Con mucho cariño para ti Katia por todos los recuerdos que
tengo junto a ti y que conservo y nunca olvido. Te fuiste a donde no podía
llegar con mi trompo y mi huaraca... ¡Allá tan lejos...! Alzaste vuelo y me
dejaste con mi primera ira y mi primer amor; te fuiste despidiéndote de mí,
cuando apenas tenías doce años... Era tu corazón un vaso lleno de solo alegrías
para mí; y hoy, el recuerdo de tu sonrisa y de tus ojos zarcos son una luna
llena que siempre me alumbra como una lámpara...
Loro
Al
oscurecer de una tarde de verano y desde hacía unos quince minutos estaba ante
la puerta de mi cuarto, en el interior, dubitativo. Había llegado el momento de
ir al lugar de encuentro propuesto por una chiquilla: cerca de las líneas del
tren.
Me
di ánimos y como pequeño fantasma salí furtivamente de mi casa y caminé apegado
a las paredes, agazapado. Avanzaba sin dificultad con los ojos totalmente
abiertos y con una mezcla de miedo y confusión. La luna ya hacía su aparición,
llena y muy iluminada. El sol se había puesto hacía un rato y las nubes
anaranjadas estaban despidiendo al día, allá desde muy lejos. Así no tardé en
bordear la primera esquina y seguir sin dejar de mirar a ambos lados de la
calle. Caminaba apurando el paso, siempre pegado a la pared y sigilosamente subiéndome
el pantalón, que se me caía por debajo de la cintura. Daba saltos pequeños con
el rostro animado y la boca cerrada, tomando aire por la nariz. No me faltaba
sino una esquina más para estar fuera del alcance de la mirada de mi madre o de
algún conocido delator. Al fin lo logré. Volví la cabeza atrás y pude notar que
lo había conseguido. Ahora solo quedaba tomar la pendiente y caminar más
tranquilo en dirección del punto acordado.
Al
llegar a las líneas del tren la encontré de pie, con la mirada fija, resoplando
por la nariz y arrimada al poste de la señal ferroviaria. Llevaba un vestido
celeste con encaje, que le llegaba por debajo de las rodillas.
—Bien, ya
estoy aquí. ¿Soy yo a quien quieres ver? —le
pregunté, dudando.
—Hum… mejor tarde que nunca… ¿Verte?, no sé… Pero sí eres tú con quien quiero hablar. Mejor
vamos más allá, en donde hay pastito… Por acá pasa mucha gente adulta y nos van
a molestar… Los adultos caminan tristes y solitarios. Andan como locos, llenos
de tonterías...
—Está bien…
Pero ya está oscureciendo… Lo de tristes y solitarios lo dices por tu tía, ¿no?
La
chiquilla se quitó la vincha y me miró con cara seria. Después giró el cuerpo, dio unos pasos y me
dio un golpe pequeño en la espalda.
—¡Por supuesto que no…! —dijo exaltada—. Mi tía es muy buena y
única… Es inteligente. Y no es como las otras. Y si hubiese querido se
casaba... Ella no es una solterona pobre. No se cansa de decirme que estudie y me
cuide de ustedes.
Luego de defender a su tía, siguió durante un rato inflamada de
colera.
—Eh —gritó, levantando el
puño—. Mírame.
Mientras la mirarla en silencio, me esforcé por comportarme con
calma. Ella al darse cuenta de que simplemente fue una pregunta a destiempo, solo
dijo más tranquila:
—No es así, mi tía es muy
buena…
Dejamos
de hablar y nos pusimos a caminar casi corriendo. Ella me cogía la mano izquierda
muy fuerte. Así cruzamos las líneas del tren y saltamos juntos una acequia. Al
ingresar al maizal, desaparecimos por entre el ramaje. Segundos después, nos
desviamos por un pequeño sendero limitado por maíces de hojas verdes y
amarillas.
—¿No hay personas mayores por acá? —le pregunté.
—No… Ellos se van al otro lado —replicó con una sonrisa burlona—.
Mi tía me ha dicho que vienen para hacer sus cochinadas.
—¿Cochinadas? —interrogué arrugando la frente. Aunque sabía de lo
que se trataba.
La
chiquilla estalló con una sonora carcajada.
