miércoles, 21 de marzo de 2012

Un grato encuentro

Me veía con curiosidad en el fondo del espejo. Estaba quieta, mirándome en él, pero más que mirarme miraba a los que en él se habían mirado. Era un espejo rectangular de borde biselado, estaba pegado en la pared de la sala, la que miraba al comedor en mi antigua casa. En ese espejo se habían mirado muchas veces mi madre y mi padre cuando aún estaban conmigo. Sentí por unos momentos que estaban prisioneros, allí, al fondo del espejo. Sin darme cuenta, había penetrado por intermedio de él al mundo de mis recuerdos. Se me vino a la mente mi época escolar, universitaria y no sé por qué la vez que me miré a la volada, arreglándome el cabello y mirando mi imagen vestida para la ocasión; tenía mi primera cita, iba a salir con Charly, mi amigo desde mi adolescencia, mi inigualable amigo. Lo recordaba en una charla ambigua y ocasional, llena de indirectas y de alusiones superficiales, la vez que nos encontramos accidentalmente en el mismo ómnibus y nos sentamos en el mismo asiento. Recuerdo que mientras yo me afanaba en hablar de nuestras cuestiones académicas, él, con una perorata imparable, se ufanaba hablando de política partidaria. Nunca nos llegamos a comprender. Al final ¡Qué extraño! He quedado sola pero acompañada de mi imagen incorporada en lo profundo de aquel espejo. Verdad que es triste quedarse sola, así, mirándose en un espejo y arreglándose para una misma. Pero quizá sea mentira que me encuentre sola pues creo en el retorno, en el regreso. Lo único cierto es que cuando veo mi imagen en el interior del espejo me pesan los años vividos. La verdad, no he llevado la cuenta de mis años. Supongo que son muchos en los que he aprendido a vivir sola y tal vez de un modo que me permita volverlo a vivir. 
***
Sonó el teléfono.  –¿Quien será?– Me pregunté sin mucha curiosidad. Sentí que no esperaba a alguien. Me acerqué al aparato.
– Aló. ¿Quién habla?
–¡Hola Bety! ¡Soy yo... Greta! ¿Ya no te acuerdas de mí? Hola amiguita. Mira, quiero salir contigo. Espérame cambiadita que ya te caigo... Quiero salir a celebrar... Ya te contaré.
Me sorprendió. Estaba estupefacta. Me quedé muda por un momento. Logré reaccionar.
–¡Vaya! ¡Al fin! ¡Pensé que ya te habías muerto... ! Ya era tiempo de que aparecieras... ¿Y cómo estás...?
Conversábamos y conversábamos de muchas cosas con voces atrevidas. La sentí muy complacida y exaltada. Yo no lo podía creer.
–¡Bety, tenemos que vernos... ! Ahora parto para tu casa. Ya te cuelgo... 
– Ok. Entonces me cambio y te espero. 
Nos despedimos. Ella seguía exaltada y yo turbada. No salía de mi asombro.
Era mi amiga Greta, que desde que se casó había dejado de hacer ejercicios, de salir sin pedir permiso, de beber y fumar y de frecuentarme por tantísimo tiempo; ahora que por fin se había separado del retrasado de su marido, me llamó por teléfono y me invitó para salir para celebrarlo.
La esperaba con mucho ánimo. Con unas ganas de contarle todas mis cosas como antes. Era una amiga de tanto tiempo, mi mejor amiga. No la había visto casi desde hacía veinticinco años, después que se casó con "el macho" y majadero novio, guapo él, pero muy bruto, que la había conquistado con su cara linda y la billetera de su papi.
Esperándola con mucha emoción y con unas ganas de alejarme de mi casa, ya arreglada, me senté en el sillón y me dormí sin darme cuenta. No sé por cuánto tiempo. Solo recuerdo que estaba en mi sala, con las piernas recogidas y con la cabeza cómoda sobre el sillón. Era agradable no saber si era un sueño o si fingía hacer volar mis pensamientos mientras dormitaba. Yo estaba allí, mirándome de reojo en el espejo, mirando mi imagen, y en él me veía con un rostro risueño, placentero, respondiendo una llamada, despeinada y con una ropa muy suelta.
–Hola Charly, ¿y ese milagro?
–Así son los milagros… Te invito a almorzar... ¿Estás durmiendo? Te he oído bostezar…
–No, ya no… Sólo hace un ratito… Ok. Te parece en “el chifa” de siempre... –le hice recordar.
–Ok. Allá te espero…
Me he arreglado en un santiamén y he ido a su encuentro. Yo iba ligera de ropa, con una blusa colorida de lino y un pantalón blanco muy suelto; la misma ropa con la cual esperaba a mi amiga. El calor era insoportable. Mientras me encaminaba a su encuentro, me puse a meditar: “… no estoy sola, esta mañana me ha telefoneado y me ha dicho que desea conversar conmigo. Me ha invitado a almorzar en un conocido restaurante chino que queda a pocos minutos de mi casa”. ¿Cómo se puede estar sola con alguien como él?
No sé como hice, pero llegué. Allí estaba mi inigualable amigo, un hombre de mediana estatura y los cabellos largos y desordenados, casi acostado en la silla y apoyando sus codos en la mesa de un restaurante chino. Llevaba un polo marrón y un pantalón jeans azul. Encima de la mesa, al lado de su mano derecha, tenía unas hojas blancas e impresas y un libro de cuentos de Ribeyro.
