Sí, tuve la conciencia de cometer aquella tontería.
Ese no era el lugar donde debí decirlo. Aunque al final, mi gradual maldad
logró que lo hiciera. Aquella noche seguramente había bebido en exceso.
Pero por muy ofuscado que yo haya estado en ese momento,
me pude dar cuenta de todo lo que sucedía a mí alrededor. Porque recuerdo que había
un muchacho acodado en su mesa, conversando amenamente con un amigo. También, a
un costado, arriba de su cabeza, suspendido en la pared, un televisor prendido nos
deleitaba con una música del recuerdo. Yo estaba en mis cabales; sin embargo,
todos mis viejos y puntuales recuerdos se arremolinaban en mi cabeza, como un
odio. Frente a mí un gran espejo reflejaba la espalda desnuda de mi acompañante
junto a mi desencajado rostro. Me veía mover la cabeza, de un lado a otro, como
si tratara de borrar el pasado irrevocable que habíamos compartido muchos años
atrás. Al volverme a ella, nada escapaba a mi atención. Allí estaba su
cabellera lacia y mal peinada, y la forma graciosa de sus anteojos de vieja
célibe, que transitaban divertidos por mi mente. Durante un rato, aunque no
mucho, me detuve a pensar. Me decía que ya de nada servía tenerlos presente,
que ya todo estaba resuelto, y que por eso tenía que eliminar aquellos
recuerdos. Todos en absoluto. Pero en el fondo no parecía satisfecho.
Sí, se lo había dicho. Y no había dudas de aquella
culminación. Ella solo fue una fantasía, una mala jugada del destino... Ahora no
podía ser aquella… O nunca fue ella. Solo era otra, una desconocida que no
tenía cabida en mi corazón.
Al darse cuenta de que mi lenguaje llegaba a lo
indecoroso y ambiguo, se puso en pie y se fue sin decirme nada. Yo la seguí con
la vista hasta que atravesó la puerta y desapareció.
Caminé tras ella, a la carrera. Pero el mozo me
detuvo para que pagara la cuenta. Lo hice y salí apurado.
Ella iba por la calle larga con el paso ligero y a
muchos metros delante de mí. Yo la seguía respirando agitadamente y sin poder alcanzarla.
Antes de que ella llegara a la esquina más cercana, un hombre le hizo una seña
con una de sus manos, la saludó y pasó deprisa. Ella no tuvo la menor intención
de saludarlo. Delante y con el paso acelerado, siguió caminando. Parecía que no
terminaría de caminar nunca. Comenzaba a irritarme el ir persiguiéndola tanto
tiempo. Se volvía de vez en cuando para observar qué dirección tomaba yo. Cuando
estuve a veinte pasos de alcanzarla, dobló la calle y rápidamente llegó a la
otra esquina, al pie de su casa de dos pisos. Inmediatamente abrió la puerta e ingresó.
Por un instante me quedé quieto, aunque trastabillaba un poco. Pero luego seguí
caminando hasta llegar al punto en la que ella había desaparecido. Parado allí,
observé con disimulo toda la calle. Decidí marcharme. Sin hacerme caso, no sé
en qué tiempo, pero al rato, sentí que se abría una de las ventanas del segundo
piso. Moví la cabeza, como quien tiene una duda, y detuve mis movimientos. A
esa hora el lugar parecía melancólico: no había cielo ni viento ni gente a mi
alrededor; solo unos ojos parecían aplastarme con su mirada. Evitando la amargura
y por curiosear, levanté la vista e hice gestos con mi boca. Sin hace ruido, ella
permanecía acodada en la ventana y me seguía con atención. Hice un ademán y conmovedoramente
levanté una de mis manos para pedirle que bajara. Pareció reflexionar. Después me
miró fijamente y me dijo:
—Pierdes tu tiempo. Por favor, retírate que no
estoy de humor para soportar tus majaderías…
Me enfureció su bravata. Así que cambié una mirada
con ella. Esto logró en mí una sensación algo indefinida de que no era ella a
quien yo buscaba, que no era la persona con la que había compartido una cita,
una cena y francas palabras.
Habíamos sido muy buenos amigos, antes. Nos conocíamos
desde el colegio y la universidad. Sentados en aquel bar y luego de discutirlo
con ella había entendido que siglos atrás me había enamorado de una fantasía,
de mi idea misma. Por eso se lo dije sin titubear. Ella quedó horrorizada por
mis afirmaciones. No me lo creía. Pero era la verdad…
Sin girar, retrocedí unos pasos, alejándome de la
puerta. Como pude, le dije algo amistosamente. Ella, en silencio, no me quitaba
la vista de encima. Durante un rato, traté de disuadirla, e insistí con una
palabrita que me salió del interior. Ella seguía demasiado caliente y por eso
me miraba con cólera. Ya sin aguantar, volví a girar todo el cuerpo y agitando
una de mis manos le dije adiós. pero. Mientras me alejaba, tambaleándome un
poco por causa del alcohol. No osé mirar atrás ni me di cuenta si ella seguía
en la ventana. Aunque sentía la mirada de unos ojos en mis espaldas,
insoportables. Hasta que por fin doblé la esquina y sentí un alivio inmenso y
tranquilizador.
