sábado, 28 de abril de 2012

Una historia verdadera

Entramos a la tienda con la prudencia a cuestas, buscando algo ligero que beber y, tal vez, una forma de corregir lo que nunca sería fácil de expresar. Sus bromas me hacían sufrir, quizá porque no las entendía del todo —o porque temía entenderlas demasiado—.

La tienda ocupaba la esquina del primer piso de una casa de dos plantas, a una cuadra apenas de la mía. Desde su interior, a través de la ventana, se veía la calle: la gente pasaba a la carrera, indiferente, y aquella distancia otorgaba cierta paz, aunque no silencio.

Apuré el paso y me asomé a la puerta con el vaso lleno de gaseosa. Él me seguía con la mirada, de reojo, mientras contaba alguna anécdota destinada a provocar el comentario; yo lo escuchaba con una sonrisa inquieta, disimulada. De pronto cambió de tema: me pidió que lo acompañara, que camináramos juntos por las calles del barrio.

No me decidía. Giré hacia él, retrocedí unos pasos y esbocé una mueca con los labios antes de mirarlo. Finalmente accedí.

Ya en la calle, abrió un sobre y me ofreció una galleta salada de alguna marca irrelevante. Mientras la mordía, lo oía hablar sin pausa. Me ofreció otra, aunque aún sostenía la primera entre los dedos. Entre miradas cómplices, bromeábamos sobre todo, especialmente sobre aquellos episodios remotos que solíamos llamar, entre risas, “nuestra edad de piedra”.

En el camino se nos acercó una señora que nos observó con aire de querer saludarnos. La reconocimos, pero cuando ya había pasado.

—¿No es tu tía? —preguntó.

—Sí… es mi tía —respondí.

Pero ya era tarde para saludarla. Él encogió los hombros sin volver la cabeza.

Era una tarde calurosa, y mis pensamientos se mezclaban en desorden dentro de mí, imposibles de comprender o de aquietar. Habían pasado casi cuatro meses desde la última vez que nos habíamos visto frente a frente; y, sin embargo, allí estábamos, sueltos, de buen humor, con la satisfacción secreta de estar juntos otra vez. Tal vez seguíamos siendo los mismos de siempre, con la misma estima —y el mismo amor— que nunca nos atrevimos a admitir.

Caminamos como forasteros, lentamente, calle arriba, por la avenida principal, hasta alcanzar la primera esquina de la Plaza Mayor del distrito. Torcimos a la izquierda y llegamos a un restaurante con varias mesas dispuestas en la vereda, justo frente a su antigua escuela primaria. Nos detuvimos y tomamos asiento en un lugar que él conocía de memoria. Las sillas y mesas eran de una madera cansada, acostumbrada a las conversaciones de siempre.

La dueña lo saludó con la familiaridad de quien reconoce a un cliente asiduo. Entonces comprendí algo: él sabía que podían sorprendernos en cualquier momento. Lo delataba su manera de levantar la cabeza, de recorrer con la mirada todo alrededor, como si esperara —o temiera— una aparición.

El viento soplaba con fuerza, refrescando la tarde. La señora nos atendió deprisa; en poco tiempo teníamos sobre la mesa una gaseosa y un pequeño cuenco de canchita, al que metíamos los dedos de tanto en tanto. Supongo que la mujer, muy atenta, lo había traído para congraciarse con su buen cliente; su sonrisa insinuante parecía confirmarlo.

Encendió un cigarrillo con la naturalidad de quien repite un gesto aprendido hace siglos. El humo ascendía lento, sin perturbarme; hacía ademanes con las manos, hablaba consigo mismo y conmigo, como si ambas conversaciones se entrelazaran. Su tono era condescendiente, casi didáctico. Yo lo escuchaba mientras agitaba el vaso y lo miraba de reojo, compartiendo con él miradas cómicas, un tanto absurdas, que a veces desembocaban en risas tontas, involuntarias.

Hasta que llegó una pausa. Un silencio imprevisto, inoportuno, que nos dejó suspendidos uno frente al otro, quietos, incapaces de hablar. Había que continuar, y mi mejor recurso fue preguntar:

—Así que este es el lugar de charlas y bebidas… ¿no?

