenta de que era Rita quien levantaba una de sus manos disimuladamente para hacerme una señal. Una vez descubierta, pude entender lo que pretendía. Entonces, ingresé furtivamente al dormitorio donde Martín seguía tirado hecho una mierda. Bueno, era obvio que Martín no tenía estómago para la bebida. Pero ahora, Rita me necesitaba y yo a ella. Así que me senté junto al dormilón y bebí un trago de cerveza. Tomé un largo sorbo mientras meditaba. Luego, chasqueé la lengua y busqué en los bolsillos algún cigarrillo; no tenía ninguno. Empecé a hurgar por las cosas de Martín y logré encontrar una cajetilla en la mesita que acompañaba a la cama y encendí uno.

No sé cuántos cigarrillos y vasos de cerveza más bebí mientras esperaba a Rita, pero finalmente oí cómo se abría la puerta y aparecía ella. Ahí estaba Rita, con su cuerpazo y su pelo lacio y brillantemente negro. Su cuerpo se movía sobre unas zapatillas marrones y se tambaleaba un poco. Leonardo Da Vinci no hubiera podido imaginar algo mejor para sus pinturas. Las frazadas, el estante con sus ollas y libros, la cajetilla de cigarros, la mesita de noche, la silla, hasta las paredes... Todo parecía que la miraban mientras ella permanecía quieta y de pie. Solo el "huevón" de Martín, tirado boca abajo, jodía el ambiente sensual y cachondo.

—¿Cómo te llamas? ¿Eres muy amigo de Martín? —me preguntó suavemente.

—Me llamo Charly. Sí, soy muy amigo de Martín... Parece que por fin nos encontramos solos, amiga. Me descubriste... —dije mientras sonreía, mirándola fijamente.

—Martín está completamente borracho; se pasó de tragos —dijo, observando a Martín y esbozando una sonrisa burlona.

—Sí, está descansando y soñando con los angelitos —dije con una risita divertida.

—¿Quieres algo entre tú y yo? —me preguntó directamente, tapándose la boca y entrecerrando los ojos mientras una enorme sonrisa se formaba en su rostro; estaba burlándose de mí.

—Claro que sí, pero ¿a dónde llevamos a Martín para que no se despierte?

Rita se acercó y me dio un corto, pero húmedo beso en la boca. Sonreí satisfecho. Entusiasmada y acariciándome los cabellos, me respondió:

—Tenemos que llevarlo al otro lado de la sala...

—Tienes razón —susurré.

Nos encogimos de hombros y acto seguido lo cogimos entre los dos, haciéndolo caminar torpemente. Finalmente, lo depositamos encima de un colchón que estaba tirado en el patio contiguo, muy cerca del dormitorio. Mientras lo trasladábamos, podía escuchar la música proveniente de la sala, junto con risas y gritos que denotaban una gran alegría. Sin más, lo dejamos tendido y desordenado en el colchón, cubriéndolo con una frazada hasta la cabeza. Con una sensación de victoria, nos apuramos y entramos rápidamente al dormitorio, cerrando la puerta sin hacer mucho ruido.

—¡Pequeño cabrón! ¿Te las sabes todas? —me dijo mientras me agarraba el rostro con cariño y aprovechó para darme otro piquito en los labios, lo cual me puso la piel de gallina. Para calmar mis nervios, cogí un cigarrillo y lo encendí. Ella se animó al verme hacer una mueca con la boca mientras exhalaba el humo lentamente. Aproveché la oportunidad para mirarla fijamente con los ojos bien abiertos y comenzar a decirle y hacerle cosas que nunca le había dicho ni hecho a mi amiga de la secundaria, cosas a las que no me atrevía... Estaba suelto y relajado, ¡me sentía genial! Así que comencé a lanzarme.

—Estás colorada y eso te ha puesto más guapa... Eres zurda, ¿verdad? Me encantan las zurdas... Toma asiento.

—Es el calor de la noche... y el trajín de cargar a Martín —me dijo, sonriendo coquetamente—. Está pesado por lo gordo y redondo —añadió.

Rita se sentó en la cama, en el filo. Me sorprendió mucho cuando lo hizo. Era muy hermosa y de tez clara. Tenía unas pecas sensuales en el lugar preciso de su rostro. Me hacía sentir bien y podía conversar con ella de manera suelta y libre. Así, sin inhibiciones, mi cuerpo no temblaba en absoluto; estaba muy tranquilo, aunque cada vez que me tocaba, mi cuerpo no me hacía caso, todo se me paraba, incluso el pelo.

—Soy zurda desde que nací... Tú eres universitario, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, Martín y yo somos compañeros de promoción del colegio, al igual que los que están bailando en la sala. Todos somos universitarios.

—Entonces, ¿tú eres el famoso Charly, ¿no?