Poco a poco, me alejaba, pero con una sensación de
que ella me seguía. Creo que, confusamente aguardaba un milagro. Ya no estaba
tan seguro de mis sentimientos hacía ella. Por eso, en mí caminar, de rato en
rato, volvía mi rostro atrás para descubrirla. Sin darme cuenta, torpemente
tropecé con la vereda, e inclinado, muy cerca del suelo, detuve ágilmente todo mi
cuerpo y logré ponerme en los dos pies. Así, aunque con la cara pálida, logré erguirme
lo mejor que pude, aparentando serenidad y destreza. Entonces di media vuelta y
me fui calle arriba. Casi habría caminado unos metros, cuando el aire que
soplaba superficialmente, logró encender mi borrachera. Creo que, por eso, me
balanceaba y escupía absurdamente. Hasta me dieron ganas de mear. Por lo que,
apurando el paso, busqué refugio en una calle oscura. Unos papeles escritos
sobre el piso fueron el blanco de mi meada. No se me había ocurrido nunca jugar
con ese chorro de líquido espumoso y amarillo. Cuanto más meaba, más
experimentaba mi buen humor. Me reía solo, como un loco. Golpeé el suelo con el
pie, sacudí mi órgano copulador y lo metí en su escondite. Hecho esto, levanté
la cabeza y reflexioné:
—¡Una promesa es una promesa! No se puede jugar con
los años vividos. Así soy yo. Y ella se lo merece. Así que: adiós y que alguien
te pueda soportar —lo dije levantando las manos y mirando al infinito.
Luego de caminar un buen trecho, y ya en la calle más
larga, encontré a un amigo que de pronto me abrazó efusivamente; lo sentí
ligeramente borracho. Llevaba un fajo de papeles bajo el brazo. Me dijo que era
su primera novela. Quieto y aún sorprendido, maquinalmente deslicé una de mis
manos en el bolsillo de mi pantalón. Trataba de saber con cuanto de dinero
contaba en esos momentos. Luego de averiguarlo, pegué mis brazos a su cuerpo y
lo abracé.
—¡Te invito unas cervezas! —le dije.
No se opuso. Entonces caminamos juntos observando las
calles en busca de algún lugar perfecto para charlar. Íbamos tambaleándonos un
poco y hablando en voz alta. El viento silbaba algunos acordes musicales que
salían de la calle siguiente. Apurando el paso llegamos al lugar perfecto
(creo), porque una balada de nuestros tiempos sonaba rítmicamente, aunque
confusa. Ingresamos y nos acomodamos en la mesa cerca de la puerta de salida.
Una jovencita con minifalda y caminar sensual se acercó para tomar el encargo.
—¡Por favor, un par de cervezas bien heladas... y
dos vasos! —dijo, mi amigo.
A los minutos, llegó y dejó nuestro pedido. Se
volvió a nosotros sin parar de hacer gestos sensuales con sus labios. Se sonría
cada vez que yo la miraba con atención, y se mostraba tierna y sumisa cuando le
sonreía. Yo me irritaba placenteramente sin saber por qué. Era una sensación
extraña, algo que hacía vibrar mis sentidos. Me llené de confusión y le solté
unas palabras muy coquetas, pero tiernas. Ella se alejó riéndose y elevando una
de sus manos en el aire y moviendo el cuerpo inapropiadamente.
Mientras yo estaba encerrado en mis pensamientos
alegres, por culpa de la chiquilla, entendía que muchos de mis mejores
recuerdos ideados yacían en el otro mundo. Se lo había dicho. Y era libre por
primera vez, y eso me excitaba por completo.
Le dirigí unas palabras a mi amigo, que me miró
sonriente, pero sin hacerme caso. Se volvió y miró la espalda de la jovencita.
Le miró las nalgas e hizo un gesto grosero mordiéndose los labios. No hubo en
él contemplación ni vergüenza.
—¡Está buenaza la niña...! ¡Qué tales curvas!
—exclamó.
Luego me permití ofrecerle un cigarrillo. Se lo
encendí mientras me daba unos golpecitos amistosos en la espalda. Giró su
cabeza y miró hacia el fondo, como buscando algo. Al no encontrarlo, se puso a
hablar sobre su primera novela. Cada uno hablaba sin parar. Yo le contaba lo
que me había sucedido hacía poco, muy detalladamente; que hasta creí que lo iba
a desconcertar, pero mi amigo se prestaba a todo. No le dio importancia a mi
perorata. Solo agitaba su cabeza afirmativamente. No hubo más. Cambié la
conversación. Me apoyé en el respaldo de la silla, cerré los ojos, y poco a
poco, mientras conversábamos, me quedé dormido. Él me puso la mano en el hombro
y me sacudió, diciéndome:
—¡No es lugar para dormir!...
—Sí, disculpa…
Entonces llamó a la señorita con mucha
originalidad. Esperaba así tomar revancha. Afirmaba insidiosamente que la
muchacha lo había flechado. Parecía muy contento. No le di importancia. No era
comparable con la pasión extravulgar y exótica que había sentido un siglo
atrás.
La jovencita de minifalda y caminar sensual se me
acercó y cogió el dinero de mi mano y empezó a examinarme. Me miraba con sus
ojos muy abiertos. Quiso decirme algo, pero se contuvo. Solo sonrió con ojos
amorosos y tiernos. No hubo ningún inconveniente para devolverle aquella
sonrisa con otra sonrisa. Daba gusto verla, y ver la cara de bobo de mi amigo.
Comencé a encontrar la noche más agradable. Mi amigo refunfuñó y recogió sus
papeles y me hizo un gesto indicándome la puerta de salida. Nos pusimos en pie.
Al salir, tenía yo el aspecto de un hombre nuevo. Llegué a decirle “No, no, no…
no es culpa mía”. Pero él no me hizo caso. No dijo nada. Por fin, y lentamente,
nos encaminamos a nuestras casas. Antes, me detuve y me volví hacia él y
levantando la mano, le dije adiós.
Loro
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ResponderEliminarMuchas gracias por su visita. Es un honor que personas como usted visiten nuestro blog. Estaré visitando el de usted y dejaré algunos comentarios.
EliminarUn abrazo
Lorenzo