Me encontraba a punto de iniciar mí
acostumbrada siestecita, luego de un buen almuerzo. Estaba acurrucándome
cómodamente cuando me pareció escuchar que alguien tocaba el timbre con
insistencia. Al poco rato, una de mis hijas me alertó:
—Papá, te busca uno de tus amigos.
—¿Alguien conocido?
—Pues creo que no lo conozco. Lo invité a
pasar a la sala. Está allí, esperándote.
¿Quién sería? Mis hijos conocen muy bien a
toda la cofradía de galifardos habituales, así que no se trataba de ninguno de
ellos. Bajé a la sala y lo reconocí de inmediato. Era Lalo, uno de mis mejores
amigos de la secundaria, a quien hacía varios meses que no veía.
—Hola Poncho —me saludó.
—Holas Lalo, tanto tiempo sin vernos, ¿qué
brisa te trajo por aquí después de tantas lunas?
Nos estrechamos la mano y lo abracé
vigorosamente. Noté que se encogía ligeramente bajo mi abrazo y que no pudo
contener una queja de dolor . Nos separamos y lo miré con atención. Recién
entonces me percaté de su aspecto; de inmediato le pregunté:
—Oye Lalo, ¿qué te ha sucedido?… estás
sumamente chancado… ¿Algún accidente?… ¿Algún asalto?… ¿Ya recibiste atención
médica?
—Luego te cuento… ¿estás ocupado?
—Nada que sea urgente compa… ¿en qué te puedo
ayudar?
—Pues pasé por aquí y pensé en saludarte.
Está haciendo calor ¿Nos tomamos un par de cervezas?
—Ok, espérame un momento; le paso la voz a mi
familia y bajo.
Me acicalé un poquito, saqué mis llaves y
partimos con rumbo al Parque central, al lugar en donde últimamente
acostumbramos reunirnos con los amigos. Durante el trayecto prácticamente no
cruzamos ninguna palabra. Lalo rengueaba ligeramente y se mantenía mudo y
pensativo, por lo que no quise importunarlo con algún comentario fuera de
lugar, al menos no por el momento.
Al llegar al bar nos acomodamos en nuestra
mesa habitual. De inmediato nos abordó la jovencita que suele atendernos.
Pedimos nuestra tradicional cerveza bien helada, para comenzar, y nos sentamos
frente a frente. Por fin pude mirarlo con mayor detenimiento. Su cabeza estaba
cubierta por un gorrito azul, en sus pómulos tenía un par de moretones y lucía
un ojo morado, con algunos arañazos que se extendían hasta su cuello. No pude
resistir la curiosidad por más tiempo. Medio en serio, medio en broma, le
pregunté.
—Pues en mi vida te había visto tan aporreado
¿Quién hizo tamaña bajeza? Por los arañazos supongo que fue una mujer… ¿o te
peleaste con un marica?
—No jodas Poncho… —me reconvino con acritud—
mira que hoy no estoy para bromas.
—Pues lo siento Lalo, somos amigos desde los
doce años y ya me conoces…
Justo en aquel momento llegó la jovencita con
la cerveza solicitada, así que procedimos a llenar nuestros vasos. Estaba
presto a realizar el primer brindis cuando, sin mayor ceremonia, Lalo bebió
toda su cerveza de un solo sorbo y, mirando al suelo, me confesó a media voz:
—Fue mi esposa.
Lo quedé mirando durante un instante que se
hizo eterno. No quise interrumpirlo para escuchar qué más me decía; él se
limitó a llenar nuevamente su vaso para secarlo de inmediato. Luego, esbozando
una mueca que pretendía ser una sonrisa, permaneció mudo, mirándome fijamente.
—¿Y?… ¿Te lo merecías? —le pregunté,
rompiendo su prolongado silencio.
—Supongo que sí —me contestó, mirándome a
través de su vaso vacío.
—Pues espero que haya valido la pena —le retruqué,
al mismo tiempo que le hacía señas a la encargada para que nos trajese otra
cerveza, y la reconvenía a que estuviese atenta para ir proveyéndonos de otras
a medida que acabásemos la que teníamos.
Me miró largamente, tal vez intentando
ordenar sus ideas. Yo me limitaba a darle pequeños sorbos a mi vaso, saboreando
lo que quedaba de mi chela, atento a lo que me decía.
—Te contaré —dijo Lalo, tomando una gran
bocanada de aire—, nunca te lo dije, pero hace varios meses que me nombraron
Gobernador en mi distrito…
—Si, nos enteramos —lo interrumpí —Supimos
que te involucraste en la política y que te dieron ese cargo, pero como nunca
nos lo comunicaste, preferimos hacernos los que no sabíamos. Después de todo,
no es novedad que quienes creen que ascienden tiendan a olvidarse de sus
amigos… Y tú sabes que nunca nos metemos en donde no nos llaman; además, tus
razones habrás tenido…
—Aunque te parezca mentira, ese cargo casi no
me dejó tiempo para nada —intentó excusarse.
