Yo iba a alcanzarla; tuve el impulso
felino de atraparla, pero se me escapó nuevamente. Me incorporé y di algunos
pasos más, pero ya decidida a huir, corrió hacia la sala y se tiró en el sofá
boca arriba, y me guiñó un ojo. Yo la seguí titubeando. Algo había en su cuerpo
que mis manos sensitivas no querían estrujar. Buscaba penosamente localizar su
punto débil o algún músculo suelto que me permitiera apretarla. Ella estaba
dispuesta a complacerme. Sin embargo, me era imposible llegar hasta mi
objetivo, ya que mis brazos se habían reducido a los de un enano, y mi cuerpo
agrandado estaba pesado y duro. Entonces, me miró y me palpó.
—Pareces un cadáver. ¿Te das cuenta de que ya has cruzado la mitad de tu vida? —me interrogó.
Cuando me lo dijo, me sentí invisible, como si fuera una sombra errante. Aunque por el peso de mis años, mi agilidad se asemejaba a los movimientos de un bloque de cemento. La atmósfera era exquisita, había lejanos ruidos que entonaban melodías armoniosas. Las oía como si fueran creaciones mías.
—No me preocupa —le respondí.
Un minuto después, se sentó en el sofá y yo me senté junto a ella. Me puso la mano en el hombro y empezó a reflexionar sobre el hijo de Dásilo.
—Fue un capricho singular que él tuvo que cumplir —dijo al final.
Tontamente, no le tomé importancia.
—El de la barba roja y espesa —contesté vulgarmente.
—No —dijo, tratando de sonreír.
De repente, recordó que alguien la había llamado temprano cuando llegó a mi casa. Creo que por eso en su rostro se notaba que había algo que le preocupaba más. O era la torpeza de no entender lo que nos pasaba. Por eso empezó a decaer su optimismo. Después, sintiéndose cansada, caminó en línea recta hasta la cocina.
—Me ha provocado un cebichito; ¡ven! —me llamó.
Inclinada, con una mano en la espalda y la vista clavada en el interior del refrigerador, se entretuvo durante unos segundos.
—Hum... No hay nada para prepararlo —farfulló.
Su cuerpo inclinado y desnudo contribuía a darle un aspecto de musa griega. Aquella visión me producía vigorosas lujurias. Veía claramente cada detalle de su cuerpo, cada vértebra, cada lunar en su espalda. Por culpa de mi mirada, se volvió y me examinó una vez más.
—Necesitas un cambio, bastaría una noche en cada cama: en la tuya y en la mía —aumentó.
—¡Hijo de puta! ¡Qué te pasa! —le dije al de abajo, cerrando fuertemente el puño.
—Deja de hablarle a tu rey difunto..., y sírveme una copa de vino —me dijo.
Finalmente, después de cenar, ella se dirigió a su casa. Mi mujer estaba de viaje y los chicos ya no nos frecuentaban. "La vida no puede detenerse", me dije. "Tú hiciste bien en respetar la casa y en mantener la puerta abierta", volví a decirme.
Ella estaba enamorada de un ingeniero que conoció en su trabajo, pero albergaba la duda de que su amor fuera lo que ella buscaba. Pensaban casarse en dos meses. Todo el reparto de la boda estaba orquestado para que no faltase nada. Cuando regresaba los sábados, me contaba con detalles todo lo acontecido. La última vez me dijo que él la amaba profundamente, pero que la decepcionaba su modo de tratarla. Era muy meloso y detallista, aunque a veces confundía su nombre con el de su mamá. En sus largos cuatro años de noviazgo, lo acompañó por todo el país, disfrutando juntos los aniversarios de los pueblos. Incluso fueron padrinos de una yunza. Fue en esta fiesta que se hicieron una fotografía de cuerpo entero, en la que estaban disfrazados y sonrientes, y que siempre me la enseñaba. Era como si solo existieran ella y él. "¡Era tan feliz!", exclamaba.
Ahora que está otra vez conmigo, me limito a mirarla. Tiene el cabello suelto y un vestido trasparente que deja notar sus abultadas curvas. También tiene una expresión severa y seria, y está pensativa sin poder resolver la trampa que el amor le ha impuesto. Esta observación me resulta bella, porque sé que está completa su inteligencia y juventud. Y, en todo caso, refleja el pecado de sentirse acompañada de un hombre viejo como yo.
—Son los obstáculos de la duda en los que nos sumerge el destino —me atrevo a decirle.
El ímpetu de mi frase logró que me mirara con insolente gesto.