—Sí, desde que me bautizaron.

—Martín me ha hablado mucho de ti. ¿Tienes novia?

Ella me tenía agarrado de las manos y me miraba quieta, de manera provinciana, mientras curvaba los labios y esbozaba una suave y divertida sonrisa que despertaba ternura y sensualidad en su rostro. Cada vez que ella me tocaba, mi piel se erizaba como si fuera piel de gallina. No respondí a su pregunta. Disimulé y le ofrecí un vaso de cerveza. Mi mano ahora temblaba y mi pene estaba erecto, a punto de explotar. Al observarla mejor, me di cuenta de que estaba con una chica muy sensual. Era hermosa y muy sensual.

—Aquí tienes, ¡salud! —le dije.

Ella agarró el vaso y dio un pequeño sorbo.

Entonces, miré a Rita con una nueva perspectiva, levanté mi vaso y comencé a excitarme. Sí, era toda una mujer, llevaba unos pantalones ajustados que resaltaban ese trasero blanco que había visto por primera vez en el baño. Tenía caderas amplias y hermosas piernas. Y sus senos, unos pechos firmes, apuntando al techo, al cielo.

Sin pedir permiso, Rita cruzó sus piernas hermosas y fantásticas, y el pantalón reveló un manjar apetitoso. Tiré el cigarrillo al suelo y lo aplasté con fuerza. La miré, sin saber si mirar sus senos, sus piernas o su rostro claro y bello con las pecas en su lugar.

—Tengo que decirte algo... estás muy provocativa —le dije.

Ella giró ligeramente la cabeza para encender un cigarrillo y luego volvió a mirarme. La vi aún más sensual con el cigarrillo entre sus labios.

—¿En serio? ¿Tú lo crees? —contestó.

—Rita, quiero hacerte el amor... —le dije sin dudar.

—¡Vaya, directo...! —exclamó.

—¡Dios mío, impresionante! Es que estás espectacular... ¿Son naturales? —le pregunté.

—¿Cómo?... Ven, compruébalo tú mismo... —se atrevió a decirme.

—¡Demonios, son espectaculares! ¡Qué hermosos senos tienes! —respondí astutamente.

Y ahí estaba ella, mirándome con complicidad. No se rio, solo me devolvió una pequeña sonrisa. Pero al final no pudo evitar preguntarme con tono burlón:

—¿Estás seguro? A ver si logras que el cielo sea mi límite... Así que eres universitario. Quién lo hubiera imaginado, siempre te he deseado. Desde la primera vez que te vi con Martín y tus amigos en su cumpleaños el mes pasado. No me sacaste a bailar como ahora. Te vi en una esquina de la sala, con tus amigos bebiendo cerveza sin parar.

Era verdad, me agradaba que se hubiera fijado esa vez en mí, pero me enfureció, quizás porque era verdad y se estaba burlando de mí. Así que le quité el cigarrillo de la boca, le di una pitada y lo tiré al suelo; lo pisé. Tomé otro sorbo de cerveza, la miré y le dije:

—Bueno, entonces a cabalgar... Ya estamos aquí… Así que dejemos de hablar. Quítate la blusa. Enséñame alguna de tus tetas. Enséñame algo de carne... Solo eres una chiquilla que habla mucho.  

—¡Yo una chiquilla!... ¿Lo parezco? —me dijo y acarició mi mano.

—Puedo partirte en dos, amiga, si me das la oportunidad —. La reté secamente.

—¿A mí? Siempre hago locuras, aunque esta es la primera vez que hago esto, pero haces unas preguntas tontas —dijo mientras soltaba una risotada.

—Sí. A ti... Yo bueno… Quiero verte —le dije.

—Lo vas a ver —continuó sin enojarse.

Entonces lo hizo, como si no fuera nada. Descruzó las piernas y se quitó la blusa y el pantalón. No llevaba nada debajo. Pude ver sus muslos blancos y generosos, un río amazonas hecho de carne. Había un pequeño lunar cerca del ombligo, y una selva virgen de pelos enmarañados entre sus piernas. No eran lacios y brillantes como los de su cabeza, eran negros y crespos, suaves como hierbas con algunas gotitas de rocío.

—¡Madre de Dios!... ¡Qué buenas tetas tienes…! ¿Qué dicen los chicos de tus tetas? —exclamé absurdamente.

—¡Hum! Son famosas por eso, ¿verdad? —respondió mientras hacía una pequeña reverencia al tocarlas con sus manos.

—Sí, qué tonto soy… No debería de sorprenderme —afirmé.

—¿Te gusta lamer? —preguntó con voz arrolladora.

Entonces di el primer paso y casi me estrello contra el borde de la cama, pero mis ojos rápidamente se acostumbraron a la oscuridad de su entrepierna y pude dirigir mi lengua en la dirección exacta.

