jueves, 8 de marzo de 2012

El azar de una pesadilla

No podía dormir aquella noche. Tirado en mi cama, paseaba mi cabeza como de costumbre, girándola alrededor de mi almohada y fijando mis ojos en el techo. Las paredes recién pintadas de color verde me miraban fijamente en la oscuridad de mi cuarto, como queriendo hablarme de cosas siniestras y perversas. Yo las miraba de soslayo, con un miedo intrínseco y de amargo remordimiento, porque sabía que eran las paredes cómplices y registradoras de mis quebrantos y del escándalo de mi voz por algún mal paso. Giré mi cabeza una curva pequeña y vi en el fondo del espejo mi imagen repetida, situada exactamente en el centro de la cama. Larga fue mi sorpresa, cuando me vi acompañado de alguien que estaba de pie y mirándome, inclinado y muy atento. Al instante, se apoderó de mí un temblor por todo el cuerpo. Cuando me volvió la razón, salí casi corriendo de mi cuarto y me dirigí a la cocina, encendiendo rápidamente la luz para evitar la oscuridad y por si había alguien que me hiciera compañía. Todos dormían en casa. Entonces me di ánimos, disimulando; cogí dos manzanas y me encaminé a mi cuarto. Mientras lo hacía, sentía a mi alma agitar su invisible existencia. Al acercarme más, y llegar al umbral de la puerta, vi que un espectro da media vuelta, se aleja y se disipa al ingresar en mi ropero abierto. Al descubrir esta aparición furtiva, sentí escalofríos y una sensación de hallarme totalmente solo. Entonces traté de reponerme comprendiendo que era una ilusión originada por culpa del cansancio y por la oscuridad que rondaba en mi cuarto. Apurado, di unos pasos en el interior para ir en busca de la radio y encenderla. Como iba distraído y víctima de la duda, golpeé con mi canilla el marco de la cama. Así, mientras me sobaba el punto de dolor con mucha rapidez, solo atiné a dar un gemido sordo y mudo. Encendida la radio, me estiré sobre mi espalda y me quedé meditando lo ocurrido, no sé por cuánto tiempo...

Ahora, en torno, reinaba el silencio. De pronto, un espíritu, acurrucado en algún punto de mi cuarto, se hace presente sin dejarse ver. Estaba allí, como una sombra de miedo y terror, como si fuera una muestra de la muerte misma. No entendía la ubicación de mi cuerpo, ya que estaba bocarriba mirando el techo y tratando de girar mi cabeza para poder ver la radio que, en ese momento, no sintonizaba ninguna emisora: estaba encendida y chirriando sin parar. Traté de estirar el brazo para coger el dial y ubicar alguna emisora. Tal fue mi sorpresa, cuando me di cuenta de que todo mi cuerpo estaba paralizado. Solo podía mover los ojos abiertos y curiosos. De inmediato llevé la mirada hacia una de mis manos; pude divisar entonces que estaba sujetando una de las manzanas. Estaba desconcertado. Y por reacción súbita miré hacia mi ropero abierto: pude ver mi terno negro, dispuesto para la cita del día siguiente; estaba colgado en la percha, muy bien planchado y con la corbata en el interior colgada del cuello de mi camisa blanca.

Entonces pensé que se trataba de algún calambre; insistí con nuevos movimientos, comprimiendo el cuerpo, tratando de girarlo, pero no podía ejecutar ni el mínimo meneo, ni mover algunos de mis dedos. El asombro y el terror me inundaron por completo. Por suerte, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé mis antiguos sueños pesados. Me pregunté:

—¿Creo que estoy soñando? Pero no puede ser, sé que ahora estoy despierto, lo sé…

El miedo se apoderó de mi ánimo, como aplastando mi alma sobre mi pecho. Y además sentía que alguien estaba como sombra polvorienta y seca en la cabecera de mi cama, observándome sin que yo lo pudiera ver.

—¡Vaya! No estoy despierto… ¡Es una maldita pesadilla!

Ahora, con todo el esfuerzo de mis músculos, trataba de mover al menos un dedo. Llegué incluso a querer gritar. Pero nada, nada de nada. Estaba paralizado totalmente, impresionado de verme así, con un miedo grosero y salvaje, casi infantil. Creí en ese instante que este ser indefinido venía por mí, para llevarme a un lugar impensado y tétrico: al infierno occidental de mi cultura, a la nada.

Dejé de tratar de moverme y me puse a razonar:

—¡Este diablejo no me va a ganar!

