Una de las alternativas favoritas que
elegíamos para disfrutar de nuestras vacaciones era escapándonos de campamento
con Joel y Charly. Juntos recorrimos infinidad de lugares, en todo tipo de
circunstancias y climas, y hemos compartido incontables anécdotas, muchas de
ellas impronunciables, pero que solemos recordar entre carcajadas en más de una
reunión.
Por lo general, a nuestros campamentos sólo
íbamos los tres, pero en esta ocasión tuvimos la fortuna de que se nos unieran
otros cuatro amigos del colegio. Entre ellos estaban el “zorro” Adolfo, un
tipazo, que siempre inspiraba confianza, derecho como flecha; el “chato” César,
compinche de mil peripecias, cuya firmeza y determinación siempre nos sirvió de
inspiración; el “abejorro” Percy, quien parecía estar permanentemente al acecho
de cualquier hembrita, para deleitarnos con su amplio repertorio de piropos y
el “loco” Beto, gran amigo, que hacía honor a su apelativo y con quien siempre
había que estar a la defensiva por su carácter impredecible. Ellos cuatro se
sumarían al inefable Charly, romántico sempiterno, eterno enamorado del amor, y
mi cumpa Joel, el pragmático de la cofradía, encargado de hacernos aterrizar y
poner nuestros pies sobre la tierra cuando era necesario. Recuerdo que desde
que tuve el privilegio de conocerlos, en mis primeros años de secundaria y
hasta ahora, siempre los consideré como mis hermanos mayores, de quienes
absorbí muchos detalles que enriquecieron mi personalidad actual. Con tremendo
elenco nuestra excursión prometía ser inolvidable.
También quiso acompañarnos nuestro buen amigo
Raúl, el popular “oso”, pero muy a nuestro pesar tuvimos que negárselo, por la
sencilla razón que desde aquel entonces Raúl era extremadamente conservador y
más fiel que el mismo Cupido, y en alguna ocasión el muy canalla “cara de
quaker” tuvo la insolencia de echarnos a perder un plancito con unas hembritas
de ocasión, ante quienes tuvo la impertinencia de darnos su puto sermón
moralista. Ir con él habría sido lo mismo que renunciar a la compañía femenina,
por lo que no tuvimos otra opción que dejarlo. Y es que durante aquellos, años
todos nosotros, excepto él, compartíamos la misma filosofía, que fue plasmada
magistralmente por Charly en una de sus famosas frases: “por supuesto que somos fieles a
nuestras germitas… somos fieles sentimentalmente, pero físicamente es otra cosa”.
En aquellos tiempos, Adolfo era el único
entre nosotros que, sin proponérselo, se había casado; en tanto que Charly era
el único que, empecinado en contraer nupcias, todavía se mantenía soltero.
Paradojas de la vida. El resto de nosotros simplemente los veíamos como a
bichos raros, mientras disfrutábamos al máximo de nuestro celibato.
Al fin tendríamos la oportunidad de compartir
nuestras aventuras con el resto de la mancha. Los siete estábamos sumamente
entusiasmados y más que dispuestos; sólo hacía falta finiquitar los detalles
del viaje, lo cual no resultaría nada fácil. Propusimos muchos destinos, pero
fue extremadamente difícil coordinar las siete agendas; especialmente la del “zorrito”,
quien en su condición de casado sólo tenía libertad para ausentarse durante un
corto fin de semana, así que en esta ocasión dispondríamos de menos tiempo para
completar nuestra excursión. Dada la premura del tiempo, acordamos realizar un
viaje muy breve y a un sitio muy cercano, a Huacho, en donde por fin podríamos
conocer la hacienda del padrino del “chatúbelo” César, de la cual él siempre
nos hablaba. Partiríamos el viernes por la noche, para regresar la tarde del
domingo.
El día de la partida nos reunimos desde
temprano en la casa de Joel, en donde empacamos nuestras mochilas y alistamos
nuestra querida carpa, testigo de tantas correrías. Llegada la hora nos
embarcamos con destino a Huacho. En medio de la algarabía que nos caracteriza,
viajamos durante más de tres horas a bordo de un ómnibus, hasta que por fin el
“chato” César nos indicó que era momento de apearnos, en plena carretera
Panamericana.