—Por supuesto que me lo parece —le contesté,
con tono sarcástico—, ¿pero qué tiene que ver aquello con la zurra que te han
propinado?
—Pues que pusieron a mi disposición una
oficina y personal bajo mi cargo.
—Humm, cuando dices “personal” te refieres a
alguna hembrita ¿no es cierto?
—Así es. Me asignaron una secretaria
jovencita, que estaba más buena que el pan.
—¿Y resumiendo?
—Que me puse a trampear con ella.
—¿Y en dónde se ubica tu oficina?
—A dos cuadras de mi casa.
Con Lalo, al igual que con todos mis amigos,
nos tenemos una confianza absoluta. Nos conocemos de toda la vida, así que
podemos decirnos de frente y sin cortapisas todo lo que pensamos.
—¿Trampeando tan cerquita de tu casa? ¡Si
serás imbécil!
—Es que cuando uno está realmente enamorado
no tiene en cuenta esos detalles…
—¡¿Qué cosa?!… ¿Enamorado de tu trampa? ¡Si
serás un reverendo cojudo!
—¡Pero qué tiene de malo! Imagínate que con
ella llegue a gastar todo mi sueldo en una sola noche…
—¿Todo tu sueldo? Ya veo cómo la enamoraste…
Pero ¡ándate a la mierda, Lalo!… Y con lo tacaño que eres… si hasta donde
recuerdo muy rara vez nos has invitado una puta cerveza.
Me parecía inverosímil escuchar lo que me relataba…
después de lo tanto que habíamos recorrido, de las incontables peripecias que
habíamos compartido y, sobre todo… ¡a su edad! No pude evitar experimentar una
extraña mezcla de lástima y rabia con mi viejo amigo, pero preferí no continuar
amonestándolo como se merecía. Sería como patearlo viéndolo tirado en el suelo.
Tan solo me limité a decirle:
—Me ha provocado un cigarrito, ¿me esperas?
Voy a comprar una cajetilla en la bodega que está al frente y regreso.
—Ok, aquí te espero.
Me dirigí a la bodega a hacer un poco de tiempo.
Encendí un cigarrillo y luego de unos minutos, más calmado, regresé. Intentando
mantener la conversación, le pregunté:
—¿Y cómo así es que tu mujer te ha podido
lesionar tanto? ¿Fue ella sola o lo hizo con ayuda?
—Eso es lo más gracioso. Según me informé
después, ella se enteró de mi infidelidad hace más de dos semanas, pero no me
dijo nada, por lo que yo pensé que estaba pasando piola.
—¿Entonces?
—Pues que ella esperó pacientemente a que
llegase borracho a mi casa. Lo único que recuerdo de esa noche es que desperté
de dolor cuando me propinó un palazo en la cabeza. Luego no recuerdo más, pero
mira, mira como me ha dejado —y mientras hablaba se quitó el gorrito y desabotonó
su camisa.
A duras penas pude contener la risa, al contemplar
que la cabeza de Lalo estaba completamente rapada, como en nuestras épocas de
cachimbos, y que tenía múltiples contusiones en todo el tórax. Al parecer, su
furibunda y ahora cornuda esposa no se había satisfecho con dejarlo
inconsciente de un palazo, pues después había hecho gala de sus dotes de
peluquera, tusándolo de muy mala manera, y luego se había ensañado con él, golpeándolo,
arañándolo y asestándole más palazos a diestra y siniestra.
—Discúlpame Lalo, pero la sacaste barata. Por
cojudo te arriesgaste a más que eso.
—¿Y qué más podía hacerme la condenada?
—Pues imagínate que a tu mujer se le hubiese
ocurrido emular a la Bobbit esa. Te habría emasculado de un solo corte y
ahorita estaría platicando con Lalo el eunuco —le contesté con sorna.
—Tienes razón —me respondió, poniendo
expresión de preocupación, mientras reía sin convicción.
—Y a propósito, ¿cómo está la relación con tu
mujer?
—Estamos separados por el momento, pero
seguro que regresamos.
—¿Y con tu trampa?
—Ella si que no quiere ni verme, después de
que mi mujer y mi cuñada le dieron una soberana tunda. Además, en el barrio
todos la detestan.
—¿Y cómo quedó tu cargo?
—Estoy jodido. Por todo el roche y la
polvareda que se levantó me han suspendido del cargo de gobernador. Al final me
quedé sin cargo, sin oficina y, lo que es peor, sin mi trampita. Lo único que
he ganado son problemas con mi familia y dolores en todo el cuerpo… ¿Pero sabes
qué Poncho?
Y entonces pronunció estas palabras, que jamás
entenderé:
—¿Sabes?
No me arrepiento y, si pudiera, lo volvería a hacer.
Anonimus
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