Me
veía con curiosidad en el fondo del espejo. Estaba quieta, mirándome en él,
pero más que mirarme miraba a los que en él se habían mirado. Era un espejo
rectangular de borde biselado, estaba pegado en la pared de la sala, la que
miraba al comedor en mi antigua casa. En ese espejo se habían mirado muchas
veces mi madre y mi padre cuando aún estaban conmigo. Sentí por unos momentos
que estaban prisioneros, allí, al fondo del espejo. Sin darme cuenta, había
penetrado por intermedio de él al mundo de mis recuerdos. Se me vino a la mente
mi época escolar, universitaria y no sé por qué la vez que me miré a la volada,
arreglándome el cabello y mirando mi imagen vestida para la ocasión; tenía mi
primera cita, iba a salir con Charly, mi amigo desde mi adolescencia, mi
inigualable amigo. Lo recordaba en una charla ambigua y ocasional, llena de
indirectas y de alusiones superficiales, la vez que nos encontramos
accidentalmente en el mismo ómnibus y nos sentamos en el mismo asiento.
Recuerdo que mientras yo me afanaba en hablar de nuestras cuestiones
académicas, él, con una perorata imparable, se ufanaba hablando de política
partidaria. Nunca nos llegamos a comprender. Al final ¡Qué extraño! He quedado
sola pero acompañada de mi imagen incorporada en lo profundo de aquel espejo.
Verdad que es triste quedarse sola, así, mirándose en un espejo y arreglándose
para una misma. Pero quizá sea mentira que me encuentre sola pues creo en el
retorno, en el regreso. Lo único cierto es que cuando veo mi imagen en el
interior del espejo me pesan los años vividos. La verdad, no he llevado la
cuenta de mis años. Supongo que son muchos en los que he aprendido a vivir sola
y tal vez de un modo que me permita volverlo a vivir.
***
Sonó
el teléfono. –¿Quien será?– Me pregunté sin mucha curiosidad. Sentí que
no esperaba a alguien. Me acerqué al aparato.
–
Aló. ¿Quién habla?
–¡Hola
Bety! ¡Soy yo... Greta! ¿Ya no te acuerdas de mí? Hola amiguita. Mira, quiero
salir contigo. Espérame cambiadita que ya te caigo... Quiero salir a
celebrar... Ya te contaré.
Me
sorprendió. Estaba estupefacta. Me quedé muda por un momento. Logré reaccionar.
–¡Vaya!
¡Al fin! ¡Pensé que ya te habías muerto... ! Ya era tiempo de que
aparecieras... ¿Y cómo estás...?
Conversábamos
y conversábamos de muchas cosas con voces atrevidas. La sentí muy complacida y
exaltada. Yo no lo podía creer.
–¡Bety,
tenemos que vernos... ! Ahora parto para tu casa. Ya te cuelgo...
–
Ok. Entonces me cambio y te espero.
Nos
despedimos. Ella seguía exaltada y yo turbada. No salía de mi asombro.
Era
mi amiga Greta, que desde que se casó había dejado de hacer ejercicios, de
salir sin pedir permiso, de beber y fumar y de frecuentarme por tantísimo
tiempo; ahora que por fin se había separado del retrasado de su marido, me
llamó por teléfono y me invitó para salir para celebrarlo.
La
esperaba con mucho ánimo. Con unas ganas de contarle todas mis cosas como
antes. Era una amiga de tanto tiempo, mi mejor amiga. No la había visto casi
desde hacía veinticinco años, después que se casó con "el macho" y
majadero novio, guapo él, pero muy bruto, que la había conquistado con su cara
linda y la billetera de su papi.
Esperándola
con mucha emoción y con unas ganas de alejarme de mi casa, ya arreglada, me
senté en el sillón y me dormí sin darme cuenta. No sé por cuánto tiempo. Solo
recuerdo que estaba en mi sala, con las piernas recogidas y con la cabeza
cómoda sobre el sillón. Era agradable no saber si era un sueño o si fingía
hacer volar mis pensamientos mientras dormitaba. Yo estaba allí, mirándome de
reojo en el espejo, mirando mi imagen, y en él me veía con un rostro risueño,
placentero, respondiendo una llamada, despeinada y con una ropa muy suelta.