Era cerca de la media noche y estaba
totalmente oscuro. De inmediato nos internamos a través de un sendero rural que
discurría paralelo a un riachuelo. Para nuestra mala suerte, la luna no
alumbraba, no había iluminación eléctrica y, para colmo, sólo disponíamos de
una linterna, que era utilizada por César, quien iba a la vanguardia,
guiándonos mientras intentaba alumbrar el camino. El resto de nosotros se
desplazaba en fila india, prácticamente a oscuras, avanzando en medio de
tropezones, resbalones y caídas; especialmente mi buen amigo Joel, cuyo culo estoy
seguro que conoce todo el camino, por las tantas veces que se cayó sentado.
Afortunadamente, César conocía bien la ruta y la sorteaba sin dificultad, así
que lo seguimos en una caminata que duró un par de horas, animada sólo por el
chirriar de las cigarras y de un sinfín de lucecitas emitidas por infinidad de
luciérnagas que volaban en todas direcciones, hasta que por fin divisamos la
hacienda de su padrino.
Era de madrugada cuando llegamos al frontis
de la casona. No había ninguna luz en sus ventanas, por lo que supusimos que
todos sus moradores estarían durmiendo. Preferimos no despertarlos y buscamos
un descampado cercano para instalar nuestra carpa. A pesar de que todo estaba
en tinieblas, el clima era agradablemente cálido y había una brisa muy tenue,
por lo que dentro de la tienda podríamos descansar con tranquilidad, refugiados
de los mosquitos que zumbaban a nuestro alrededor.
Habíamos ido de campamento en tantas
ocasiones, que conocíamos nuestra carpa a la perfección y nunca tuvimos
dificultades para armarla, aún bajo las peores circunstancias, así que lo
hicimos con rapidez. Aunque su capacidad era sólo para cuatro personas, los
siete nos acomodamos dentro de ella lo mejor que pudimos; todos en posición
boca arriba o espalda con espalda, para evitar cualquier roce conflictivo o
malentendido. Al principio se escucharon mil bromas, pero paulatinamente fueron
disminuyendo hasta que imperó el silencio, aunque de vez en cuando maldecíamos
a alguno que creía que sus flatulencias eran inodoras, lo que nos obligó a
evacuar la carpa en más de una ocasión. Felizmente que, exhaustos como
estábamos luego del esfuerzo de la caminata, no tardamos en quedarnos dormidos.
Gratísima fue nuestra sorpresa al despertar,
cuando pudimos divisar que nos encontrábamos en medio de un lugar casi
paradisíaco. Sin saberlo, en medio de la oscuridad nocturna, habíamos acampado
junto a la granja del padrino del “chato”, rodeados por multitud de vacas,
carneros, patos, caballos y otros animalitos, que nos miraban con curiosidad,
en los aledaños de una gran huerta con árboles frutales y plantaciones de
alfalfa y otras plantas, y cerca del riachuelo que nos había servido de
referencia durante todo nuestro recorrido.
Y aquel día sábado fue inolvidable. César nos
presentó ante sus padrinos, quienes nos recibieron de la mejor manera, poniendo
a nuestra disposición todos los recursos que había en su hacienda. La comida
era exquisita, lo mismo que las frutas y el vino, que disfrutamos a discreción.
Uno de nuestros sitios favoritos resultó ser
el bendito riachuelo, en cuyas aguas nadamos en más de una ocasión para aplacar
el calor del verano, que al mediodía era casi insoportable. El único que tuvo
algún problema fluvial fue el buen Charly, a quien alguien —por no decir yo—,
le escondió su trusa de baño, por lo que se vio obligado a entrar al río en
calzoncillos. Todo iba bien hasta que, tras una zambullida, la corriente le
arrebató su improvisada trusa, y tuvo que salir del agua totalmente desnudo. El
cuadro fue espectacularmente hilarante y las bromas de todo calibre no se
hicieron esperar, especialmente debido a su escasa provisión de vello púbico.
En realidad ostentaba sólo unas cuantas pelusitas que enmarcaban a su pichulita
que, para su mala suerte, se encontraba reducida a su mínima expresión, y se
parecía más a un segundo ombligo que a un penecito. Aunque lo mejor hubiese
sido quedarse callado ante nuestras canallescas bromas, que iban desde pelón hasta mecha corta, él insistía en defenderse diciendo: —Dejen de joder,
pendejos, que si estoy así es porque el agua está fría.
