El
domingo, por la mañana en Lima, que descubría una inusitada lluvia, y después
de encontrarme con Francisco y empeñarme en consolarlo, me dio un dolor de
cabeza y un dolor de estómago de los mil diablos. No sé por qué me dirigí solo
a su casa. Creo que soy el más idiota del grupo. Cuando llegué, todo allí
estaba hecho un asco. Él, ¿qué razones tenía? Tal vez lo escribió porque estaba
demasiado ebrio, o quién sabe, tal vez recordó que su abuela, al dejarnos para
siempre —o por unos años—, el día de anteayer, no le había dejado nada. Todo lo
heredó su perro Karonte. Animal diminuto, gordo, peludo y orejón que siempre
parecía sonreír cuando ella lo tenía entre sus brazos. Siempre, como enamorado
fresco, lamía la cara de su ama.
Ayer,
cuando entramos y nos sentamos en aquella habitación rectangular, casi
cuadrada, increíblemente se arrinconó a los pies de Pancho, quien bostezaba
torciendo la boca y estirando los brazos. Indirectamente empezó a olfatearnos;
tenía aire de habernos estado esperando con impaciencia; porque luego se ubicó
muy cerca y al frente de nosotros. Tenía la cabeza colgante y la alargaba para
mirarnos. Era la cara de una vaca triste. Sus ojos salidos, y de amarillentas
pupilas lacrimosas, parecían pedir una limosna. Solo le faltaba el puente
concurrido y el hombre ciego con el violín. Sin alterar el rostro, le importó
poco estar con esa cara de calvario delante de los demás hombres y mujeres que
estaban sentados y alineados en forma de media luna y que bordeaban la salita.
Nunca lo habíamos visto así. Nos figuramos que estaba muy nervioso...
De los
que estaban allí, acompañando, Pancho nos dijo que ninguno de ellos era parte
de su familia; que solo eran vecinos de aparición extraña e inesperada. Todavía
me dura el asombro de sus años —que, sumándolos, eran todos los siglos— y de
sus caras distintas, frías y tristes que parecían refugios de almas apagadas
—no recuerdo haberlos oído siquiera murmurar—. Aunque había una mujer, con los
ojos nublados y gestos convulsos, que invitaba el café y las galletas. De todos
los presentes, Karonte era el que llevaba los movimientos. Cuando Pancho se
levantó para saludarnos, con los brazos abiertos y como si planeara, lo vimos
retirarse de manera natural. Karonte, caminando lentamente, se adentró por una
abertura de la sala que daba a un tragaluz, en el que había un espejo gigante
empotrado en la pared, que llegaba hasta el suelo. Karonte, quieto y compungido,
no dejaba de observar su repetida imagen en el interior. Daba la impresión de
conversar consigo mismo. Aunque, de vez en cuando, se volvía a mirarnos de
reojo. Cuando lo hacía, se le percibía, ya no una tristeza, sino una oculta
sonrisa, cachacienta, como si se burlara de nosotros. No era algo físico,
digamos, era su actitud. Para mí, nuestra presencia lo sacó de quicio.
Después,
como si flotara en el aire, se paseaba por toda la habitación, dando más
vueltas de las debidas. Y de vez en cuando, nos olfateaba los pies gruñendo.
