Tiene
los ojos fijos sobre una hoja de papel. Lee lo escrito con curiosidad. Es una
hoja con una receta que cuelga sobre el centro del refrigerador, pegada de una
de las esquinas. Vuelve a la tarea; empieza a picar con apuro otra cebolla. La
receta dice dos y no una. El aceite está salpicando en la olla, se resiste a
evaporarse, hace ruidos de alerta.
Termina
de picar todo lo que indica la receta y luego los desparrama consecutivamente
en la olla, agitándolos con un cucharón de palo durante varios segundos.
Instintivamente, prueba la sal; el sudor le invade la frente. Gira la cabeza y
le da otra ojeada a la receta; falta algo. Da unos pasos, abre el refrigerador
y extrae dos ajíes escabeche y los lleva a la tabla de picar… Faltaba el punto
de sabor.
Y así
concluye con todos los ingredientes. El almuerzo está listo para servir, pero
en la mesa no hay nadie. Ella está sola. Prepara un café bien cargado y, con el
plato servido, no va a la mesa de la sala, sino al escritorio de su habitación.
Deja todo sobre el lado izquierdo y se sienta muy despacio. Enciende la
computadora como de costumbre, chasquea los dedos. Se ha olvidado algo, se
incorpora y vuelve a la cocina en busca de los cubiertos, regresa. La
computadora está lista, está conectada a internet. Con una sonrisa de alivio,
deja de pensar. Reacciona y entra en el administrador de Facebook. Hace clic en
marcadores y su nick y password aparecieron automáticamente. Tenía seis
mensajes nuevos, abre el primero, es una propaganda sin sentido; abre el
siguiente, nada interesante; sigue así hasta el sexto. Entonces, su rostro se
sonroja, sonríe. "Es un loco... No cambia", dice. Está encantada;
aprieta el mouse con más fuerza, sigue leyendo, suspira. "Oh, pero es tan
poco, mejor lo llamo. No, mejor no. Se reirá de mí, va a suponer que estoy
pensando en él... Tengo que parar esto. ¡Maldita sea!... ¡Vete al diablo! No,
no, no. Tengo que pensar en otra cosa. Sería dulce si él me llamara, pero
seguro que está ocupado, por eso no me llama. Son seis días que no me llama... Sé
que le gusto todavía, y que aún suspira por mí, sus amigos lo saben, ellos lo
saben... Yo sé que no hice nada malo, nunca he sido posesiva y exigente,
además, no le hubiera gustado que yo le dijera que he llorado, se hubiera
puesto triste. Odia a la gente que moquea por tonterías, le gusta verme feliz,
alegre y tranquila. Eso le tranquiliza el alma... Si tan solo me llamara, le
diría tantas cosas, las que pienso ahora, las que pensé ayer y las que pensaré
después de la llamada. Pero tal vez viene a mi encuentro sin que yo lo sepa,
porque está preocupado de que yo no lo llame ni le escriba... ¡Qué tonterías
pienso! Tal vez se accidentó. No, nada puede pasarle a él, Dios no lo quiera...
No me lo imagino en un accidente de tránsito, tirado allí, junto a los fierros
retorcidos, con sonidos de ambulancias y una camilla sosteniéndolo; pero qué
estoy pensando... No debo, no debo suponer pavadas. Únicamente debo pensar en
los momentos gratos y simpáticos, tal vez únicos. Sería tan fácil llamarlo, tal
vez le alegraría, aunque luego se haga el tonto y me haga bromas tontas
también... Tal vez ha intentado llamarme hasta el cansancio, el día que olvidé
mi celular, tal vez se molestó y por eso no quiere llamarme. No lo digo por
consuelo, eso pudo haber pasado... Mejor alejo este teléfono, por su culpa, él
no me llama, sí, tú tienes la culpa. ¡Diablos! Ten un poco de orgullo,
obsérvate en el espejo, mírate la cara que tienes, mírate la sonrisa idiota de
impaciencia... Ah, con qué cosas salgo. Por qué me refugio en el pasado si este
no vuelve en mi ayuda, nunca... Todo es diferente, todo ha cambiado. Él se ha
hartado de llorar y gemir; yo he hecho lo mismo; entonces mejor sería que lo
subrayara profusamente en un letrero que debiera fabricar y colocar en el
refrigerador para recordarlo siempre que tenga hambre y quiera ir a la mesa,
sola pero resuelta. Mejor es que esto que sentimos esté muerto, que él también
esté muerto, así ya no esperaría su llamada o sus correos amplios y poéticos...
No llama ni escribe relatos, se ha olvidado de la promesa que hizo, que juró, y
que ahora le teme. Los milagros no existen, y los Santos solo caminan en las
iglesias, acorralados, buscando devotas, idiotas, aturdidas... ¡Vaya, qué
lástima!" ...
Hizo
una pausa, cerró por un instante los ojos, se puso en pie y se fue hasta la
ventana. Se acomodó acodándose y se puso a mirar el cielo con sus ojos muy
abiertos. Ya no quiso escucharse más y se fue a la cama...
Libertad.
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