–¡Hola! ¿Leyendo a Ribeyro? Y esas hojas escritas, ¿son el comienzo de tu novela?... –Lo saludé logrando sorprenderlo.
Se puso en pie, se volvió hacia mí y sonrió, sonrió sin ningún esfuerzo; yo hice lo mismo. Luego nos hemos saludado con un fuerte beso en las mejillas, muy cerca de nuestros labios y con un fuerte abrazo también. Es raro, pero me ha causado una mejor impresión que la última vez que lo vi. No presentaba el desagradable nerviosismo que se le notaba en su cara pálida, de aquella noche. Ahora parecía un actor con experiencia, un actor más curtido por no decir más viejo en mañas.
–¿Esos papeles son el comienzo de tu novela? –le volví a preguntar.
Me dirigió una mirada indagatoria. Ha hecho un ademán evasivo cuando le he preguntado por su futura novela. Yo sabía que aún no la había empezado. Me había escrito un correo unos días antes en el que me dijo que ya tenía a la protagonista. Se iba a llamar: Katia. Era una amiguita que tuvo con él un romance en sus años de pubertad. “Una niña de cabellos castaños y ojos zarcos”. Guiñando el ojo con una sonrisa, se atrevió a contestarme:
–Sí. Ya la he empezado. Creo que es el momento de escribir, escribir y escribir. Aunque más me agrada conversar contigo… A pesar de mi mucho trabajo, me sobra el tiempo. Ese tiempo lo quiero dedicar a escribir y a conversar lo más que pueda contigo. Es la manera de deshacerme de él con inteligencia… ¿Tú qué crees?
Estaba apoyado en un codo, cogiéndose el mentón y apartándose con una de sus manos los cabellos que tenía en la frente y me miraba sonriendo. No cabía duda, me estaba coqueteando y me daba por la parte que a mí más me gusta. Me observaba incrédulo y sonreía como queriendo proponerme algo. En ese instante el mozo llegó y logró interrumpirlo. Hicimos los pedidos casi de memoria: Un Kam lu Wantan, un Cha chi Cay y una Coca cola de litro. Hasta me hizo gracia la indiferencia con que hemos hecho nuestros pedidos. Era como si ya conociéramos de mucho antes nuestros gustos “chiferos”. Ninguno de los dos tenía prisa. Charly sentado en su silla enfrente de mí, mirando de reojo a sus papeles escritos, y luego inclinando su cabeza y cogiéndolos, me los ha entregado.
–Es un adelanto de mi novela. Quisiera que lo leyeras con detenimiento. Luego me das tu opinión…
Esto era injusto. Él había traído sus escritos y yo nada de nada. Quise protestar pero no me salía la voz. Lo quedé mirando pensativa. Me dio una hoja, luego otra y otra… y pronto todo no fue más que un fajo de papeles que parecían querer ser leídos con curiosidad.
–Vaya que has escrito bastante. Pensé que aún no lo habías empezado. ¿Me lo estás dando para que me los lleve?
Se lo dije mirándolo sorprendida.
–Sí. En tu casa lo lees… –me contestó inmediatamente. No gesticulaba al hablar.
Se levantó, casi en pie, sacó no sé qué de su billetera y volvió a sentarse. Sus rasgos eran agudos y tenía algo singular en su mirada. Con un rápido movimiento acomodé el fajo de hojas que me había dado en mi cartera. Lo miré sonriendo con ironía, y le dije:
–¡Gracias! Lo leeré… y lo releeré. Yo estoy por empezar otro relato. Estoy buscando un buen tema. Bueno, como tú has tenido tu primer amor en la pubertad, y lo vas a convertir en novela, me has dado una excelente idea. Tal vez haga lo mismo… No sé si llegue a novela. Pero sin dudas, será un relato muy largo y muy emocionante. Hasta diría que picante…
No terminaba de hablar cuando puso una cara de disgusto. Me dio lastima verlo pestañear de asombro. Forzaba una risita y se frotaba la frente con el dorso de la mano. Llegó el mozo con los dos platos sobre una fuente. Eso le dio tiempo para tomar aire y relajarse de la impresión.
Nos conocíamos desde la adolescencia y había salido varias veces con él, pero nunca lo había visto como en aquella tarde, sobresaltado y muy celoso. Allí esperó un momento. No sabía concretamente qué decirme. Luego sin poder contener el temblor de su cara y elevando los ojos y las cejas, me dijo:
–¿Y cómo se llama el fulano que tuvo una relación amorosa contigo en la pubertad…? Nunca me lo habías dicho… ¡Nunca! –farfulló
Recogí sus frases de dudas y celos y lo guardé dentro de mí, presa de un violento regocijo. De inmediato comprendí que era la oportunidad para  regodearme.
–No te he dicho que fue en la pubertad… No he mencionado fechas. Tal vez sea en la época del colegio… ¿Quién sabe? No soy como tú, que le pones sellos a cada uno de tus relatos. Además tampoco tú me lo habías dicho. Es la primera vez que mencionas a tu amiguita púber. Nunca antes me lo habías mencionado.
Se nos veía en la cara, en todos nuestros movimientos, hasta en la manera de agarrar los cubiertos y comer, esa sensación de ingravidez, como barcos a la deriva. Son esos celos estúpidos de adolescentes que a nuestra edad, eran incomprensibles, aunque muy exquisitos y placenteros.
