Recuerdo
el día; caminando lentamente, bordeábamos las faldas de unos pequeños cerros
pelados; el viento levantaba de vez en cuando una nube de polvo que llegaba a
nuestras gargantas. Todo allí parecía un campo de batalla, lleno de cráteres y
huesos esparcidos que dormitaban por todos lados. Por fin, después de haber
recorrido laderas adormiladas, llegamos al lugar que buscábamos; nos pareció un
sitio preciso para hacer una excavación y poder encontrar un esqueleto
enterrado en el interior de aquel abandonado santuario. Cuando hicimos nuestra
primera excavación, encontramos algunos huesos desfigurados por el tiempo,
sueltos y entrecruzados, pertenecientes a seres humanos de diversas edades; todo
allí era el escenario de extrañas tragedias que se repetían a su alrededor.
No
era lo que buscábamos, así que avanzamos un poco más e hicimos otro agujero.
Solo había más escenas sombrías de huesos revueltos con otros huesos de
distintos dueños. Pero seguíamos buscando y excavando sin desanimarnos.
Entendíamos que esta tierra había sido la tierra de los preincas antes de ser
anexada al Tahuantinsuyo. Y seguro había también, en esos agujeros, escenas
sangrientas de batallas y suplicios espantosos que nadie se atrevería a
escribir... Y encontraríamos lo que quedaba de aquellos muertos que habían sido
vivos, un puñado de esqueletos descansando bajo esta tierra, sobre cuya
superficie yacían, sueltos o momificados, tal y como fueron en vida. Sabíamos,
además, que estábamos excavando y desenterrando divinidades telúricas,
divinidades que ellos adoraban, aun en el fondo de las tumbas. No lo discutimos,
pero creo que aquellas pesadas melancolías entristecían nuestros sentidos y nos
llevaban a lugares lejanos en el tiempo. Sí, esos cadáveres sueltos y
enterrados tenían mucho que contar.
Éramos
tres buenos y peculiares amigos en busca de un bendito esqueleto en un altozano
muy próximo a la casa de nuestro amigo Martín. Los rayos del sol, implacables,
nos quemaban el rostro y el cuerpo sin misericordia ni compasión. A menudo, nos
ventilábamos el rostro agitando las manos.
Durante
un rato, pero no mucho, luego de buscar a tientas, encontramos delante de
nosotros lo que parecía un montoncito de tierra. Al lado se encontraban dos
rocas dispuestas como asientos. Nos detuvimos y acomodamos nuestras cosas. Yo
tomé asiento sobre el saco de tocuyo que extendí en el suelo y luego me puse a
jugar con un cubo mágico. Poncho inició la excavación…
Éramos
jóvenes aún, llenos de mucha energía y con ganas de muchas aventuras. Nuestras
bocas y narices estaban cubiertas por pañuelos para evitar que el polvo llegara
completo a nuestros pulmones…
Se
excavaba con mucho afán. Al rato, Poncho chocó la pala con algo duro y exclamó
unas palabrotas. Entonces, acerqué la cabeza y me quedé mirando el hoyo sobre
el trasfondo del polvo que se había originado por la excavación. Sí, era un
fardo funerario. Su forma elíptica, su vago olor a moho que subía del fondo, me
lo hizo suponer. “¡Lo logramos al fin!”, gritamos al unísono. Poncho, con más
ahínco, siguió con la excavación hasta desenterrarlo por completo. Me puse en pie,
me acerqué y extendí la mano para ayudar a sacar al muerto. El corazón me latía
con mucho esfuerzo, como queriendo salir de su lugar. Joel, inclinado, hizo lo
mismo. Al fin, lo pudimos sacar y lo pusimos sobre el suelo. En ese momento, un
hombre de unos treinta años se nos acercó y nos quedó viendo por un buen rato.
Sorprendido, lo miré de pies a cabeza pensando que se trataba de un guardián. Era
un hombre de tez blanca, vestido de manera peculiar. Aunque noté que mis amigos
no le prestaban atención, estaba allí, muy cerca, observándonos. Mientras desenvolvíamos
el fardo funerario para descubrir el esqueleto, transcurrió un tiempo
indefinido. Con asombro, nos dimos cuenta de que aquella osamenta carecía de
cráneo; su calavera no estaba presente. Supusimos que lo habían degollado.