—¡Pepe…, por favor! Si yo sé que ustedes van a ese lado para ver
lo que hacen… Ustedes también son otros cochinos…
Me gustó que dijera mi nombre. Fue como un encantador canto para
mis oídos.
—¿Eso crees? Y cómo sabes tanto…
—No. No creo ni sé nada… Mi tía…
—Lo sabrá porque habrá estado
allí… —alegué.
Ignorando mis últimas palabras, no quiso reanudar la conversación.
Solo me contempló por unos segundos y, como
si por instinto conociese la orientación, me hizo apurar el paso, riendo y agarrándose
el cabello castaño, largo y crespo. Yo la seguía originando muecas indistintas
con mis labios. Aquí y allá, de rato en rato sujetaba mi pantalón sin correa ni
tirantes, mientras con la otra mano me lo subía disimuladamente. Mi polo
anaranjado, de cuello negro, flameaba por el viento; y mis zapatos sin
pasadores querían salir volando en cada salto. Por la carrera, nuestros pasos
infantiles hacían resonar las hojas secas y resecas del maizal.
Por
fin llegamos en donde ella quería estar. Era un lugar libre de maíz y revestido
de pasto verde y amarillo: como si fuera un lunar de la inmensa chacra. Muy
cerca una humilde acequia de agua colorida nos acompañaba. El maíz que nos
rodeaba no permitía miradas indiscretas. Yo de pie, callado y quieto, la miraba
a hurtadillas, para no parecerle impertinente. Así, mientras sus manos buscaban
algo prendido a su vestido, ella me miraba sonriendo, de forma muy bonita. Entre
tanto, ubicándose mejor, dio unos pasos adelante sin dejar de mirar para todos
lados. Cuando se detuvo, se arrodilló recostando las piernas sobre el césped. Seguidamente,
levantando la vista, me dijo:
—Ya, ahora que
estamos aquí ponte cómodo, eres desde ahora mi huésped. Tienes que imaginar que
estás en el interior de mi casa…; y este es mi jardín. Pero no quiero que me
vengas con cumplidos. Tú solo eres mi invitado… ¿Está bien? Además, la
luna será nuestra lámpara y nuestro testigo. Quiero hacer una ofrenda y un
pacto contigo... Pero no quiero que se lo digas a nadie... Será nuestro
secreto... ¿Está bien?
Mientras
hablaba, aprovechó para reclinarse, recoger las piernas y quedarse cómodamente sentaba.
Entonces paseó la mirada sobre mí y con gestos, me dijo:
—Ven, siéntate aquí, conmigo. Ves, hay mucho silencio… ¿En tu casa
todo el mundo grita? Porque en mi casa hasta el perro no para de ladrar… ¡Es
insoportable!
—En mi casa la única que grita es mi mamá, pero cuando hacemos
travesuras… Tu papá es "el gringo", ¿no?… Todos dicen que es muy
malo… Yo le tengo miedo. La otra vez nos corrió de tu calle con su correa en la
mano… Mis amigos y yo tuvimos que salir corriendo y dejar regadas por el suelo muchas
bolitas que salieron de nuestros bolsillos… También se quedó mi huaraca…,
porque no tuve tiempo de recogerla… Mis amigos siempre hablan de él como si
fuera un ogro…
Ella se puso en pie retirando rápidamente la mano que agarraba una
de las mías. Se estremeció y me miró asombrada. Después se volvió a sentar muy
pegada a mí. Estaba muy cerca cuando apretando los labios, me dijo:
—No hablemos de eso. No me gusta.
—Solo te quería hacerte saber que "el gringo" se llevó
mis bolitas y mi huaraca... Yo sé que fue él.
—No fue él... Y si no quieres que me vaya, no hablemos más de eso…
—Bueno, está bien, ya no hablaré de eso…, que se quede con mis
bolitas y mi huaraca… ¡Total!, ya ganaré otras…
Fui entonces condescendiente con ella. Y, en efecto, no volvimos a
hablar de aquello. Estaba claro que la hería mucho. Quería demasiado a su papá,
se le notaba en su hermosa cara. Lo quería tal y como era y a pesar de todo lo
malo que escuchaba de él.
