sábado, 28 de abril de 2012

Una historia verdadera

Entramos a una tienda con la prudencia encima, para beber algo ligero y corregir lo que no era fácil de expresar —qué nunca lo sería—; sus bromas me hacían sufrir, quizá porque no las entendía. Aquella tienda se ubicaba en el primer piso, en una esquina de dos plantas y a una cuadra de mi casa. Desde su interior y a través de la ventana se veía la calle y a la gente pasar a la carrera. Así, separada por una distancia, estaba tranquila, pero no callada. Apuré unos pasos y me asomé a la puerta con el vaso lleno de gaseosa. Él me seguía con la mirada, de reojo, contándome una anécdota que provocaba el comentario; yo le escuchaba, atenta, con una sonrisa inquieta, pero disimulada; de pronto cambió la conversación; me pidió que lo acompañara, que camináramos juntos por las calles del barrio. No me decidía. Giré hacia él y retrocedí unos pasos y esbocé una mueca con mis labios al alzar la vista para mirarlo. Accedí. Ya en la calle, abrió un sobre y me invitó una galleta salada de no sé qué marca. Mientras la mordía lo escuchaba; no paraba de hablar; me invitó otra, aunque aún llevaba la primera en una de mis manos… Intercambiando miradas, bromeábamos de todo, en especial de nuestros antiguos acontecimientos que nos sucedieron en nuestra edad de piedra.
En el camino se nos acercó una señora que nos quedó viendo, como queriéndonos saludar. La reconocimos, pero cuando ya estaba a nuestras espaldas. “¿No es tu tía?”, dijo. “Sí, es mi tía...”, contesté. Pero ya mi objetivo de saludarla era inalcanzable. Hizo un vago gesto con los hombros sin girar el rostro para observarla. Era de tarde, tenía mucho calor y mis pensamientos se mezclaban en mi cabeza sin poder lograr entenderlos, ayudarlos.
Había trascurrido casi cuatro meses de no habernos visto, uno frente al otro; es que hasta nuestra amistad siempre fue una posibilidad lejana, remota. Pero ahora estábamos sueltos, de muy buen humor y con la satisfacción de estar nuevamente juntos. Quizá seguíamos siendo los mismos de siempre, con la misma estimación de siempre, y con el mismo amor de siempre, pero que nos costaba reconocer.
Caminamos como forasteros, lentamente, calle arriba, por la avenida principal, hasta llegar a la primera esquina de la Plaza Mayor del distrito. Torcimos a la izquierda y llegamos a un restaurante, donde había varias mesas en la calle, justo al frente de su antigua escuela de primaria. Nos detuvimos y tomamos asiento en un lugar que él conocía muy bien. Había sillas y mesas de madera rutinaria. La dueña lo saludó muy atenta, como a cliente conocido. Pude comprender una cosa: él sabía que nos podían sorprender en cualquier instante, porque levantaba la cabeza y la giraba bordeando con la mirada todo su rededor. El viento corría más fuerte que nunca refrescando el ambiente. La señora nos atendió muy deprisa. Al rato, ya teníamos sobre la mesa una gaseosa y un pequeño recipiente lleno de canchita, al que, por supuesto, le metíamos dedos de rato en rato; supongo que la señora, muy atenta, lo había traído con el propósito de congraciarse con un buen cliente, porque le noté una coqueta sonrisa, como insinuando algo.
Encendió un cigarrillo, sin dudas, con hábito, que no me molestó para nada; hacía ademanes con las manos; y movía los labios hablándose y hablándome. Su tono era totalmente condescendiente. Yo lo escuchaba agitando el vaso, mirándolo de reojo, intercambiando miradas cómicas, inusuales; hasta había momentos en que ambos nos reíamos tontamente. Hasta que llegó una pausa, un silencio inusitado e inoportuno, sólo nos mirábamos, quietos, sin poder hablar. Había que continuar con la conversación, entonces mi mejor arma se convirtió en preguntar.
–Así que este es el lugar de charlas y bebidas… ¿no?