Lo observé con atención, esperando una respuesta. Él bajó la vista, pensó unos segundos, asintió, y luego levantó la cabeza con una sonrisa larga pero contenida. Su mirada tenía un brillo burlón, casi juguetón, que me incomodó y me atrajo al mismo tiempo.

—Parece mentira —dijo con ironía discreta—, pero aquí nacieron casi todos mis relatos. Creo que también los tuyos...

Su regodeo era tan genuino que resultaba imposible fingir indiferencia. Sentí cómo me ruborizaba con cada palabra suya. ¿Qué clase de ser tenía delante, capaz de alterar mi forma de escribir, de pensar, de sentir? ¿Y cuánto había cambiado yo desde entonces, y hacia dónde?

Ambos sabíamos que habíamos elegido el tema a propósito: hablar de nuestras palabras era hablar de nosotros. Nuestra presencia en aquel lugar no era fruto del azar. A mí me resultaba agradable estar allí; podía hablar, callar o escucharlo sin sentir la urgencia de hacer nada más. Sabíamos que lo nuestro era complicado, pero al final seguía siendo una amistad —una amistad de las que duelen un poco, pero no hacen daño a nadie—.

Entonces se me cruzó una idea por la cabeza. Era extraña, casi temeraria, pero no imposible; algo que sólo podría proponerse a alguien a quien se conoce desde la adolescencia. Una idea terrible, aunque seductora, que decidí aplazar... aunque no callar.

—¿Conoces algún lugar en el distrito donde podamos conversar sin que la gente nos atropelle? —le dije—. Tengo ganas de beber algo. Como tú dices, romper el hielo.

Asintió sin sorpresa, con una sonrisa que se le ensanchó hasta los ojos, como si lo hubiera estado esperando desde hacía rato.

Permanecimos sentados apenas cinco minutos más. No esperó a terminar lo que habíamos pedido: se levantó y fue directo a pagar la cuenta. Luego, mientras me alcanzaba la mirada desde el fondo de la tienda, dijo:

—Te voy a llevar... —hizo una breve pausa, pensando con rapidez cómo describir el sitio—. Hay pocos lugares en el distrito, pero ojalá este te guste. Es tranquilo, y uno puede poner la música que quiera. Está en la cuadra dos de la Avenida Principal.

Era tarde, alrededor de las cinco, cuando nos dirigimos al lugar que él había escogido. Yo caminaba a la deriva, sin oponer resistencia. El día seguía claro y caluroso, pero sin bochorno. Mientras avanzábamos sin apuro, mi ánimo crecía y me sorprendía a mí misma engreída, confiada, como si aquel paseo tuviera un sentido secreto. “Ya vuelves a divagar, no cambias”, pensé, sonriendo en silencio. Mi cabeza estaba ligera, despejada; y supongo que mi rostro debía de reflejar cierta expresión infantil, casi dichosa.

Al llegar, me detuve un instante frente a la puerta. Observé: un pequeño espejo en la pared del fondo nos devolvía el reflejo del humo de los cigarrillos y de la gente sentada o de pie, agitada, entre la alegría rutinaria y una lástima inexplicable. Entonces comprendí que lo que él me había descrito era cierto: todo estaba allí, exactamente como lo había pintado.

Tímidamente le pregunté si la música que sonaba era “Sin tu amor”, de William Luna. Respondió afirmativamente, con una sonrisa casi nostálgica.

Unas gotas de humedad sobre la mesa, aún tibia por el uso, me incomodaron. Él advirtió mi gesto y enseguida llamó a una muchacha para que la limpiara. Cuando se acercó, noté que era esbelta, guapa, con el rostro fresco. Nos saludó con una cortesía algo exagerada. Sin perder tiempo, él pidió una botella de vino borgoña, de una marca peruana muy conocida.

—Por favor, que esté bien helada —añadió con énfasis.

Nos sentamos frente a frente, casi abrumados por el ambiente y por la música, que parecía reconocernos. Me acomodé en la silla y aproveché para contarle algunos detalles de mi último relato. Quería su opinión, sus correcciones, ese juicio suyo tan certero y, al mismo tiempo, indulgente. Se quedó pensativo, callado, quizá recordando uno de los suyos o evocando algo que había leído mío. Después de un breve silencio, dijo:

—¿Te acuerdas de algún apodo de los amigos del colegio?