Cuando se acercó al ataúd, se quedó quieto, como si estuviera razonando algunas
palabras de despedida para la difunta. Abstraído, parecía extraviado en el
espacio y el tiempo. Ni un parpadeo ni un movimiento leve, nada; sentado en el
suelo, vigilante, parecía una esfinge egipcia. Cuando regresó a la realidad,
agitó la cola y sacudió el cuerpo, y lentamente se encaminó hacia la
biblioteca, que era su escondite preferido, según Pancho. Y tal vez, porque
allí estaba a salvo de todas las miradas. También nos pareció que había dormido
en la tarde, porque estaba muy despierto. Después de cerrar la puerta con el
hocico, escuchamos un aullido. Era un ruido vacío e inmenso, como si alguien se
estuviera comunicando con el más allá. Me dio un poco de pena porque sabía, por
Pancho, que muchas noches había pasado junto a su ama en aquel espacio cubierto
de libros empolvados que, por su distribución, parecían ataúdes. Ella era una
lectora empedernida y bastante quijotesca. Alborozada y jubilosa, le ponía un
exagerado esmero a la culminación de una novela. Se sentaba junto a su perro y
lloraba de emoción cuando terminaba un capítulo. El largo tiempo que pasaban
los dos allí los había puesto obesos. Así, con cuerpo gordo y fofo, y vestida
como un espanto, escribía y escribía, y corregía y corregía, hablándole al
papel con una sonrisa patéticamente graciosa. Pancho también nos contó que su
abuela hablaba con el perro, atrincherados en la biblioteca, y que hasta
discutían sobre algún capítulo finalmente corregido. Una noche, de madrugada,
escuchó unos sonidos indescifrables que estrangulaban sus tímpanos y le
infundían terror. Inmediatamente, semidesnudo, se incorporó, cogió una silla y
describiendo una circunferencia, salió de su cuarto y llegó hasta el inmenso
jardín. Luego se ubicó frente a la pared que daba a la ventana de la
biblioteca. Se elevó ágilmente y colocó la mitad de su rostro por encima del
marco de la ventana. Observó que Karonte, quieto, sentado sobre el escritorio,
sonreía y movía la cabeza en un acto de afirmación potencialmente copulativa.
Su abuela, totalmente desnuda y rascándose la cabeza, agitaba el cuerpo y se
deslizaba describiendo una especie de baile erótico. Sus gritos, junto con sus
carcajadas, parecían provenir de un animal de naturaleza monstruosa. Pero era
el contorno general de la habitación y su atmósfera azulina lo que lo mantuvo
nervioso. También le parecían personas vivas los estantes llenos de libros
junto a cuadros y fotografías amarillentas. Pero todo quedaba traicionado por
el tatuaje que llevaba su abuela en la espalda. Era una mezcla de letras que
originaban un jeroglífico o una figura pagana o mística. Pancho apenas podía
creerlo. Prefirió dejarlo así, porque pensó que era culpa del cansancio. A él
le estaba prohibido el ingreso. Por eso nunca puso un pie en el susodicho
lugar. Solo de vez en cuando, cogía una silla, y ágilmente encaramado, los
espiaba por la pequeña ventana que se encontraba en lo alto y daba al patio.
Recuerdo
que una vez, en la tarde, fuimos a la casa de Pancho para salir de juerga. Lo
encontramos y nos hizo pasar sin ningún preámbulo. Inmediatamente fue a la
cocina a traer unas cervezas e invitarnos. Cuando nos dejó, Karonte se atrevió
a ladrarnos alocadamente. No se cansaba de ladrar. En eso apareció Pancho y le
dio una patada en el hocico, haciéndolo girar por el piso hasta chocar con la
pared. Le tenía un hambre que llegaba al odio. No lo podía ver, y el perro
tampoco a él. Se detestaban mutuamente. Y por esa íntima culpa y sombrío
capricho, también nos rechazaba. Karonte, nervioso por el tremendo golpe
recibido, se fue gimiendo en busca de su ama. Este curioso episodio hizo que
saliéramos apurados y sin dejar de carcajearnos.
Ayer,
en el velorio, Karonte estaba vestido como un pingüino hippie: terno azul y
pantalón naranja. Y en uno de sus dedos llevaba un hermoso anillo de oro. Todas
las miradas involuntarias convergían en aquel objeto que parecía más misterioso
que la propia muerte. Toda esa bonita combinación lo hacía resaltar sobre todos
nosotros, especialmente Pancho, que vestía un viejo terno negro totalmente
desplanchado.
Lo que
hacía Pancho en sus horas de descanso era ir a una casa, en la otra cuadra,
donde enseñaba inglés a una flaquita muy atractiva y de espectacular cuerpo.
Ella, nos dijo, estudiaba Gestión Empresarial en una universidad privada.
Pancho era ingeniero y se podría decir que era inocente, porque no había estado
con ninguna mujer. Apenas tuvo la ocasión de tener un ingenuo romance con una
camarera fea y mal vestida que le coqueteaba cuando iba a desayunar en un
cafetín de mala muerte detrás de su casa. "Uno de estos días la conquisto,
está deseando entregarse", nos decía. Cuando iba a dictar clases en la
universidad dejaba a su abuela con una vecina que preparaba el almuerzo y
cuidaba de ella. Así era él. Tenía todo controlado al milímetro. Se había
alejado de cualquier relación familiar. "La familia es una tontería",
decía. "Me basta con la abuela", agregaba. Trataba de pasar
desapercibido y mantenerse separado de cualquier relación seria. "Choque y
fuga" era su frase favorita, pero que él nunca cumplía; porque a menudo se
ilusionaba con mujeres que luego se burlaban de él. Ingenuamente, era muy
sincero. "No creo en el matrimonio", les decía. Así ponía punto final
a sus cortas historias de amor... Simplemente lo descartaban, sin más.
