Lo
volví a ver después de tantos años. Estaba muy delgado, como demacrado, dando
la impresión de sentirse insatisfecho. Continuaba siendo un personaje pedante
que interpretaba todo al revés.
A
finales de los felices años ochenta, tras un periodo de cortejo y sinsabores
relativamente decentes, se embarcó en la búsqueda de un camino definido y real.
No le agradaba la ingeniería; su corazón ansiaba el periodismo, la literatura.
Se arriesgó a abandonar su verdadera vocación y sufrió un golpe profesional del
cual le tomaría mucho tiempo recuperarse, si es que alguna vez lo logró. Aunque
cuenta con amigos que comprenden que fue víctima de las circunstancias, ahora
no puede permitirse ni el más mínimo error. Lo que más le duele es haber
perdido su amor ideal e intransigente. Esa es su peor humillación.
A
pesar de tener todas las cartas a su favor, perdió debido a su falta de
decisión. Un maldito y canalla amor especulativo y soberbio logró eso. La culpa
la tiene una amiga traumatizada que siempre llevaba una sonrisa burlona en los
labios. ¿Por qué diablos tenían que haberle salido tan mal las cosas? Él sabía
que no era fruto del azar o la casualidad...
A
pesar del paso del tiempo, recuerdo a mi amigo como un hombre callado y
reservado que mostraba una incomprensible timidez conmigo. Siempre con un tono
adolescente y temeroso de concluir lo que ambos sabíamos, aunque en su favor
diré que yo tampoco puse de mi parte.
Su
aspecto siempre me recordaba al de un segundón de telenovelas mexicanas. Sin embargo,
en realidad no era lo que aparentaba. Siempre me demostró, aunque persistieran
las dudas, que es un hombre muy talentoso pero descuidado en los negocios. Para
él, la vida es como un juego de guerra donde identifica lo que sucederá mañana,
desarrolla estrategias defensivas y va un paso adelante. ¡Si tan solo hubiera
aplicado eso en las relaciones sentimentales, otro gallo cantaría!
A
comienzos de los noventa, pensé que mi amigo ya estaba preparado para entrar en
la guerra de los sentimientos. Pero no, el día que nos reencontramos en mi casa
después de algunos años, me trató con una desconfianza tan sensata como
irracional. Yo era una verdadera catástrofe para su maltrecho radar, una
ausencia llamativa de compromiso emocional. ¡Qué lejos estaba de la realidad!
Lo
recuerdo delgado, no por anorexia, sino porque simplemente había nacido con ese
porte esbelto, de una complexión ósea delicada que le confería un aspecto
juvenil. Tenía treinta años pero aparentaba veinticinco. Una boca pequeña, con
una sonrisa tierna, una nariz de loro que combinaba con sus pómulos altos,
configurando un rostro anguloso al estilo de los antiguos huacos mochicas. Su
cuerpo no era el más adecuado para triunfar en pasarelas de moda, pero bien
peinado y con la ropa apropiada, resultaba... mmm... atractivo, de un modo
enigmático.
¡Ah,
mi amigo! Dotado de un gran talento para sacar de quicio a cualquiera. Lo
recuerdo con ese particular humor, pequeños ojos inexpresivos que reaccionaban
irritados con facilidad. Sé que tiene fama de temperamento voluble. Su actitud
nunca me invitaba al acercamiento ni a la confianza; es un tipo excéntrico por
el que siento un gran afecto inexplicable. Terminé rindiéndome: no sabía cómo
lidiar con él.
—¿Por
qué eres así? —le dije ese día—. Ya no se te puede creer nada. Andas en un
mundo paralelo. Por favor, aterriza...
Estuve
enamorada de él, con mis fantasías inapropiadas. Pero la atracción también me
parecía inapropiada; me resultaba un ser extraño. Sentía mucho temor. Mi amigo
llevaba una vida irreal que me fascinaba, pero en la que me vetaba participar.
Eso, entiendo ahora, fue culpa mía.
Pasaron
muchos años, veinte para ser precisos. Nos reencontramos virtualmente y
entablamos una relación más profunda, como a él le gustaba: escribiéndonos. Mi
vida transcurría lejos, fuera de nuestro país. Yo regresaba con frecuencia, de
visita por motivos familiares.
Se
presentó entonces la oportunidad de vernos. En cierta ocasión nos citamos en un
lugar apacible, la terraza de un café. Cuando llegué, él estaba sentado de
espaldas y lo saludé tapándole los ojos y preguntándole en broma quién era.
—Tus
manos son como las mías: pequeñas —me respondió, dándose importancia.
—Sí.
¿Pero quién soy? —le volví a preguntar, muy decidida.
