Yo creo que le di la
oportunidad. Fue ayer quizá, o tal vez hace muchísimo tiempo. No lo sé. El
tiempo nunca avisa y se nos escurre sin poder detenerlo, es un parpadear. Pero
quizá haya sido el pasado sábado cuando le invité a almorzar y lo llevé al
comedor de estudiantes. No fue culpa mía lo que sucedió allí. Creo que no tuve
más remedio que mandarlo bien lejos. Y es que estaba muy enfadada con él porque
nunca se atrevió a confesarlo...
Entonces pasó otro tiempo cuando
salí de mi casa un poco aturdida. Hice mi viaje a pie. La casa de mi amiga
estaba muy cerca de la mía.
Al llegar a la puerta lo
encontré y me estrechó la mano y me miró con sus ojos exageradamente abiertos.
Me quedé sorprendida al verlo. Entendí entonces que me había esperado para
ingresar juntos. Tardó un buen rato en preguntarme cómo estaba. No le contesté
e ingresé apurando el paso. Él ingresó detrás de mí y atravesamos una sala en
donde había mucha gente que bailaba y nos ubicamos en el fondo.
Cuando llegamos al final,
nos sentamos uno al lado del otro. Muy cerca había una mesa llena de bocaditos
y en la que se distinguía una torta que parecía la Torre de Babel. El frio que me
acompañó en la calle desapareció en aquel rinconcito. Estaba tranquila, sin
hablar y al lado de un adolescente que agitaba sus pies y tamborileaba sus
rodillas. De rato en rato nos mirábamos de soslayo, sin atrevernos, serios,
discretos. En el ambiente fluía un olor a flores diversas, a bocaditos, a humo
de cigarrillo; y de los rincones llegaban voces y risas sin detenerse…
Estábamos allí, en un rincón de una casa no muy espaciosa y en la que se
celebraba una boda singular. Se había casado una amiga del colegio y a quien
ambos conocíamos muy bien.
Algunos invitados se
paseaban inquietos y atravesaban la pequeña sala. Mientras que otros no paraban
de bailar una música movida y salerosa. Pero nosotros pasábamos desapercibidos
y mudos, y con una expresión infantil. De cuando en cuando la novia se volvía y
nos miraba con las cejas arqueadas y con rostro de pena.
Sin percatarme se nos acercó
en compañía de su recién estrenado esposo. Llegó enérgica y con el bucket en la
mano. Un mechón de pelo le colgaba como cerquillo.
—¿Qué hacen tan
tranquilitos?... ¡Estamos en una fiesta, amiga!... ¡Ya pues, amigo!
Sin decir más, cogió una de
las manos de Charly y lo puso en pie de un solo jalón. Inmediatamente lo llevó
hasta el centro de la sala y le obligó a bailar. Su estrenado esposo estiró el
brazo y quiso hacer lo mismo conmigo. Yo me opuse, tirándome hacia atrás. Pero
luego cedí a su insistencia. Al final estaba a las espaldas de Charly y dándole
al ritmo.
Algo había que quería
ocultar. Pero me hacía la loca viendo las sombras diseminadas de los cuerpos
por el suelo y miraba a Charly perdido sin ritmo ni compás. Parecía un robot enseñando
las nalgas y un muñeco de trapo manejado por un mal titiritero. Creo que a mí
no iba tan mal, porque nuestra severa novia me aplaudía con las manos
levantadas y agitándolos por sobre los hombros de Charly.
En general fue una boda como
las demás, con la sola diferencia de que el inefable Charly y su platónica
amada se encontraban juntos y bailando en un mismo lugar por primera vez.
Esta curiosa mezcolanza de emociones
se terminó cuando la novia y el novio se apartaron de nosotros. Estaban muy
atareados. Entendí que le faltaban algunas cosas que no habían precavido y que
necesitaban solucionar.
Estuvieron ausentes de la fiesta
por un rato. Y esto bastó para volver a estar solos y huérfanos nuevamente en
un lugar de diversión y charla.
Luego de la fiesta, pasó un
mes y luego otro. Así hasta llegar al año. En ese tiempo no nos volvimos a ver.
Lo que originó el fin de una relación que no fluía desde su inicio.
Lo más increíble es que cuando
recuerdo este acontecimiento, la cabeza se me va y me lleno de suspiros y
nostalgia.
A veces se juntan en mi
memoria los lenguajes hablados por Charly. Todos eran los más incomprensible y los
que hubiera querido descifrar. Era jergas traídas de otros mundos, como diálogos
oscuros que nunca llegué a entender.
Hasta que una noche, después
de tantos años, nos encontramos. Por la edad y la experiencia, no había miedos
ni dudas, la oscuridad parecía haber desaparecido.
Al lado de una botella de
vino y en compañía de la música de Fito Páez, León Gieco y Silvio Rodríguez, y en
un lugar impensado por nosotros, estábamos por fin allí, como si Batman y la
mujer Maravilla se reunieran alrededor de una mesa y se quitaran las máscaras y
se revelaran el uno al otro sus identidades secretas.
—Es extraño, ¡tanto tiempo!
Y aquí, como si nos hubiéramos visto ayer… Fíjate lo que estás diciendo… ¿Mi
número telefónico?... A ver, apunta…
—Tu voz y tus hermosos
gestos no han cambiado nada. Y sigues hermosa como siempre. —dijo, soltando una
sonrisa.