Lo quedé mirando atenta y detenidamente luego de hacer la pregunta. Lo miraba a los ojos con naturalidad; pensó, bajó la vista, asintió; luego levantó la cabeza esbozando una sonrisa larga, pero leve. Me miró con un tono burlón, como mofándose de mí sutilmente. Tomó aire, y, con recatada ironía, me dijo:
–Parece mentira, pero aquí nacieron casi todos mis relatos. Creo que también los tuyos...
Se veía a kilómetros que su regodeo no era fingido. Yo me ruborizaba pequeñamente con cada una de sus palabras. ¿Qué clase de ser tenía a mi frente que me hizo escribir de una manera desordenada? ¿Cuánto había cambiado yo y en qué sentido?
Creo que habíamos elegimos el tema de conversación intencionalmente, para recalcar que nuestra presencia en aquel lugar no era pura casualidad. A mí me pareció agradable, podía permanecer hablando, callada, o escuchándolo sin pensar. Sabíamos que nuestra relación era complicada, pero al final, una relación de grandes y buenos amigos. No hacíamos daño a nadie.
Se me vino una idea a la cabeza, era una idea muy rara y extraña, pero completamente realizable; era una idea factible que podía llevarse a cabo con alguien que una conoce desde la adolescencia. Aunque era una idea terrible y valía más aplazarla para otra ocasión. No me limité y se lo dije:
—¿Conoces un lugar en el distrito donde podamos conversar sin que la gente nos atropelle? Tengo ganas de beber algo. Como tú dices, romper el hielo.
Asintió moviendo la cabeza, nada sorprendido, y con una sonrisa de oreja a oreja, como si lo estuviera esperando.
Permanecimos sentados no más de cinco minutos. No esperó a terminar lo que habíamos pedido, se  fue directo a pagar la cuenta. Luego me dijo:
—Te voy a llevar… —se puso a pensar muy deprisa describiéndome el lugar—. Hay poco lugares en el distrito, ojalá que éste sea de tu agrado. Es tranquilo y uno puede poner la música que más le gusta. Está en la cuadra dos de la Av. Principal.
Era de tarde, como las cinco, cuando nos dirigíamos al lugar escogido por él, yo iba a la deriva, sin oponer resistencia. El día estaba claro aún y caluroso, pero no había bochorno. Mientras nos trasladábamos, sin mucho apuro, mi ánimo aumentaba y yo me engreía con mi amigo; hasta me abandonaba. ¡Ya vuelves a divagar, no cambias!”, pensé. Mi cabeza estaba despejada y muy ligera, sin dolor de ningún tipo; y supongo que en mi rostro se dibujaba una expresión casi infantil.
Al llegar al lugar, me detengo ante la puerta por un instante, observo: hay un pequeño espejo en la pared del fondo que nos mira y en la que se refleja el humo de los cigarrillos, y gente sentada y a pie, agitada, con una mezcla de alegría rutinaria y de lástima; compruebo entonces que sí era verdad, que todo lo que él me había descrito estaba allí. Tímidamente le pregunto si la música que suena en el ambiente es “Sin tu amor” de William Luna. Me responde afirmativamente.
Algunas humedades sobre la mesa ya utilizada me incomodaron. Se apuró y llamó a una muchachita, pidiéndole que lo limpiara. Cuando ella llegó me di cuenta de que era esbelta, guapa, con el rostro fresco. Nos saludó con una cortesía un poco exagerada. Sin mediar tiempo, él se apuró a pedirle una botella de vino borgoña de una marca peruana muy conocida.
–¡Por favor, que esté bien helada!
Nos sentamos uno frente al otro, casi abrumados, adivinando el ambiente musical y el sonido ya conocido por nosotros. Acomodé mi cuerpo en la silla y aproveché para explicarle algunas cosas de mi último relato. Quería su opinión y que me corrigiera algunos detalles. Se quedó pensativo y en silencio por uno rato, creo que hacía memoria sobre alguno de los suyos o trataba de recordar algunos de los míos. Luego reaccionó:
–¿Te acuerdas algún apodo de los amigos del colegio?
Se me había olvidado por completo todos los motes escolares. No los recordaba; tal vez porque nunca me importó… Bueno, hasta ahora.
