domingo, 15 de abril de 2012

El zorrito y su suegra

Una de las alternativas favoritas que elegíamos para disfrutar de nuestras vacaciones era escapándonos de campamento con Joel y Charly. Juntos recorrimos infinidad de lugares, en todo tipo de circunstancias y climas, y hemos compartido incontables anécdotas, muchas de ellas impronunciables, pero que solemos recordar entre carcajadas en más de una reunión.
Por lo general, a nuestros campamentos sólo íbamos los tres, pero en esta ocasión tuvimos la fortuna de que se nos unieran otros cuatro amigos del colegio. Entre ellos estaban el “zorro” Adolfo, un tipazo, que siempre inspiraba confianza, derecho como flecha; el “chato” César, compinche de mil peripecias, cuya firmeza y determinación siempre nos sirvió de inspiración; el “abejorro” Percy, quien parecía estar permanentemente al acecho de cualquier hembrita, para deleitarnos con su amplio repertorio de piropos y el “loco” Beto, gran amigo, que hacía honor a su apelativo y con quien siempre había que estar a la defensiva por su carácter impredecible. Ellos cuatro se sumarían al inefable Charly, romántico sempiterno, eterno enamorado del amor, y mi cumpa Joel, el pragmático de la cofradía, encargado de hacernos aterrizar y poner nuestros pies sobre la tierra cuando era necesario. Recuerdo que desde que tuve el privilegio de conocerlos, en mis primeros años de secundaria y hasta ahora, siempre los consideré como mis hermanos mayores, de quienes absorbí muchos detalles que enriquecieron mi personalidad actual. Con tremendo elenco nuestra excursión prometía ser inolvidable.
También quiso acompañarnos nuestro buen amigo Raúl, el popular “oso”, pero muy a nuestro pesar tuvimos que negárselo, por la sencilla razón que desde aquel entonces Raúl era extremadamente conservador y más fiel que el mismo Cupido, y en alguna ocasión el muy canalla “cara de quaker” tuvo la insolencia de echarnos a perder un plancito con unas hembritas de ocasión, ante quienes tuvo la impertinencia de darnos su puto sermón moralista. Ir con él habría sido lo mismo que renunciar a la compañía femenina, por lo que no tuvimos otra opción que dejarlo. Y es que durante aquellos, años todos nosotros, excepto él, compartíamos la misma filosofía, que fue plasmada magistralmente por Charly en una de sus famosas frases: “por supuesto que somos fieles a nuestras germitas… somos fieles sentimentalmente, pero físicamente es otra cosa”.
En aquellos tiempos, Adolfo era el único entre nosotros que, sin proponérselo, se había casado; en tanto que Charly era el único que, empecinado en contraer nupcias, todavía se mantenía soltero. Paradojas de la vida. El resto de nosotros simplemente los veíamos como a bichos raros, mientras disfrutábamos al máximo de nuestro celibato.
Al fin tendríamos la oportunidad de compartir nuestras aventuras con el resto de la mancha. Los siete estábamos sumamente entusiasmados y más que dispuestos; sólo hacía falta finiquitar los detalles del viaje, lo cual no resultaría nada fácil. Propusimos muchos destinos, pero fue extremadamente difícil coordinar las siete agendas; especialmente la del “zorrito”, quien en su condición de casado sólo tenía libertad para ausentarse durante un corto fin de semana, así que en esta ocasión dispondríamos de menos tiempo para completar nuestra excursión. Dada la premura del tiempo, acordamos realizar un viaje muy breve y a un sitio muy cercano, a Huacho, en donde por fin podríamos conocer la hacienda del padrino del “chatúbelo” César, de la cual él siempre nos hablaba. Partiríamos el viernes por la noche, para regresar la tarde del domingo.
El día de la partida nos reunimos desde temprano en la casa de Joel, en donde empacamos nuestras mochilas y alistamos nuestra querida carpa, testigo de tantas correrías. Llegada la hora nos embarcamos con destino a Huacho. En medio de la algarabía que nos caracteriza, viajamos durante más de tres horas a bordo de un ómnibus, hasta que por fin el “chato” César nos indicó que era momento de apearnos, en plena carretera Panamericana.