—Creo que nunca volveré a salir de aquí. Me encanta todo, absolutamente todo de ti. Estás un poco mojada... —dije con la voz apagada por el fragor de mis impulsos.

—¡Madre mía! Me vuelves loca... Pero sigue —exclamó, esperando que continuara.

En el ínterin, me quité los pantalones lo más rápido que pude, aunque mi erección como un obelisco dificultó la rapidez. Una vez logrado, me coloqué sobre ella y comenzamos a besarnos con una pasión que hasta entonces desconocía. Nos besábamos sin compasión, sería más preciso decirlo. Después de varios revolcones, ambos estábamos desnudos. Completamente desnudos, enredándonos en la cama como amantes que ya se conocían y habían compartido momentos similares en el pasado. 

—¡Oh, madre! —dijo jadeando.

—¡Dios! Estás muy caliente... ¿Alguna vez has dejado que se corran en tu boca? —le dije, totalmente excitado.

—¡No! —respondió en un tono complaciente.

—¿Qué vas a hacer ahora? —no pude evitar preguntarle.

—Por ti me la trago… —dijo mientras me examinaba y elogiaba la erección.

—¡Hum! ¡Hum!... ¡Oh!... ¡Oh! —. Yo no dejaba de suspirar y aguantar un grito mientras estaba tirado boca arriba sobre la cama.

—¿Te gusta?... —susurró abrazada a mis piernas.

—¡Hum!... Me encanta… ¡Oh!... ¡Madre mía!... ¿Nadie te ha dicho que te pereces a Samantha Fox? —exclamé al tiempo que le hacía la pregunta.

—Algunos… ¿Y eso a qué va? —contestó en tono efusivo.

—No me hagas caso… —le dije con voz zalamera.

—¿Quieres sobarla en mis tetas? —me dijo con impaciencia, pero sonrojada.

—¿Ahí adentro? —contesté, señalando su pecho— Lo que tú quieras... ¡Qué tetas que tienes...! —agregué.

Se había convertido en una solidaridad plena que yo no lograba entender debido a mi excitación. Para capturar el momento, se puso en pie y se lanzó encima de mí.

—Penétrame ahora —me dijo sin contemplación.

—Quédate quieta… Hace tiempo que lo esperaba —le contesté.

—¡Por ahí no! Yo lo voy a meter… ¡Madre!... ¡Ah!... Dios… ¡Madre!... Uuuu… Huuuu!... ¡Oh! Ha, ha… Uuuu… Ah… Oh… ¡Dios!... Oh… Uh… Ah…

—¿Rico?... ¿Qué tal? —le susurré al oído para excitarla más.

—Sigue hablando…, pero no pares, sigue…; bésame las tetas… ¡Dios! Que me haces llegar… No pares… Sigue… —gemía como desdoblada en dos.

Repentinamente, cuando estábamos en lo mejor, en lo más alto del cielo o en el propio cielo, sentimos un estruendo, un golpe seco y luego muchos sonidos desparramándose por todos lados. Una bulla de sartenes, cucharas y libros que caían al suelo nos sacó de nuestra agradable sensación de cielo, de limbo.

—Oye, Charly, ¿qué mierda haces? ¡Abre la puerta, "huevón"!

Chancando, golpeando la puerta del dormitorio, Martín intentaba ingresar a toda costa y de cualquier manera. Un estante lleno de libros, ollas y sartenes había cedido por los golpes que le daba a la puerta, y por poco me revienta la espalda. Yo, en ese momento, estaba encima de Rita.

—¡Puta madre!, es este "huevón" de Martín —pensé.

—Sigue, Charly... Sigue... No le hagas caso —me decía Rita, mientras me aplastaba las costillas y la espalda con sus dos piernas entrecruzadas y me hacía mamar sus senos casi hasta el ahogo—. ¡Yo creí que querías tener una completa fiesta conmigo!

La expresión en mi rostro debía ser de completa perplejidad, porque mientras ella se movía como una contorsionista, jadeante, me decía: "No pares, sigue, sigue..." Y aumentaba:

—¡Sigue, mi amor, no te detengas! ¡Está muy rico! ¡No pares! ¡No pares, "huevón"! ¡"Huevón", ya llego, ya llego...! ¡Estoy en la cima del tobogán! ¡Quiero caer, déjame caer, amor...!

