viernes, 29 de junio de 2012

Una pequeña verdad

Nadie ignoraba en esos momentos que el hombre taciturno regresaba de nuevo. Me agobió de mentiras para deshacerse de mí. Esa es la verdad…
Me paré en seco y los miré atentamente. Los cerveceros movían sus manos y sus cabezas, mientras conversaban váyase a saber de qué.  
—¡Buenas tardes! —dije.
—¡Hola, qué tal!... —Y se pararon.
Charly quedó estupefacto, quieto y mirándome fijamente, como tratando de averiguar mis pensamientos y los propios suyos. Hasta me pareció impaciente por irse. A ellos los miraba de soslayo con una sonrisa sin determinación. Cuando pudo reaccionar, se me acercó y me dio un corto beso en la mejilla. Me saludó sonriendo, como si tuviera que darme explicaciones. Sacó ánimo de donde no había y se atrevió a pasar su temblorosa mano sobre mi hombro, diciendo:
—Humm… ¡Esto sí que es una sorpresa o tal vez un milagro! Te imaginaba muy lejos de aquí.
Poncho y Joel dieron unos pasos para saludarme.
—¡Buenas tardes! ¿Es un disco lo que traes…? —me interrogó Poncho.
Al principio quería retirarme, pero me di ánimos. Ya la tarde estaba muy avanzada que ya casi era de noche. Bajé la mirada hacia el disco de vinilo que tenía en una de mis manos y luego me volví hacia Poncho, le dije:
—Sí. Sabía que ustedes estarían en este lugar; y lo he traído para regalarlo a un amigo que en este momento lo tienen a su costado.  
—¡Ah! Qué interesante… —dijo Poncho— ¿Es música de los ochentas? O me equivoco.
—Sí. Es música de los ochentas. ¿Me puedo sentar o quieren que me vaya?
—¡No!, al contrario, toma asiento… ¡no faltaba más…! —dijo Joel parándose y entregándome su silla.
Queriendo pasar desapercibido, Charly se palpaba los bolsillos buscando algo. Luego echó la cabeza hacia atrás y balbuceó una frase que no logré entender. Las miradas de sus amigos lo hacían sufrir. Quizá por culpa de mi presencia. Evitando mirarme, se puso a jugar con sus llaves haciéndolos girar. Separados por la mesa, levantaba su vaso y le daba unos pequeños sorbos. Yo me frotaba las manos, no por hacerlo sentir mal, sino porque hacía mucho frio. Aunque mi buen humor parecía molestarlo.
Ya cómodos y callados, vi que intercambiaban miradas cómicas e incluso absurdas. En este silencio sepulcral nos quedamos mirándonos los cuatro por unos segundos. No había otra solución que hacer mi pedido.
—¿Me pueden traer un vino? La cerveza no es de mi agrado.
Poncho se impulsó de su asiento haciéndole señas a la dueña del bar. Una señora de contextura delgada y muy atenta que de inmediato lo atendió. Todo hasta ahí estaba tranquilo; no oía más que los susurros de Charly tratando de hacerme una pregunta. Poncho se le adelantó. Sobándose la barbilla con sus dedos y volviéndose hacia mí, me preguntó:
—¿Podemos hablar de todo? Hay muchas cosas que me gustarían que tú las aclares… Pero lo que no queremos es incomodarte…
—¡Claro! No es casualidad que yo me encuentre con ustedes en este lugar… Para eso he venido.
Para calentarme las manos, me frotaba las piernas raspando mi pantalón. La oscuridad aumentaba y el frio también. Por primera vez desde hacía mucho tiempo de haber salido con Charly en nuestra época universitaria, me encontraba frente a sus dos mejores amigos, mejor diría: sus confidentes.
Permanecí por unos instantes mirando el vaso de vino. Trataba de recordar todas las anécdotas y los momentos felices que pasé con Charly. Tuve la sensación de que había algo que no concordaba, lo insinuaban Joel y J.C con sus movimientos y sus miradas.
Sus primeras preguntas y mis respuestas no desconcertaron a nadie. Mis respuestas fueron contundentes. Hasta la amabilidad de ellas me conmovió. El vino empezó a hacer su trabajo en mi cabeza. Al ver que Charly sonreía, dije para mis adentros, este hasta se ríe de mí. De cuando en cuando Joel y Poncho me miraban con curiosidad y duda. Charly sabía que yo había cometido mi primera deshonestidad, mi primera mentira para dejarlo bien parado. Me di cuenta que era mi primera pequeña gran caída. Por otra parte, sabía que tenía la libertad de preguntárselo a él cuando estuviéramos solos. ¡No, no! Me dije. Esto no puede acabar así. No estaba obligada a continuar con la mentira que él había creado. — ¡Y que venga lo que Dios quiera! — Me levanté la voz interiormente. Alcé los hombros con indiferencia y mirando a mis amigos les dije:
—No todo lo que les he dicho es verdad. Voy a aclarar unos puntos.
Entonces la catástrofe sobrevino. Charly me quedó mirando con los ojos pálidos y bien abiertos. Quiso cambiar de tema y agarrase de las anécdotas del colegio, explorar por el primero hasta el quinto de secundaria. Trató de modelar su amor que sintió por mí en el cuarto de secundaria… Lo dejé hablar. Para reanudar su tarea de mentiras, cogió el disco y lo puso bajo de sus manos sin parar de hablar. Adornaba muy bien sus mentiras, que hasta ya me las estaba creyendo. Se purificó en las aguas del Rio Rímac haciendo revivir a Katia. Hasta soñaba que mi corazón aún latía por él. Lo soñaba lúcido, altivo, con los puños cerrados, dorando sus palabras y sus mentiras. Lo miraba con una mueca de terror, desde mucha distancia, sorbiendo lo que quedaba del vino en mi vaso. La noche cervecera para ellos y vinera para mí, revotaba en mi corazón desde afuera para adentro. Deliberadamente alcé la voz.
—¡La primera mentira es sobre el esqueleto…! El me lo ofreció y luego me lo regaló.
Ya no se incorporaba ni hablaba. Se quedó mudo de inmediato. La sonrisa culminó en su rostro. Volvió de su sueño y despertó. Volvió a la realidad.
—¿No les ha contado que la última vez que salimos al cine, yo le propuse estar con él? ¿Sí o no?, Charly. ¿Tú qué me dijiste?... ¿Se lo puedes contar?... Yo te pregunté: ¿cuándo terminas de estudiar? ¿Cuándo?...  Esa es la pura verdad, no la mentira que tú mismo no te crees.
El final de sus cavilaciones fue brusco, terrible. Se lo tenía que decir. Joel y Poncho me miraban sorprendidos. Su galán de telenovela mexicana se diluía quieto, sentado y mudo. Sólo atinó a coger un cigarrillo que con las justas encendió. Callamos. Pasó a nuestro lado un amigo de ellos que nos saludó. El vino había calentado mi cuerpo y el frío ya no lo sentía.
—¡Qué extraña es usted! — dijo Poncho.
—¿Por qué?, el extraño es él.
Charly se paró, me miró, esperando no sé qué… luego se volvió a sentar. Hubo una larga pausa. Un largo silencio.     
¡Cómo había hecho yo el ridículo…! Yo hablaba ahora despacio para consolarlo. Joel y Poncho, no lo dejaban de mirar. Me puse en pie nada más que un instante. Quería ver a las personas con quienes había hablado. Pasé la mano por la cabeza de Charly, me encogí, me incliné y les dije:
—¡Gracias! Además ya no tiene importancia…
Desgraciadamente el vino se me había subido enseguida a la cabeza. Vi que aún era temprano. El ambiente era perfecto para seguir conversando de otras cosas. Pedí una botella de agua mineral y continuamos charlando. 
Libertad