***
Por
aquel entonces teníamos diez años. Ella era una miga que conocí en el otro
barrio, cuando fui con unos amigos para intercambiar figuritas y jugar al
trompo. Vivía cerca del rio, en la cuadra doce de la avenida Morales Duárez. Su
nombre era Katia. Mocita inquietante y muy bella, de ojos zarcos: de esos que
revelan una agradable pasión y engrandecen un misterio. Poseía una inteligencia
especial y una espontánea coquetería infantil.
La
primera vez que la vi con importancia fue una tarde en que me sonrió con
picardía y me guiñó el ojo mientras me hacía una mueca con su lengua salida de
su boca. Estaba parada tras los cristales, en el umbral de una enorme ventana,
con la cabeza inclinada y cogida al marco con las dos manos. Traía un vestido
blanco, con cuello de encaje, y una vincha, también blanca, que tiraba su
cabello hacia atrás. Parecía inmensamente sana, ligera y esbelta.
Al
ver que se burlaba de mí, me puse serio y le respondí con un gesto: coloqué mis
dos manos, con el pulgar sobre las sienes, y los agité como si fueran alas. A
lo que ella respondió llevándose las manos a la cabeza, mirándome fijamente y
con cólera. Su cara estaba colorada.
—Si te crees muy hombrecito, el día de mañana te espero a las seis
de la tarde, solo, en el poste de las señales del tren…
No sé por qué, pero en ese momento me pareció que la conocía de
tiempo y que estaba en deuda con ella. No la había visto antes con la
curiosidad de ahora, y si la había visto no le tomé importancia. Era una
chiquilla más del otro barrio. Pero al verla burlándose de mí, y en mi propia
cara, y además retarme con una cita a solas, me dije: “esta chiquilla cree que
soy un tonto obligado a soportar su burla”. Así que, colocando las dos palmas
de mis manos a cada lado de mi boca, le grité:
—¡Voy a estar a esa hora! ¡Voy a llevar mi trompo por si no
vienes…!
La gata, como la llamaban en su barrio, soltó una carcajada y
desapareció de la ventana. Inconscientemente me quedé quieto. Y uno o dos
minutos después abrió la puerta y se quedó detenida en el umbral.
—Ven, ¿tienes miedo?... Ven. Tu nombre es Pepe, ¿no?
Y diciendo esto, avanzó unos pasos e hizo como si viniera hacía
mí. Pero se detuvo y volvió a la puerta.
No entendía el porqué, pero me vinieron unas ganas inmensas de
acercarme y estar junto a ella; quería que me sacara la lengua, cara a cara.
Pero el miedo a su papá, “el gringo”, me ganó. Me limité entonces a llegar a
diez metros de ella. Lo que aproveché para hacer bailar mi trompo con ademanes
y peripecias que yo conocía muy bien. Al verlo bailar sobre mi mano, me agaché
e incliné la cabeza, solté mi brazo y lo llevé nuevamente al suelo, dejándolo
bailar hasta su fin. Pero era mejor decirle algo. Así que volví la vista hacia
ella y le contesté:
—Sí. Así me llaman... ¡Yo sé que tu nombre es Katia!... El cabezón
me lo ha dicho…
Sin que me diera cuenta, se acercó e intempestivamente me cogió de
la mano y me llevó cerca de la ventana. Ya detenidos, me miró por todos los
lados con rostro inquieto y absorto.
—Tienes ropa de payaso. Y eres bajito y flaquito. De lejos siempre
me pareciste más alto... —esto último lo dijo advirtiendo que se le había
escapado, porque la vi sonrojarse.
Aun sosteniendo la huaraca en una de mis manos comprendí enseguida
que Katia se había fijado en mí y que me coqueteaba burlándose y sacándome de
quicio otra vez. Si no fuera así ella nunca se hubiera atrevido ni siquiera a
hablarme, y menos con ese tono burlón. Los chiquillos de mi cuadra siempre
la seguían como abejorros. Hablaban muy bien de ella: que era muy hermosa y
siempre vestía muy bien. Tal vez por eso nunca me atreví a acercarme ni a
imaginármela conversando conmigo.
A pesar de todo ello, me vi obligado a hablar con soltura.