—¿Tú eres consecuente? —preguntó.
—No, no lo creo. Soy un egoísta y moral e inmoral a la vez. Por eso trato de que mis sentimientos no me humillen —le contesté.
—¿Amas a tu mujer? ¿La extrañas? —preguntó fríamente.
Entonces le dirigí una mirada burlona y me eché a reír.
—Si te lo digo, ¿prometes no contárselo a nadie? —le dije.
—Prometido.
—Sí. La amo. Aunque en este momento no la extraño. La extraño cuando tú desapareces.
—Lo mismo me sucede a mí. No la extraño cuando estoy contigo. Mi pasión es fuerte, aunque no te permitas hacerme el amor.
—Qué detalle el tuyo de hacérmelo recordar. Me gustaría llevarte a un hotel, a otro sitio, pero no me atrevo. Me sentiría infiel...
—Hum... Qué situación tan anómala lo de la infidelidad. ¿Quién se atrevería a definirla? Que lance la primera piedra... Debe ser por eso que se te congelan las cabezas... porque quizá es una definición que se va postergando una y otra vez. Pero el juego todavía no se ha acabado. La reversión siempre es posible.
—¿Tú lo crees así?
—Tenemos que considerar la posibilidad... He visto que tienes una hermosa biblioteca. Y antes, cuando estabas en el baño, me encontré con un libro abierto justo en el que Heródoto relata el capricho de Candaules. ¿Harías conmigo lo que él hizo con su mujer? ¿Te atreverías? ¿Puedo traer a Miguel y hacer el amor mientras tú nos miras? Sería rico para mí... Tal vez tu rey logre colocarse el cetro.
Sorprendido, entendí que yo era el culpable. Siempre regresaba a mis labios el eterno lamento. Y le volvía a pedir perdón. Por eso me atreví.
—Claro, ¡cómo no! —exclamé.
—Creo que es un error mi pedido...
—No. No, no.
Mi respuesta fue tal que mis músculos, mis miembros y mi sistema nervioso se reactivaron de inmediato; como en mi juventud, allí empezó un nuevo estado de mi alma. Arrimados en el sofá, su cuerpo, atraído por mis brazos, quedó de espaldas y ladeado de frente al mío. Ella se repuso, elevó la pierna, cogió mi espalda y por primera vez traspasamos el umbral de nuestras pasiones. Fue entonces que la abordé y pude complacerla. No podíamos dudarlo, allí quedó el olor inconfundible, físico y verdadero.
Luego, desgastados bajo las sábanas de mi cama, por primera vez no nos despedimos hasta la mañana.
Loro
—Pareces un cadáver. ¿Te das cuenta de que ya has cruzado la mitad de tu vida? —me interrogó.
Cuando me lo dijo, me sentí invisible, como si fuera una sombra errante. Aunque por el peso de mis años, mi agilidad se asemejaba a los movimientos de un bloque de cemento. La atmósfera era exquisita, había lejanos ruidos que entonaban melodías armoniosas. Las oía como si fueran creaciones mías.
—No me preocupa —le respondí.
Un minuto después, se sentó en el sofá y yo me senté junto a ella. Me puso la mano en el hombro y empezó a reflexionar sobre el hijo de Dásilo.
—Fue un capricho singular que él tuvo que cumplir —dijo al final.
Tontamente, no le tomé importancia.
—El de la barba roja y espesa —contesté vulgarmente.
—No —dijo, tratando de sonreír.
De repente, recordó que alguien la había llamado temprano cuando llegó a mi casa. Creo que por eso en su rostro se notaba que había algo que le preocupaba más. O era la torpeza de no entender lo que nos pasaba. Por eso empezó a decaer su optimismo. Después, sintiéndose cansada, caminó en línea recta hasta la cocina.
—Me ha provocado un cebichito; ¡ven! —me llamó.
Inclinada, con una mano en la espalda y la vista clavada en el interior del refrigerador, se entretuvo durante unos segundos.
—Hum... No hay nada para prepararlo —farfulló.
Su cuerpo inclinado y desnudo contribuía a darle un aspecto de musa griega. Aquella visión me producía vigorosas lujurias. Veía claramente cada detalle de su cuerpo, cada vértebra, cada lunar en su espalda. Por culpa de mi mirada, se volvió y me examinó una vez más.
—Necesitas un cambio, bastaría una noche en cada cama: en la tuya y en la mía —aumentó.
—¡Hijo de puta! ¡Qué te pasa! —le dije al de abajo, cerrando fuertemente el puño.