De modo que decidí participar sin que me importara la bulla que hacía Martín al tratar de abrir la puerta. Bajé mis dos manos sobre su espalda hasta llegar a su gran y carnoso culo. Al principio, lo apreté suavemente y pegué su cuerpo más cerca del mío. Ella hizo lo mismo, pero con más fuerza; no quería soltarme. Se me había pegado como una lapa. Y yo seguía moviéndome como una zaranda eléctrica. Con el fin de acomodarse, se subió encima de mí y me agarró del pelo para dirigir mi cara hacia sus senos. Al lograrlo, no dejaba de apretarlos, quitándome la respiración. Poco después, sentí que la cama se derrumbaba, porque hacía unos ruidos chirriantes y descompasados. A los segundos, dio un grito como de loba en celo y se soltó. Inmediatamente, le vinieron unas convulsiones que me asustaron, pero luego se quedó quieta y sin respiración por un instante. La sentí desmayarse. Aproveché entonces para soltarme, pero no me dejó hacerlo, porque me volvió a agarrar del cuello y pedía que no me moviera.

—¡Por favor, otro más! ¡Concha... tu madre... no la saques! —me gritaba con la cabeza agitada—. ¡Está muy rico!... ¡Chúpame las tetas, chúpalas!... ¡No dejes de tocarme...! Oh, Ah, Oh... Ah... AAAAhhh... OOh... Ah, Ah, Ah... ¡Dios! Ah, Ah, Ah... Out... ¡Ah!... Ouhsg... —jadeaba eternamente.

Ella, ahora, era la zaranda eléctrica. Yo estaba quieto, pero ella no paraba de moverse. Nuevamente dio un grito y convulsionó. Vi que sus ojos no tenían color, eran dos bolas blancas. También sentí mi pene ahogarse, sumergido en un mar de líquidos vaginales. Hizo otro esfuerzo y logró culminar con una tercera convulsión. Agotada, me lanzó una cálida sonrisa y se colocó de espaldas. "Ahora te toca a ti", me dijo. Al ver su abultado y exuberante culo, quise seguir para culminar, pero había perdido toda la concentración por culpa del "huevón" de Martín y del estante que al caer había hecho un ruido de mierda, dejando regados por todos lados los libros, las ollas y un sartén.

Ella cedió. Estaba cansada.

—No, con este "huevón" jodiendo, no se puede, amiga.

—No te preocupes por él, Martín está borracho. Termina...

—No, Rita. En verdad, es mejor que paremos, tengo que irme.

Le di un beso tierno en los labios, agradeciendo su comprensión. Ella, tomando mi pene, lo besó con una ternura juvenil, como expresando su gratitud.

—¡Muy bien! Estuvo bueno para ser tu primera vez, maldito enano, aunque no has acabado... Es tu primera vez, ¿verdad? —dijo riéndose la chiquilla del culo de nieve y vellos crespos y negros. Tenía 18 añitos, cabellos lacios y brillantes, y una sonrisa alegre y angelical.

—Sí —le dije, luego de tocarle las tetas y besarle el culo.

Me vestí rápidamente y esperé a que ella también se vistiera. Al abrir la puerta, algo se derrumbó encima de mí, pero logré sujetarlo justo a tiempo; era Martín, quien se había quedado dormido parado, apoyado en el marco de la puerta. Hice un esfuerzo y lo dejé caer pesadamente en el suelo. Rita salió lentamente y se fue a sentar en el sillón con una de sus amigas. Quise dejar a Martín en el suelo por lo idiota que había sido, pero me compadecí y lo levanté para llevarlo a su cama. Lo tendí quedando desparramado. Apagué la luz y me retiré, cerrando la puerta tras de mí. Crucé el baño y por el corredor me dirigí a la sala, donde estaban mis amigos bailando con las otras chicas, incluyendo la testigo de mi primera vez. Cogí una botella de cerveza y empecé a vaciarla rápidamente. Todos me miraban, supongo que porque tenía el rostro desencajado y el cabello revuelto. Me di cuenta de que mi bragueta seguía abierta y la cerré.

—¡Este cabrón, no come ni deja comer! —les grité a mis amigos.

Las chicas empezaron a reír. Miré fijamente a Rita. Ella, mirándome, se sonrió y me hizo una señal. Se puso en pie y se acercó.

—¿Podemos bailar, señor universitario?

—¡Por supuesto! Señorita incansable.

    Me cogió fuerte de ambas manos y nos pusimos a bailar. Ella estaba más contenta y alegre que nunca. Mis amigos se miraban entre sí, y las otras chicas comentaban en voz baja. Poncho me miró, cruzó los brazos y me hizo un gesto con las cejas. Le respondí con un gesto. Al compás de la música, me dirigí con Rita al centro de la sala. Una extraña sensación invadió mi cuerpo. La madrugada se había aclarado y un suave olor a mar comenzó a impregnar el ambiente. Ahora, era un lugar agradable lleno de aromas, donde apenas se filtraban los ruidos de la calle. Solo un tocadiscos permitía disfrutar de una excelente música.

    Si no recuerdo mal, la última canción que bailamos fue una salsa titulada "Vámonos pa'l monte" de Eddie Palmieri.

Loro