Entramos
a una tienda con la prudencia encima, para beber algo ligero y corregir lo que
no era fácil de expresar —qué nunca lo sería—; sus bromas me hacían sufrir,
quizá porque no las entendía. Aquella tienda se ubicaba en el primer piso, en una
esquina de dos plantas y a una cuadra de mi casa. Desde su interior y a través
de la ventana se veía la calle y a la gente pasar a la carrera. Así, separada
por una distancia, estaba tranquila, pero no callada. Apuré unos pasos y me
asomé a la puerta con el vaso lleno de gaseosa. Él me seguía con la mirada, de
reojo, contándome una anécdota que provocaba el comentario; yo le escuchaba,
atenta, con una sonrisa inquieta, pero disimulada; de pronto cambió la
conversación; me pidió que lo acompañara, que camináramos juntos por las calles
del barrio. No me decidía. Giré hacia él y retrocedí unos pasos y esbocé una
mueca con mis labios al alzar la vista para mirarlo. Accedí. Ya en la calle,
abrió un sobre y me invitó una galleta salada de no sé qué marca. Mientras la
mordía lo escuchaba; no paraba de hablar; me invitó otra, aunque aún llevaba la
primera en una de mis manos… Intercambiando miradas, bromeábamos de todo, en
especial de nuestros antiguos acontecimientos que nos sucedieron en nuestra
edad de piedra.
En
el camino se nos acercó una señora que nos quedó viendo, como queriéndonos
saludar. La reconocimos, pero cuando ya estaba a nuestras espaldas. “¿No es tu
tía?”, dijo. “Sí, es mi tía...”, contesté. Pero ya mi objetivo de saludarla era
inalcanzable. Hizo un vago gesto con los hombros sin girar el rostro para observarla.
Era de tarde, tenía mucho calor y mis pensamientos se mezclaban en mi cabeza
sin poder lograr entenderlos, ayudarlos.
Había
trascurrido casi cuatro meses de no habernos visto, uno frente al otro; es que
hasta nuestra amistad siempre fue una posibilidad lejana, remota. Pero ahora
estábamos sueltos, de muy buen humor y con la satisfacción de estar nuevamente
juntos. Quizá seguíamos siendo los mismos de siempre, con la misma estimación
de siempre, y con el mismo amor de siempre, pero que nos costaba reconocer.
Caminamos
como forasteros, lentamente, calle arriba, por la avenida principal, hasta
llegar a la primera esquina de la Plaza Mayor del distrito. Torcimos a la
izquierda y llegamos a un restaurante, donde había varias mesas en la calle,
justo al frente de su antigua escuela de primaria. Nos detuvimos y tomamos
asiento en un lugar que él conocía muy bien. Había sillas y mesas de madera
rutinaria. La dueña lo saludó muy atenta, como a cliente conocido. Pude
comprender una cosa: él sabía que nos podían sorprender en cualquier instante,
porque levantaba la cabeza y la giraba bordeando con la mirada todo su rededor.
El viento corría más fuerte que nunca refrescando el ambiente. La señora nos
atendió muy deprisa. Al rato, ya teníamos sobre la mesa una gaseosa y un
pequeño recipiente lleno de canchita, al que, por supuesto, le metíamos dedos
de rato en rato; supongo que la señora, muy atenta, lo había traído con el
propósito de congraciarse con un buen cliente, porque le noté una coqueta sonrisa,
como insinuando algo.
Encendió
un cigarrillo, sin dudas, con hábito, que no me molestó para nada; hacía
ademanes con las manos; y movía los labios hablándose y hablándome. Su tono era
totalmente condescendiente. Yo lo escuchaba agitando el vaso, mirándolo de
reojo, intercambiando miradas cómicas, inusuales; hasta había momentos en que
ambos nos reíamos tontamente. Hasta que llegó una pausa, un silencio inusitado
e inoportuno, sólo nos mirábamos, quietos, sin poder hablar. Había que
continuar con la conversación, entonces mi mejor arma se convirtió en
preguntar.
–Así
que este es el lugar de charlas y bebidas… ¿no?
Lo
quedé mirando atenta y detenidamente luego de hacer la pregunta. Lo miraba a
los ojos con naturalidad; pensó, bajó la vista, asintió; luego levantó la
cabeza esbozando una sonrisa larga, pero leve. Me miró con un tono burlón, como
mofándose de mí sutilmente. Tomó aire, y, con recatada ironía, me dijo:
–Parece
mentira, pero aquí nacieron casi todos mis relatos. Creo que también los
tuyos...