Era cerca de la media noche y estaba totalmente oscuro. De inmediato nos internamos a través de un sendero rural que discurría paralelo a un riachuelo. Para nuestra mala suerte, la luna no alumbraba, no había iluminación eléctrica y, para colmo, sólo disponíamos de una linterna, que era utilizada por César, quien iba a la vanguardia, guiándonos mientras intentaba alumbrar el camino. El resto de nosotros se desplazaba en fila india, prácticamente a oscuras, avanzando en medio de tropezones, resbalones y caídas; especialmente mi buen amigo Joel, cuyo culo estoy seguro que conoce todo el camino, por las tantas veces que se cayó sentado. Afortunadamente, César conocía bien la ruta y la sorteaba sin dificultad, así que lo seguimos en una caminata que duró un par de horas, animada sólo por el chirriar de las cigarras y de un sinfín de lucecitas emitidas por infinidad de luciérnagas que volaban en todas direcciones, hasta que por fin divisamos la hacienda de su padrino.
Era de madrugada cuando llegamos al frontis de la casona. No había ninguna luz en sus ventanas, por lo que supusimos que todos sus moradores estarían durmiendo. Preferimos no despertarlos y buscamos un descampado cercano para instalar nuestra carpa. A pesar de que todo estaba en tinieblas, el clima era agradablemente cálido y había una brisa muy tenue, por lo que dentro de la tienda podríamos descansar con tranquilidad, refugiados de los mosquitos que zumbaban a nuestro alrededor.
Habíamos ido de campamento en tantas ocasiones, que conocíamos nuestra carpa a la perfección y nunca tuvimos dificultades para armarla, aún bajo las peores circunstancias, así que lo hicimos con rapidez. Aunque su capacidad era sólo para cuatro personas, los siete nos acomodamos dentro de ella lo mejor que pudimos; todos en posición boca arriba o espalda con espalda, para evitar cualquier roce conflictivo o malentendido. Al principio se escucharon mil bromas, pero paulatinamente fueron disminuyendo hasta que imperó el silencio, aunque de vez en cuando maldecíamos a alguno que creía que sus flatulencias eran inodoras, lo que nos obligó a evacuar la carpa en más de una ocasión. Felizmente que, exhaustos como estábamos luego del esfuerzo de la caminata, no tardamos en quedarnos dormidos.
Gratísima fue nuestra sorpresa al despertar, cuando pudimos divisar que nos encontrábamos en medio de un lugar casi paradisíaco. Sin saberlo, en medio de la oscuridad nocturna, habíamos acampado junto a la granja del padrino del “chato”, rodeados por multitud de vacas, carneros, patos, caballos y otros animalitos, que nos miraban con curiosidad, en los aledaños de una gran huerta con árboles frutales y plantaciones de alfalfa y otras plantas, y cerca del riachuelo que nos había servido de referencia durante todo nuestro recorrido.
Y aquel día sábado fue inolvidable. César nos presentó ante sus padrinos, quienes nos recibieron de la mejor manera, poniendo a nuestra disposición todos los recursos que había en su hacienda. La comida era exquisita, lo mismo que las frutas y el vino, que disfrutamos a discreción.
Uno de nuestros sitios favoritos resultó ser el bendito riachuelo, en cuyas aguas nadamos en más de una ocasión para aplacar el calor del verano, que al mediodía era casi insoportable. El único que tuvo algún problema fluvial fue el buen Charly, a quien alguien —por no decir yo—, le escondió su trusa de baño, por lo que se vio obligado a entrar al río en calzoncillos. Todo iba bien hasta que, tras una zambullida, la corriente le arrebató su improvisada trusa, y tuvo que salir del agua totalmente desnudo. El cuadro fue espectacularmente hilarante y las bromas de todo calibre no se hicieron esperar, especialmente debido a su escasa provisión de vello púbico. En realidad ostentaba sólo unas cuantas pelusitas que enmarcaban a su pichulita que, para su mala suerte, se encontraba reducida a su mínima expresión, y se parecía más a un segundo ombligo que a un penecito. Aunque lo mejor hubiese sido quedarse callado ante nuestras canallescas bromas, que iban desde pelón hasta mecha corta, él insistía en defenderse diciendo: —Dejen de joder, pendejos, que si estoy así es porque el agua está fría.