–No. En absoluto –repuse–. Voy a tratar de recordarlos, y luego, si los recuerdo, los apunto y te los envío a tu correo. Ahora, nada... A propósito, ¿cuál era el tuyo?
–No recuerdo haber tenido uno. Tal vez “chato”, pero era un mote muy común. No recuerdo otro.
La señorita se nos acercó con dos copas y la botella de vino borgoña bien helada, muy helada, que sudaba el vidrio por su exterior. La descorchó en nuestro delante y llenó ambas copas. Él le dio las gracias y quiso decirle algo, pero la señorita dio media vuelta y siguió con su trabajo. Entonces él levantó la copa sin dejar de sonreír y soltó un ¡salud!... Al ver que brindaba, hice lo mismo, aunque mi cuerpo permanecía quieto con una pierna cruzada por encima de la otra; chocando las copas brindamos. Lo vi beber un sorbo corto. Luego se levantó y se fue directo a una radiola moderna, que en esos momentos tocaba una melodía romántica que no había escuchado nunca; estuvo por un buen rato disponiendo de la mejor manera y ordenando las siguientes canciones que iban a sonar en el ambiente. Al volver, se paró en seco con el rostro sonrojado y tibio de alegría, estaba parado frente a mí, guiñando uno de sus ojos y mordiéndose los labios.  Luego soltando una sonrisa, me dijo:
–Debo decirte que estás más guapa que en mis recuerdos. 
Cogió la silla y  tomó asiento sin dejar de mirarme.
–¿Qué dices? –Hice como si no lo hubiera entendido.
Acercó su cuerpo al mío apoyándose en la mesa. Mientras acercaba su boca a mi oído, repitió dos veces la frase. Debí callarme, pero se lo dije casi riéndome:
–Tú no estás nada mal. Algo rechoncho… –No dije más, porque no podía aguantar la risa.     
Recobrándose, y casi levantándose, me contestó:
–¿Sí? ¿De veras?...  
Y en seguida se disculpó y se dirigió al baño. Luego de unos minutos volvió y se sentó sonriendo hasta con los ojos.
Al escuchar la primera música que é había seleccionado me asaltó una idea que logró un surtido efecto en mí; sentía que el corazón se me subía a la garganta. Saqué un pañuelo de papel y enjugué el sudor de mi rostro y respiré algo de aire fresco. Estábamos los dos otra vez, frente a frente. Pidió otra botella de vino que yo asentí. Balbucí una excusa y me fui al baño. Al ponerme en pie mis piernas no me sostenían y disimulé apoyándome en una de las sillas que encontré en el camino.
No sé por qué me entró miedo cuando llegué otra vez a la mesa. Estaba algo más que mareada. En la calle oscurecía todo sin que nadie pudiera evitarlo y eso me pareció magnífico. Ahora la música que siguió era la nuestra, y que él lo había originado a propósito. No me sorprendí al escucharla, aunque lograba momentos incomprendidos que excitaban mi nostalgia.
Entonces, hablamos de muchas cosas y yo le conté todo lo que él quería saber. Le conté cómo nos habíamos perdido o extraviado el uno del otro.
–Y una de dos, o seguimos esta fase, más complicada de nuestras vidas, o la terminamos en estos momentos –le dije.
–Brindemos por eso, porque no sé qué contestarte. Al final yo sé que el tiempo hizo lo suyo, sólo dispuso que fuéramos amigos… ¿Qué más podría suceder?
Era exacto, comprendimos lo impresionista que es la vida y las ganas de refregárnoslo en la cara. Nos quedamos mudos por unos segundos, fijamos nuestras miradas, le di una palmada en la mano y me sonreí. 
–Déjalo como está –le dije, algo turbada. 
–Entiendo. No te preocupes.        
Lo aceptó. Y por ello me asaltaron algunas ideas que logré callar casi con las justas. No quería pensar más, menos en la verdad que era más absurda que mis absurdos pensamientos. Era cruel estar en un lugar, aquí, allí, allá, en donde nadie estaba a salvo, y todo haciendo juego por primera vez, haciendo juego hasta con nuestras inveteradas ganas.
Libertad