De la nada, estábamos peleando. Yo dudaba de la existencia de aquella niña, y sabía que el otro no existía. Pero me agradaba fastidiarlo y fastidiarme. Tal vez al quedarme pensando en esto, hice una mueca sin sentido con algún músculo de la cara, porque él me miró extrañado. El aprovechó entonces para observarme detenidamente, como si yo fuera una sospechosa de algo. No cabía duda que estaba molesto. Preso de un repentino coraje, me dijo:
–¡Dejemos a Katia que descanse tranquila! ¡Ella ya no está con nosotros,… dejémoslo ahí…!
Su cara era la de un ceniciento amargado. Un rostro de cachaco raso. Me quedé callada. Siguió una pausa. El corazón me dio un vuelco y mi pecho se comprimió. Lo desconocía y no sabía quien estaba en esos momentos conmigo. Balbuceó no sé qué más; se puso en pie y me miró apretando los dientes. Luego permaneció callado tanto rato, que faltó poco para ponerme en pie y retirarme. Le tenía miedo por primera vez.
Algo increíble entonces sucedió. Cambiando totalmente su rostro y reconciliándose con la vida y, desdoblándose se me acercó, me tomó de las dos manos,  y con una sonrisa agregó:
–Todo es una bobada que me he inventado para molestarte. Nada es cierto. Hasta Katia nunca existió…
Después de los reproches y del intercambio de golpes orales, él me lo había confesado: Katia no existía.
–Charly –le dije con voz muy tranquila–. Júrame que todo eso es mentira. Y pídeme perdón, porque de lo contrario, te tomaré como un canalla.
Me sujetó muy fuerte de las dos manos y me puso en pie, me tomó de la cintura, y sin reparar en los demás comensales, me dio un beso, un enorme beso en la boca. Luego dijo indiferente:
–Sí, es mentira. Pero hay una verdad que me he atrevido a ocultarte y quiero decírtelo ahora: "a pesar de todo y del tiempo transcurrido sigo enamorado de ti…"
Seguí parada, erguida e inmóvil el cuerpo, yo no podía mover los labios… Lo miraba con más detenimiento: tenía la cara más abultada y un poco de panza pero estaba en algo por no decir bueno. El buscaba mis ojos y se sonreía. No sé si sería por mi figura madura y seria. O por mi ropa muy suelta. Pero me miraba sin respeto como creando un clima de intimidad.
–¿De veras?... ¡Me mientes! ¿Hasta cuándo piensas jugar conmigo? ¡Cómo si no te conociera…! –Le dije.
Charly se calló. Su abundante cabellera lacia y negra, le daban un aspecto sensual. Plegaba los labios casi soltando una sonrisa. Los ojos no se le distinguían, chinos de emoción. Seguía cogido de mis dos manos. Yo lo miraba con curiosidad y afecto. Este gesto pareció reanimarlo. Luego quiso explicarme de qué se trataba todo esto. Balbuceó algo. No le entendí. Sus labios se entreabrían de placer mientras me miraba. Tomó una bocanada de aire. Ya no pudo más.
–Sabes ­–me dijo– Me gustaría tirarme un lance contigo después de salir de aquí. Estás muy bien y tienes una buena pinta con esa ropa muy suelta. Me da ganas de hacerte algo, no sé, escaparme al primer hotel que conozco…
Cruzamos las miradas. En la de él había esa luz dura y firme, impenetrable, la de un Neandertal. Levantaba el rostro y entrecerraba los ojos hablando sin parar. Las mechas le saltaban por las sienes apretadas por las patillas de sus gafas. Desde los ojos le fluía un brillo extraño. Todo enmarcado en un rostro ovalado, lampiño y remilgado.
Me llovía una torrencial gama de palabras que le gustan a cualquier amante. Y me llovía allí, acomodada y arrinconada sin poder decir algo. Pude salir de mi estupor y no pude más que reírme:
–Ja, ja, ja…
Mi mano se desliza por el sillón hacia el vacío. Mi cara se ilumina con una sonrisa inmensa. Doy un cabeceo haciendo temblar todo mi cuerpo. Parecía no vivir ni respirar siquiera, dejando escapar de cuando en cuando profundos suspiros. Con los ojos fijos en él, trataba de seguirle. Experimentaba una sensación desconocida. Era como si cada uno expresara todo aquello que estaba guardado por mucho tiempo. En estos vagos e infinitos deseos, la ruda voz de mi amigo se pierde a lo lejos, cimbrando desenfrenada. Mi despertar se llena de mariposas fosforescentes que se escapan pulverizadas e insatisfechas. Salgo del ceremonial y placentero juego de pasiones, y ahora lejos, muy lejos de su invitación al sexo… Y de súbito nada... La realidad me aturde y la confundo...
¡Qué extraño! He quedado sola. Como antes… La puerta de la calle ha dado un ligero golpe. Alguien ha entrado y se ha detenido junto a mí. De imprevisto veo una enorme mano blanca, que me palmea el hombro, que me toma del cuerpo agitándolo... Una risa incongruente siguió a una chillona voz. Era Greta, mi amiga que venía a mi búsqueda… Sí, era ella porque me abrazaba muy fuerte y hablaba sin detenerse.  