También teníamos varios caballos a nuestra
disposición, así que organizamos una cabalgata para conocer los alrededores.
Con nuestros escasos conocimientos de equitación, este paseo resultó ser un
poco accidentado pues, sin razón aparente, los caballitos que montaban Beto y
Charly se desbocaron al unísono, y comenzaron a galopar desenfrenadamente y a
encabritarse sin control, desobedeciendo a los jalones que sus jinetes les
daban a las riendas, y a los gritos que proferían, inicialmente para instarlos
a detenerse, y luego para pedirnos auxilio.
Era comiquísimo verlos intentando aferrarse
hasta con las uñas a sus caballos, al mismo tiempo que se bamboleaban encima de
sus monturas y daban alaridos, pidiéndonos consejos sobre cómo hacer para detener
a sus jamelgos. Al menos Charly tuvo algo de suerte, pues terminó cayendo de su
caballo y rodando en medio de un alfalfar, del cual emergió luego de un rato,
escupiendo los restos de alfalfa que se habían introducido dentro de su boca.
En cambio, el muy piña de Beto sí que llevo la peor parte, pues su cabalgadura
lo arrojó contra una pila de adobes, de la cual rebotó, cayendo en medio del
polvo. Únicamente pude ver sus pies cuando salió despedido por encima de la
cabeza de su caballo y luego, cuando la polvareda menguó, lo vi erguirse,
totalmente empolvado, adolorido y escupiendo tierra. Afortunadamente no hubo
daños mayores, por lo que todos terminamos burlándonos y riéndonos del jocoso
incidente, excepto Beto, quien insistía en maldecir y mentarle la madre al
pobre equino.
En resumen, durante el día nos dedicamos a
disfrutar de la mejor manera de todas las bondades que nos ofrecía el apacible
ambiente rural.
Atardecía cuando acordamos partir hacia la
ciudad de Huacho, en busca de un ambiente urbano más bohemio y, por supuesto,
de hembritas con quienes departir e intentar pasarla bien. Levantamos nuestra
carpa, nos despedimos sumamente agradecidos de los familiares de César y
comenzamos nuestra caminata de regreso hasta la carretera Panamericana, en
donde nos embarcamos en un ómnibus que nos transportó hasta la ciudad de Huacho,
que estaba muy próxima.
Noche de sábado en Huacho. Para nuestra
suerte, aquel día coincidió con alguna celebración local, por lo que una
emisora de radio huachana estaba organizando un espectáculo nocturno en la
Plaza de Armas, en donde había instalado una pista de baile muy iluminada, amenizada
por un enorme equipo de sonido que reproducía las salsas y cumbias del momento.
En medio del ambiente festivo, tuvimos el acierto de contactar con un grupo de
estudiantes de Enfermería de la universidad de Huacho, con quienes congeniamos
casi de inmediato y accedieron a ser nuestras parejas de baile y a compartir algunos
vinitos durante la celebración.
Recuerdo especialmente que, en un determinado
momento, la radio aquella organizó un concurso de salsa entre los espectadores,
ofreciendo un premio en efectivo para la mejor pareja bailadora. El premio era
suculento y la diversión estaba asegurada, así que decidimos participar.
Además, estábamos un poco escasos de fichas,
por lo que un dinerillo extra no nos caería nada mal. No hubo problemas para
elegir a la chica, pues entre quienes departían con nosotros había una que se
movía como quería, y voluntariamente se acercó al locutor, quien comenzó a
preguntarle los datos acostumbrados. El problema surgió entre nosotros, que no
decidíamos a quien enviar en nuestra representación. Estábamos en eso cuando,
sorpresivamente, el pendeivis de Joel nos ahorró la discusión, empujando al
“chato” César con tanta fuerza que lo hizo llegar hasta el centro de la pista
de baile, en donde fue recibido por el presentador, en medio de los aplausos
del respetable. Se armaron unas quince o más parejas para disputar el premio y
comenzó a sonar la salsa “Lluvia” de Eddie Santiago. Como de costumbre, el
“chatito” hizo de las suyas con su eventual pareja de baile, y luego de dar
cátedra a los huachanos sobre cómo se baila la salsa dura, fueron elegidos como
los mejores bailarines de la noche.