Me quedé pensando. Los había olvidado por completo, como si pertenecieran a otra vida.

—No. En absoluto —respondí—. Tal vez, si los recuerdo, los anote y te los envíe por correo. Pero ahora... nada. A propósito, ¿cuál era el tuyo?

—No recuerdo haber tenido uno. Tal vez “Chato”, pero era un mote demasiado común —dijo, riendo suavemente—. No recuerdo otro.

La muchacha regresó con dos copas y la botella de vino borgoña, helada hasta el temblor, con el vidrio perlado de sudor. La descorchó ante nosotros y sirvió las copas. Él le dio las gracias, quiso decirle algo más, pero ella se dio media vuelta sin detenerse. Entonces levantó la copa, aún sonriendo, y exclamó:

          —¡Salud!                                             

Hice lo mismo, aunque permanecía inmóvil, una pierna cruzada sobre la otra. Las copas chocaron con un leve tintineo, y él bebió un sorbo corto, ceremonioso. Luego se levantó y fue hacia una radiola moderna, que dejaba escapar una melodía romántica desconocida. Estuvo allí un buen rato, escogiendo y ordenando las canciones con una concentración que me enterneció.

Cuando volvió, se detuvo frente a mí. Tenía el rostro sonrojado, tibio de alegría; me guiñó un ojo, mordiéndose los labios, y dijo con una sonrisa que desarmaba:

—Debo decirte que estás más guapa que en mis recuerdos.

Arrastró la silla y volvió a sentarse sin apartar la mirada.

—¿Qué dices? —pregunté, fingiendo no haberlo oído.

Se inclinó hacia mí, apoyando los brazos sobre la mesa. Su boca se acercó a mi oído y repitió la frase dos veces, en un tono bajo, casi confidencial. Debí callar, pero no lo hice:

—Tú no estás nada mal —le respondí, riendo—. Algo rechoncho…

No pude contener la risa. Él fingió indignarse, se incorporó ligeramente y replicó:

—¿Sí? ¿De veras?

Y enseguida, recuperando la compostura, se disculpó y se dirigió al baño. Volvió al cabo de unos minutos, sonriente, incluso con los ojos.

Entonces empezó la primera de las canciones que había elegido, y algo en ella me estremeció. Sentí cómo el corazón se me subía a la garganta. Saqué un pañuelo de papel, me enjugué el sudor del rostro y respiré hondo, buscando algo de aire fresco.

Volvimos a quedar frente a frente. Él pidió otra botella, y yo asentí con un leve gesto. Balbucí una excusa y me levanté para ir al baño. Al ponerme en pie, mis piernas se negaron a sostenerme, pero disimulé, apoyándome en una de las sillas del camino.

No sé por qué me entró miedo al volver a la mesa. Tal vez el vino, o el aire cargado, o esa sensación de estar cayendo en algo que no podía detener. Estaba más que mareada, flotando entre la lucidez y la entrega. Afuera, la calle empezaba a oscurecer sin que nadie pudiera evitarlo, y esa fatalidad —esa caída suave del día hacia la noche— me pareció sencillamente magnífica.

La música cambió. Era la nuestra. Y supe, sin necesidad de mirarlo, que él lo había dispuesto así. No me sorprendió oírla, aunque algo en sus notas despertaba una nostalgia difícil de sostener, una punzada que no sabía si era tristeza o deseo.

Hablamos entonces de muchas cosas, de casi todo. Y yo, sin reservas, le conté lo que él quería saber: cómo nos habíamos extraviado, cómo el tiempo había borrado nuestras señales.

—Una de dos —le dije—: o seguimos esta fase, más complicada que nunca, o la terminamos aquí mismo.

Él alzó la copa, sereno, y sonrió con esa ironía suya que siempre desarmaba la gravedad de mis palabras.

—Brindemos por eso —dijo—. Porque no sé qué responderte. Al final, el tiempo hizo lo suyo. Sólo dispuso que fuéramos amigos… ¿Qué más podría pasar?

Era cierto. Lo comprendimos sin necesidad de decirlo. La vida, impresionista y burlona, parecía deleitarse en mostrarnos su manera de confundirnos.