Libertad

domingo, 18 de marzo de 2012

Una merecida paliza

Me encontraba a punto de iniciar mí acostumbrada siestecita, luego de un buen almuerzo. Estaba acurrucándome cómodamente cuando me pareció escuchar que alguien tocaba el timbre con insistencia. Al poco rato, una de mis hijas me alertó:
—Papá, te busca uno de tus amigos.
—¿Alguien conocido?
—Pues creo que no lo conozco. Lo invité a pasar a la sala. Está allí, esperándote.
¿Quién sería? Mis hijos conocen muy bien a toda la cofradía de galifardos habituales, así que no se trataba de ninguno de ellos. Bajé a la sala y lo reconocí de inmediato. Era Lalo, uno de mis mejores amigos de la secundaria, a quien hacía varios meses que no veía.
—Hola Poncho —me saludó.
—Holas Lalo, tanto tiempo sin vernos, ¿qué brisa te trajo por aquí después de tantas lunas?
Nos estrechamos la mano y lo abracé vigorosamente. Noté que se encogía ligeramente bajo mi abrazo y que no pudo contener una queja de dolor . Nos separamos y lo miré con atención. Recién entonces me percaté de su aspecto; de inmediato le pregunté:
—Oye Lalo, ¿qué te ha sucedido?… estás sumamente chancado… ¿Algún accidente?… ¿Algún asalto?… ¿Ya recibiste atención médica?
—Luego te cuento… ¿estás ocupado?
—Nada que sea urgente compa… ¿en qué te puedo ayudar?
—Pues pasé por aquí y pensé en saludarte. Está haciendo calor ¿Nos tomamos un par de cervezas?
—Ok, espérame un momento; le paso la voz a mi familia y bajo.
Me acicalé un poquito, saqué mis llaves y partimos con rumbo al Parque central, al lugar en donde últimamente acostumbramos reunirnos con los amigos. Durante el trayecto prácticamente no cruzamos ninguna palabra. Lalo rengueaba ligeramente y se mantenía mudo y pensativo, por lo que no quise importunarlo con algún comentario fuera de lugar, al menos no por el momento.
Al llegar al bar nos acomodamos en nuestra mesa habitual. De inmediato nos abordó la jovencita que suele atendernos. Pedimos nuestra tradicional cerveza bien helada, para comenzar, y nos sentamos frente a frente. Por fin pude mirarlo con mayor detenimiento. Su cabeza estaba cubierta por un gorrito azul, en sus pómulos tenía un par de moretones y lucía un ojo morado, con algunos arañazos que se extendían hasta su cuello. No pude resistir la curiosidad por más tiempo. Medio en serio, medio en broma, le pregunté.
—Pues en mi vida te había visto tan aporreado ¿Quién hizo tamaña bajeza? Por los arañazos supongo que fue una mujer… ¿o te peleaste con un marica?
—No jodas Poncho… —me reconvino con acritud— mira que hoy no estoy para bromas.
—Pues lo siento Lalo, somos amigos desde los doce años y ya me conoces…
Justo en aquel momento llegó la jovencita con la cerveza solicitada, así que procedimos a llenar nuestros vasos. Estaba presto a realizar el primer brindis cuando, sin mayor ceremonia, Lalo bebió toda su cerveza de un solo sorbo y, mirando al suelo, me confesó a media voz:
—Fue mi esposa.
Lo quedé mirando durante un instante que se hizo eterno. No quise interrumpirlo para escuchar qué más me decía; él se limitó a llenar nuevamente su vaso para secarlo de inmediato. Luego, esbozando una mueca que pretendía ser una sonrisa, permaneció mudo, mirándome fijamente.
—¿Y?… ¿Te lo merecías? —le pregunté, rompiendo su prolongado silencio.
—Supongo que sí —me contestó, mirándome a través de su vaso vacío.
—Pues espero que haya valido la pena —le retruqué, al mismo tiempo que le hacía señas a la encargada para que nos trajese otra cerveza, y la reconvenía a que estuviese atenta para ir proveyéndonos de otras a medida que acabásemos la que teníamos.
Me miró largamente, tal vez intentando ordenar sus ideas. Yo me limitaba a darle pequeños sorbos a mi vaso, saboreando lo que quedaba de mi chela, atento a lo que me decía.
—Te contaré —dijo Lalo, tomando una gran bocanada de aire—, nunca te lo dije, pero hace varios meses que me nombraron Gobernador en mi distrito…
—Si, nos enteramos —lo interrumpí —Supimos que te involucraste en la política y que te dieron ese cargo, pero como nunca nos lo comunicaste, preferimos hacernos los que no sabíamos. Después de todo, no es novedad que quienes creen que ascienden tiendan a olvidarse de sus amigos… Y tú sabes que nunca nos metemos en donde no nos llaman; además, tus razones habrás tenido…
—Aunque te parezca mentira, ese cargo casi no me dejó tiempo para nada —intentó excusarse.
—Por supuesto que me lo parece —le contesté, con tono sarcástico—, ¿pero qué tiene que ver aquello con la zurra que te han propinado?
—Pues que pusieron a mi disposición una oficina y personal bajo mi cargo.
—Humm, cuando dices “personal” te refieres a alguna hembrita ¿no es cierto?
—Así es. Me asignaron una secretaria jovencita, que estaba más buena que el pan.
—¿Y resumiendo?
—Que me puse a trampear con ella.
—¿Y en dónde se ubica tu oficina?
—A dos cuadras de mi casa.