También teníamos varios caballos a nuestra disposición, así que organizamos una cabalgata para conocer los alrededores. Con nuestros escasos conocimientos de equitación, este paseo resultó ser un poco accidentado pues, sin razón aparente, los caballitos que montaban Beto y Charly se desbocaron al unísono, y comenzaron a galopar desenfrenadamente y a encabritarse sin control, desobedeciendo a los jalones que sus jinetes les daban a las riendas, y a los gritos que proferían, inicialmente para instarlos a detenerse, y luego para pedirnos auxilio.
Era comiquísimo verlos intentando aferrarse hasta con las uñas a sus caballos, al mismo tiempo que se bamboleaban encima de sus monturas y daban alaridos, pidiéndonos consejos sobre cómo hacer para detener a sus jamelgos. Al menos Charly tuvo algo de suerte, pues terminó cayendo de su caballo y rodando en medio de un alfalfar, del cual emergió luego de un rato, escupiendo los restos de alfalfa que se habían introducido dentro de su boca. En cambio, el muy piña de Beto sí que llevo la peor parte, pues su cabalgadura lo arrojó contra una pila de adobes, de la cual rebotó, cayendo en medio del polvo. Únicamente pude ver sus pies cuando salió despedido por encima de la cabeza de su caballo y luego, cuando la polvareda menguó, lo vi erguirse, totalmente empolvado, adolorido y escupiendo tierra. Afortunadamente no hubo daños mayores, por lo que todos terminamos burlándonos y riéndonos del jocoso incidente, excepto Beto, quien insistía en maldecir y mentarle la madre al pobre equino.
En resumen, durante el día nos dedicamos a disfrutar de la mejor manera de todas las bondades que nos ofrecía el apacible ambiente rural.
Atardecía cuando acordamos partir hacia la ciudad de Huacho, en busca de un ambiente urbano más bohemio y, por supuesto, de hembritas con quienes departir e intentar pasarla bien. Levantamos nuestra carpa, nos despedimos sumamente agradecidos de los familiares de César y comenzamos nuestra caminata de regreso hasta la carretera Panamericana, en donde nos embarcamos en un ómnibus que nos transportó hasta la ciudad de Huacho, que estaba muy próxima.
Noche de sábado en Huacho. Para nuestra suerte, aquel día coincidió con alguna celebración local, por lo que una emisora de radio huachana estaba organizando un espectáculo nocturno en la Plaza de Armas, en donde había instalado una pista de baile muy iluminada, amenizada por un enorme equipo de sonido que reproducía las salsas y cumbias del momento. En medio del ambiente festivo, tuvimos el acierto de contactar con un grupo de estudiantes de Enfermería de la universidad de Huacho, con quienes congeniamos casi de inmediato y accedieron a ser nuestras parejas de baile y a compartir algunos vinitos durante la celebración.
Recuerdo especialmente que, en un determinado momento, la radio aquella organizó un concurso de salsa entre los espectadores, ofreciendo un premio en efectivo para la mejor pareja bailadora. El premio era suculento y la diversión estaba asegurada, así que decidimos participar. Además, estábamos un poco escasos de fichas, por lo que un dinerillo extra no nos caería nada mal. No hubo problemas para elegir a la chica, pues entre quienes departían con nosotros había una que se movía como quería, y voluntariamente se acercó al locutor, quien comenzó a preguntarle los datos acostumbrados. El problema surgió entre nosotros, que no decidíamos a quien enviar en nuestra representación. Estábamos en eso cuando, sorpresivamente, el pendeivis de Joel nos ahorró la discusión, empujando al “chato” César con tanta fuerza que lo hizo llegar hasta el centro de la pista de baile, en donde fue recibido por el presentador, en medio de los aplausos del respetable. Se armaron unas quince o más parejas para disputar el premio y comenzó a sonar la salsa “Lluvia” de Eddie Santiago. Como de costumbre, el “chatito” hizo de las suyas con su eventual pareja de baile, y luego de dar cátedra a los huachanos sobre cómo se baila la salsa dura, fueron elegidos como los mejores bailarines de la noche.