Se
veía a kilómetros que su regodeo no era fingido. Yo me ruborizaba pequeñamente
con cada una de sus palabras. ¿Qué clase de ser tenía a mi frente que me hizo
escribir de una manera desordenada? ¿Cuánto había cambiado yo y en qué sentido?
Creo
que habíamos elegimos el tema de conversación intencionalmente, para recalcar
que nuestra presencia en aquel lugar no era pura casualidad. A mí me pareció
agradable, podía permanecer hablando, callada, o escuchándolo sin pensar.
Sabíamos que nuestra relación era complicada, pero al final, una relación de
grandes y buenos amigos. No hacíamos daño a nadie.
Se
me vino una idea a la cabeza, era una idea muy rara y extraña, pero
completamente realizable; era una idea factible que podía llevarse a cabo con
alguien que una conoce desde la adolescencia. Aunque era una idea terrible y
valía más aplazarla para otra ocasión. No me limité y se lo dije:
—¿Conoces
un lugar en el distrito donde podamos conversar sin que la gente nos atropelle?
Tengo ganas de beber algo. Como tú dices, romper el hielo.
Asintió
moviendo la cabeza, nada sorprendido, y con una sonrisa de oreja a oreja, como
si lo estuviera esperando.
Permanecimos
sentados no más de cinco minutos. No esperó a terminar lo que habíamos pedido,
se fue directo a pagar la cuenta. Luego me dijo:
—Te
voy a llevar… —se puso a pensar muy deprisa describiéndome el lugar—. Hay poco
lugares en el distrito, ojalá que éste sea de tu agrado. Es tranquilo y uno
puede poner la música que más le gusta. Está en la cuadra dos de la Av. Principal.
Era
de tarde, como las cinco, cuando nos dirigíamos al lugar escogido por él, yo
iba a la deriva, sin oponer resistencia. El día estaba claro aún y caluroso,
pero no había bochorno. Mientras nos trasladábamos, sin mucho apuro, mi ánimo
aumentaba y yo me engreía con mi amigo; hasta me abandonaba. ¡Ya vuelves a
divagar, no cambias!”, pensé. Mi cabeza estaba despejada y muy ligera, sin
dolor de ningún tipo; y supongo que en mi rostro se dibujaba una expresión casi
infantil.
Al
llegar al lugar, me detengo ante la puerta por un instante, observo: hay un
pequeño espejo en la pared del fondo que nos mira y en la que se refleja el
humo de los cigarrillos, y gente sentada y a pie, agitada, con una mezcla de
alegría rutinaria y de lástima; compruebo entonces que sí era verdad, que todo
lo que él me había descrito estaba allí. Tímidamente le pregunto si la música
que suena en el ambiente es “Sin tu amor” de William Luna. Me responde
afirmativamente.
Algunas
humedades sobre la mesa ya utilizada me incomodaron. Se apuró y llamó a una
muchachita, pidiéndole que lo limpiara. Cuando ella llegó me di cuenta de que era
esbelta, guapa, con el rostro fresco. Nos saludó con una cortesía un poco
exagerada. Sin mediar tiempo, él se apuró a pedirle una botella de vino borgoña
de una marca peruana muy conocida.
–¡Por
favor, que esté bien helada!
Nos
sentamos uno frente al otro, casi abrumados, adivinando el ambiente musical y
el sonido ya conocido por nosotros. Acomodé mi cuerpo en la silla y aproveché
para explicarle algunas cosas de mi último relato. Quería su opinión y que me corrigiera
algunos detalles. Se quedó pensativo y en silencio por uno rato, creo que hacía
memoria sobre alguno de los suyos o trataba de recordar algunos de los míos.
Luego reaccionó:
–¿Te
acuerdas algún apodo de los amigos del colegio?
Se
me había olvidado por completo todos los motes escolares. No los recordaba; tal
vez porque nunca me importó… Bueno, hasta ahora.
–No.
En absoluto –repuse–. Voy a tratar de recordarlos, y luego, si los recuerdo,
los apunto y te los envío a tu correo. Ahora, nada... A propósito, ¿cuál era el
tuyo?