—Somos muy pobre y a mi madre no le alcanza el dinero, lo poco que
gana lo usa solo para los estudios, los míos y los de mis hermanos… Si no te
gusta mi ropa, ¿qué voy hacer?... ¿Tú lees cuentos? Porque a mí sí me gusta
leer de todo… Tengo muchas historietas, un cajón lleno… Y hay una biblioteca
pequeña en mi casa. Están todos los libros usados de mis hermanos. Eso es más
importante, me ha dicho mi madre.
Fue la primera vez en mi vida que lamenté no estar bien vestido.
Fingí que me daba lo mismo estar como estaba. Así que me solté de ella y fui a
recoger mi trompo que aún seguía tirado en el suelo. Katia se quedó sorprendida
por lo que le había dicho. Por eso, luego, logrando estar animada, me dijo:
—Ojalá que hayas leído “El caballero Carmelo” o “Paco Yunque” —exclamó
enojada—. Quiero ver si en verdad lees mucho o solo eres un mentiroso. No me
gustan los fanfarrones…
—¿Crees que no sé lo suficiente?... Yo escribo todos los días.
Escribo sobre mi familia y mi perro… Y leo bastante… Si quieres hablamos de “Los
jefes” o “Gallinazos sin plumas” —le contesté—. Ya me tengo que ir…, puede
salir tu papá y me va a sacar corriendo de aquí.
En su casa vivía con su papá que era viudo y con una de sus tías
que era vieja y severa; una solterona que le solía contar consejos de beata y
que le había advertido que no se juntara con ningún chico del barrio, porque éramos
unos vagos y atrevidos sin ningún futuro. Tal vez por eso, Katia que era lo
contrario, no se complicaba la vida pensando en esos problemas de viejas, se
sentía incapaz de comprenderlos; solo se dedicaba a verla y escucharla con
cariño. Katia, en plena pubertad, solo pensaba en verse libre de la tutela
doméstica y correr sabiéndose apreciada por los chiquillos de su barrio y del
mío.
—Sí, es mejor que te vayas… Si te encuentra conversando conmigo,
no sé qué te haría... Bueno, entonces nos vemos mañana, a las seis de la tarde,
en el poste de la señal para los trenes… ¡No me gustan los cobardes...!
Yo, casi corriendo y mirando a todos lados, con cara de miedo, le
dije que sí, que mañana estaría presente en el lugar escogido por ella...
***
Sentados y casi apegados, ella me miraba atenta y yo la miraba con
mucho asombro. Ya no hablábamos de los asuntos de su casa o de su papá,
"el gringo". Solo nos limitamos a conversar de lo que queríamos ser
cuando fuéramos grandes.
—¿Qué vas hacer cuando termines el colegio? ¿Piensas casarte?
—preguntó.
Suspiré con una sonrisa, pero sin aliento. Volé mentalmente por
todos los rumbos de mi presente, pasado y futuro. Mi memoria se quedó vacía por
un momento. Y ella no dejaba de mirarme fijamente, con sus diez años a cuesta.
Me hacía sentir como si estuviera sentado frente a mi madre, interrogándome. Al
ver que no contestaba, frotándose las manos y con una extraña expresión en el
rostro, me dijo, refunfuñando:
—¡Di algo, hombre! ¡No te quedes callado…!
Logré articular algunas palabras, balbuceando, pero sin ningún
sentido. Katia abría sus manos para insistir con su pregunta. La miré con el
rostro algo pálido. Los ojos se me centraron y al fin logré hilar mis palabras.
—Quiero ser ingeniero. Me gustan las matemáticas… Me gustaría
hacer un puente que comunique Carmen de la Legua con el otro lado… ¿Tú conoces
el otro lado del río?...
Me miró con la cabeza en alto, como si quisiera abrirse camino y
echarme una bofetada. Así, con una expresión severa en el rostro y con gesto de
descontenta, me dijo:
—Pero, te vas a casar, ¿sí o no?...
Me incliné y le dirigí una mirada interrogativa. Y para ganar
tiempo cogí mis zapatos negros y sin lustrar y los ubiqué en algún sitio. Meditando
mi respuesta, me puse a envolver la huaraca sobre el trompo, con la cabeza
gacha. Entonces me atreví y le contesté:
—No he pensado en eso… No sé si me quiera casar… Pero quiero tener
una casa grande para que vengan todos mis amigos a jugar… ¿Por qué me preguntas
cosas de mayores? ¿Tú piensas casarte?