Lentamente, pude entonces, con mucho esfuerzo, mover uno de los dedos de mis pies, luego los de mis manos. Logré desprenderme de mi parálisis y despertarme. En el momento giré todo mi cuerpo y pude observar que la radio seguía chirriando en la oscuridad de mi cuarto, hosca y sola. Me puse en pie rápidamente y fui a encender la luz. Volví y me senté sobre la cama, razonando lo ocurrido. Todo seguía igual, todo lo que había observado, mientras estuve incapacitado para hacer cualquier movimiento durante mi maldita pesadilla, seguía igual. Cada cosa en su sitio. Entonces entendí que había estado soñando con los ojos abiertos, observándolo todo en la oscuridad casi perfecta de mi cuarto. Entendí que había tenido una pesadilla en el que me mantuve despierto, combatiendo solo, y con una sensación de impotencia y pánico. 

Mi primera impresión, ya en la realidad de la noche, fue de un malestar en mi conciencia. Luego me vino una ciega culpa de temor secreto sobre algo que había hecho mal. Era un desorden perplejo de emociones que no llegaba a entender. En la mesa la radio ya sintonizada tocaba una balada de rock de los 80s. Con el rostro acalorado se me vino a la memoria la madrugada anterior, cuando mi hermano metió bajo de mi cama una caja de cartón con objetos que no me quiso decir qué eran.

Me incorporé y luego me puse de rodillas, inclinando la cabeza por debajo de mi cama. Allí seguía la caja de cartón, embalado y sellado, con todos los objetos intactos en su interior. Estiré mi brazo y, con una de mis manos, la jalé hacia mis piernas. Luego la cogí con las dos manos y la puse sobre mi cama. La quedé mirando con curiosidad opípara pero temerosa. Busqué una tijera para cortar las cintas que envolvían totalmente el cajón. Al hallarla, empecé a cortar sin mediar tiempo. El temor se me perdió por la angustia de saber el contenido.

Hice un pequeño rodeo sobre la caja con mis ojos inquisitivos, con un aspecto de mendigo que mira la envoltura de mendrugos. Cuando terminé de cortar todas las cintas que la rodeaban como si fuera una momia, la empecé a abrir lentamente dirigiendo firme mis dos manos en las dos hojas superiores. Entonces, como un balazo certero en mitad de mi frente, me fui de espaldas y trastabillando hasta llegar a la puerta de mi habitación.

—¡Mierda, si es un esqueleto!

Con el rostro pálido por la gravedad, logré salir de mi cuarto en busca de aire y de un vaso de agua. Era increíble, pero cuantitativamente cierto, como verdadero había sido el ultraje que padecí por culpa de la maldita pesadilla. Con todo, ahí seguía el esqueleto encajonado, que permaneció debajo de mi cama, justo en la cabecera. Ahora tenía un cadáver hecho esqueleto en mi cuarto, y sobre mi cama. Por un momento se arremolinaron ideas perversas en mi cerebro. Quise ir y darle de gritos a mi hermano. Pero me contuve. Fui en su búsqueda, ya más calmado, pero refunfuñando. Me paseé por toda la casa de un lado a otro, con deseos de encontrarlo y decirle al menos unas palabrotas. Pero mi hermano no apareció aquella noche. No me quedó otra que cerrar la caja y sacarla de mi cuarto. La llevé a la azotea, arrinconándola debajo de una mesa. Luego de terminar la tarea funesta, di unos pasos y me quedé parado y acodado en uno de los muros. Me sentía insatisfecho, aunque pensando que todo lo que había hecho hasta ahí era lo correcto.

No sé por qué, pero durante unos minutos volví a contemplar la caja. Ya sin miedo, entendí que el hecho debía ser tomados como anecdótico. Así fue que me propuse ir a mi habitación. Pero de pronto, sin aviso, un gato salió de un rincón oscuro y oculto, dio un pequeño salto y se posó sobre la caja. Era un gato pardo y muy grande. Cuando me vio, se puso a rasgar la caja y a maullar con fuerza. Por un momento pensé en espantarlo, pero me quedé quieto, ya que sus ojos se fijaron en los míos y me quedaron viendo con horror. En la otra esquina del patio, otros dos gatos rompieron a maullar como si fueran los gritos de bebes recién nacidos. Mirando a derecha e izquierda, inquieto, traté de no perder la cordura. Pero cuando los tres clavaron sus ojos luminosos en mí, sentí que era la mirada del muerto que yacía en la caja. A continuación, un coro de ladridos y aullidos no se hizo esperar por todo el barrio, propalándose como un miedo indescifrable.  

Loro

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