miércoles, 13 de junio de 2012

Un encuentro revelador

A insistencia de Charly, quien inexplicablemente insiste en conocer mi versión acerca de la última reunión que tuvimos el gusto de compartir con la susodicha.

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Acto I. LA PREVIA

Timbró el teléfono. Vi que era Charly… ¿qué querría a las once de la noche? Nunca me han gustado las llamadas nocturnas. Será porque evocan aciagos recuerdos y despiertan en mí un extraño sentimiento de angustia. Respiré profundamente y levanté el auricular.
—Holas Charly, ¿qué novedades? —pregunté, procurando disimular mi preocupación.
—Hola Poncho, ¿sabes?, me llamó Yuli hace unos minutos. Me comentó que Estrella se encuentra en Lima desde hace varios días y que regresará a los yunaites este domingo, así que piensan organizarle una reunión de despedida para mañana viernes, a las ocho de la noche, en casa de Julia… y estamos invitados.
—¿Y quiénes más van a ir? —pregunté, más tranquilo.
—Supongo que todos los que puedan de la promo… ¿te apuntas?
—Está bien —contesté—, así que por fin tendremos la oportunidad de departir con la flaca cebolla.
—Te llamo mañana entonces. Bye —evitó responderme.
Qué raro. Hasta donde estoy enterado, Estrella viene y regresa de gringolandia cada cierto tiempo… ¿por qué recién en esta ocasión nuestras amigas se habrían animado a organizarle una reunión de despedida? ¿O será que siempre lo hacen, pero es la primera vez que nos invitan? No me preocupé más del asunto y proseguí con lo que estaba haciendo. Total, ya me enteraría mañana de los detalles.
Estaba terminando de desayunar cuando sentí el zumbido de mi celular. Otra vez era el inefable Charly.
—Holas Charly… ¿tan temprano?… no me digas que se suspendió la reunión.
—No… sólo llamaba para confirmar… ¿vas a ir no?
—Por supuesto.
—De acuerdo entonces. Pasamos a recogerte con George en la noche. Bye.
Nuevamente Charly con ese tonito de voz tan característico, en donde se mezclan la ansiedad, el nerviosismo, la incertidumbre y la impaciencia. Miré el calendario y me asomé a la ventana para verificar el clima. Estaba ligeramente nublado y hacía algo de frío… ¡Qué extraño! Estamos en pleno otoño, pero a Charly ya le volvió a dar su fiebre primaveral. La culpable, obviamente, era Estrella, quien últimamente ha alborotado por completo al calendario estacional de mi encandilado amigo.
Conforme transcurrían las horas empecé a sentir mayor curiosidad por ver nuevamente a Estrella, e incluso me asaltó un repentino arranque de nostalgia. Y es que, aunque no he tenido la oportunidad de verla desde hace muchos años, da la impresión que siempre hubiese estado presente entre nosotros, participando en muchas de nuestras reuniones, por las tantas ocasiones en que Charly la ha mencionado, insistiendo en narrarnos las peripecias y devaneos que compartieron. Esta sería, pues, una estupenda oportunidad para dar un nuevo impulso a nuestra antigua amistad. Además, sentía un gran interés por comprobar si es que en realidad la flaca era tal y como Charly la había descrito… como que nunca he tenido la oportunidad de conocer a un ejemplar de hembra así.
Por fin anocheció. Llegaron a buscarme cerca de las siete de la noche. Me despedí de los míos y salí a recibirlos. No bajaron del auto, por lo que tuve que saludarlos a través de las ventanillas. Inmediatamente reparé en el cabello de Charly, recién cortadito.
—¿Y ese look?… ¿te acaban de tusar la mitra?.
—¿Se nota? —preguntó Charly, entornando los ojos.
—Claro, huevonazo, si parece que te hubiesen tajado la chimba como si fuera un lápiz—no pude evitar burlarme. Los tres explotamos en carcajadas.
—Ya comenzaste a joder. Sube pendejo —apremió Charly.
Como es costumbre, Charly venía en el lugar del copiloto, así que tuve que sentarme en el asiento posterior. Estaba acomodándome, cuando observé algunas prendas de vestir dispersas encima de todo el asiento.
—Oye George, no jodas que se te ha desintegrado algún pasajero, porque aquí estoy viendo todas sus ropas, incluyendo los zapatos, huevón. No vayas a vaporizarme a mí también, pendejo.
—No te preocupes Poncho, esa es la ropa de chamba de Charly. Lo que ocurre es que no tuvo tiempo para ir a cambiarse a su casa y prefirió comprar ropa nueva —contestó George.
—¿Estrenando vestuario?… puta madre, Charly, supongo que pretendes evitar que la susodicha se burle de ti otra vez al verte vestido con una “pobreza recatada”… Pero, ¿en qué pensabas?… ahora tendrá motivo para mofarse de ti por verte estrenando cha chá nuevo por su culpa —no pude evitar burlarme una vez más del buen Charly—. Y a propósito, ¿la reunión no era para las ocho de la noche?… Recién son las siete; vamos a llegar muy temprano…
—Tenemos tiempo suficiente para tomarnos un par de cervecitas mientras hacemos hora —sugirió Charly.
Así que George nos condujo al Parque Central, a nuestro sitio acostumbrado. Al apearnos del auto recién tuve la oportunidad de observar a Charly con mayor detalle. Efectivamente, era más que obvio que estrenaba ajuar. Toda su ropa estaba resplandeciente, especialmente su calzado, que brillaba cual espejo; todo haciendo juego con su reciente corte de cabello. Impensadamente, su aspecto resucitó en mi memoria aquellos tiempos de la adolescencia y de las primeras citas, en que también ponía especial cuidado en pulir mi imagen, como si la cáscara fuese lo más importante… pero de eso habían pasado ya muchos calendarios. Estaba pensando en esto, cuando fui interrumpido por George, quien entre sonrisas me comentó, señalando a Charly:
