domingo, 18 de marzo de 2012

Una merecida paliza

Me encontraba a punto de iniciar mí acostumbrada siestecita, luego de un buen almuerzo. Estaba acurrucándome cómodamente cuando me pareció escuchar que alguien tocaba el timbre con insistencia. Al poco rato, una de mis hijas me alertó:
—Papá, te busca uno de tus amigos.
—¿Alguien conocido?
—Pues creo que no lo conozco. Lo invité a pasar a la sala. Está allí, esperándote.
¿Quién sería? Mis hijos conocen muy bien a toda la cofradía de galifardos habituales, así que no se trataba de ninguno de ellos. Bajé a la sala y lo reconocí de inmediato. Era Lalo, uno de mis mejores amigos de la secundaria, a quien hacía varios meses que no veía.
—Hola Poncho —me saludó.
—Holas Lalo, tanto tiempo sin vernos, ¿qué brisa te trajo por aquí después de tantas lunas?
Nos estrechamos la mano y lo abracé vigorosamente. Noté que se encogía ligeramente bajo mi abrazo y que no pudo contener una queja de dolor . Nos separamos y lo miré con atención. Recién entonces me percaté de su aspecto; de inmediato le pregunté:
—Oye Lalo, ¿qué te ha sucedido?… estás sumamente chancado… ¿Algún accidente?… ¿Algún asalto?… ¿Ya recibiste atención médica?
—Luego te cuento… ¿estás ocupado?
—Nada que sea urgente compa… ¿en qué te puedo ayudar?
—Pues pasé por aquí y pensé en saludarte. Está haciendo calor ¿Nos tomamos un par de cervezas?
—Ok, espérame un momento; le paso la voz a mi familia y bajo.
Me acicalé un poquito, saqué mis llaves y partimos con rumbo al Parque central, al lugar en donde últimamente acostumbramos reunirnos con los amigos. Durante el trayecto prácticamente no cruzamos ninguna palabra. Lalo rengueaba ligeramente y se mantenía mudo y pensativo, por lo que no quise importunarlo con algún comentario fuera de lugar, al menos no por el momento.
Al llegar al bar nos acomodamos en nuestra mesa habitual. De inmediato nos abordó la jovencita que suele atendernos. Pedimos nuestra tradicional cerveza bien helada, para comenzar, y nos sentamos frente a frente. Por fin pude mirarlo con mayor detenimiento. Su cabeza estaba cubierta por un gorrito azul, en sus pómulos tenía un par de moretones y lucía un ojo morado, con algunos arañazos que se extendían hasta su cuello. No pude resistir la curiosidad por más tiempo. Medio en serio, medio en broma, le pregunté.
—Pues en mi vida te había visto tan aporreado ¿Quién hizo tamaña bajeza? Por los arañazos supongo que fue una mujer… ¿o te peleaste con un marica?
—No jodas Poncho… —me reconvino con acritud— mira que hoy no estoy para bromas.
—Pues lo siento Lalo, somos amigos desde los doce años y ya me conoces…
Justo en aquel momento llegó la jovencita con la cerveza solicitada, así que procedimos a llenar nuestros vasos. Estaba presto a realizar el primer brindis cuando, sin mayor ceremonia, Lalo bebió toda su cerveza de un solo sorbo y, mirando al suelo, me confesó a media voz:
—Fue mi esposa.
Lo quedé mirando durante un instante que se hizo eterno. No quise interrumpirlo para escuchar qué más me decía; él se limitó a llenar nuevamente su vaso para secarlo de inmediato. Luego, esbozando una mueca que pretendía ser una sonrisa, permaneció mudo, mirándome fijamente.
—¿Y?… ¿Te lo merecías? —le pregunté, rompiendo su prolongado silencio.
—Supongo que sí —me contestó, mirándome a través de su vaso vacío.
—Pues espero que haya valido la pena —le retruqué, al mismo tiempo que le hacía señas a la encargada para que nos trajese otra cerveza, y la reconvenía a que estuviese atenta para ir proveyéndonos de otras a medida que acabásemos la que teníamos.
Me miró largamente, tal vez intentando ordenar sus ideas. Yo me limitaba a darle pequeños sorbos a mi vaso, saboreando lo que quedaba de mi chela, atento a lo que me decía.
—Te contaré —dijo Lalo, tomando una gran bocanada de aire—, nunca te lo dije, pero hace varios meses que me nombraron Gobernador en mi distrito…
—Si, nos enteramos —lo interrumpí —Supimos que te involucraste en la política y que te dieron ese cargo, pero como nunca nos lo comunicaste, preferimos hacernos los que no sabíamos. Después de todo, no es novedad que quienes creen que ascienden tiendan a olvidarse de sus amigos… Y tú sabes que nunca nos metemos en donde no nos llaman; además, tus razones habrás tenido…