miércoles, 25 de abril de 2012

Nuestras cosas nuevas

Aún recuerdo aquella tarde. Entiendo que era un niño de 10 años. Me detuve y lancé mi trompo por última vez en medio de la calle; ahora, como espectador, mis ojos no dejaban de seguir el girar de mi trompo que no paraba de dar vueltas. Cerca del aburrimiento, no tardé en preguntarme si no era hora de ir a casa. Creo que intentaba apaciguar mi conciencia. De pronto, a lo lejos, logré escuchar unos ruidos. Giré todo el cuerpo y pude divisar a una chiquilla en pantalón estampado y pelo corto que discutía exaltadamente con otros chiquillos. Por puro curioso, me acerqué tomando mi distancia y me di cuenta de que la estaban acosando. Le enviaban silbidos y piropos de mal gusto. Ella los mantenía a raya repartiendo gestos: extendía su brazo y les enseñaba su dedo medio. Cuando la observé mejor, pude distinguir sus rasgos, sus formas. Me parecieron conocidas. Al acercarme un poco más, la duda se disipó. Aunque no creía que fuera ella. Al principio no la reconocí porque llevaba el pelo corto y ese pantalón suelto y estampado. Escuché entonces que alguien gritó muy fuerte en el calor de la discusión, y todos salieron corriendo. Algunos señalaban con dedos estirados y otros sin titubear saltaban la enramada como locos. Claramente reconocí las palabras de una persona mayor que me dejó confuso:

—¡Ahora van a ver, muchachos de mierda! ¡Por qué no se van a joder a su abuela!

A esa hora, yo y mi trompo caminábamos distraídos y meditabundos por la Av. Morales Duárez, camino a mi casa. Me habían mandado a comprar unos medicamentos en una farmacia que quedaba a dos cuadras más arriba de la casa de Katia. Como ya dije, era de tarde, pero no muy tarde, porque el sol estaba muy encendido. Al percatarme de que la persona mayor era su papá, me detuve y quise volver, darme la vuelta y cambiar de calle, pero me di ánimos y seguí caminando. Crucé lentamente por la vereda de su casa. Ella, parada en el umbral de su puerta, me observó por un rato sin dar mayores muestras de interés. Pero, cuando ya miraba mi espalda, terminó por decir, en voz alta:

—¡Pepe el calato! ¡Por qué no me defendiste, eres un cobarde!

Y se echó a reír torciendo la boca y haciendo gestos con sus manos; luego rápidamente ingresó a su tienda. Volvió a gritar. Entonces me volví y pude ver la mitad de su cabeza que sobresalía por el marco de la puerta. Aprovechó que la miraba para sacarme la lengua y desaparecer totalmente.

Todos los días, después de salir del colegio, rumbo a mi casa, caminaba jugando con seres imaginarios que tenían diferentes formas y que estaban en peligro de muerte: unicornios, hormigas gigantes, pequeños sapos de diferentes colores y algún superhéroe que llegaba para salvarlos; obviamente, el superhéroe era yo. Iba a toda prisa, zigzagueando, hasta llegar muy cerca de la casa de Katia; y me detenía por unos momentos. Ella tenía una tienda muy grande, lo que originaba que fuera el centro de todas nuestras compras, especialmente en el día de las Madres, día en que nos enviaban a comprar angelitos, escarchas y todo tipo de cartulinas de colores para fabricar el regalo para nuestras madres.

Un día, queriendo jugar, me senté en una vereda y empecé a hacer con mis dedos un cono con una hoja de papel arrancada de uno de mis cuadernos. Hecho el cono, lo llevé a mi boca y, echándole saliva, pegué la punta con mucho cuidado para terminar de sellarlo. Ya listo el primer cartucho, lo coloqué en el pico de un tubo redondo que había sacado del respaldo de mi cama y que siempre llevaba muy bien guardado entre mis cosas. Girándolo con mis dedos, lo introduje en el tubo; ya en su interior, la levanté perpendicularmente al cielo y apunté a un pájaro que estaba parado en lo alto de un poste de luz. Luego, soplándolo con todo el aire de mis pulmones, lo disparé. Pero el viento lo desvió y lo llevó un poco más lejos de su objetivo. Al final, hizo una pequeña parábola e inició su regreso. Me quedé observando cómo caía aquel cono alargado; mis ojos, quietos en su mirada, siguieron su trayectoria. Para mi mala suerte, el susodicho conito aterrizó justo en la cabeza de Katia que, en esos momentos, pasaba por allí vestida con su uniforme de colegio. Solo escuché un ¡ay!... Entonces lo cogió y suspiró con rabia. Luego lo abrió con precaución y con más rabia. Yo reía, reía golpeándome suavemente las piernas con el tubo, reía mirando al otro lado. Reía, pero de mi garganta no salía ningún sonido; mi risa era silenciosa, aunque mis ojos se llenaban de lágrimas. Me levanté de la vereda y tosí, disimulando, unas tres veces. Me volteé y empecé a caminar haciéndome el loco. Me regocijaba de lo que había hecho por azar y de la cara que debía tener Katia en esos momentos. Al rato se me acercó haciendo sonar sus zapatos sobre el pavimento.