—¿No está hecho todo un metrosexual?
—¿Metrosexual?… No jodas, si lo único que tiene de metrosexual este chatazo es el metro de estatura… el resto ya lo veremos más tarde —le contesté, mirando fijamente a Charly, quien también reía.
Ya instalados en nuestra mesa habitual y con nuestros vasos llenos, procedimos al brindis de reglamento.
—¡Por la flaca! —chocamos nuestros vasos con regocijo.
La flaca. Este ha sido el apelativo con que solemos referirnos a Estrella desde siempre, obviamente en mérito a la delgadez física que exhibió antaño, la cual contrasta en algo con su silueta actual (por supuesto que ella también podría decir lo mismo de nosotros). Hasta donde recuerdo, muy rara vez utilizamos su nombre de pila. Ella siempre ha sido y será “la flaca” cuando recordamos los momentos gratos que compartió con Charly, y “la flaca cebolla”, cuando aludimos a los instantes lastimeros que provocó en Charly a partir de 1984, año en que se dio el lujo de chotearlo de muy mala manera, haciendo añicos su ilusión de casarse con ella y compartir el resto de sus días… y todavía más.
Y los brindis continuaron. Y bromeábamos de todo. En algún momento, me quedé mirando largamente a Charly y a George, a través del fondo de mi vaso, sin decir ninguna palabra. Luego de un rato, George se animó a preguntarme:
—¿Por qué nos miras así?
—Estaba pensando —le contesté—. Están aquí juntos Charly y tú… sólo falta Cancho para completar el club de choteados de la flaca.
—Ya sabía que querías joder —protestó George, sonriendo —pero tienes razón, sólo falta él para completar la “hermandad de arrochados por la flaca” —concluyó, mirando con sorna a Charly.
—¡A mí jamás me choteó, pues nunca me le declaré! —protestó Charly, poniéndose algo serio.
—¡Calla cojudo!, a ti la flaca cebolla te ha choteado en todos los idiomas, lo que ocurre es que nunca te has querido dar por enterado. Además, estos dos galanes comparados contigo son unos pipiolos, pues tú le has ofrendado lo más importante que uno dispone, que es su tiempo… dime a ver, ¿cuántas horas-hombre le has dedicado?… ¿cuántas?… eso, aparte de cuchucientos poemas, discos de vinilo, flores, chocolates, salidas, medallitas, sortijas… ¡Carajo!… si hasta fuiste capaz de regalarle el esqueleto aquel que tanto esfuerzo nos costó conseguir y, de yapa, el puto microscopio ese…
—¿Y todo eso para qué? —preguntó George, siguiéndome la corriente.
—Pues para que la flaca se de el lujo de chotearlo con pana y elegancia —me apresuré a contestar.
—¡Claro!… ¡Y sin devolverle ninguno de las ofrendas! —remató George, exacerbando aún más nuestras carcajadas, si eso era posible.
—¡Váyanse a la mierda! —protestó nuevamente Charly, comenzando a poner su famosa expresión de indio raco.
—Anda huevón… si a quien la flaca mandó a la mierda fue a ti… ¿qué no te acuerdas?
Y así, entre broma y broma, las dos botellas de cerveza que propuso Charly se convirtieron en cuatro, que prácticamente se despachó él solito, pues al parecer venía con una sed de cosaco, aunque conociéndolo sospecho que lo hacía más para desinhibirse y aligerar su locuacidad.
Estábamos tan enfrascados en este tipo de discusiones que hasta llegamos a perder la noción del tiempo. De pronto, George, mirando su reloj, nos alertó:
—Ya es hora.
—Si. Ya estoy lo suficientemente empilado —contestó Charly.
—Claro huevón —terció George—. Si tú solito te has zampado casi todas las cervezas.
—Era para soltarme un poquito —argumentó Charly—, ahora si voy a poder hablar sin problemas. Es más, ojalá que haya un micrófono para poder animar la reunión.
—Eso estaría bien, pues hay mucho de qué conversar —agregué.
Se hizo un pequeño silencio. Charly me miró fijamente y, finalmente, me increpó:
—Solamente un favor Poncho… no la vayas a cagar.
Lo miré con desconcierto; él agregó:
—Es que ya te conozco, huevón, y sé cómo te gusta joder… no vaya a ser que comiences a contradecirme y a hablar más de la cuenta y termines indisponiéndome con la flaca.
—¿Contradecirte y hablar de más? —repliqué, tratando de descifrar a qué se refería—. No me digas que le has mentido… ¿qué le has contado?… Mejor deschávate de una vez y dime en que la has engañado, para evitar hablar de esos temas…
—No me entiendes… no le he mentido —argumentó Charly —, pero preferiría que no comiences a joder…
—Entonces no hay problema, Charly —le contesté, algo confundido—, si lo prefieres hablaré sólo lo necesario. Así podrás explayarte con toda tranquilidad. Pero eso sí, no esperes que toque el violín…
—¡Carajo!, me conoces y sabes que jamás te lo pediría.
Así que si existió algún plan, fue ese. Dejar a Charly como principal interlocutor, sin proponer ningún objetivo o meta en particular. Sólo pasarla bien y divertirnos. Y tuve la certeza que sería mejor así, y que todo iría bien en nuestra velada. Después de todo, junto a Charly he tenido la oportunidad de departir con prácticamente todo tipo de féminas, y lo he visto desenvolverse como pez en el agua bajo todo tipo de circunstancias.