–Hola
Charly, ¿y ese milagro?
–Así
son los milagros… Te invito a almorzar... ¿Estás durmiendo? Te he oído
bostezar…
–No,
ya no… Sólo hace un ratito… Ok. Te parece en “el chifa” de siempre... –le hice
recordar.
–Ok.
Allá te espero…
Me
he arreglado en un santiamén y he ido a su encuentro. Yo iba ligera de ropa,
con una blusa colorida de lino y un pantalón blanco muy suelto; la misma ropa
con la cual esperaba a mi amiga. El calor era insoportable. Mientras me
encaminaba a su encuentro, me puse a meditar: “… no estoy sola, esta mañana me
ha telefoneado y me ha dicho que desea conversar conmigo. Me ha invitado a
almorzar en un conocido restaurante chino que queda a pocos minutos de mi
casa”. ¿Cómo se puede estar sola con alguien como él?
No
sé como hice, pero llegué. Allí estaba mi inigualable amigo, un hombre de
mediana estatura y los cabellos largos y desordenados, casi acostado en la
silla y apoyando sus codos en la mesa de un restaurante chino. Llevaba un polo
marrón y un pantalón jeans azul. Encima de la mesa, al lado de su mano derecha,
tenía unas hojas blancas e impresas y un libro de cuentos de Ribeyro.
–¡Hola!
¿Leyendo a Ribeyro? Y esas hojas escritas, ¿son el comienzo de tu novela?...
–Lo saludé logrando sorprenderlo.
Se
puso en pie, se volvió hacia mí y sonrió, sonrió sin ningún esfuerzo; yo hice
lo mismo. Luego nos hemos saludado con un fuerte beso en las mejillas, muy
cerca de nuestros labios y con un fuerte abrazo también. Es raro, pero me ha
causado una mejor impresión que la última vez que lo vi. No presentaba el
desagradable nerviosismo que se le notaba en su cara pálida, de aquella noche.
Ahora parecía un actor con experiencia, un actor más curtido por no decir más
viejo en mañas.
–¿Esos
papeles son el comienzo de tu novela? –le volví a preguntar.
Me
dirigió una mirada indagatoria. Ha hecho un ademán evasivo cuando le he
preguntado por su futura novela. Yo sabía que aún no la había empezado. Me
había escrito un correo unos días antes en el que me dijo que ya tenía a la
protagonista. Se iba a llamar: Katia. Era una amiguita que tuvo con él un
romance en sus años de pubertad. “Una niña de cabellos castaños y ojos zarcos”.
Guiñando el ojo con una sonrisa, se atrevió a contestarme:
–Sí.
Ya la he empezado. Creo que es el momento de escribir, escribir y escribir.
Aunque más me agrada conversar contigo… A pesar de mi mucho trabajo, me sobra
el tiempo. Ese tiempo lo quiero dedicar a escribir y a conversar lo más que
pueda contigo. Es la manera de deshacerme de él con inteligencia… ¿Tú qué
crees?
Estaba
apoyado en un codo, cogiéndose el mentón y apartándose con una de sus manos los
cabellos que tenía en la frente y me miraba sonriendo. No cabía duda, me estaba
coqueteando y me daba por la parte que a mí más me gusta. Me observaba
incrédulo y sonreía como queriendo proponerme algo. En ese instante el mozo
llegó y logró interrumpirlo. Hicimos los pedidos casi de memoria: Un Kam lu
Wantan, un Cha chi Cay y una Coca cola de litro. Hasta me hizo gracia la
indiferencia con que hemos hecho nuestros pedidos. Era como si ya conociéramos
de mucho antes nuestros gustos “chiferos”. Ninguno de los dos tenía prisa.
Charly sentado en su silla enfrente de mí, mirando de reojo a sus papeles
escritos, y luego inclinando su cabeza y cogiéndolos, me los ha entregado.