Sin
mucha demora, en una reunión de amigos, nos contó que estaba en una relación
seria con su alumna de inglés, pero que se negaba a besarla porque consideraba
que era un acto descortés e incluso grosero. Entendía que lo erótico podía
aflorar y llevarlo a cometer una locura que los separaría. "Es algo
serio", nos dijo en voz alta. Luego añadió que se había enamorado
apasionadamente de su juventud y de su inocente y graciosa figura. También sin
dudarlo, nos contó que el destino los hizo coincidir en un autobús cuando
regresaban a sus casas. Se sentaron juntos sin dejar de sonreír y de observarse
disimuladamente. En esos momentos, Pancho sentía mariposas revoloteando en su
estómago debido al pánico. Pero trataba de contener el tic nervioso, cargado de
energía, permaneciendo en silencio absoluto y sujetando fuertemente sus
rodillas. Fue entonces cuando ella se acercó y le preguntó la hora. Atrapado y
sin poder contenerse, se sumergió en el diálogo con una voz entrecortada que le
anudaba la garganta y salía como un suspiro. Así, inhalando profundamente y sin
ninguna malicia, logró hablar, lo que condujo a su contratación. Cuando se
despidieron y ella le dio un beso en la mejilla con sus labios dulces, él creyó
que el hijo de Venus, armado con su arco y flecha, había hecho bien su trabajo.
Por eso esa escena quedó fotografiada en su memoria. Y la recordaba en todos
sus detalles: el color de su vestido, sus frases entrecortadas, el cielo
nublado y la persistente llovizna. Para él fue amor a primera vista. Desde
entonces, estaba seguro de que sus almas se amaban y se querían más que sus
cuerpos... En esa reunión de amigos, frente a ocho o diez botellas de cerveza
vacías, sus ojos brillaban mientras nos hablaba de ella. "Ya estamos
juntos", afirmó... Y así continuaba su conversación, llena de pequeñas y
agradables revelaciones, con una gran sonrisa. No pudimos refutarle nada,
porque en algunas ocasiones lo habíamos visto salir con su alumna de inglés; en
esos momentos parecía el hombre más feliz del mundo. Así que el otro día, como
en otras ocasiones, cuando fuimos a buscarlo y no lo encontramos, nos dirigimos
a un bar cerca de su casa. Casi al llegar, lo vimos a lo lejos; estaba sentado
en el bar frente a ella y parecía flotar entre el humo de su cigarrillo.
Durante dos minutos buscamos un lugar mejor. Lo encontramos y nos acercamos
sigilosamente, sentándonos en otra mesa al otro extremo, con vista a la calle.
Desde allí observamos cómo bebían tragos exóticos e intercambiaban miradas
desinhibidas y cómicas. Absortos, no se dieron cuenta de nuestra presencia. Era
divertido escucharlos hablar con un tono íntimo y una solemnidad llena de
instintos sintácticos. Despreocupados y sintiéndose solos, el inglés era su lengua
materna. Curiosamente, solo usaban el español para hacer los pedidos.
Precisamente
anteayer, en la tarde, cuando salió con la flaquita, fue cuando su abuela murió
en el baño al trastabillar y golpear fuertemente su cabeza contra el
cuadriculado y blanco piso. Cuando Pancho llegó a su casa, la encontró en
posición supina, con el perro entre sus brazos, y también descubrió a los
bomberos auxiliando a la accidentada. Pero todo fue inútil, la vieja ya estaba
fría y sin dejar de abrazar al perro... Pancho nos dijo que la muerta parecía
mirar al infinito, porque sus ojos abiertos estaban llenos de vacío. Cuando le
bajó los párpados, su abuela le sonrió con energía. Enmudecido, dejó de
abrazarla y soltó su cabeza, que rebotó en el piso ensangrentado...