—Buenas
tardes. Parece que consiguieron lo que buscaban. He oído sus exaltaciones.
Disculpen, mi nombre es Nicolás.
Por
su hablar pausado y de confianza, se me fue la preocupación. No podía ser un
guardián. Ahora solo empecé a temer a la hora que mediaba entre las seis de la
tarde y las siete de la noche, cuando el día se transforma en oscuridad. El
aire casi nocturno era como una sauna sofocante. Bajé el pañuelo que tapaba mi
boca y mi nariz y me lo puse al cuello.
—Hola,
¿qué tal? Sí, lo pudimos encontrar —le contesté, con los ojos mirando la
osamenta—. Mi nombre es Lorenzo.
—Vaya,
qué casualidad. Conozco a un tocayo suyo que es amante del esplendor y a quien
admiro mucho.
—Me
alegra... ¿Usted vive por acá?
—No,
no, no... Vivo en Florencia, que hoy está bajo el mandato de Lorenzo de Médici.
No
sé qué gestos hice, pero me volví hacia él, sorprendido, y lo quedé mirando. A
su espalda, a lo lejos, podía divisar el parpadeo de las luces de los
alumbrados públicos, los que se ubicaban como a unos quinientos metros de
distancia.
No
era cierto. ¿O sí? Pero, cualquiera que fuera mi razonamiento a semejante
afirmación, solo sé que me llevó a salir disparado por un portal paralelo,
transportándome muy lejos en el tiempo y muy cerca en el espacio con mis
amigos.
—Disculpe,
¿usted me quiere tomar por tonto? El Renacimiento se produjo en Europa
occidental en el siglo XV y XVI. Y de eso, ya hace muchísimo tiempo. Estamos en
el siglo XXI.
Aquel
hombre, vestido peculiarmente, que se apartó a un lado saltando por sobre el
hoyo y levantó la pala para que yo pudiera pasar y acomodarme, estaba
impecablemente vestido, con un traje cálido de color gris y rayas rojas en el
cuello. Tenía hombros muy anchos y cuerpo delgado, pero elegantemente atlético.
—Sí.
Ya me doy cuenta. Tienes mucha razón. Mira tú. Entonces debes de saber que soy
un estudioso de la historia, autor de comedias y tragedias… ¡Vaya! ¿Todos esos
años son suyos? Muchos siglos de diferencia. Amigo, tienes en tus manos mucha
inteligencia reunida... ¿Que lo he tomado por tonto? Todos ven lo que tú
aparentas; pocos advierten lo que eres. Yo mismo no entiendo el estar aquí,
hablando contigo. Antes de llegar a este lugar, estaba conversando con
Leonardo, sentados, cómodamente, en el patio de su casa. Hablábamos sobre la
belleza y el amor.
Levantó
lentamente los ojos y me quedó mirando. Su mirada era como si fuera un punzón
que quería atravesar una pared muy dura. Sus ojos eran intensamente marrones y
estaban sobre exaltados. Me quedé mudo por un momento. Luego empecé a balbucear
con frases propias de una mente fraccionada y aturdida. Me recuperé. Tenía que
hacer esa pregunta. Tenía que preguntárselo. Musité:
—¿Con
Leonardo Da Vinci? ¿Sobre la belleza y el amor? Suena muy interesante. Pero
¿esto es cierto o ya me volví loco?
Me
puse cómodo; doblé las rodillas y me senté sobre una de las rocas. Él hizo lo
mismo; se puso en frente mío; pero mantenía los ojos clavados en el suelo, y
las manos recias, inmóviles, sobre las rodillas, como pensando lo que me iba a
decir.
—Tan
cierto como que estamos conversando los dos. Locos somos todos, es imposible
encontrar un ser cuerdo. Sería engañarte. Los hombres son tan simples y unidos
a la necesidad, que siempre el que quiera engañar encontrará a quien le permita
ser engañado. Leonardo me decía que todo nuestro conocimiento tiene su
principio en los sentimientos. Y los sentimientos, amigo, generan belleza y
amor.
Yo
estaba quieto, sentado sobre la roca, observando a mis amigos, pero meditando.