—¿Esto es tuyo? ¿Eh? Te vi cuando lo soplabas.

Me quedé mudo con la cabeza gacha. No podía mirarla a los ojos. Todos los pensamientos posibles se apoderaron de mí sin que yo los llamara; ruborizado, me abandoné sin resistencia. Ya de pie, extendía las piernas embobado, retrocediendo un poco.

—¡Di algo si eres hombrecito…!

Da unos pasos, me rodea y se para frente a mí.

Me quedé ausente de mí mismo por varios segundos. No había ruido, ni un alma cerca de nosotros; estábamos solos, para mi desgracia. Entonces, la hermosa chiquilla de ojos zarcos, sin permiso, cogió una de mis manos y me entregó lo que quedaba del cono alargado. Yo, aguantando la risa pero serio, levanté la cabeza y la quedé mirando. Ella, sonriendo y burlándose, me dijo:

—¿Eres mudo? ¿Por qué no te disculpas…? Sé que no lo has hecho con intención. Pero igual te tienes que disculpar conmigo.

Desde mi lugar, veía al sol brillar completamente encima de mi rostro. Cuando me restablecí, mi pensamiento se llenó de satisfacción. Me devolvió sutilmente a la vida con sus últimas palabras. Entonces, solo atiné a decirle:

—Disculpa, no fue mi intención… Estaba apuntando a un pajarito parado en lo alto del poste…

Ella seguía mirándome atentamente. Quería decirme algo pero no se atrevía. Además, ya su cólera había decaído. Finalmente, me quitó el tubo redondo y me dijo:

—¿Me puedes enseñar a disparar?... Hazme un cono y dime cómo se dispara. ¿Puedes?... ¡Dios mío, las cosas que inventas!...

—Pero necesito papel…

Ella sacó varias hojas blancas de su maletín y me las dio.

—¿Esto te sirve?

Me solicitó una, pero yo le hice disparar como diez veces. Le había gustado este invento que, al final, tuve que regalárselo; no sin antes decirle que le enseñaría a hacer los conitos alargados otro día que nos encontráramos con más tiempo. Ese fue el primer regalo que le hice a Katia sin proponérmelo. Ella quedó encantada.

Nos retiramos y caminamos juntos hasta que ella dobló la esquina con dirección a su casa. Quise seguirla, pero me invadió el miedo. Su papá, el gringo, era de temer. Cuando se fue, miré el último cono que ella disparó; seguía en mi mano; así que, como un trofeo, lo guardé entre mis cosas...

Después de lo sucedido, un día que no recuerdo la fecha, pero que era de mañana, caminaba reflexionando en las cosas que me habían sucedido con Katia. Me detuve ante una tienda y miré al escaparate. Solo pude esperanzarme en que algún día le podría dar un regalo más formal a Katia. Di unos golpecitos al cristal y me marché cabizbajo rumbo a mi casa.

Desde que me di cuenta de la existencia de Katia, yo sabía que ella era huérfana de madre y yo huérfano de padre. Era lo que teníamos en común. Por aquel tiempo, teníamos diez años. Yo estudiaba en un colegio particular que quedaba muy cerca de su casa. —Hasta ahora no sé cómo mi madre, con toda su pobreza, logró que mis hermanos y yo estudiáramos como gente con algo de dinero—. Katia estudiaba en otro colegio, también particular, a unas diez cuadras del mío. Muchas veces nos cruzábamos mientras nos encaminábamos cada uno al suyo. Al comienzo ni nos mirábamos. Tal vez sí, pero con indiferencia. Pero luego de ese agradable y accidentado encuentro, otro fue nuestro cantar. Eso pensé…