—Aunque te parezca mentira, ese cargo casi no me dejó tiempo para nada —intentó excusarse.
—Por supuesto que me lo parece —le contesté, con tono sarcástico—, ¿pero qué tiene que ver aquello con la zurra que te han propinado?
—Pues que pusieron a mi disposición una oficina y personal bajo mi cargo.
—Humm, cuando dices “personal” te refieres a alguna hembrita ¿no es cierto?
—Así es. Me asignaron una secretaria jovencita, que estaba más buena que el pan.
—¿Y resumiendo?
—Que me puse a trampear con ella.
—¿Y en dónde se ubica tu oficina?
—A dos cuadras de mi casa.
Con Lalo, al igual que con todos mis amigos, nos tenemos una confianza absoluta. Nos conocemos de toda la vida, así que podemos decirnos de frente y sin cortapisas todo lo que pensamos.
—¿Trampeando tan cerquita de tu casa? ¡Si serás imbécil!
—Es que cuando uno está realmente enamorado no tiene en cuenta esos detalles…
—¡¿Qué cosa?!… ¿Enamorado de tu trampa? ¡Si serás un reverendo cojudo!
—¡Pero qué tiene de malo! Imagínate que con ella llegue a gastar todo mi sueldo en una sola noche…
—¿Todo tu sueldo? Ya veo cómo la enamoraste… Pero ¡ándate a la mierda, Lalo!… Y con lo tacaño que eres… si hasta donde recuerdo muy rara vez nos has invitado una puta cerveza.
Me parecía inverosímil escuchar lo que me relataba… después de lo tanto que habíamos recorrido, de las incontables peripecias que habíamos compartido y, sobre todo… ¡a su edad! No pude evitar experimentar una extraña mezcla de lástima y rabia con mi viejo amigo, pero preferí no continuar amonestándolo como se merecía. Sería como patearlo viéndolo tirado en el suelo. Tan solo me limité a decirle:
—Me ha provocado un cigarrito, ¿me esperas? Voy a comprar una cajetilla en la bodega que está al frente y regreso.
—Ok, aquí te espero.
Me dirigí a la bodega a hacer un poco de tiempo. Encendí un cigarrillo y luego de unos minutos, más calmado, regresé. Intentando mantener la conversación, le pregunté:
—¿Y cómo así es que tu mujer te ha podido lesionar tanto? ¿Fue ella sola o lo hizo con ayuda?
—Eso es lo más gracioso. Según me informé después, ella se enteró de mi infidelidad hace más de dos semanas, pero no me dijo nada, por lo que yo pensé que estaba pasando piola.
—¿Entonces?
—Pues que ella esperó pacientemente a que llegase borracho a mi casa. Lo único que recuerdo de esa noche es que desperté de dolor cuando me propinó un palazo en la cabeza. Luego no recuerdo más, pero mira, mira como me ha dejado —y mientras hablaba se quitó el gorrito y desabotonó su camisa.
A duras penas pude contener la risa, al contemplar que la cabeza de Lalo estaba completamente rapada, como en nuestras épocas de cachimbos, y que tenía múltiples contusiones en todo el tórax. Al parecer, su furibunda y ahora cornuda esposa no se había satisfecho con dejarlo inconsciente de un palazo, pues después había hecho gala de sus dotes de peluquera, tusándolo de muy mala manera, y luego se había ensañado con él, golpeándolo, arañándolo y asestándole más palazos a diestra y siniestra.
—Discúlpame Lalo, pero la sacaste barata. Por cojudo te arriesgaste a más que eso.
—¿Y qué más podía hacerme la condenada?
—Pues imagínate que a tu mujer se le hubiese ocurrido emular a la Bobbit esa. Te habría emasculado de un solo corte y ahorita estaría platicando con Lalo el eunuco —le contesté con sorna.
—Tienes razón —me respondió, poniendo expresión de preocupación, mientras reía sin convicción.
—Y a propósito, ¿cómo está la relación con tu mujer?
—Estamos separados por el momento, pero seguro que regresamos.
—¿Y con tu trampa?
—Ella si que no quiere ni verme, después de que mi mujer y mi cuñada le dieron una soberana tunda. Además, en el barrio todos la detestan.
—¿Y cómo quedó tu cargo?
—Estoy jodido. Por todo el roche y la polvareda que se levantó me han suspendido del cargo de gobernador. Al final me quedé sin cargo, sin oficina y, lo que es peor, sin mi trampita. Lo único que he ganado son problemas con mi familia y dolores en todo el cuerpo… ¿Pero sabes qué Poncho?
Y entonces pronunció estas palabras, que jamás entenderé:
—¿Sabes? No me arrepiento y, si pudiera, lo volvería a hacer.
Anonimus

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