Estaba creyendo que tal vez me había quedado dormido y que todo era un sueño de
mal gusto. Una pesadilla sin importancia. Me di ánimos. Esta vez quise hacerme
el loco y seguirle la corriente. ¿Era posible que un perturbado, dentro de mi
sueño, me tomara el pelo? Lo llamé dándole una palmada en el hombro. Volvió la
cabeza, y le pregunté:
—Tienen
que examinarlo mejor, señor Nicolás —le dije, con toda la delicadeza que pude—.
Porque para mí el amor pasional es el dulce bálsamo de la mentira. Las pinturas
más perfectas, Romeo y Julieta, La Nueva Eloísa, Werther, etc., ¿cree usted que
nos pueden descubrir el amor? Creo que sin verdad no hay arte cabal. Y el amor
pasional es una pobre y triste mentira. Una enorme pérdida de tiempo.
Como
si mirara de lejos la pantalla de un cine, me volví a ver a mis amigos que, en
cuclillas, desmantelaban el fardo funerario. Luego vi que nuestro visitante
dibujaba con un dedo unas figuras casi ininteligibles para mí, lo vi meditar
por un momento. Me quedé examinando las figuras hechas en el suelo. No las
entendía. Eran unos jeroglíficos, solo eso; un pictograma que no me decía nada.
—¿Eso
crees del amor? Mira, Lorenzo, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo
que digo; y si se me escapa alguna verdad, de vez en cuando, la escondo entre
tantas mentiras que es difícil reconocerla. El amor pasional es eso. Lo
sientes, pero lo escondes. El miedo al desamor es inmensamente más grande que
el amor mismo. Solo pocos se atreven a enfrentarlo. Si no, dale una pequeña
mirada a tu tiempo y a los que te rodean, para averiguar que el amor pasional
es un accesorio, una salida al supermercado y una tarjeta de crédito. Se ha
convertido en una mercancía.
—Pero
también hay un gran número de individuos a quienes esta pasión los conduce al
manicomio. Y cada año aumentan los casos de suicidio por este loco sentimiento.
¿Por qué esos esfuerzos, esos arrebatos, esas ansiedades y esa miseria?
—Ya
lo dijo nuestro amigo Erich Fromm, que es casi de tu tiempo: "No se trata
de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos
están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de
amores felices y desgraciados, escuchan centenares de canciones triviales que
hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender
acerca del amor". El desamor aparece, amigo, en la otra persona cuando al
otro ser se le considera inestable, superficial, afeminado, pusilánime e indeciso...
La Naturaleza es sabia. La Naturaleza necesita esa estratagema para lograr sus
fines, querido amigo. Tú también debes saber por el amigo Arturo Schopenhauer,
"que por desinteresada e ideal que pueda parecer la admiración por una
persona amada, el objetivo final es, en realidad, la creación de un ser nuevo,
determinado. El amor no se contenta con un sentimiento recíproco, sino que
exige la posesión misma, lo esencial, es decir, el goce físico". A las
mujeres hay que acariciarlas o destruirlas, pues, vengarán un insulto leve,
pero quedarán indefensas si se les aplica un golpe duro, bajo y vil, pero
hermoso y subliminal: El sexo y unas flores. Bueno, ahora sería una tarjeta de
crédito en vez de flores. El objetivo es el mismo; la prolongación de tu vida a
través de tus hijos.
—Lo
que me quiere decir entonces es que el fin es engendrar un hijo: ¿ese es el fin
único y verdadero de toda novela de amor, aunque los enamorados no lo
sospechen? ¿La intriga que conduce al desenlace es cosa accesoria? Entonces
estás equivocado en tu premisa de dar un golpe, duro bajo y vil. Eso
funcionaría muy bien en tu siglo. Ahora en mi tiempo uno tiene que ser sociable
y tolerante para llegar al sexo. Pero en lo que sí estoy de acuerdo con usted
es en el objetivo, que es el mismo.