Nos quedamos mudos unos segundos. Nuestras miradas se cruzaron —no sé si con ternura o con cansancio— y, sin pensarlo, le di una ligera palmada en la mano antes de sonreír.

—Déjalo como está —murmuré, turbada.

—Entiendo —respondió él—. No te preocupes.

Su aceptación, tan sencilla, me desarmó. Sentí que en mi mente se agitaban ideas que apenas logré contener. No quería pensarlas. No quería pensar en nada, mucho menos en la verdad, esa verdad absurda que superaba incluso mis pensamientos más absurdos.

Era cruel —sí, cruel— estar allí, en un lugar donde nadie estaba a salvo, donde todo, por primera vez, parecía encajar: la noche, el vino, la música... y nuestras viejas ganas, esas ganas inveteradas que, pese a todo, seguían haciendo juego.

Pedí un vaso de agua. Lo tomé a sorbos lentos y tácticos, un mero pretexto para ganar tiempo o, tal vez, para dilatar mejor su pérdida. Él, en cambio, fijó la mirada en la ventana, como si esperara que el exterior revelara una señal definitiva, algo que confirmara su razón o se la arrebatara por completo. En la calle, una garúa sin prisa caía ahora: obstinada, como si también ella tuviera un asunto pendiente entre nosotros.

Hablamos de trivialidades, de cosas sin sustancia que, irónicamente, eran lo único que podíamos permitirnos decir. Nos refugiamos en esas palabras inofensivas, sabiendo que la verdad, la única que importaba, dolía más de lo soportable.

—Siempre fuiste así —dijo él, sin voltear a verme—. Te obsesiona cerrar los círculos, aunque no quede un solo espacio donde trazar uno nuevo.

—Y tú siempre has tenido pánico a cerrarlos —respondí, forzando una calma que ya me era ajena.

Después, se instaló el silencio. Fue, paradójicamente, el diálogo más sincero que habíamos sostenido en años. No había nada más que añadir. Todo lo que alguna vez fue importante ya había ocurrido; el resto era solo un eco que se extinguía.

Lo miré. En su rostro no quedaba rencor, solo un tenue resto de ternura envejecida, como una fotografía olvidada en el fondo de un cajón. Quise decir algo, lo que fuera, pero la voz se me llenó del polvo invisible que deja el tiempo al marcharse sin permiso.

—Será mejor irnos —murmuré—. Antes de que la música vuelva a sonar.

Él asintió. Pagó la cuenta. Al ponernos de pie, la absurda tentación de volver a sentarnos, de creer que un gesto podría cambiarlo todo, nos rozó por un instante. No lo hicimos.

Salimos. Afuera, la garúa había cesado. Parecía habernos esperado, deteniéndose justo cuando cruzamos el umbral.

El aire olía a tierra recién mojada, un aroma que a veces parece inventado para los finales. Caminamos sin rumbo, ni muy juntos ni demasiado lejos, como si una fuerza invisible mantuviera la distancia exacta entre nuestros pasos. Los faroles estaban encendidos, pero su luz apenas era suficiente; el resto lo completaba la sombra, cómplice y discreta.

No dijimos nada. En realidad, no quedaba nada por decir. Todo lo que habíamos callado a lo largo del tiempo estaba finalmente enunciado en ese silencio: en el roce leve de nuestras manos, en el susurro de las suelas sobre el asfalto húmedo.

Al llegar a la esquina, él se detuvo. Me miró con una expresión indescifrable: ni adiós, ni espera, ni promesa de regreso. Algo que flotaba entre todo eso.

—Supongo que aquí termina —dijo.

—O empieza —contesté, sin saber muy bien a qué me refería.

Nos quedamos allí, suspendidos en unos segundos que se estiraron hasta la eternidad. Luego, cada uno tomó una dirección distinta, con la naturalidad de quien sigue la corriente.

No miré atrás. Tampoco me esforcé por escuchar si él lo hacía. Pero me acompañó la sensación, absurda y profundamente serena, de que algo seguía caminando con nosotros, en una trayectoria paralela, sin decidirse nunca por quién quedarse.