Así que invertimos la parte de nuestro premio en invitar a nuestras acompañantes a un restaurante cercano. En medio de la euforia por la obtención del premio aquel, las chicas se dejaron convencer para continuar la celebración alrededor de una fogata playera. Eran siete jóvenes universitarias, de aquellas a quienes les gusta disfrutar el momento y pasarla bien, así que la noche prometía. Preferían el vino, por lo que nos aprovisionamos de una dotación suficiente de botellas y, luego de muchos brindis, nos apresuramos en conseguir leña suficiente para encaminarnos hacia la playa, en donde encenderíamos la fogata que prolongaría nuestra juerga.
Como es costumbre en estos lances, ya se habían formado las parejitas por afinidad, para el juego de seducción y los arrumacos correspondientes, y estábamos cómodamente instalados alrededor de la fogata, con las peores intenciones de pasarla de lo mejor. Entre los bailes, los dingolondangos, la plática, los juegos y las bromas propias de este tipo de situaciones, a una de las chiquillas se le ocurrió narrarnos una historia de terror típica de la región, que nos esmeramos en escuchar con atención más fingida que real.
Luego de que terminó, estábamos en lo mejor de lo mejor, riéndonos y comentando los detalles de su espeluznante relato cuando, inexplicablemente, al “zorrito” Adolfo se le ocurrió comentar:
—Si pues, mi suegra me contó una historia muy similar de su pueblo.
Aunque también estaba algo mareado, el “zorrito” se percató de inmediato de su metida de pata y se quedó momentáneamente mudo. El resto de nosotros, como accionados por un resorte, tratamos de romper el silencio que se había iniciado abruptamente, y reiniciamos nuestros comentarios acerca de lo relatado por la chiquilla, intentando distraerlas, con la vana esperanza de que tal vez no hubiesen escuchado con claridad lo dicho por Adolfo. Pero no, ni bien oyeron la barrabasada del “zorrito”, todas las chicas cambiaron sus semblantes, de la alegría a la sorpresa y de allí a la duda, y comenzaron a mirarse y a cuchichear entre ellas.
Pero lo peor vino a continuación. Para terminar de regarla, al muy cojudo del “zorrito” no se le ocurrió peor idea que añadir:
—Chicas, no me vayan a malinterpretar. Lo que ocurre es que en el sitio en donde vivimos a nuestras vecinas les llamamos suegras.
Si. Como no… baboso.
Claramente, aquello resultaba un insulto a la inteligencia de nuestras fortuitas acompañantes. Bastaba con verles sus rostros tras el desengaño y sentir cómo nos miraban y se apartaban de nuestro abrazo. Seguro que a otras tramposas este detallito no les hubiese importado en lo más mínimo, pero a ellas sí, especialmente cuando desde el inicio insistieron en conocer nuestro estado civil. A partir de ese momento el ambiente festivo declinó. Por más que insistimos y persistimos en halagarlas y seducirlas, ya no estaban tan dispuestas y relajadas como al principio, hasta el punto que luego de un rato se disculparon amablemente y procedieron a retirarse.
No había más que hacer con lo acontecido, así que regresamos a la Plaza de Armas, a probar suerte otra vez, pero ya era demasiado tarde; aunque todavía había música, todas las hembritas estaban acompañadas, por lo que no nos quedó otra alternativa que pasar el resto de la noche acompañados únicamente por nosotros mismos y por nuestros vinos. Ya se imaginarán el bolondrón que armamos contra el “zorrito”, quien soportó todos nuestros improperios con aparente serenidad, limitándose a levantar los hombros y, a la par que nos miraba con resignación, nos decía:
—Disculpen muchachos… creo que la cagué…
De todas las requintadas que le dimos, recuerdo especialmente la de Charly, quien casi fuera de sí, le increpó:
—¿Sabes qué “zorrito”?… ¡Vete a la mierda y no me jodas! Y si no escuchaste bien te lo repito: ¡Vete a la mismísima mierda y no me jodas, carajo!
Esa fue la primera y última vez que el “zorrito” Adolfo nos acompañó en alguna de nuestras escapadas.
Anonimus

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