—Tú
lo acabas de decir: El fin justifica los medios... La única diferencia entre
seducción y violación es tiempo: al final, el objetivo es el mismo. No se debe
confundir el ser con el deber ser. No hay que perder de vista este fin real, si
se quiere explicar tantas maniobras, tantos rodeos y esfuerzos. ¿Pero el amor
pasional, o sea la intriga, puede servirnos para estar solos? No. Por más que
digamos que sí. Su fin es procrear, vivir en conjunto. El egoísmo no llega a
intriga, amigo Lorenzo, se queda encerrado con su terrible soledad, sufriendo
hasta su muerte. El amor es lo más natural y hermoso porque crea belleza; el
egoísmo es antinatural y jamás creará belleza o arte alguno. Lo único que le
queda a este pobre individuo es buscar un lazarillo, una mascota, para que al
menos pueda sonreír disimuladamente un poco.
—Pero
amigo, una cosa es que una persona se enamore cuando siente que ha encontrado
el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por
sus propios valores de intercambio, y otra cosa es ese amor, intrínseco, loco,
inhumano que llega a la obsesión. ¿Ese amor qué es? ¿Me puedes explicar?
—Te
lo voy a explicar mejor con un párrafo de nuestro amigo Erich Fromm. "...
tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas
llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter
milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo,
terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante,
al comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad del
apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una prueba de la
intensidad de su amor, cuando solo muestra el grado de su soledad
anterior". El flechazo no basta amigo, es tan simple, tan pobre, que la
naturaleza solo lo aprovecha como es, como lo que tiene que ser: una simple
intriga. El amor es un arte y como arte lo tienes que aprender como cualquier
otro arte: música, pintura, carpintería o el arte de la medicina o la
ingeniería... Ese es el verdadero amor. El que debemos enseñar a nuestros
hijos. Un amor que necesita esfuerzo y comprensión, que necesita cultura cuerda
y optimista. En pocas palabras, amigo, es una carrera, una profesión.
De
pronto, todo se puso en movimiento y volví como de un sueño. Al menos eso
pensé. No quise decirle nada a mis amigos, porque supuse que se burlarían.
Ellos habían terminado de sacar el esqueleto de sus envolturas y lo echaban al
saco de tocuyo. Poncho me vio y sonrió; “huevas, despierta; la flaca, siempre
la flaca; ven y carga esta huevada”. Entonces fui a su encuentro; mientras me
acercaba, vi que Joel, soltando unas lisuras, retrocedió un paso alejándose del
humor que desprendía el esqueleto. Luego de esto, nos pusimos en marcha. Ya en
la pendiente, como a cien metros del hoyo funerario, sentí que alguien nos
seguía a nuestras espaldas. Me volví y pude ver al hombre del abrigo
renacentista; lentamente nos seguía, como si fuera un cuarto amigo del grupo…
Luego se detuvo. Entonces, comprendí todo al instante. Claro, el amor es eso.
Giré mi cabeza y lo vi haciéndome una seña de despedida y como diciendo:
“vuelves”; se quedó parado en lo alto del cerro. Pensé volver luego; pero ya
era tarde. Ahora yo iba descendiendo, con el bulto sobre mis hombros, y meditando
pensamientos que no entendía. Iba con la cabeza gacha y perdida en el limbo de
mis reflexiones; tanto que no vi una valla de una empalizada y mi pecho chocó
con ella, dejándome sin respiración y logrando derribarme al suelo, cayendo
boca arriba, y haciendo que el esqueleto volara por los aires, originando una
curva parabólica, para luego aterrizar en un pedregal. Con el corazón en vilo
lo miré caer a escasos centímetros de Poncho. Cayó sobre un montón de piedras
sueltas, al otro lado de la empalizada.
—¡Puta!
Se ha desparramado el esqueleto sin cabeza. —farfulló Poncho.
—La
cagaste, pitufo. Ahora tenemos que encontrar todos sus pedazos. Y ya está
oscuro —dijo Joel.
—No
es nada. ¡Puta madre, no vi la valla de mierda! —Balbuceé adolorido.
A
todas mis tonterías vino a sumarse esta. Se me subió la sangre a la cabeza de
cólera. Ver el esqueleto desparramado era para reírse a carcajadas.
Sacudiéndome
la ropa, me puse en pie y comencé a andar en silencio; por detrás, soplaba un
tibio viento empolvado que hinchaba mi polo y espolvoreaba mis pantalones. Les
dirigí una rápida mirada apacible y juguetona, pero a mis amigos no les pareció
una broma. Después de aquella escena, me sentía como un tonto.
