Una
tarde, pocos días después de mi llegada, regresaba de una reunión familiar. No
había probado bocado, ni siquiera los aperitivos. Los cubiertos del almuerzo
seguían intactos, como mis manos: vacías.
De
pronto, me invadió una sensación de hambre brutal. El sol lo iluminaba todo con
una claridad absurda. Mientras caminaba, sonaron las tres en punto. Estaba
sola, sin rumbo, mirando a todos lados. Vagaba sin dirección por un bulevar,
sin ánimo de detenerme ni de observar nada. Pero el hambre me obligaba a
mantener los ojos bien abiertos, escaneando en busca de algún lugar donde
pudiera entrar y comer algo.
Me
detuve a pensar. Llevé la mano al bolsillo del pantalón y saqué el celular.
Comencé a caminar más despacio. De pronto, empecé a chasquear los dedos,
dudando si hacer o no la llamada. Murmuraba para mí misma: “¿Sí? ¿No?”. Al
final, ganó el sí. Marqué el número de Charly. Me permití esa llamada.
¿No
era él quien me había dicho “gorda y vieja”? Pero en ese momento, olvidé el
rencor. Me sentía tranquila, casi en paz. Tenía necesidad de hablar con él. Di
media vuelta a mis pensamientos y lo invité a almorzar. No lo dudó: “En quince
minutos estoy ahí”, me dijo.
Estaba
sentada, con las piernas extendidas y el cuerpo recostado en la silla, apoyada
sobre una pequeña mesa vestida con un mantel rojo y cubierta por un grueso
vidrio. Lo esperaba en el lugar que habíamos acordado. No había nubes ni
lloviznas en mi alma; todo era cálido, como la luz del sol que se esparce
tranquila en el horizonte. Me sentía maravillosamente bien, ligera, feliz. No
había rastro de malestar en mi cuerpo. Solo estaba ahí, tumbada en la silla,
aguardando mi pedido… y aguardándolo a él. Creo que, en cierto modo, estaba
ausente de mí misma.
—¡Dios
mío, las cosas que hago! —pensé, con una sonrisa contenida que apenas asomaba
por mis labios.
A
ratos, tragaba saliva, impaciente por la llegada de la comida... y de él. Me
había pedido, casi con dulzura, que lo hiciera, cuando lo llamé por teléfono.
Habían
pasado ya muchos días, tal vez semanas, desde la última vez que nos vimos. Días
cargados de silencios o discusiones absurdas, peleas nacidas de la nada, con
palabras estúpidas que no significaban nada y, sin embargo, dolían como si lo
fueran todo.
Me
detuve a observar el lugar con calma, girando lentamente sobre mí misma.
Recorrí con la mirada algunos cuadros sin firma visible, intenté leer las
etiquetas polvorientas de las cervezas que adornaban el bar. Reflexioné un
instante. Me examiné sin apuro, y me miré con una satisfacción tranquila, casi
tierna. Al fin, me dije en voz baja:
—No,
gracias. Así estoy bien...
Unos
golpecitos en el hombro me sacaron de golpe de mi ensimismamiento. Me giré de
inmediato, sin pensar.
—¡Sí!
—respondí, sonriendo mientras me ponía de pie.
Eso
fue todo lo que alcancé a decir. Me sorprendió mi propio titubeo. Escuché sus
palabras apenas rozándome los oídos, como un susurro bien ensayado:
—¿Por
dónde anda mi andina y dulce Bety, que hoy luce tan bella y fresca? ¿Acompañada
de qué pensamientos…?
Su
amabilidad me desarmó por unos segundos. No pude responder de inmediato. Me
incorporé con lentitud, le di un golpe amistoso en el hombro y, a modo de
defensa, pensé en insultarlo con una serie de groserías inventadas, hirientes y
absurdas. Pero terminé saludándolo con un abrazo y un beso en la mejilla. Nos
separamos. Quedamos parados frente a frente, en silencio. Él me miraba con una
mezcla de curiosidad y nostalgia, como si quisiera descifrarme. Yo, por mi
parte, no veía nada a nuestro alrededor. Hasta hoy no sé si alguien más nos
observaba.
—Olvidemos
nuestro estúpido pasado —dijo, rompiendo aquel breve pero interminable
silencio—. No hablemos más de eso —y añadió, con una sonrisa amplia—. Cuando
nuestras ideas se excitan... ¡implosionan! El daño es muy egoísta...
Me
senté de nuevo, casi perdiendo el equilibrio. Él también se acomodó frente a
mí, inclinándose con exagerada cortesía antes de decir:
—El
hambre que llevo es de tal magnitud… que siento que tú la compartes. ¿No?
Ahí
estaban las palabras: hambre y magnitud. Las justas. Las inevitables.
Me
abracé a mí misma o quizá me tomé del brazo, como si buscara afirmarme. Abrí
bien los ojos, siempre con ese buen humor que me salvaba del ridículo, me puse
de pie, avancé y me incliné hacia él, casi rozando su rostro con el mío. Lo
miré de frente, con firmeza, y le dije:
—¡Dios!
¿Cómo es posible que haya regresado usted? Me alegro mucho.
El sol
seguía brillando con fuerza. Eran las tres y media de la tarde cuando el mozo
apareció con nuestro pedido. El hambre me apretaba el estómago. Me dejé caer en
la silla, junto a mi amigo, en medio de ese restaurante saturado por un olor
intenso y sabroso…
—¡Qué
olor a comida y a cocina hay aquí! A bistec, a anticuchos… ¡A gloria! —dije,
sonriendo—. ¿Cómo se me ocurrió llamarte? No tengo la menor idea. ¿Tienes algo
más que decirme?
—Muchas
cosas —respondió—, pero ahora nada de puerilidades. Somos futuro o presente…
solo eso.
Sus
palabras me detuvieron en seco. Estábamos frente a frente. Intencionadamente
juntos. Tartamudeé una excusa mientras tomaba los cubiertos y me lanzaba con
entusiasmo a saciar mi exaltado apetito. Él todavía hablaba cuando desvió la
mirada hacia sus propios cubiertos, aunque no dejaba de observarme de reojo.
Movió la cabeza, burlón. Luego se le escapó una sonrisa sobria, contenida,
justo cuando yo llevaba el primer bocado a la boca.
—¡Con
tal que no me detengas! —advertí.
Él
acercó su mano a la mía.
—Naturalmente
—dijo, apretándola con suavidad.
Entonces
soltó una carcajada, y yo no pude evitarlo. Me reí también, alocadamente, como
si el pasado no pesara, como si el presente no doliera.
Libertad
Me alegra sobremanera mi regreso... solo eso.
ResponderEliminarSaludos.
Y ahora qué quieres que te diga, Charly. Nueva decepción. Con harto desagrado compruebo que el poder kriptoniano de la susodicha está intacto y en plena expansión, pues ya no se limita a anularte con su presencia, sino que ahora también es capaz de neutralizarte a larga distancia.
ResponderEliminarPretendiste dejar de ser condescendiente y terminaste claudicando compa, y por ningún lado puedo olfatear el aroma a comida ni a bistec... más bien percibo el hedor a censura y, lo que es peor, a autocensura.
Es la primera vez que no me alegra el haberte ganado una piscina de cerveza...