Con Lalo, al igual que con todos mis amigos, nos tenemos una confianza absoluta. Nos conocemos de toda la vida, así que podemos decirnos de frente y sin cortapisas todo lo que pensamos.
—¿Trampeando tan cerquita de tu casa? ¡Si serás imbécil!
—Es que cuando uno está realmente enamorado no tiene en cuenta esos detalles…
—¡¿Qué cosa?!… ¿Enamorado de tu trampa? ¡Si serás un reverendo cojudo!
—¡Pero qué tiene de malo! Imagínate que con ella llegue a gastar todo mi sueldo en una sola noche…
—¿Todo tu sueldo? Ya veo cómo la enamoraste… Pero ¡ándate a la mierda, Lalo!… Y con lo tacaño que eres… si hasta donde recuerdo muy rara vez nos has invitado una puta cerveza.
Me parecía inverosímil escuchar lo que me relataba… después de lo tanto que habíamos recorrido, de las incontables peripecias que habíamos compartido y, sobre todo… ¡a su edad! No pude evitar experimentar una extraña mezcla de lástima y rabia con mi viejo amigo, pero preferí no continuar amonestándolo como se merecía. Sería como patearlo viéndolo tirado en el suelo. Tan solo me limité a decirle:
—Me ha provocado un cigarrito, ¿me esperas? Voy a comprar una cajetilla en la bodega que está al frente y regreso.
—Ok, aquí te espero.
Me dirigí a la bodega a hacer un poco de tiempo. Encendí un cigarrillo y luego de unos minutos, más calmado, regresé. Intentando mantener la conversación, le pregunté:
—¿Y cómo así es que tu mujer te ha podido lesionar tanto? ¿Fue ella sola o lo hizo con ayuda?
—Eso es lo más gracioso. Según me informé después, ella se enteró de mi infidelidad hace más de dos semanas, pero no me dijo nada, por lo que yo pensé que estaba pasando piola.
—¿Entonces?
—Pues que ella esperó pacientemente a que llegase borracho a mi casa. Lo único que recuerdo de esa noche es que desperté de dolor cuando me propinó un palazo en la cabeza. Luego no recuerdo más, pero mira, mira como me ha dejado —y mientras hablaba se quitó el gorrito y desabotonó su camisa.
A duras penas pude contener la risa, al contemplar que la cabeza de Lalo estaba completamente rapada, como en nuestras épocas de cachimbos, y que tenía múltiples contusiones en todo el tórax. Al parecer, su furibunda y ahora cornuda esposa no se había satisfecho con dejarlo inconsciente de un palazo, pues después había hecho gala de sus dotes de peluquera, tusándolo de muy mala manera, y luego se había ensañado con él, golpeándolo, arañándolo y asestándole más palazos a diestra y siniestra.
—Discúlpame Lalo, pero la sacaste barata. Por cojudo te arriesgaste a más que eso.
—¿Y qué más podía hacerme la condenada?
—Pues imagínate que a tu mujer se le hubiese ocurrido emular a la Bobbit esa. Te habría emasculado de un solo corte y ahorita estaría platicando con Lalo el eunuco —le contesté con sorna.
—Tienes razón —me respondió, poniendo expresión de preocupación, mientras reía sin convicción.
—Y a propósito, ¿cómo está la relación con tu mujer?
—Estamos separados por el momento, pero seguro que regresamos.
—¿Y con tu trampa?
—Ella si que no quiere ni verme, después de que mi mujer y mi cuñada le dieron una soberana tunda. Además, en el barrio todos la detestan.
—¿Y cómo quedó tu cargo?
—Estoy jodido. Por todo el roche y la polvareda que se levantó me han suspendido del cargo de gobernador. Al final me quedé sin cargo, sin oficina y, lo que es peor, sin mi trampita. Lo único que he ganado son problemas con mi familia y dolores en todo el cuerpo… ¿Pero sabes qué Poncho?
Y entonces pronunció estas palabras, que jamás entenderé:
—¿Sabes? No me arrepiento y, si pudiera, lo volvería a hacer.
Anonimus

jueves, 15 de marzo de 2012

Carta a un amigo

Hoy es domingo y es de noche, paseo sola, recorro todos los lugares en los que deambulamos juntos, atrapados. Todo está diferente, la gente misma ha cambiado. Todo, menos mi nostalgia; porque no apareces por ninguna parte. Llego al parque, los niños juegan sin parar, llenan la noche de bullicio, como tú y yo la llenamos aquel día, con muchas palabras, humor e inevitables emociones. Ahora me parece un parque enigmático, triste sin tu presencia… Doy unos pasos y me detengo, me quedo observando. En una de las bancas, sentados y sonrientes, una pareja de enamorados esbozan extraños movimientos, como si fueran pintores que dibujan sobre lienzos…
Estoy recordando perfectamente aquel día, era de noche, no muy tarde, allí, sentados en una banca y acompañados discretamente de una luna llena. Me hablabas de las anécdotas que compartiste con tu abuelo; una en especial, aquella, cuando te leyó las cartas y te explicó tu vida y su futuro… Exhalabas ligeros suspiros recordando los mejores momentos de tu vida. Sí, nos encontrábamos casi unidos, muy juntos, en una de las bancas del Parque Central de nuestro distrito, tú luchando con tus "pancitas" y yo luchando con unos "anticuchos", y bebiendo nuestras gaseosas de rato en rato.