Libertad

miércoles, 25 de abril de 2012

Nuestras cosas nuevas

Aún recuerdo aquella tarde. Entiendo que era un niño de 10 años. Me detuve y lancé mi trompo por última vez en medio de la calle; ahora, como espectador, mis ojos no dejaban de seguir el girar de mi trompo que no paraba de dar vueltas. Cerca del aburrimiento, no tardé en preguntarme si no era hora de ir a casa. Creo que intentaba apaciguar mi conciencia. De pronto, a lo lejos, logré escuchar unos ruidos. Giré todo el cuerpo y pude divisar a una chiquilla en pantalón estampado y pelo corto que discutía exaltadamente con otros chiquillos. Por puro curioso, me acerqué tomando mi distancia y me di cuenta de que la estaban acosando. Le enviaban silbidos y piropos de mal gusto. Ella los mantenía a raya repartiendo gestos: extendía su brazo y les enseñaba su dedo medio. Cuando la observé mejor, pude distinguir sus rasgos, sus formas. Me parecieron conocidas. Al acercarme un poco más, la duda se disipó. Aunque no creía que fuera ella. Al principio no la reconocí porque llevaba el pelo corto y ese pantalón suelto y estampado. Escuché entonces que alguien gritó muy fuerte en el calor de la discusión, y todos salieron corriendo. Algunos señalaban con dedos estirados y otros sin titubear saltaban la enramada como locos. Claramente reconocí las palabras de una persona mayor que me dejó confuso:

—¡Ahora van a ver, muchachos de mierda! ¡Por qué no se van a joder a su abuela!

A esa hora, yo y mi trompo caminábamos distraídos y meditabundos por la Av. Morales Duárez, camino a mi casa. Me habían mandado a comprar unos medicamentos en una farmacia que quedaba a dos cuadras más arriba de la casa de Katia. Como ya dije, era de tarde, pero no muy tarde, porque el sol estaba muy encendido. Al percatarme de que la persona mayor era su papá, me detuve y quise volver, darme la vuelta y cambiar de calle, pero me di ánimos y seguí caminando. Crucé lentamente por la vereda de su casa. Ella, parada en el umbral de su puerta, me observó por un rato sin dar mayores muestras de interés. Pero, cuando ya miraba mi espalda, terminó por decir, en voz alta:

—¡Pepe el calato! ¡Por qué no me defendiste, eres un cobarde!

Y se echó a reír torciendo la boca y haciendo gestos con sus manos; luego rápidamente ingresó a su tienda. Volvió a gritar. Entonces me volví y pude ver la mitad de su cabeza que sobresalía por el marco de la puerta. Aprovechó que la miraba para sacarme la lengua y desaparecer totalmente.

Todos los días, después de salir del colegio, rumbo a mi casa, caminaba jugando con seres imaginarios que tenían diferentes formas y que estaban en peligro de muerte: unicornios, hormigas gigantes, pequeños sapos de diferentes colores y algún superhéroe que llegaba para salvarlos; obviamente, el superhéroe era yo. Iba a toda prisa, zigzagueando, hasta llegar muy cerca de la casa de Katia; y me detenía por unos momentos. Ella tenía una tienda muy grande, lo que originaba que fuera el centro de todas nuestras compras, especialmente en el día de las Madres, día en que nos enviaban a comprar angelitos, escarchas y todo tipo de cartulinas de colores para fabricar el regalo para nuestras madres.

Un día, queriendo jugar, me senté en una vereda y empecé a hacer con mis dedos un cono con una hoja de papel arrancada de uno de mis cuadernos. Hecho el cono, lo llevé a mi boca y, echándole saliva, pegué la punta con mucho cuidado para terminar de sellarlo. Ya listo el primer cartucho, lo coloqué en el pico de un tubo redondo que había sacado del respaldo de mi cama y que siempre llevaba muy bien guardado entre mis cosas. Girándolo con mis dedos, lo introduje en el tubo; ya en su interior, la levanté perpendicularmente al cielo y apunté a un pájaro que estaba parado en lo alto de un poste de luz. Luego, soplándolo con todo el aire de mis pulmones, lo disparé. Pero el viento lo desvió y lo llevó un poco más lejos de su objetivo. Al final, hizo una pequeña parábola e inició su regreso. Me quedé observando cómo caía aquel cono alargado; mis ojos, quietos en su mirada, siguieron su trayectoria. Para mi mala suerte, el susodicho conito aterrizó justo en la cabeza de Katia que, en esos momentos, pasaba por allí vestida con su uniforme de colegio. Solo escuché un ¡ay!... Entonces lo cogió y suspiró con rabia. Luego lo abrió con precaución y con más rabia. Yo reía, reía golpeándome suavemente las piernas con el tubo, reía mirando al otro lado. Reía, pero de mi garganta no salía ningún sonido; mi risa era silenciosa, aunque mis ojos se llenaban de lágrimas. Me levanté de la vereda y tosí, disimulando, unas tres veces. Me volteé y empecé a caminar haciéndome el loco. Me regocijaba de lo que había hecho por azar y de la cara que debía tener Katia en esos momentos. Al rato se me acercó haciendo sonar sus zapatos sobre el pavimento.