Acto II. EL ENCUENTRO

En el camino a la casa de nuestra anfitriona Yuli aprovechamos para aprovisionamos de algunos vinos y pasapalos, que acaso podrían ser útiles para lubricar la reunión y hacer más amena nuestra conversación. Eran casi las nueve de la noche cuando llegamos, así que dábamos por descontado que Estrella se encontraría en plena reunión, departiendo con el resto de asistentes. Bajé del auto, y mientras que George y Charly se esmeraban por estacionarlo en buen sitio, me adelanté a ellos y llamé a la puerta de Yuli. Estaba en eso, cuando intempestivamente me encontré cara a cara con Estrella, quien coincidentemente estaba llegando recién a la reunión ofrecida en su honor. Nos reconocimos de inmediato y nos saludamos rápidamente, intercambiando un beso en nuestras mejillas. De inmediato pude notar en sus ojos la sorpresa… ¿es que no nos esperaba? ¿O no esperaba que Charly llegase acompañado?. No pudimos conversar más, pues en ese momento salió a recibirnos Yuli, y luego de saludarnos, ingresaron juntas, mientras yo permanecía en el atrio, esperando a mis dos camaradas, que no tardaron mucho en llegar, trayendo consigo las bolsas que contenían los vinos.
Ingresamos los tres y nuevamente salió Yuli a recibirnos. Se saludaron y, para mi sorpresa, pude escuchar que le decía, sonriéndole pícaramente:
—Charly… adentro está tu amor imposible.
¡Mala señal!… Inmediatamente volteamos a mirar a Charly, quien ahora exhibía una expresión de incomodidad, mientras desviaba su mirada hacia el suelo, haciéndose el desentendido. Sólo se limitó a extraer las botellas, colocándolas encima de una mesa, mientras le pedía algunas copas en donde servir el vino. En tanto lo hacía, pude notar con algo de incredulidad cómo le temblaba el pulso, y que incluso llegó a derramar el vino fuera de las copas, salpicando la mesa. Mal augurio —pensé—, pero preferí callar. George y yo proseguimos nuestro camino hacia la sala, dejándolo solo para que prosiga con su labor, en tanto lo escuchábamos pedir algún mantel con que secar su estropicio.
Ya en la sala, volví a saludar brevemente a Estrella y fui testigo de cómo George la saludaba, estrechándola entre sus brazos con exagerada efusividad, al mismo tiempo que le manifestaba su satisfacción por verla y su agradecimiento por la invitación. Y ahora que lo pienso, estoy completamente seguro de que George en aquel saludo se despachó con Estrella más de lo que Charly lo hizo con ella durante toda su vida.
Terminados los saludos, me acomodé en un buen lugar, desde donde poder divisar la escena con comodidad y no perder ningún detalle de todo lo que acontecería. Al parecer la noche iba de sorpresa en sorpresa, pues eran muy pocos los asistentes. Sólo estábamos Estrella, Julia, Yuli, Charly, George y yo… ¿sería que las oferentes tenían escasa capacidad de convocatoria?… ¿no habrían dispuesto de tiempo suficiente para invitar a más concurrente?… ¿o estaríamos sólo “los justos y necesarios”?
El ambiente era acogedor y en el escenario todo estaba dispuesto. De un lado se encontraba la damisela Estrella junto a sus dos amigas: Yuly y Julia; y del otro estábamos George y yo, prestos a pasar desapercibidos y servir sólo de comparsa y espectadores de este curioso trance cuyo desenlace estábamos muy lejos de presagiar. Sólo faltaba el actor principal, Charly, que demoró algunos minutos en hacer su aparición. Y cuando lo hizo, llegó trayendo en sus manos una bandeja con seis copas de vino, que comenzó a distribuir conforme se desplazaba frente a cada uno de los asistentes. Desde mi ubicación me solazaba examinando la forma de actuar de ambos tortolitos. Estrella lucía hosca, con el ceño fruncido, tensa, desconfiada, con sus brazos y manos apretados contra su regazo. Charly estaba pálido, con expresión de incomodidad y caminaba encorvado, como un autómata. Cuando llegó frente a Estrella, ambos se miraron como dos perfectos desconocidos, saludándose casi por compromiso, con rostros inexpresivos, evitando mirarse a los ojos. Charly le ofreció una copa y ensayó un rápido saludo, dándole un tímido beso en la mejilla, que ella no devolvió. Una vez que terminó de distribuir las copas, Charly no tuvo peor idea que ir a sentarse en el rincón menos iluminado de la sala, alejado de la flaca.
¡Mal inicio! —pensé—, pero tenía la certeza de que Charly se recompondría y se apropiaría de la iniciativa al realizar el tradicional primer brindis. Así que esperé confiado, haciendo bailar la copa entre mis dedos, mientras observaba a mi buen amigo, que inexplicablemente se mantenía en silencio. Y hasta le hice un pequeño ademán, invitándolo a realizar el chinchín inicial; pero en ese mismo instante reparé que eso sería imposible, pues por un lado Charly parecía tener un nudo en su garganta, y por el otro Estrella acababa de despacharse todo su vino de un solo trago, sin mayor ceremonia.