Al pedir las gaseosas… ¡Tú, cuando no! Siempre concediéndome la contra:
Yo quiero Coca Cola —te dije.
Procurando disimular tus burlas y qué sé yo y sólo para pelear, inclinándote, me susurraste al oído:
¡Qué fea bebida!... Yo, Inca Kola.
Al rato, no comprendí el por qué te entró la risa después de recibir las gaseosas. Juraría que fue por las muecas que realizaba con la boca llena mientras disfrutaba de aquel sabroso anticucho… ¡Vaya ocurrencias!
Me escuchabas con interés, con pasividad, cuando te hablaba seriamente sobre aquella disciplina vedada para mí. Te lo expresaba sin tener cuidado, sin disfrazar nada. Tú nunca quisiste creerme… sólo me mirabas con una relajada y temerosa prudencia. Lo cierto es que ninguno tenía cara de disgusto, solo sonreíamos como nunca a pesar de mi afirmación... “El matrimonio es cosa seria, es una pesadilla tan lúcida, una razón ignominiosa de lealtades que yo nunca  podre tener”, te decía…
Recuerdo también a la niña que se nos acercó sin que nos diéramos cuenta; cogió tu gaseosa y se lo llevó muy rápidamente a la boca, sin poder lograrlo. Se mojó todita, hasta el zapato. Llegó corriendo su mamá y me miró abochornada.
¡Disculpe...! ¡Ay, esta niña!
La señora nos ofreció otra gaseosa, pero tú le dijiste que no se preocupara:
¡Así son los niños! Traviesos. ¡No tiene importancia!
Poco faltó para que le entregaras mi gaseosa. A pesar de todo, la noche seguía siendo buena.
Satisfecha, con ardiente serenidad, reposaba mis manos en las tuyas. La verdad, es que no tenía costumbre de comer con un amigo, sentado en una banca y riéndome tanto.
Más interesante y cómica se puso la noche cuando llegó de improviso nuestra amiga Reyna y nos interrumpió, festejando habernos descubierto.   
Estaba observando a mí alrededor, revisando todo lo que acontecía en el parque, cuando al volverme hacia ti, me di cuenta que me estabas mirando atentamente, con unas ganas de decirme algo. No te atreviste. Sólo diste un soplido hinchando tu sonrisa.
¡Miente! —te dije yo ¿Qué quieres decirme? ¿Quieres que entienda tu silencio?
¡No!, no, para nada... Sólo meditaba las cosas que suceden a uno, que suceden como ahora. No sé por qué me suceden a mí.
Vi tu mismo retrato de siempre: una cara temerosa, mirándome de reojo. Pero también era la primera vez que te veía tan elegante y algo guapo. Más guapo que elegante. Tal vez hasta altivo en algunos momentos.
Luego de un corto silencio y después que el ají te picara la lengua, ventilándote la boca con tu mano abierta, me pediste que te hablara de mis sentimientos:
¿Por qué no crees en el matrimonio?
Qué tonta pregunta, pensé. Me veía visible, vulnerable a tu lado. Te lo repetí. Lo hice porque era mi verdad… hasta ese día. Vi tu cara de enojo, de incrédulo. Claro que me engañaba. Y qué cosa querías. ¿No te diste cuenta que me temblaba la voz cuando te lo decía…?
Comimos, bebimos y nos hemos burlado de todo sin parar, por un buen rato. Nos echamos a reír y luego fuimos a dar una vuelta sin que nos importase nada. Paseamos juntos y pronto llegó la conversación ligera de dos personas que se sienten libres, pero no satisfechas. Nos volvimos a sentar. No había ganas de separarnos.
Recuerdas, nuestra amiga Reyna llegó de improviso y nos acompañó hasta el final. Al mirar mi reloj, te dije que ya era muy tarde. Que era hora de retirarnos. Te lo advertí levantando la muñeca y enseñándote el reloj. Asentiste y recorrimos acompañado de nuestra amiga hasta llegar a nuestras casas...
***     
Es muy raro, pero esa misma noche, mientras circulaba sola por el parque, me apresuré a recordar la vez que me leíste la mano, y tus palabras lisonjeras advirtiéndome mi buena suerte… ¡No valía! Lo dijiste por quedar bien conmigo: "Tendrás mucho dinero, una larga vida y vivirás feliz"... Al llegar cerca de tu escuela, en la que acabaste tu primaria, miré el lugar donde te reúnes con nuestros amigos del colegio; no quiero mentirte, pero te imaginaba allí, sentado, de espaldas a mí, igual como te imagino en tus relatos conversando junto con ellos. La verdad, me invadió la nostalgia totalmente. También, esa misma noche, me pareció ver entre la gente a un hombre parecido a ti en su contextura y caminar. Apuré el paso hasta casi chocar con él… No eras tú, no podía ser tú...
Regresé a mis recuerdos, me los eché al hombro mientras caminaba, aún más sola, bordeando el parque. Me vinieron unas ganas de llamarte. Pero entorné los ojos, sacudí la cabeza y me contuve. Era triste ver que ya no existía la banca en la que nos sentamos aquella noche, para comer los anticuchos y las pancitas; para beber las gaseosas.
***
Antes de empezar mi relato, quiero que sepas que no me era fácil volverte a ver después de lo que te dije en el comedor de San Marcos. Estaba afectada por lo que había hecho, y afectada más por haber perdido al amigo que me gustaba tanto.