—¿Esto es tuyo? ¿Eh? Te vi cuando lo soplabas.

Me quedé mudo con la cabeza gacha. No podía mirarla a los ojos. Todos los pensamientos posibles se apoderaron de mí sin que yo los llamara; ruborizado, me abandoné sin resistencia. Ya de pie, extendía las piernas embobado, retrocediendo un poco.

—¡Di algo si eres hombrecito…!

Da unos pasos, me rodea y se para frente a mí.

Me quedé ausente de mí mismo por varios segundos. No había ruido, ni un alma cerca de nosotros; estábamos solos, para mi desgracia. Entonces, la hermosa chiquilla de ojos zarcos, sin permiso, cogió una de mis manos y me entregó lo que quedaba del cono alargado. Yo, aguantando la risa pero serio, levanté la cabeza y la quedé mirando. Ella, sonriendo y burlándose, me dijo:

—¿Eres mudo? ¿Por qué no te disculpas…? Sé que no lo has hecho con intención. Pero igual te tienes que disculpar conmigo.

Desde mi lugar, veía al sol brillar completamente encima de mi rostro. Cuando me restablecí, mi pensamiento se llenó de satisfacción. Me devolvió sutilmente a la vida con sus últimas palabras. Entonces, solo atiné a decirle:

—Disculpa, no fue mi intención… Estaba apuntando a un pajarito parado en lo alto del poste…

Ella seguía mirándome atentamente. Quería decirme algo pero no se atrevía. Además, ya su cólera había decaído. Finalmente, me quitó el tubo redondo y me dijo:

—¿Me puedes enseñar a disparar?... Hazme un cono y dime cómo se dispara. ¿Puedes?... ¡Dios mío, las cosas que inventas!...

—Pero necesito papel…

Ella sacó varias hojas blancas de su maletín y me las dio.

—¿Esto te sirve?

Me solicitó una, pero yo le hice disparar como diez veces. Le había gustado este invento que, al final, tuve que regalárselo; no sin antes decirle que le enseñaría a hacer los conitos alargados otro día que nos encontráramos con más tiempo. Ese fue el primer regalo que le hice a Katia sin proponérmelo. Ella quedó encantada.

Nos retiramos y caminamos juntos hasta que ella dobló la esquina con dirección a su casa. Quise seguirla, pero me invadió el miedo. Su papá, el gringo, era de temer. Cuando se fue, miré el último cono que ella disparó; seguía en mi mano; así que, como un trofeo, lo guardé entre mis cosas...

Después de lo sucedido, un día que no recuerdo la fecha, pero que era de mañana, caminaba reflexionando en las cosas que me habían sucedido con Katia. Me detuve ante una tienda y miré al escaparate. Solo pude esperanzarme en que algún día le podría dar un regalo más formal a Katia. Di unos golpecitos al cristal y me marché cabizbajo rumbo a mi casa.

Desde que me di cuenta de la existencia de Katia, yo sabía que ella era huérfana de madre y yo huérfano de padre. Era lo que teníamos en común. Por aquel tiempo, teníamos diez años. Yo estudiaba en un colegio particular que quedaba muy cerca de su casa. —Hasta ahora no sé cómo mi madre, con toda su pobreza, logró que mis hermanos y yo estudiáramos como gente con algo de dinero—. Katia estudiaba en otro colegio, también particular, a unas diez cuadras del mío. Muchas veces nos cruzábamos mientras nos encaminábamos cada uno al suyo. Al comienzo ni nos mirábamos. Tal vez sí, pero con indiferencia. Pero luego de ese agradable y accidentado encuentro, otro fue nuestro cantar. Eso pensé…