Me puse en pie y lancé mi trompo contra el pasto. La luna
iluminaba con su resplandor la acequia, que no estaba muy lejos. Más allá se
escuchaba el sonido del tren que hacía su presencia retumbándolo todo. Me
acordé de mi madre y de lo que se iba a preocupar y molestar cuando descubriera
que yo no estaba en mi cuarto. Encogí mis hombros, como no dándole importancia.
Me volví hacia Katia y empecé a hacer ademanes a su alrededor, jugando con mi
trompo.
—Ahora tú estás callada ¿Piensas casarte? Creo que yo no. Mi
hermano me ha dicho que son boberías... de mujeres.
Katia me miró de refilón y no respondió. Enrolló su vestido, la
dobló jugando con él, sujetándolo con sus dos rodillas; luego se quitó la
vincha, levantó la vista y se quedó mirándome pensativa, como midiendo sus
palabras. Volvió el rostro hacia el maizal y después giró la cabeza hacia mí.
Al darse cuenta de que yo la miraba sin inmutarme, se puso seria.
—¡Yo sí me voy a casar! —dijo, levantando la cabeza y peinándose
los cabellos sueltos con sus dos manos—. Si tú no quieres casarte, entonces,
¡todo se va al diablo!... Cómo vamos a hacer una ofrenda y un pacto si tú no
quieres casarte... ¡Eres un cobarde…!
Se puso la vincha; se la quitó de nuevo; y soltando otro insulto me
miró enseñándome los dientes. Ya no me pude callar como antes; ella me había
tachado de cobarde y se reía de mí con desdén. Ágilmente me senté a su lado, y
fingiendo un carraspeo, le dije:
—¿Me has invitado para burlarte de mí?
Katia se encogió de hombros y me dirigió una mirada a los ojos, con
los suyos, zarcos y severos. Y sin más preámbulo, me dijo:
—Eres muy raro y tonto. No
has desarrollado aún tu cerebro. ¿Cómo puedes pensar así? Todos los chicos se
mueren por mí y yo estoy aquí a solas con el más tonto de todos... ¡No
entiendes nada!
Me tiré de espaldas sobre el césped soltando mi trompo; me tiré
con los brazos en cruz y cerré mis ojos por un momento. Lo pude comprender.
Katia me estaba proponiendo ser mi novia y hacer una ofrenda y un pacto
conmigo, y yo estaba comportándome como un imbécil. Entonces me senté, le quité
la vincha de la mano y le di un beso en la boca. Fue por unos segundos que nos
quedamos con los labios juntos y abrazándonos tiernamente. Pero como negando lo
sucedido nos soltamos rápidamente y nos quedamos quietos y mudos a la espera de
que uno de nosotros dijera algo. Katia, sin soltar una de mis manos, se quedó
mirándome embelesada. Luego de entender lo que habíamos hecho, reaccionó
intempestivamente con un coscorrón que hizo que yo me mordiera la lengua…
—Tú, ¿cómo te atreves a hacer esto? —dijo, en voz alta y con una
particular entonación.
Comprendí en el acto lo que había provocado. Toda la sangre se me
vino al rostro que dejó al aire mi total vergüenza. Me quedé mudo y con la cabeza
gacha, y hecho un bobo. No me atrevía a mirarla, aunque trataba de imaginar sus
pensamientos. Estuve así un infinito de tiempo, con la mente casi en blanco,
apretando los dientes y mirando sus manos por el miedo a otro golpe. Sentía
deseos de huir, de correr, de alejarme de allí. No pude, no me escapé. Me di
ánimos, volví los ojos hacia los suyos y solo me atreví a decirle, torpemente:
—¡Perdón, perdón...! ¡Te pido perdón!
Se puso en pie, suspiró y comenzó a girar a mí alrededor. Yo
permanecía sentado, quieto. Levantó su vincha y le dio un mordisco. Mi corazón
latía con violencia; incluso respiraba bajito para no inquietarla. Katia
pestañeó, inclinó dócilmente la cabeza a un lado de la mía y muy bajito, me
dijo:
—A ver, niño, qué es lo que tú quieres ¡Ahora exijo que lo
repitas!... Pero antes tenemos que pincharnos un dedo, así como yo lo voy a
hacer. Mira...