Me costaba trabajo verte cuando me cruzaba contigo. Hacía un esfuerzo para mirarte, era un laberinto de laberintos.
Yo me sentía más sola que nunca. Fue después de lo que pasó en el comedor. Aquella tarde cuando lo destrocé todo. Te vi sufrir como nunca. No sé, quizá no está bien que yo lo diga. Cuando volví a mi casa, fui directo a mi dormitorio y dejé regado mis libros y cuadernos sobre mi escritorio. Me tiré de espaldas en la cama y me puse a meditar. No saqué ninguna conclusión…
Lo recuerdo como si acabara de suceder: tu mirada, tu sonrisa, mis palabras torpes, tu tristeza, el fuego en tus ojos y tus lisuras. Cuando te marchaste, me quedé de una sola pieza...
No terminé de recordar aquello y sentí que estaba a punto de llorar. Se me nubló la vista y oí con que violencia me latía el corazón. Me entraba una ira de tan solo pensarlo. ¡No hubieras ido! ¡Con quién me iba a pelear ese día!... Sólo quiero que lo sepas.
***
Quiero que recuerdes algo conmigo. Sé que somos totalmente distintos a la hora de actuar. He leído los últimos relatos en el blog. Todos, hasta tus fantasías... La verdad te lo agradezco. Pero quiero resolver algo contigo a pesar de todo. Para comenzar, voy a relatarte algo que tal vez tú ya no recuerdes. Lo escribiré de la mejor manera y sin esconder nada...
Comienzo ahora:
Debí de haberte saludado de mala manera tan pronto abrí mi puerta y te vi parado con aquel disco. Me diste por primera vez un beso en la mejilla. Tú no lo recuerdas.
¡Hola! ¿Sabes quién te envía un saludo? —te presentaste sonriendo y como si antes no hubiera pasado nada Roberto.
¿De veras? Dale mis gracias y envíale también mis saludos.
Me pusiste en la mano aquel disco de Silvio Rodríguez: Unicornio. Nunca había escuchado a aquel cantautor. Luego lo escuché muchas veces, que al final, me llegó a gustar. ¡Cuándo no, tú con tus delicadezas! Sabías que yo estaba molesta contigo.
¡Feliz cumpleaños, Estrella!
Cumplía veintidós. Miré en derredor, no había nadie. Estaba excitada con tu regalo y tenía ganas de darte un beso. Pero me contuve. Sólo me atreví a farfullar:
¡Eres un loco! ¿De dónde has sacado este disco? ¿Quién es Silvio Rodríguez?
No pudiste menos que volver a mirarme inquieta. Nos quedamos callados por unos momentos. Luego diste una mirada en tu entorno, como si buscarás ayuda.
Silvio es un cantante cubano de voz vidriosa... Me gustan sobre todo sus letras. Pero... ¿Puedes salir conmigo al parque? No sé, a dar una vuelta…
Tenía que hacer varias cosas académicas en ese momento, pero no sé qué me pasó, y te contesté:
¿Y qué me vas a invitar?... ¡No! no... Te estoy fastidiando… Espérame un momento, voy a ponerme algo más cómodo.
Al fin, dadas las ocho de la noche, nos encaminamos hacia el parque. Tuve que hacer un esfuerzo para no agarrarte de la mano. Sé que tú nunca te hubieras atrevido. Además estabas en falta. De pronto me preguntaste si el próximo domingo podíamos salir al cine. Te dije que no. Me disculpé:
Tal vez el próximo domingo. Estoy en exámenes. ¿Tú, no?
Pusiste una cara sinuosa y laberíntica. Te quedaste callado por unos instantes. Luego llevándote la mano a la boca, me dijiste:
—Está bien... Sí, yo también tengo exámenes... Será para después.
Llegamos al parque y nos detuvimos frente a una parrilla, la cual estaba rodeada de mucha gente y que humeaba sin parar. Me preguntaste:
¿Qué vas a querer? ¿Anticuchos?, ¿pancita?...
Yo procuraba mirarte a los ojos. Quería saber si en realidad eras tú. Habíamos deambulado por las calles sin tener la necesidad de pensar y repensar cada palabra. Tu mirada y tu voz eran discretas. Pero me temías íntima e infinitamente. Llevabas un pantalón jeans azul y una camisa blanca a rayas con manga corta.
Para mí… anticuchos —te dije.
Balbuceaste un chiste que no logré entender y te reíste solo. Yo sonreí condescendiente.
Estoó… A ver, tres anticuchos y una porción de pancita. ¿Tiene gaseosas? —le dijiste a la señora, que en ese momento estaba con muchos clientes y apabullada con los pedidos.
Volviéndose hacia los dos, nos dijo:
Un momentito, termino con ellos y luego les despacho… ¡No!, no tenemos gaseosas, pero mi hijita se los puede comprar…
Después del zafarrancho de cosas, por fin nos despacharon los benditos anticuchos y las pancitas. Se dio por terminado la cola y fuimos en busca de una banca. Fue un momento agradable el que tuve en esos momentos. Al verte luchar con los otros clientes y tratando de complacerme, me hizo sentir que era algo más que una amiga. 
Nos acercamos a una banca vacía del parque; nos sentamos a comer dejando de hablar por un corto tiempo.