De súbito se instaló un prolongado silencio. Al principio no quise intervenir, tal como habíamos acordado con Charly, pero luego de unos momentos perdí la esperanza en su locuacidad y me vi obligado a iniciar la conversación. Y entablamos el diálogo con Estrella, quien prácticamente fue la única interlocutora, pues Yuli y Julia se mantenían expectantes, sin apenas participar con algún comentario, mientras que Charly persistía en su mudez; aunque he de reconocer que lo que adolecía como orador lo suplió como mozo, pues al menos estuvo muy atento para ir llenado las copas de vino conforme éstas se iban secando.
Al principio tuve la impresión que Estrella se encontraba algo desconfiada e incómoda, a la defensiva, tal vez esperando algún “ataque” de nuestra parte, por lo que demoraba algo en contestar, quizás intentando descifrar cualquier doble sentido en nuestras palabras. Sin embargo, esto duró muy poco, pues tras unos minutos de charla por fin se soltó y la sentí más relajada y espontánea, llegando a platicar como dos amigos cualquiera, que recuerdan entre sonrisas los viejos tiempos. Quiero suponer que mientras platicábamos Estrella se convenció de que no habíamos tramado ninguna conspiración ni nada parecido en su contra, ni que era nuestro ánimo discutir acerca de los escarceos amorosos que sufrió con Charly en el pasado, pues en realidad ese tema no es de nuestra incumbencia, salvo por supuesto cuando bromeamos de vez en cuando, burlándonos del buen Charly en una noche de tragos, o cuando matamos el tiempo recreando su tragicómica historia en nuestros relatos. Aunque no se porqué sospecho que el vino también colaboró en algo en su cambio de actitud, pues nos despachamos tres rondas en un santiamén.
Mientras platicábamos, no pude evitar dirigir mi mirada varias veces hacia Charly, para ver si evidenciaba alguna señal de vida; pero no, no daba muestras de recuperación. Es más, estoy seguro de que en ese momento Charly habría servido como un inmejorable ejemplo del típico estado de pánico escénico: se encontraba refugiado allí, anquilosado en aquel rincón, reducido a su mínima expresión, ruborizado, sudoroso, respirando con agitación y sin poder articular alguna frase. Y no es que no lo intentase; de vez en cuando pretendía realizar alguna fallida escaramuza, soltando algún comentario que él suponía “ingenioso”, pero lo hacía a destiempo, cuando ya habíamos cambiado de tema, arrastrando sus palabras y con una voz extremadamente gangosa, que más parecía provenir de algún ventrílocuo que de él mismo.
Y la conversación se hizo muy amena. Y no era para menos, pues siempre es grato recordar con nostalgia los tiempos de la secundaria, compartiendo viejas anécdotas, haciendo un breve repaso de los años que compartimos, de los compañeros que conocimos, de aquellos que ya no están entre nosotros y también de alguna que otra cosa sin sentido.
En algún momento, Charly se armó del coraje suficiente y se animó a participar en la conversación:
—En setiembre es posible que viajemos con Poncho a los Estados Unidos, así que podremos aprovechar para visitarte —lo escuché proponerle a Estrella, con una voz tan débil que más parecía provenir del interior de un sepulcro que de sus labios.
—Ese mes no voy a estar —le contestó Estrella, en forma tajante y sin apenas mirarlo.
Durante unos momentos me quedé perplejo, viendo que cuando al fin a mi desdichado amigo se le ocurrió hilvanar una frase, fue para dejarse guillotinar por Estrella. La flaca, con esa respuesta, terminó de anularlo por completo pues Charly, sumamente humillado, buscó refugio en su rinconcito y ya no dijo nada más…
Y fui partícipe de esta escena sin apenas dar crédito a mis sentidos. No podía salir de mi asombro… ¡No podía ser!… ¿acaso éste es el Charly que conozco?… ¡¿No fue él de quien hace muchos años aprendí que nunca debemos claudicar ni darnos por vencidos ante los “no” de una hembra?!… ¡No podía ser!… ¡Este hijo de la guayaba y del mandarín me estaba defraudando… y de la peor manera!
Para suerte de Charly, por fin dieron las doce de la noche. Hora de terminar la reunión. Nos pusimos en pie para despedirnos.
—¿Te llevamos a tu casa en mi auto? —le propuso George a Estrella amablemente, mientras sonreía.
Yuly y Julia agradecieron su iniciativa, aceptando su caballeroso gesto, por lo que Estrella no supo negarse. En ese instante, por primera vez pude notar en sus ojos el pánico… ¡Era obvio que no quería estar a solas con nosotros tres dentro del mismo auto! Por supuesto que no. Había tenido el privilegio de “jugar” todo el partido en su cancha, de local, y no tenía ninguna intención de prolongar el encuentro en calidad de visitante.
De pronto, Estrella se volvió hacia Julia y le pidió con tono imperativo:
—¡Tienes que acompañarme!
Julia aceptó, por lo que Estrella respiró más tranquila y fuimos todos a abordar el auto que nos conduciría hasta su casa.
Con harta aflicción he de reconocer que hoy como antaño, y por alguna extraña razón que todavía no alcanzo a comprender, Estrella continúa siendo la kriptonita de mi amigo Charly, y que es capaz de fulminarlo con una sola mirada, regresionándolo hasta su edad adolescente. Y utilizando el argot futbolístico, preferiría decir que en esta ocasión Charly perdió por goleada, pero la realidad es que perdió por walk-over. Sin embargo, el destino le ofrecería un tiempo extra, un suplementario, que ojalá supiese aprovechar.
Anonimus