–Es
un adelanto de mi novela. Quisiera que lo leyeras con detenimiento. Luego me
das tu opinión…
Esto
era injusto. Él había traído sus escritos y yo nada de nada. Quise protestar
pero no me salía la voz. Lo quedé mirando pensativa. Me dio una hoja, luego
otra y otra… y pronto todo no fue más que un fajo de papeles que parecían querer
ser leídos con curiosidad.
–Vaya
que has escrito bastante. Pensé que aún no lo habías empezado. ¿Me lo estás
dando para que me los lleve?
Se
lo dije mirándolo sorprendida.
–Sí.
En tu casa lo lees… –me contestó inmediatamente. No gesticulaba al hablar.
Se
levantó, casi en pie, sacó no sé qué de su billetera y volvió a sentarse. Sus
rasgos eran agudos y tenía algo singular en su mirada. Con un rápido movimiento
acomodé el fajo de hojas que me había dado en mi cartera. Lo miré sonriendo con
ironía, y le dije:
–¡Gracias!
Lo leeré… y lo releeré. Yo estoy por empezar otro relato. Estoy buscando un
buen tema. Bueno, como tú has tenido tu primer amor en la pubertad, y lo vas a
convertir en novela, me has dado una excelente idea. Tal vez haga lo mismo… No
sé si llegue a novela. Pero sin dudas, será un relato muy largo y muy
emocionante. Hasta diría que picante…
No
terminaba de hablar cuando puso una cara de disgusto. Me dio lastima verlo
pestañear de asombro. Forzaba una risita y se frotaba la frente con el dorso de
la mano. Llegó el mozo con los dos platos sobre una fuente. Eso le dio tiempo
para tomar aire y relajarse de la impresión.
Nos
conocíamos desde la adolescencia y había salido varias veces con él, pero nunca
lo había visto como en aquella tarde, sobresaltado y muy celoso. Allí esperó un
momento. No sabía concretamente qué decirme. Luego sin poder contener el
temblor de su cara y elevando los ojos y las cejas, me dijo:
–¿Y
cómo se llama el fulano que tuvo una relación amorosa contigo en la pubertad…?
Nunca me lo habías dicho… ¡Nunca! –farfulló
Recogí
sus frases de dudas y celos y lo guardé dentro de mí, presa de un violento
regocijo. De inmediato comprendí que era la oportunidad para regodearme.
–No
te he dicho que fue en la pubertad… No he mencionado fechas. Tal vez sea en la
época del colegio… ¿Quién sabe? No soy como tú, que le pones sellos a cada uno
de tus relatos. Además tampoco tú me lo habías dicho. Es la primera vez que
mencionas a tu amiguita púber. Nunca antes me lo habías mencionado.
Se
nos veía en la cara, en todos nuestros movimientos, hasta en la manera de
agarrar los cubiertos y comer, esa sensación de ingravidez, como barcos a la
deriva. Son esos celos estúpidos de adolescentes que a nuestra edad, eran
incomprensibles, aunque muy exquisitos y placenteros.
De
la nada, estábamos peleando. Yo dudaba de la existencia de aquella niña, y
sabía que el otro no existía. Pero me agradaba fastidiarlo y fastidiarme. Tal
vez al quedarme pensando en esto, hice una mueca sin sentido con algún músculo
de la cara, porque él me miró extrañado. El aprovechó entonces para observarme
detenidamente, como si yo fuera una sospechosa de algo. No cabía duda que
estaba molesto. Preso de un repentino coraje, me dijo:
–¡Dejemos
a Katia que descanse tranquila! ¡Ella ya no está con nosotros,… dejémoslo ahí…!
Su
cara era la de un ceniciento amargado. Un rostro de cachaco raso. Me quedé
callada. Siguió una pausa. El corazón me dio un vuelco y mi pecho se comprimió.
Lo desconocía y no sabía quien estaba en esos momentos conmigo. Balbuceó no sé
qué más; se puso en pie y me miró apretando los dientes. Luego permaneció
callado tanto rato, que faltó poco para ponerme en pie y retirarme. Le tenía
miedo por primera vez.