Más tarde, una vez terminado de comer y beber: ¡Vaya coincidencia!
¡Hola Estrella!.. ¡Hola Charly…! ¡Provecho!
Era Reyna, una amiga del colegio y también de nuestro salón de clases. Habíamos terminado junto con ella en la misma aula.
¡Hola!... ¿Qué haces caminando solita? ¡Te pueden raptar...! —la saludé mientras ella se inclinaba y te daba un beso en la mejilla.
Ella nos miró sorprendida. Era mi vecina de barrio, y además, con quien yo me había sentado en la misma carpeta. Nos frecuentábamos y nunca le dije que Charly, el callado y tímido, nuestro amigo de promoción, me venía a buscar para salir juntos.
¡Ahí, ahí no más, no se paren! ¿Desde cuándo están juntos? Se lo tenían bien guardado… ¡Hum!.., los descubrí...
Quise decirle que salíamos desde hacía ya tiempo pero que aún no éramos nada, me quedé callada, disimulé no haberla escuchado. Entonces, le di un sorbo a mi gaseosa, levanté la vista hacia ella, y, tratando de cambiar la conversación, le dije: 
¿Y qué te cuentas? Me han dicho que ya estás de novia... ¡Te felicito!
Esbozando una sonrisa íntima, primaveral, se me acercó y me palmeo la espalda.
—¿Y ustedes, cuándo?... No se hagan los locos... ¿Tú qué dices Charly?
No sabías qué hacer. Te vi parpadear atónito. Luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos echamos a reír. Me hizo más gracia tu rostro de miedo. Pero como siempre tienes una respuesta para todo, levantaste la cabeza y con cara de payaso, le dijiste:
—Ya nos hemos casado en el mes de setiembre, en el mes de la primavera y del amor. A ella le ha chocado el embarazo. Si estamos aquí, es porque está con antojos, y es un antojo de anticuchos.
Reyna nos miró perpleja. Yo te escuché en silencio, mordiéndome los labios, llevándome la mano a la boca, para no soltar una risotada por tu ocurrencia.
—¿Qué? —interrogó— ¡Desembuchen todo, hasta el fin...! Mira que ni siquiera me han invitado a su matrimonio... ¿Cuántos meses tienes?
—¿Cuántos meses tengo? —te pregunté, siguiendo con la broma— .Creo que cuatro o cinco ¿no?...
Me miraste con cara seria, aguantándote la risa. Ella seguía impaciente queriendo saberlo todo. Te pusiste en pie y luego mirándome la panza, le dijiste:
—A ver... ¡Hum!... Cómo fue antes de casarnos, creo que son cinco. ¿Cuándo lo hicimos?
Ya no aguantaba más observando la cara de tonta que tenía nuestra amiga. Podrá parecer ridículo, pero quise parar la broma y no pude. Levanté la cabeza y mirándote, le dije. 
—No, no estoy embarazada. Estamos en tratamiento, él tiene problemas para engendrar... Es un caso rarísimo... de esos que ocurren una vez en mil años...
Me miraste sorprendido por mi respuesta. Yo con cara seria, no aguantaba la risa. Nuestra amiga empezó a dudar de nuestras afirmaciones. Pues nos miró extrañada. Al darse cuenta, nos respondió molesta:
—Se han estado burlando de mí, ¿no? Ya me lo estaba creyendo… Pero hacen una bonita pareja. ¿Hay algo entre ustedes?... ¡Díganme la verdad…!
Te dejé que hablaras. Pero te pusiste a juguetear con la botella de gaseosa. Te quedaste mudo. Te faltaban unas margaritas para que las deshojaras. Por fin tuviste un momento de lucidez.
—¡Linda noche! —exclamaste cambiando de cara— ¡Estas son las noches que a uno le cambian la vida! La fiesta navideña ya está cerca… ¡Qué rápido se ha ido el año!
Nuestra amiga te miró sorprendida. Y casi gritando, nos dijo:
—Se hacen los locos ¿no?... Entonces hay algo.
Allí esperó un momento, no sabía cómo hacernos hablar. Me puse en pie y acomodándome los lentes, le contesté:
—Somos solamente amigos. Nada más.
Ella mirándote con amargura, te dijo:
—¿Es verdad Charly?... ¿Son solamente amigos?
—Sí. Somos amigos. Ella no me quiere aceptar, se hace la difícil…
Cogiéndome el rostro con los dedos, y sobándome la boca, te miraba fijamente. Me preguntaba: ¿Qué, yo era difícil? ¿Cuándo me ha dicho algo para yo no aceptarlo?... Callé, esperando que aprovecharas el momento y me lo dijeras. Me gustabas un montón en esos momentos. Te vi tartamudear como un bobo a tus veintidós años. ¡Qué te costaba decirlo!: “Sí, estoy enamorado de ella. Por eso la vengo a buscar... Estrella, ¿quieres ser mi enamorada?"
Había bastante luz. Ella te cogió del brazo, y yo la seguí, haciendo lo mismo. Los tres caminamos con dirección a la casa de ella, la cual estaba cerca de la mía, despacio, porque Reyna tenía un golpe en el tobillo. Yo buscaba, buscaba darte un codazo, por uno u otro lado. O de repente tirarte al rio que en esos momentos estaba muy cargado.
Mientras caminábamos, muy juntos y apretados, todo me parecía tan simple, tan cercano, muy lejos de mis dudas. 
Libertad