Después de su piropo,
permanecí con los ojos muy abiertos. Lo miraba fijamente, asombrada. Hasta que empecé
a hablar en voz baja, susurrándole ideas que me llegaban libremente, que me
hacía decirle cosas. Hasta me atreví a decirle que su sonrisa me agradaba. De
pronto y sin proponérmelo, curvando las cejas, le dije:
—¡Mira cómo es la vida! Te
lo digo: te quería muchísimo. Ahora es diferente, pero aún te quiero… ¿Recuerdas
aquella noche en la fiesta del matrimonio de nuestra amiga…? Qué tontería,
¿no?... Tú no tienes la culpa de lo que pasó aquel día… Mi soberbia, mi
exquisita soberbia…
Después de decir esto, mi
cerebro se embarulló, tenía sed de agua, pero instintivamente cogí la copa de
vino y de un sorbo largo la terminé. Había dicho cosas peligrosas y lanzadas al
aire sin pensarlo. Él se volvió, me abrazó y me dio un beso ligero en los
labios. Fue un beso tierno.
Le expliqué todo lo
ocurrido, le conté todo de nuevo, le conté la historia en la cual yo mentí con
sinceridad.
—Sí —dijo, sonriendo—, eso
es lo que pasó, nos acobardamos con sinceridad
Me di cuenta que la Mujer
Maravilla se encontraba con el rostro descubierto y Batman seguía puesta la
máscara. Y, sin embargo, no podía impedirlo. Mi cabeza estaba ligera con el
licor en mi sangre, completamente despejada, y en mi alma no había nubarrones.
Él desmenuzaba la silueta del buen humor, con el alma alegre, como un niño con juguete
nuevo. Parecía un bebé feote y lindo a la vez. Un bebé feote y venenosísimo. Me
mordía y no me soltaba.
—Sabes, Bety, ¿te das
cuenta? Huele a San Marcos, a los ómnibus en el que nos encontrábamos al azar;
huele al cine República y huele a la Plaza San Martín.
Sí. Estábamos precisamente
en un punto algo difícil y desmesuradamente abierto.
Pasaron cinco minutos,
quizás más, y nos quedamos embobados y en el mismo sitio, sin mover ni un solo
dedo.
Al fin levanté la vista y
doblé lentamente mis brazos, cruzándolos. Me toqueteaba las costillas para
tratar de soltarme y decirle algo. Me miró y le miré. Permanecimos un instante callados.
Pero como de costumbre, tuvo una súbita inspiración. Se volvió a mirar el suelo
y me dijo:
—Yo tenía que ir detrás de
ti y no dejar que te fueras sola… Me acobardé ese día. No fue culpa tuya.
Cuanto más recordaba ese
día, más me desorientaba en el tiempo y en mi humor. Le invité a beber un
vaso de vino al levantar el mío para brindar.
—¡Ya olvídate! Es pasado. No
creo que valga la pena recordarlo ¡Salud!
Una pausa. Observé que
sonreía de nuevo.
—Sí —dijo—, desgraciadamente
aquel día estaba hecho un idiota. Tú hiciste lo correcto.
—No lo sé. Pero me hubieras
perseguido hasta mi casa. Eso era lo correcto… Hubieras olvidado tu “pobreza” y
todo ese estúpido resentimiento hacia mí. Pero, ya déjalo… No insistas en
recordar aquel día.
Reconoció contrito que en
efecto se había acobardado. Y no dijo más. Lo vi totalmente turbado y en espera
de una respuesta. Tal vez se preguntaba en serio lo estúpido que fue.
Encogí los hombros y me
sonreí instintivamente. Le dije:
—Además, no tenías ninguna
esperanza. Sé que te hubiera mandado bien lejos…
—¡Hum!… Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sin duda.
Comenzamos a reír y a gastar
bromas. En ese estar, movíamos la cabeza todo el tiempo y yo no sabía lo que
decía. Las ironías solo brotaban con gracia.
Miré mi reloj y me di cuenta
de la hora. Era tardísimo.
—Ya es hora de marcharnos
—le dije con suma amabilidad.
—Sí. Tienes razón, ya es muy
tarde… —respondió y se levantó enseñando todos los dientes.
Al ponernos en pie, el suelo
se movía. Sentía que las rodillas se me doblaban. Estaba totalmente sonrojada.
El vino había cumplido su misión.
Salimos y tomamos un taxi. En
el camino me contó que una vez me había visto caminar en el barrio en compañía de
quien él supuso era más que un amigo. Me dijo varias cosas más. Seguramente
estaba ebrio y yo no me había percatado. Ebrio y celoso, que sería lo más
correcto. Yo lo miraba y me sonreía, me alegraba sentirlo así. Muda y si hacer gestos, no contestaba sus
preguntas.
De repente llegamos a mi
casa. El tiempo transcurrió muy rápido. Ya en el umbral de la puerta, dejó de
hablar. Por un rato se quedó quieto. Luego hizo un ademan y me dio un beso en
la mejilla. Era su despedida. Giró todo el cuerpo y me dio la espada. Sin
detenerse y sin volver la vista atrás se marchó como siempre, como ahora.
Libertad
Santa cachucha, Batman. Este no era el relato que esperaba.
ResponderEliminarTe las sabes todas ...