Ese
domingo, que les relato, en la mañana limeña, la puerta del baño se abrió y lo
vi salir trastabillando y con el rostro pálido.
—¿Por
qué me has llamado? —le pregunté.
—La
vieja me ha desheredado... Por eso la maté.
—Tú no
has matado a nadie, fue un accidente... Sigues borracho... Mejor vete a
descansar. Mañana hablamos —le grité.
—Karonte,
ese truhan me ayudó... Él fue el que tuvo la idea. El muy pendejo sabía que lo
heredaría todo.
Entonces
se sentó como pudo en el sillón de la sala, junto a una mesita, cogió unas
hojas de papel en blanco y un lapicero, y luego bajó la cabeza para escribir. A
medida que iba llenando la hoja, el sueño lo vencía, pero tercamente sacudía el
cuerpo y seguía escribiendo. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo así, pero
al final se quedó dormido. Cuando me acerqué a leer, me quedé perplejo. Mi
estómago se revolvió por completo y mi alma se agitó. Estaba escrito
detalladamente cómo habían planeado el crimen. Punto por punto... La idea del
asesinato se repetía constantemente en cada hoja. Nunca creyó que el golpe
destrozaría su cabeza... Y por eso discutió con Karonte.
Cuando
terminé de leer, mi mente se sumergió en el abandono y mis ideas giraban
alrededor de Plutón. Todo me parecía una broma de mal gusto y por eso preferí
no pensar. En ese instante, mientras permanecía en silencio, sentí a través de
la ventana entreabierta de la biblioteca, que daba a la sala, el murmullo de
una persona y el sollozo de una mujer... ¿Será un error de mi imaginación?,
pensé. Con lo real y guiado por el espanto, comencé a sentir miedo, miedo de él
y de Karonte. Fue entonces cuando salí corriendo...
***
Todavía
falta contarte algo. Dejé inconcluso el relato anterior.
Todo
continuó el sábado que amaneció nublado. Era un sábado de mayo. Y ya había
olvidado lo ocurrido. Trabajaba como siempre, obstinado en hacer que todo
saliera bien. Hasta que recibí su llamada.
Éramos
cuatro amigos. Uno de ellos era Pancho. Esa noche nos llamó a todos. "El
domingo nos vemos en el Farolito", nos dijo. "Tal vez nos sorprenda
asistir a la misa del mes", pensamos. Los tres llegamos primero. Él se
retrasó en llegar. Cuando apareció, nos quedamos sorprendidos. Era otro, aunque
se parecía a él. Llevaba el cabello al estilo de Ronaldo y lucía un atuendo
estrafalario y muy colorido. En uno de sus dedos llevaba un enorme anillo de
oro que pude reconocer. Nunca lo habíamos visto vestirse de manera
extravagante. Incluso su voz había cambiado y sus ojos parecían los de un
animal, demasiado grandes. Algo en él delataba la presencia de un hombre que
pretendía ser visible.
—Vengo
de matar a Pancho, no lo aguantaba más —nos dijo.
—¡Maldito!,
¡qué le has hecho al pobre...! —apresuró a exclamar Joel.
Pancho,
aburrido y atormentado, ingresó a la biblioteca por primera vez en la tarde de
ese mismo día y aprovechó la oportunidad para leer la novela que su abuela
había dejado inconclusa. La encontró por casualidad mientras buscaba el
testamento. Todas las hojas estaban firmemente cosidas y la falsa portada no
tenía título; solo una imagen llenaba el vacío. Era la misma imagen que su
abuela llevaba tatuada en la espalda. De pie, la abrió por el centro, sin
apartar la vista, como si fuera un dulce descubierto por un niño. Durante su
primera lectura, comenzó a leer en voz alta. En la segunda, empezó a repetir
las frases. En la tercera, se enredaba la lengua. Intrigado, volvió al
principio para leerlo desde el prólogo. Cuando terminó la lectura, sintió que
su cerebro se llenaba de personas que susurraban en voz baja, como si sus almas
se estuvieran muriendo.
Pancho
se echó a reír, aunque algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Vestido de
negro, tomó asiento e inclinó la cabeza. Increíblemente, de su rostro brotaba
un sudor rojo, como sangre. Descontrolado, siguió leyendo y releyendo hasta
que, al comprender, su cerebro estalló.
Loro
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