sábado, 9 de junio de 2012

La despedida de un ángel

—Voy a decir cosas y probar que no miento. Voy a decir cosas que nadie puede saber más que ustedes y yo. ¡Pero de acá no sale...!
—Dilas, sólo dilas. ¡Queremos escucharlas…!
Vio, a lo lejos, que alguien se acercaba como una sombra. Hizo como si no la hubiese visto. Debía continuar, pero se quedó callado, aturdido. Sin darse cuenta se puso a balbucear cosas sin sentido.
—¿Nos decías?... ¡Eres un fanfarrón!
Comprendió en ese pequeño instante, que la vida está llena de instintos y casualidades.
—Esperen un minuto, voy a buscar un lugar para mear… Espérenme.
Se encaminó muy deprisa y le dio alcance a la sombra. Fue rápidamente. La sombra le dijo:
—¡Katia ha fallecido…!
No supo qué hacer, solamente trató de ignorar el dolor y meter en un hoyo sus sentimientos. Había salido a comprar pan y tenía la bolsa de tela en las manos. A lo lejos, sus amigos lo contemplaban haciéndole burlas y coreando el apodo de Katia.
—¡La gata… miauuu…! ¿Dónde está la gata?
—¡La gata está que se mea de miedo!
—¡Así que un pacto y un secreto…! ¡Pepe dice que es el novio de la gata…!  Jajaja
No cesaban de burlarse. Todos los adjetivos surgían con espontaneidad que un chico extraño al barrio no hubiera podido entenderlas. Pepe miraba hacia el suelo y se cogía la cabeza con las dos manos. Sus oídos estaban sordos a cualquier burla. Se sentó en la hierba, su espíritu empezó a buscar instintivamente a Katia por los escondrijos de los maizales y sus recuerdos. Recordaba sus ojos zarcos cruzándose por azar con los suyos, en aquellos encuentros luego de salir cada quien de su colegio o escondiéndose de ella tras el jardín, observándola en sus juegos. Experimentaba ciertos sentimientos solitarios recordando la luna llena y los dedos con gotitas de sangre por la pinchada que Katia le hizo a su dedo y al de ella. Su corazón se estremeció agitando su sangre y haciéndole un nudo en la garganta cuando vio, al levantar la cabeza, a la tía de Katia. Deseaba escapar. Pero se abalanzó a los brazos de ella gimiendo con mucho ruido. En pocas palabras, se dio cuenta de lo injusto y severa que era la vida.
***
Nuevamente íbamos todos los calatos a conseguir “pita de nylon” para nuestras cometas. Mientras caminábamos por la orilla del rio, vimos que una enorme rata salía de su escondrijo, del basural que cubría las rocas llena de moscas. Todos al mismo tiempo nos quedamos mudos, pero agazapándonos y buscando la mejor piedra. Desgraciadamente la lluvia de piedras no dio en el blanco. La muy bandida desapareció como por arte de magia.
Ya era las seis de la mañana y teníamos hambre. Nadie había desayunado en su casa. Yo tenía en los bolsillos dos panes duros y dos caramelos.
—Miren huevones, el lechero está dejando las botellas en la puerta de las casas —dijo emocionado zancudo.
Cuando me di cuenta, ya el cabezón y zancudo traían siete botellas de leche completamente llenas. Olvidé mi miseria y cogí una de las botellas y me la llevé a la boca en el instante. Saqué el pan del bolsillo, lo partí en varios pedazos y lo repartí.
Poco después llega el lechero, haciendo sonar sus zapatos y a la carrera para agarrar al que podía. Es ligero, muy ligero, pero nosotros somos aún más. Como la rata, desaparecimos soltando las botellas y separándonos en el instante. Mientras corro, tengo los ojos bien abiertos y la boca tomando bocanadas de aire sin parar. Me detengo y me pongo a hablar con Moisés en voz alta, ya muy lejos del alcance del lechero. Nos sentamos en medio del camino. Los otros muchachos vienen a nuestro encuentro, riéndose y carcajeándose. Haciendo burlas del lechero. Estiro mis piernas frotándome las pantorrillas. No había ninguna nube de culpa en mi alma, ninguna sensación de malestar o ruido que se pareciera al arrepentimiento en mi cabeza. Nada. Todos yacían respirando toscamente y sentados en el suelo.
—¡Vamos! —dijo, cachaquito —, ¡nos gana la hora!
Nos levantamos en seguida.
—¡Espera un poco, imbécil! —gritó el cabezón— deja que tome un poco de aire.
Cachaquito balbuceó distraídamente. No quiso responderle al cabezón.      
Continuará
Loro