Algo
increíble entonces sucedió. Cambiando totalmente su rostro y reconciliándose
con la vida y, desdoblándose se me acercó, me tomó de las dos manos, y
con una sonrisa agregó:
–Todo
es una bobada que me he inventado para molestarte. Nada es cierto. Hasta Katia
nunca existió…
Después
de los reproches y del intercambio de golpes orales, él me lo había confesado:
Katia no existía.
–Charly
–le dije con voz muy tranquila–. Júrame que todo eso es mentira. Y pídeme
perdón, porque de lo contrario, te tomaré como un canalla.
Me
sujetó muy fuerte de las dos manos y me puso en pie, me tomó de la cintura, y
sin reparar en los demás comensales, me dio un beso, un enorme beso en la boca.
Luego dijo indiferente:
–Sí,
es mentira. Pero hay una verdad que me he atrevido a ocultarte y quiero
decírtelo ahora: "a pesar de todo y del tiempo transcurrido sigo
enamorado de ti…"
Seguí
parada, erguida e inmóvil el cuerpo, yo no podía mover los labios… Lo miraba
con más detenimiento: tenía la cara más abultada y un poco de panza pero estaba
en algo por no decir bueno. El buscaba mis ojos y se sonreía. No sé si sería
por mi figura madura y seria. O por mi ropa muy suelta. Pero me miraba sin
respeto como creando un clima de intimidad.
–¿De
veras?... ¡Me mientes! ¿Hasta cuándo piensas jugar conmigo? ¡Cómo si no te
conociera…! –Le dije.
Charly
se calló. Su abundante cabellera lacia y negra, le daban un aspecto sensual.
Plegaba los labios casi soltando una sonrisa. Los ojos no se le distinguían,
chinos de emoción. Seguía cogido de mis dos manos. Yo lo miraba con curiosidad
y afecto. Este gesto pareció reanimarlo. Luego quiso explicarme de qué se
trataba todo esto. Balbuceó algo. No le entendí. Sus labios se entreabrían de
placer mientras me miraba. Tomó una bocanada de aire. Ya no pudo más.
–Sabes
–me dijo– Me gustaría tirarme un lance contigo después de salir de aquí. Estás
muy bien y tienes una buena pinta con esa ropa muy suelta. Me da ganas de
hacerte algo, no sé, escaparme al primer hotel que conozco…
Cruzamos
las miradas. En la de él había esa luz dura y firme, impenetrable, la de un
Neandertal. Levantaba el rostro y entrecerraba los ojos hablando sin parar. Las
mechas le saltaban por las sienes apretadas por las patillas de sus gafas.
Desde los ojos le fluía un brillo extraño. Todo enmarcado en un rostro ovalado,
lampiño y remilgado.
Me
llovía una torrencial gama de palabras que le gustan a cualquier amante. Y me
llovía allí, acomodada y arrinconada sin poder decir algo. Pude salir de mi
estupor y no pude más que reírme:
–Ja,
ja, ja…
Mi
mano se desliza por el sillón hacia el vacío. Mi cara se ilumina con una
sonrisa inmensa. Doy un cabeceo haciendo temblar todo mi cuerpo. Parecía no
vivir ni respirar siquiera, dejando escapar de cuando en cuando profundos
suspiros. Con los ojos fijos en él, trataba de seguirle. Experimentaba una
sensación desconocida. Era como si cada uno expresara todo aquello que estaba
guardado por mucho tiempo. En estos vagos e infinitos deseos, la ruda voz de mi
amigo se pierde a lo lejos, cimbrando desenfrenada. Mi despertar se llena de
mariposas fosforescentes que se escapan pulverizadas e insatisfechas. Salgo del
ceremonial y placentero juego de pasiones, y ahora lejos, muy lejos de su
invitación al sexo… Y de súbito nada... La realidad me aturde y la confundo...
¡Qué
extraño! He quedado sola. Como antes… La puerta de la calle ha dado un ligero
golpe. Alguien ha entrado y se ha detenido junto a mí. De imprevisto veo una
enorme mano blanca, que me palmea el hombro, que me toma del cuerpo
agitándolo... Una risa incongruente siguió a una chillona voz. Era Greta, mi
amiga que venía a mi búsqueda… Sí, era ella porque me abrazaba muy fuerte y
hablaba sin detenerse.
Libertad