Todo estaba tranquilo, aunque tenía un poco de nervios. Ya era la hora de presentarnos. Era un concurso de baile interescolar. Entré con mi pareja del momento en una habitación que habían acondicionado como camerino. Mi madre y otras señoras nos empezaron a vestir con un traje típico de Huancayo. Éramos dos los que representaríamos a nuestro colegio: Marilú y yo. Nos habíamos preparado por casi una semana sin parar. Era una danza representativa del centro: Huaylash de Carnaval. Una a una iban saliendo las parejas de acuerdo al cronograma y cada pareja se entregaba dejándolo todo en el estrado. Nos tocó a nosotros. Todo no hubiera pasado de un concurso más si no fuera porque este se realizaba en el colegio de Katia. Ya en el estrado, empezamos a ejecutar todo lo que nos habían enseñado, moviéndonos con mucha destreza. Movíamos los cuerpos imitando algunos movimientos de faenas agrícolas, y también movimientos de galanteo entre los dos. Nuestra coreografía destacaba por el contrapunto, donde Marilú hacía derroche de fuerza y habilidad, y yo la seguía del mismo modo. Al erguirme y abrir totalmente mis ojos, observé sobre la multitud y en el fondo a Katia. Tenía un rostro serio y de pocos amigos.

—¡Dios! —exclamé —¿Cómo es posible que Katia esté aquí?

Yo miraba a Marilú, me inclinaba apegándome a ella, zapateando sin parar. Aquello me distraía de la mirada de Katia, que hasta nuestras sonrisas no ensayadas empezaron a formar parte de la coreografía. Entonces vi acercarse a Katia muy pegada al estrado y mirarme muy fijamente, tratando de decirme algo. Sin darme cuenta, Marilú giró para que yo hiciera un ademán y la siguiera, pues era la manera de finalizar el baile; pero como mis ojos estaban fijos en Katia, me tropecé con mi otro pie y me fui de bruces sobre el estrado, rodando hasta caer debajo del mismo, y dándome golpes en todo el cuerpo.

Permanecí un momento boca arriba y apoyé mis pies en la pared del estrado sin poder mover ni mis ojos. Mirándome con el rostro ruborizado y los ojos totalmente abiertos, desde lo alto, una Marilú sorprendida se mordía los labios. La gente se arremolinó en torno mío, algunos reían. Los profesores de mi colegio se abrieron paso, se acercaron a mí y muy rápidamente me auxiliaron. Me preguntaban cosas que no escuchaba de pura vergüenza. Solo atiné a decirles:

—¡Nada, no pasó nada, solo me he resbalado!

Me senté allí mismo, en el suelo, abrumado por lo que había acontecido. No había lágrimas en mis ojos, no pensaba nada, no sentía nada. De pie y ya recuperado, me di cuenta realmente de lo que había sucedido. Pasaron cinco minutos, quizá más, sentado en una banca a donde me llevaron. Estaba solo, estirando las piernas sobre el banco y sobándome la espalda. Sentía algunos dolores y un triste abandono como una señal de burlas y adjetivos. Entonces reaccioné y me dije a mí mismo:

—Ya la terminé de malograr todo… Tanto esfuerzo para nada.

Mi madre se acercó y me sacudió el polvo que llenaba buena parte del traje típico; no pronunció palabra alguna. Solo sentí su abrazo y una de sus manos que acariciaba mis cabellos.

Me levanté y me separé de mi madre, dirigiéndome a los vestuarios. En el trayecto alguien se acercó. Era Katia que no paraba de reírse. Me paré y le dije, apretando los puños:

—Voy a decirte una sola cosa: yo tengo la culpa por prestarte mucha atención. ¡Cómo he podido ser tan sonso!...

La entonación no era justa; debí ser más severo con ella que al final era la culpable de lo que me había acontecido. Ella me miró sin parar de reírse y me dijo:

—¿Estás bien?... Sabes, eso te pasa por estar de abrazos con tu pareja. ¿Ella es tu enamorada?

—No sé —respondí inconscientemente y lleno de cólera.

Katia, creyendo que la engañaba, y sin despedirse, se alejó de mí, casi corriendo.

Loro