Haber
discutido con el mismísimo Maquiavelo casi toda la tarde me tenía revoloteando
las ideas en la cabeza. Recordé haber leído acerca de sus visitas a la bella
dama Ponte Delle Grazie, que siempre lo aguardaba "con el coño
abierto", según el deslenguado Andrea di Romolo. Él pensaba casarse con
ella, pero le habría parecido demasiado fría, vacía y silenciosa, como la casa
que le dejó su padre al morir. Entonces, optó por Marietta Corsini, de
condición social similar a la suya, lo cual era común en esos tiempos. Ella no
fue para él un gran amor, y mucho menos el gran amor de su vida, pero sí una
compañera importante, nada sumisa ni complaciente. Recordaba también sus
infidelidades ya estando casado y que nunca abandonó. Pero más que las
infidelidades de Niccolo, en su corazón pesaban las prolongadas ausencias de
él... Recordaba también a Leonardo y su Monna Lisa, nunca entregada. Sí, recordaba
a este precursor de Bacon y Copérnico, esbelto y bien constituido, de lentitud
proverbial, que nunca tuvo amorosamente entre sus brazos a una mujer. No
recordaba que hubiera en su vida una pasión platónica, como la de Miguel Ángel
por Vittoria Colona. Además, ¿cómo olvidar el sueño que tuvo con el buitre
introduciendo la cola en la boca del niño...
Logramos
reunir todos los pedazos de la osamenta en poco tiempo. ¿Sería posible que este
ser metido en un saco de tocuyo fuera un personaje que conoció el amor
verdadero? Era tan insignificante: simples huesos dispersos en nuestras manos.
Caminábamos
deprisa, y a cada paso, reconocía lo maravilloso que es la vida. Mi mente se
proyectaba, sin proponérmelo, hacia lo que sentía por una chiquilla delgada,
silenciosa y fría. Me resultaba muy bonito reflexionar sobre esas cosas sin
sentido —¡Demonios! La he vuelto a extrañar—. Me entró una pena, una nostalgia.
Seguía aún reflexionando sobre esto mientras caminaba junto a mis amigos hacia
la casa de Martín, quien nos esperaba.
—Habla,
habla, Lorenzo, ¿dónde te encuentras? —me decía a mí mismo. Poncho me dio una
palmada en el hombro. Salí de mi confusión.
—No
me digas en qué piensas, porque lo sé… —dijo.
—Nada.
Solo me preguntaba, ¿quién es este amigo que ahora está metido en un saco y con
una historia guardada para siempre?
Así
fui comprendiendo, de tumbo en tumbo, que yo tenía la culpa de muchas cosas,
especialmente por lo que me había sucedido debido al amor pasional. No había
por qué hablar de ella con mis amigos, de la chiquilla delgada y fría, sin
antes habérselo dicho. Fue un craso error. Fui un egoísta al no plantear el
destino que quería junto a ella. Arriesgar un futuro por un amor propio de
pacotilla, de cobardía. Creo que por lo que más odié a Maquiavelo en ese
momento fue por su tremenda parrafada tan corta y categórica. El amor es solo
intriga y esta tenía que concluir en lo más simple: Sexo; el arte más
intrínseco que la naturaleza nos ha regalado y del cual aún no hemos aprendido
nada. No sabemos ni efectuarlo. Le tenemos mucho miedo.
Llegamos.
Vi en el umbral a Martín con su modo de vestir, con la misma figura del hombre
primitivo del libro de Historia Universal. Ingresé. Me abalancé hacia el sillón
que se encontraba en su sala e hice caer pesadamente el saco de tocuyo con los
huesos empolvados y golpeados por mi caída, pero completos. ¡Qué alegría me
dio! Sentí que me había quitado un gran peso de encima. Yo me eché a reír
tontamente. El aspecto de mis amigos era serio y preocupado. Diría que de cansancio.
Sin embargo, Martín nos recibió con unas cervezas bien heladas que cambiaron
totalmente nuestros rostros. ¡Qué bien lo entendía ahora! Como si cada palabra
de mi amigo Maquiavelo se diera lentamente la vuelta delante de mí y yo viera
por el otro lado, por el lado oculto de la vida.
Loro
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