Silencio
y duda. Luego se repuso y dijo:
—Mi
amiga del colegio…
Lo
abracé, apoyando mi mejilla en la suya. Lo miré súbitamente, tan de improviso
que él interpretó mi mirada como un ataque. Apenas esbozaba una sonrisa
torcida, casi con temor. Me irritó su falta de respuesta emocional y sentí
ganas de zarandearlo para traspasar su coraza de cobardía.
No
pasó nada inadecuado; solo quería demostrarle que estaba allí y que me caía
bien. Sobre todo, buscaba transmitirle con mi gesto que seguía sintiendo algo
por él, y lo hice con total confianza. Incluso amagué un beso amistoso. Sin
embargo, no obtuve reacción alguna; estaba paralizado. En ese instante viví su
ausencia como una tortura, casi un castigo personal. ¿Estaba expiando alguna
culpa? Por primera vez percibí con claridad aterradora el poder que ejercía
sobre mí. Me solté y me senté frente a él, ausente y desconfiada.
—¿Por
qué ese modo tuyo de mirarme y no mirarme? —le dije, extrañada por su tono.
De
repente, él sonrió.
—¿Qué
te hace pensar eso? Lo que pasa es que temo que me muerdas si te llegara a
poner un dedo encima.
Solo
pude sonreír. Y para mis adentros pensé: "Sigue esperando". Tomé aire
y le dije:
—Bien,
¿por qué nunca ocurrirá nada entre nosotros?
Por
primera vez le había dicho algo personal. Me quedé sin aliento. Tras un rato,
suspiró desamparado.
—Te
mereces algo mejor que yo —dijo, mientras movía la cabeza negando lo que decía.
Asentí
en silencio, turbada. Él no parecía indiferente a mi reacción. Me le acerqué,
mirándolo a los ojos, y levantando mis gafas, le dije:
—¿Tú
qué sabes lo que es mejor para mí? Ya entendí, eres un cobarde. Lo peor es que
me dejas seguir teniéndote cariño…
Quedó
perplejo. Cuando le solté la mano, tomo la suya y me preguntó:
—¿Cobarde?...
No es así. ¿Podemos ser amigos?
Asentí
secamente. Mi ternura se diluía y mi coraje se fortalecía. Antes de terminar el
encuentro, llegamos a un acuerdo: siempre seríamos amigos. Se comprometía a no
hacer nada que me avergonzara o pudiera comprometerme. ¡Vaya solución práctica!
Permanecimos callados un buen rato, yo golpeteando la mesa con los dedos y él
mordiéndose los labios, inexpresivo. Me encogí de hombros, me volví hacia él y
le dije:
—Tienes
razón. Ya es muy tarde para hablar de estas cosas. Nada puede ser igual. Es el
límite que nos ha impuesto la vida, el marco y nuestra prisión perpetua.
Condenados para siempre.
No
contaré detalles de su vida privada. Se casó con una mujer buena llamada X, y
ese año tuvieron un hijo que ahora tiene diecinueve años. Otra hija, Z,
idéntica a él y ya señorita... ¡Muy guapos los dos!
Miraba
mi reloj de reojo. Pasaban de las doce y media, y hacía rato que era de noche
en Lima. Él estaba cabizbajo y resignado, igual que en nuestro último encuentro
con amigos. Se sentó a mi lado y me rodeó el cuello con los brazos.
—Bety,
escucha. Los dos sabemos muy bien qué ha pasado. Yo tengo tanta responsabilidad
como tú. Pero más aún por no haberte abordado y ser más decidido. El miedo me
convirtió en un incapaz... Bueno, solo nos queda amarnos para siempre. Si es
que a esto se le puede llamar amor. Tú lo sabes también.
Saqué
fuerzas de no sé dónde y le contesté:
—Si
piensas que permitiré que cargues tú solo con la culpa, es que en todos estos
años no has aprendido nada de mí. Tenemos que ser más inteligentes. No podemos
consentírselo a la vida...
Lo
vi relajado, mientras a mí el nudo de angustia me oprimía el pecho y se me
subía a la garganta. Habían transcurrido veinte años compartiendo este
sentimiento, como pocos. Intentamos ocultarlo y casi lo logramos, hasta que él
destapó la caja de Pandora al hablar con nuestros amigos, y ellos preguntándose
qué clase de historia teníamos. Las respuestas ambiguas dieron paso ya a los
comentarios, sacando todo a la luz. Nos conocimos en el colegio, nos
reencontramos en la universidad; y el coqueteo empezó como un juego, que ahora
no sabemos en qué acabará... Nadie puede saberlo. Solo el tiempo y nosotros
mismos.
Libertad
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