Todo estaba tranquilo, aunque tenía un poco de nervios. Ya era la hora de presentarnos. Era un concurso de baile interescolar. Entré con mi pareja del momento en una habitación que habían acondicionado como camerino. Mi madre y otras señoras nos empezaron a vestir con un traje típico de Huancayo. Éramos dos los que representaríamos a nuestro colegio: Marilú y yo. Nos habíamos preparado por casi una semana sin parar. Era una danza representativa del centro: Huaylash de Carnaval. Una a una iban saliendo las parejas de acuerdo al cronograma y cada pareja se entregaba dejándolo todo en el estrado. Nos tocó a nosotros. Todo no hubiera pasado de un concurso más si no fuera porque este se realizaba en el colegio de Katia. Ya en el estrado, empezamos a ejecutar todo lo que nos habían enseñado, moviéndonos con mucha destreza. Movíamos los cuerpos imitando algunos movimientos de faenas agrícolas, y también movimientos de galanteo entre los dos. Nuestra coreografía destacaba por el contrapunto, donde Marilú hacía derroche de fuerza y habilidad, y yo la seguía del mismo modo. Al erguirme y abrir totalmente mis ojos, observé sobre la multitud y en el fondo a Katia. Tenía un rostro serio y de pocos amigos.

—¡Dios! —exclamé —¿Cómo es posible que Katia esté aquí?

Yo miraba a Marilú, me inclinaba apegándome a ella, zapateando sin parar. Aquello me distraía de la mirada de Katia, que hasta nuestras sonrisas no ensayadas empezaron a formar parte de la coreografía. Entonces vi acercarse a Katia muy pegada al estrado y mirarme muy fijamente, tratando de decirme algo. Sin darme cuenta, Marilú giró para que yo hiciera un ademán y la siguiera, pues era la manera de finalizar el baile; pero como mis ojos estaban fijos en Katia, me tropecé con mi otro pie y me fui de bruces sobre el estrado, rodando hasta caer debajo del mismo, y dándome golpes en todo el cuerpo.

Permanecí un momento boca arriba y apoyé mis pies en la pared del estrado sin poder mover ni mis ojos. Mirándome con el rostro ruborizado y los ojos totalmente abiertos, desde lo alto, una Marilú sorprendida se mordía los labios. La gente se arremolinó en torno mío, algunos reían. Los profesores de mi colegio se abrieron paso, se acercaron a mí y muy rápidamente me auxiliaron. Me preguntaban cosas que no escuchaba de pura vergüenza. Solo atiné a decirles:

—¡Nada, no pasó nada, solo me he resbalado!

Me senté allí mismo, en el suelo, abrumado por lo que había acontecido. No había lágrimas en mis ojos, no pensaba nada, no sentía nada. De pie y ya recuperado, me di cuenta realmente de lo que había sucedido. Pasaron cinco minutos, quizá más, sentado en una banca a donde me llevaron. Estaba solo, estirando las piernas sobre el banco y sobándome la espalda. Sentía algunos dolores y un triste abandono como una señal de burlas y adjetivos. Entonces reaccioné y me dije a mí mismo:

—Ya la terminé de malograr todo… Tanto esfuerzo para nada.

Mi madre se acercó y me sacudió el polvo que llenaba buena parte del traje típico; no pronunció palabra alguna. Solo sentí su abrazo y una de sus manos que acariciaba mis cabellos.

Me levanté y me separé de mi madre, dirigiéndome a los vestuarios. En el trayecto alguien se acercó. Era Katia que no paraba de reírse. Me paré y le dije, apretando los puños:

—Voy a decirte una sola cosa: yo tengo la culpa por prestarte mucha atención. ¡Cómo he podido ser tan sonso!...

La entonación no era justa; debí ser más severo con ella que al final era la culpable de lo que me había acontecido. Ella me miró sin parar de reírse y me dijo:

—¿Estás bien?... Sabes, eso te pasa por estar de abrazos con tu pareja. ¿Ella es tu enamorada?

—No sé —respondí inconscientemente y lleno de cólera.

Katia, creyendo que la engañaba, y sin despedirse, se alejó de mí, casi corriendo.

Loro