Con sus pequeñas manos sacó una aguja incrustada en su vestido, la
puso en posición y se pinchó uno de los dedos. Inmediatamente, cogiendo uno de
los míos, hizo lo mismo. Sentí, entonces, un pequeño dolor punzante. En seguida
aproximó mi mano a la suya y juntó nuestros dedos ensangrentados, uno sobre el
otro. Al poco me obligó a mirar a la luna llena. Después siguió unos instantes
de silencio. Me volví hacia ella y pude ver una hermosa y tierna sonrisa que
brotaba sin que se diera cuenta.
Así, duplicados sonreía plácidamente. La miré de reojo y se volvió
a verme.
—¡Ahora somos más que amigos…, hasta que la muerte nos separe! Que
la luna sea nuestro testigo...
Quise ponerme en pie, pero ella no me dejó. Se abalanzó hacia mí y
me estampó otro beso en los labios. Luego, separándose, me miró con ternura.
Tenía un dominio de sí misma que me dejó perplejo. Me observaba con aire
triunfal. Yo seguía sin decir esta boca es mía. Pero ya no me sentía culpable.
Aquello fue tan dulce que me atreví a cogerle de la mano y darle un tirón.
Logré acercarla junto a mí y abrazarla. No se resistió. Parecía atrapada en mis
brazos e intentando leer mis pensamientos.
—Entonces, ¿vas a decirme
algo? —preguntó—. ¡Tonto, ahora somos novios! —exclamó y se echó a reír.
—¡Ah! —exclamé, con una voz extraña— ¿Yo, tu novio? Sí
señora.
—Escucha —me dijo, cambiando la conversación—. Ya es muy
tarde, mi papá me estará buscando... y si se entera que he estado contigo, va a
tu casa y te mata... Ya hemos hecho una ofrenda y un pacto... Será nuestro
secreto.
Tragué saliva y me eché a reír en silencio. Era una risa suelta y
de loco. La niña de blanco estaba quieta como el mármol. Su aspecto serio y
pensativo, su rostro bello, salpicado de pecas, lograron que me quedara
prendado para siempre. Nunca antes había tenido la oportunidad de besar a una
mujer y que ella me besara.
—¿Qué miras? —preguntó de improviso.
No respondí. Solo me puse en pie y le tomé de la mano. Ella, condescendiente,
no dijo nada. Solo me miró con ojos de inocencia. Me dijo:
—Está bien, ya somos novios... ¿Cuándo quieres verme otra vez?...
Pero déjame decirte que eres un tonto... ¡No sabes besar...! Eres muy diferente
a tus amigos, eres muy gracioso... ¡Pero me gustas...!
No quise contestar nada. Ella tampoco hizo más preguntas. Así nos
quedamos por un buen rato silenciosos, mirándonos en la penumbra y bajo el
hechizo de nuestras infantiles miradas. La noche, por suerte, había adquirido
claridad y pureza diáfana por el azar de una luna llena. Sin saber el tiempo
trascurrido, comprendimos instintivamente que ya era tarde. Así que la ayudé a
ponerse en pie, y sin decir más, partimos encaramándonos y tropezando los pies en
un alto de yerbas y materias secas. Los dos a la vez cruzamos los canales de
riego, hasta llegar a la acequia principal y subir la pendiente sin ningún problema.
Ya en las líneas de tren, nos subimos sobre ellas, caminando como equilibristas.
Y así nos retiramos juntos, agarrados de la mano, hasta la señal de los trenes.
Todo estaba radiante en aquel espacio y tiempo, incluso el aire que llegaba del
maizal era fresco y vivificante.
Yo no pude dormir en toda la noche pensando en Katia. Yo le
gustaba a la gata, a la chica más hermosa del otro barrio, a la hija del
"gringo", y ella me gustaba aún más. Lo había logrado en el azar de
una noche y sin proponérmelo; un ángel era ahora mi novia, y yo estaba
enamorado por primera vez a mis diez años...
Loro
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