jueves, 7 de junio de 2012

Lo que se escapó asesinado

Lo volví a ver después de tantos años. Estaba muy delgado, como demacrado, dando la impresión de sentirse insatisfecho. Continuaba siendo un personaje pedante que interpretaba todo al revés.

A finales de los felices años ochenta, tras un periodo de cortejo y sinsabores relativamente decentes, se embarcó en la búsqueda de un camino definido y real. No le agradaba la ingeniería; su corazón ansiaba el periodismo, la literatura. Se arriesgó a abandonar su verdadera vocación y sufrió un golpe profesional del cual le tomaría mucho tiempo recuperarse, si es que alguna vez lo logró. Aunque cuenta con amigos que comprenden que fue víctima de las circunstancias, ahora no puede permitirse ni el más mínimo error. Lo que más le duele es haber perdido su amor ideal e intransigente. Esa es su peor humillación.

A pesar de tener todas las cartas a su favor, perdió debido a su falta de decisión. Un maldito y canalla amor especulativo y soberbio logró eso. La culpa la tiene una amiga traumatizada que siempre llevaba una sonrisa burlona en los labios. ¿Por qué diablos tenían que haberle salido tan mal las cosas? Él sabía que no era fruto del azar o la casualidad...

A pesar del paso del tiempo, recuerdo a mi amigo como un hombre callado y reservado que mostraba una incomprensible timidez conmigo. Siempre con un tono adolescente y temeroso de concluir lo que ambos sabíamos, aunque en su favor diré que yo tampoco puse de mi parte.

Su aspecto siempre me recordaba al de un segundón de telenovelas mexicanas. Sin embargo, en realidad no era lo que aparentaba. Siempre me demostró, aunque persistieran las dudas, que es un hombre muy talentoso pero descuidado en los negocios. Para él, la vida es como un juego de guerra donde identifica lo que sucederá mañana, desarrolla estrategias defensivas y va un paso adelante. ¡Si tan solo hubiera aplicado eso en las relaciones sentimentales, otro gallo cantaría!

A comienzos de los noventa, pensé que mi amigo ya estaba preparado para entrar en la guerra de los sentimientos. Pero no, el día que nos reencontramos en mi casa después de algunos años, me trató con una desconfianza tan sensata como irracional. Yo era una verdadera catástrofe para su maltrecho radar, una ausencia llamativa de compromiso emocional. ¡Qué lejos estaba de la realidad!

Lo recuerdo delgado, no por anorexia, sino porque simplemente había nacido con ese porte esbelto, de una complexión ósea delicada que le confería un aspecto juvenil. Tenía treinta años pero aparentaba veinticinco. Una boca pequeña, con una sonrisa tierna, una nariz de loro que combinaba con sus pómulos altos, configurando un rostro anguloso al estilo de los antiguos huacos mochicas. Su cuerpo no era el más adecuado para triunfar en pasarelas de moda, pero bien peinado y con la ropa apropiada, resultaba... mmm... atractivo, de un modo enigmático.

¡Ah, mi amigo! Dotado de un gran talento para sacar de quicio a cualquiera. Lo recuerdo con ese particular humor, pequeños ojos inexpresivos que reaccionaban irritados con facilidad. Sé que tiene fama de temperamento voluble. Su actitud nunca me invitaba al acercamiento ni a la confianza; es un tipo excéntrico por el que siento un gran afecto inexplicable. Terminé rindiéndome: no sabía cómo lidiar con él.

—¿Por qué eres así? —le dije ese día—. Ya no se te puede creer nada. Andas en un mundo paralelo. Por favor, aterriza...