—Deja de hablarle a tu rey difunto..., y sírveme una copa de vino —me dijo.
Finalmente, después de cenar, ella se dirigió a su casa. Mi mujer estaba de viaje y los chicos ya no nos frecuentaban. "La vida no puede detenerse", me dije. "Tú hiciste bien en respetar la casa y en mantener la puerta abierta", volví a decirme.
Ella estaba enamorada de un ingeniero que conoció en su trabajo, pero albergaba la duda de que su amor fuera lo que ella buscaba. Pensaban casarse en dos meses. Todo el reparto de la boda estaba orquestado para que no faltase nada. Cuando regresaba los sábados, me contaba con detalles todo lo acontecido. La última vez me dijo que él la amaba profundamente, pero que la decepcionaba su modo de tratarla. Era muy meloso y detallista, aunque a veces confundía su nombre con el de su mamá. En sus largos cuatro años de noviazgo, lo acompañó por todo el país, disfrutando juntos los aniversarios de los pueblos. Incluso fueron padrinos de una yunza. Fue en esta fiesta que se hicieron una fotografía de cuerpo entero, en la que estaban disfrazados y sonrientes, y que siempre me la enseñaba. Era como si solo existieran ella y él. "¡Era tan feliz!", exclamaba.
Ahora que está otra vez conmigo, me limito a mirarla. Tiene el cabello suelto y un vestido trasparente que deja notar sus abultadas curvas. También tiene una expresión severa y seria, y está pensativa sin poder resolver la trampa que el amor le ha impuesto. Esta observación me resulta bella, porque sé que está completa su inteligencia y juventud. Y, en todo caso, refleja el pecado de sentirse acompañada de un hombre viejo como yo.
—Son los obstáculos de la duda en los que nos sumerge el destino —me atrevo a decirle.
El ímpetu de mi frase logró que me mirara con insolente gesto.
—¿Tú eres consecuente? —preguntó.
—No, no lo creo. Soy un egoísta y moral e inmoral a la vez. Por eso trato de que mis sentimientos no me humillen —le contesté.
—¿Amas a tu mujer? ¿La extrañas? —preguntó fríamente.
Entonces le dirigí una mirada burlona y me eché a reír.
—Si te lo digo, ¿prometes no contárselo a nadie? —le dije.
—Prometido.
—Sí. La amo. Aunque en este momento no la extraño. La extraño cuando tú desapareces.
—Lo mismo me sucede a mí. No la extraño cuando estoy contigo. Mi pasión es fuerte, aunque no te permitas hacerme el amor.
—Qué detalle el tuyo de hacérmelo recordar. Me gustaría llevarte a un hotel, a otro sitio, pero no me atrevo. Me sentiría infiel...
—Hum... Qué situación tan anómala lo de la infidelidad. ¿Quién se atrevería a definirla? Que lance la primera piedra... Debe ser por eso que se te congelan las cabezas... porque quizá es una definición que se va postergando una y otra vez. Pero el juego todavía no se ha acabado. La reversión siempre es posible.
—¿Tú lo crees así?
—Tenemos que considerar la posibilidad... He visto que tienes una hermosa biblioteca. Y antes, cuando estabas en el baño, me encontré con un libro abierto justo en el que Heródoto relata el capricho de Candaules. ¿Harías conmigo lo que él hizo con su mujer? ¿Te atreverías? ¿Puedo traer a Miguel y hacer el amor mientras tú nos miras? Sería rico para mí... Tal vez tu rey logre colocarse el cetro.
Sorprendido, entendí que yo era el culpable. Siempre regresaba a mis labios el eterno lamento. Y le volvía a pedir perdón. Por eso me atreví.
—Claro, ¡cómo no! —exclamé.
—Creo que es un error mi pedido...
—No. No, no.
Mi respuesta fue tal que mis músculos, mis miembros y mi sistema nervioso se reactivaron de inmediato; como en mi juventud, allí empezó un nuevo estado de mi alma. Arrimados en el sofá, su cuerpo, atraído por mis brazos, quedó de espaldas y ladeado de frente al mío. Ella se repuso, elevó la pierna, cogió mi espalda y por primera vez traspasamos el umbral de nuestras pasiones. Fue entonces que la abordé y pude complacerla. No podíamos dudarlo, allí quedó el olor inconfundible, físico y verdadero.
Luego, desgastados bajo las sábanas de mi cama, por primera vez no nos despedimos hasta la mañana.
Loro
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