Así que invertimos la parte de nuestro premio en invitar a nuestras
acompañantes a un restaurante cercano. En medio de la euforia por la obtención
del premio aquel, las chicas se dejaron convencer para continuar la celebración
alrededor de una fogata playera. Eran siete jóvenes universitarias, de aquellas
a quienes les gusta disfrutar el momento y pasarla bien, así que la noche
prometía. Preferían el vino, por lo que nos aprovisionamos de una dotación
suficiente de botellas y, luego de muchos brindis, nos apresuramos en conseguir
leña suficiente para encaminarnos hacia la playa, en donde encenderíamos la
fogata que prolongaría nuestra juerga.
Como es costumbre en estos lances, ya se
habían formado las parejitas por afinidad, para el juego de seducción y los
arrumacos correspondientes, y estábamos cómodamente instalados alrededor de la
fogata, con las peores intenciones de pasarla de lo mejor. Entre los bailes,
los dingolondangos, la plática, los juegos y las bromas propias de este tipo de
situaciones, a una de las chiquillas se le ocurrió narrarnos una historia de
terror típica de la región, que nos esmeramos en escuchar con atención más
fingida que real.
Luego de que terminó, estábamos en lo mejor
de lo mejor, riéndonos y comentando los detalles de su espeluznante relato
cuando, inexplicablemente, al “zorrito” Adolfo se le ocurrió comentar:
—Si pues, mi suegra me contó una historia muy
similar de su pueblo.
Aunque también estaba algo mareado, el
“zorrito” se percató de inmediato de su metida de pata y se quedó
momentáneamente mudo. El resto de nosotros, como accionados por un resorte,
tratamos de romper el silencio que se había iniciado abruptamente, y
reiniciamos nuestros comentarios acerca de lo relatado por la chiquilla,
intentando distraerlas, con la vana esperanza de que tal vez no hubiesen
escuchado con claridad lo dicho por Adolfo. Pero no, ni bien oyeron la
barrabasada del “zorrito”, todas las chicas cambiaron sus semblantes, de la
alegría a la sorpresa y de allí a la duda, y comenzaron a mirarse y a
cuchichear entre ellas.
Pero lo peor vino a continuación. Para terminar
de regarla, al muy cojudo del
“zorrito” no se le ocurrió peor idea que añadir:
—Chicas, no me vayan a malinterpretar. Lo que
ocurre es que en el sitio en donde vivimos a nuestras vecinas les llamamos
suegras.
Si. Como no… baboso.
Claramente, aquello resultaba un insulto a la
inteligencia de nuestras fortuitas acompañantes. Bastaba con verles sus rostros
tras el desengaño y sentir cómo nos miraban y se apartaban de nuestro abrazo.
Seguro que a otras tramposas este detallito no les hubiese importado en lo más
mínimo, pero a ellas sí, especialmente cuando desde el inicio insistieron en
conocer nuestro estado civil. A partir de ese momento el ambiente festivo
declinó. Por más que insistimos y persistimos en halagarlas y seducirlas, ya no
estaban tan dispuestas y relajadas como al principio, hasta el punto que luego
de un rato se disculparon amablemente y procedieron a retirarse.
No había más que hacer con lo acontecido, así
que regresamos a la Plaza de Armas, a probar suerte otra vez, pero ya era
demasiado tarde; aunque todavía había música, todas las hembritas estaban
acompañadas, por lo que no nos quedó otra alternativa que pasar el resto de la
noche acompañados únicamente por nosotros mismos y por nuestros vinos. Ya se
imaginarán el bolondrón que armamos contra el “zorrito”, quien soportó todos
nuestros improperios con aparente serenidad, limitándose a levantar los hombros
y, a la par que nos miraba con resignación, nos decía:
—Disculpen muchachos… creo que la cagué…
De todas las requintadas que le dimos,
recuerdo especialmente la de Charly, quien casi fuera de sí, le increpó:
—¿Sabes qué “zorrito”?… ¡Vete a la mierda y
no me jodas! Y si no escuchaste bien te lo repito: ¡Vete a la mismísima mierda
y no me jodas, carajo!
Esa fue la primera y última vez que el
“zorrito” Adolfo nos acompañó en alguna de nuestras escapadas.
Anonimus
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