–No
recuerdo haber tenido uno. Tal vez “chato”, pero era un mote muy común. No
recuerdo otro.
La
señorita se nos acercó con dos copas y la botella de vino borgoña bien helada,
muy helada, que sudaba el vidrio por su exterior. La descorchó en nuestro
delante y llenó ambas copas. Él le dio las gracias y quiso decirle algo, pero
la señorita dio media vuelta y siguió con su trabajo. Entonces él levantó la copa
sin dejar de sonreír y soltó un ¡salud!... Al ver que brindaba, hice lo mismo,
aunque mi cuerpo permanecía quieto con una pierna cruzada por encima de la
otra; chocando las copas brindamos. Lo vi beber un sorbo corto. Luego se
levantó y se fue directo a una radiola moderna, que en esos momentos tocaba una
melodía romántica que no había escuchado nunca; estuvo por un buen rato
disponiendo de la mejor manera y ordenando las siguientes canciones que iban a
sonar en el ambiente. Al volver, se paró en seco con el rostro sonrojado
y tibio de alegría, estaba parado frente a mí, guiñando uno de sus ojos y
mordiéndose los labios. Luego soltando una sonrisa, me dijo:
–Debo
decirte que estás más guapa que en mis recuerdos.
Cogió
la silla y tomó asiento sin dejar de mirarme.
–¿Qué
dices? –Hice como si no lo hubiera entendido.
Acercó
su cuerpo al mío apoyándose en la mesa. Mientras acercaba su boca a mi oído, repitió
dos veces la frase. Debí callarme, pero se lo dije casi riéndome:
–Tú
no estás nada mal. Algo rechoncho… –No dije más, porque no podía aguantar la
risa.
Recobrándose,
y casi levantándose, me contestó:
–¿Sí?
¿De veras?...
Y
en seguida se disculpó y se dirigió al baño. Luego de unos minutos volvió y se
sentó sonriendo hasta con los ojos.
Al
escuchar la primera música que é había seleccionado me asaltó una idea que
logró un surtido efecto en mí; sentía que el corazón se me subía a la garganta.
Saqué un pañuelo de papel y enjugué el sudor de mi rostro y respiré algo de
aire fresco. Estábamos los dos otra vez, frente a frente. Pidió otra botella de
vino que yo asentí. Balbucí una excusa y me fui al baño. Al ponerme en pie mis
piernas no me sostenían y disimulé apoyándome en una de las sillas que encontré
en el camino.
No
sé por qué me entró miedo cuando llegué otra vez a la mesa. Estaba algo más que
mareada. En la calle oscurecía todo sin que nadie pudiera evitarlo y eso me
pareció magnífico. Ahora la música que siguió era la nuestra, y que él lo había
originado a propósito. No me sorprendí al escucharla, aunque lograba momentos
incomprendidos que excitaban mi nostalgia.
Entonces,
hablamos de muchas cosas y yo le conté todo lo que él quería saber. Le conté
cómo nos habíamos perdido o extraviado el uno del otro.
–Y
una de dos, o seguimos esta fase, más complicada de nuestras vidas, o la
terminamos en estos momentos –le dije.
–Brindemos
por eso, porque no sé qué contestarte. Al final yo sé que el tiempo hizo lo
suyo, sólo dispuso que fuéramos amigos… ¿Qué más podría suceder?
Era
exacto, comprendimos lo impresionista que es la vida y las ganas de
refregárnoslo en la cara. Nos quedamos mudos por unos segundos, fijamos
nuestras miradas, le di una palmada en la mano y me sonreí.
–Déjalo
como está –le dije, algo turbada.
–Entiendo.
No te preocupes.
Lo
aceptó. Y por ello me asaltaron algunas ideas que logré callar casi con las
justas. No quería pensar más, menos en la verdad que era más absurda que mis
absurdos pensamientos. Era cruel estar en un lugar, aquí, allí, allá, en donde
nadie estaba a salvo, y todo haciendo juego por primera vez, haciendo juego
hasta con nuestras inveteradas ganas.
Libertad
Qué decepción. Que te puedo decir, Charly. Durante todo el verano, acompañados por mi cumpa Joe y sentados en el point de costumbre, te lo preguntamos en más de una ocasión, y cada vez nos lo negaste. Y te creímos. He de reconocer con harta aflicción que por fin aprendiste a mentirnos
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