Estuve enamorada de él, con mis fantasías inapropiadas. Pero la atracción también me parecía inapropiada; me resultaba un ser extraño. Sentía mucho temor. Mi amigo llevaba una vida irreal que me fascinaba, pero en la que me vetaba participar. Eso, entiendo ahora, fue culpa mía.

Pasaron muchos años, veinte para ser precisos. Nos reencontramos virtualmente y entablamos una relación más profunda, como a él le gustaba: escribiéndonos. Mi vida transcurría lejos, fuera de nuestro país. Yo regresaba con frecuencia, de visita por motivos familiares.

Se presentó entonces la oportunidad de vernos. En cierta ocasión nos citamos en un lugar apacible, la terraza de un café. Cuando llegué, él estaba sentado de espaldas y lo saludé tapándole los ojos y preguntándole en broma quién era.

—Tus manos son como las mías: pequeñas —me respondió, dándose importancia.

—Sí. ¿Pero quién soy? —le volví a preguntar, muy decidida.

Silencio y duda. Luego se repuso y dijo:

—Mi amiga del colegio…

Lo abracé, apoyando mi mejilla en la suya. Lo miré súbitamente, tan de improviso que él interpretó mi mirada como un ataque. Apenas esbozaba una sonrisa torcida, casi con temor. Me irritó su falta de respuesta emocional y sentí ganas de zarandearlo para traspasar su coraza de cobardía.

No pasó nada inadecuado; solo quería demostrarle que estaba allí y que me caía bien. Sobre todo, buscaba transmitirle con mi gesto que seguía sintiendo algo por él, y lo hice con total confianza. Incluso amagué un beso amistoso. Sin embargo, no obtuve reacción alguna; estaba paralizado. En ese instante viví su ausencia como una tortura, casi un castigo personal. ¿Estaba expiando alguna culpa? Por primera vez percibí con claridad aterradora el poder que ejercía sobre mí. Me solté y me senté frente a él, ausente y desconfiada.

—¿Por qué ese modo tuyo de mirarme y no mirarme? —le dije, extrañada por su tono.

De repente, él sonrió.

—¿Qué te hace pensar eso? Lo que pasa es que temo que me muerdas si te llegara a poner un dedo encima.

Solo pude sonreír. Y para mis adentros pensé: "Sigue esperando". Tomé aire y le dije:

—Bien, ¿por qué nunca ocurrirá nada entre nosotros?

Por primera vez le había dicho algo personal. Me quedé sin aliento. Tras un rato, suspiró desamparado.

—Te mereces algo mejor que yo —dijo, mientras movía la cabeza negando lo que decía.

Asentí en silencio, turbada. Él no parecía indiferente a mi reacción. Me le acerqué, mirándolo a los ojos, y levantando mis gafas, le dije:

—¿Tú qué sabes lo que es mejor para mí? Ya entendí, eres un cobarde. Lo peor es que me dejas seguir teniéndote cariño…

Quedó perplejo. Cuando le solté la mano, tomo la suya y me preguntó:

—¿Cobarde?... No es así. ¿Podemos ser amigos?

Asentí secamente. Mi ternura se diluía y mi coraje se fortalecía. Antes de terminar el encuentro, llegamos a un acuerdo: siempre seríamos amigos. Se comprometía a no hacer nada que me avergonzara o pudiera comprometerme. ¡Vaya solución práctica! Permanecimos callados un buen rato, yo golpeteando la mesa con los dedos y él mordiéndose los labios, inexpresivo. Me encogí de hombros, me volví hacia él y le dije:

—Tienes razón. Ya es muy tarde para hablar de estas cosas. Nada puede ser igual. Es el límite que nos ha impuesto la vida, el marco y nuestra prisión perpetua. Condenados para siempre. 

No contaré detalles de su vida privada. Se casó con una mujer buena llamada X, y ese año tuvieron un hijo que ahora tiene diecinueve años. Otra hija, Z, idéntica a él y ya señorita... ¡Muy guapos los dos!

Miraba mi reloj de reojo. Pasaban de las doce y media, y hacía rato que era de noche en Lima. Él estaba cabizbajo y resignado, igual que en nuestro último encuentro con amigos. Se sentó a mi lado y me rodeó el cuello con los brazos. 

—Bety, escucha. Los dos sabemos muy bien qué ha pasado. Yo tengo tanta responsabilidad como tú. Pero más aún por no haberte abordado y ser más decidido. El miedo me convirtió en un incapaz... Bueno, solo nos queda amarnos para siempre. Si es que a esto se le puede llamar amor. Tú lo sabes también.

Saqué fuerzas de no sé dónde y le contesté: 

—Si piensas que permitiré que cargues tú solo con la culpa, es que en todos estos años no has aprendido nada de mí. Tenemos que ser más inteligentes. No podemos consentírselo a la vida... 

Lo vi relajado, mientras a mí el nudo de angustia me oprimía el pecho y se me subía a la garganta. Habían transcurrido veinte años compartiendo este sentimiento, como pocos. Intentamos ocultarlo y casi lo logramos, hasta que él destapó la caja de Pandora al hablar con nuestros amigos, y ellos preguntándose qué clase de historia teníamos. Las respuestas ambiguas dieron paso ya a los comentarios, sacando todo a la luz. Nos conocimos en el colegio, nos reencontramos en la universidad; y el coqueteo empezó como un juego, que ahora no sabemos en qué acabará... Nadie puede saberlo. Solo el tiempo y nosotros mismos.

Libertad