viernes, 20 de abril de 2012

Una descabellada cita.

Sí, tuve la conciencia de cometer aquella tontería. Ese no era el lugar donde debí decirlo. Aunque al final, mi gradual maldad logró que lo hiciera. Aquella noche seguramente había bebido en exceso.

Pero por muy ofuscado que yo haya estado en ese momento, me pude dar cuenta de todo lo que sucedía a mí alrededor. Porque recuerdo que había un muchacho acodado en su mesa, conversando amenamente con un amigo. También, a un costado, arriba de su cabeza, suspendido en la pared, un televisor prendido nos deleitaba con una música del recuerdo. Yo estaba en mis cabales; sin embargo, todos mis viejos y puntuales recuerdos se arremolinaban en mi cabeza, como un odio. Frente a mí un gran espejo reflejaba la espalda desnuda de mi acompañante junto a mi desencajado rostro. Me veía mover la cabeza, de un lado a otro, como si tratara de borrar el pasado irrevocable que habíamos compartido muchos años atrás. Al volverme a ella, nada escapaba a mi atención. Allí estaba su cabellera lacia y mal peinada, y la forma graciosa de sus anteojos de vieja célibe, que transitaban divertidos por mi mente. Durante un rato, aunque no mucho, me detuve a pensar. Me decía que ya de nada servía tenerlos presente, que ya todo estaba resuelto, y que por eso tenía que eliminar aquellos recuerdos. Todos en absoluto. Pero en el fondo no parecía satisfecho.

Sí, se lo había dicho. Y no había dudas de aquella culminación. Ella solo fue una fantasía, una mala jugada del destino... Ahora no podía ser aquella… O nunca fue ella. Solo era otra, una desconocida que no tenía cabida en mi corazón.

Al darse cuenta de que mi lenguaje llegaba a lo indecoroso y ambiguo, se puso en pie y se fue sin decirme nada. Yo la seguí con la vista hasta que atravesó la puerta y desapareció.

Caminé tras ella, a la carrera. Pero el mozo me detuvo para que pagara la cuenta. Lo hice y salí apurado.

Ella iba por la calle larga con el paso ligero y a muchos metros delante de mí. Yo la seguía respirando agitadamente y sin poder alcanzarla. Antes de que ella llegara a la esquina más cercana, un hombre le hizo una seña con una de sus manos, la saludó y pasó deprisa. Ella no tuvo la menor intención de saludarlo. Delante y con el paso acelerado, siguió caminando. Parecía que no terminaría de caminar nunca. Comenzaba a irritarme el ir persiguiéndola tanto tiempo. Se volvía de vez en cuando para observar qué dirección tomaba yo. Cuando estuve a veinte pasos de alcanzarla, dobló la calle y rápidamente llegó a la otra esquina, al pie de su casa de dos pisos. Inmediatamente abrió la puerta e ingresó. Por un instante me quedé quieto, aunque trastabillaba un poco. Pero luego seguí caminando hasta llegar al punto en la que ella había desaparecido. Parado allí, observé con disimulo toda la calle. Decidí marcharme. Sin hacerme caso, no sé en qué tiempo, pero al rato, sentí que se abría una de las ventanas del segundo piso. Moví la cabeza, como quien tiene una duda, y detuve mis movimientos. A esa hora el lugar parecía melancólico: no había cielo ni viento ni gente a mi alrededor; solo unos ojos parecían aplastarme con su mirada. Evitando la amargura y por curiosear, levanté la vista e hice gestos con mi boca. Sin hace ruido, ella permanecía acodada en la ventana y me seguía con atención. Hice un ademán y conmovedoramente levanté una de mis manos para pedirle que bajara. Pareció reflexionar. Después me miró fijamente y me dijo:

—Pierdes tu tiempo. Por favor, retírate que no estoy de humor para soportar tus majaderías…

Me enfureció su bravata. Así que cambié una mirada con ella. Esto logró en mí una sensación algo indefinida de que no era ella a quien yo buscaba, que no era la persona con la que había compartido una cita, una cena y francas palabras.

Habíamos sido muy buenos amigos, antes. Nos conocíamos desde el colegio y la universidad. Sentados en aquel bar y luego de discutirlo con ella había entendido que siglos atrás me había enamorado de una fantasía, de mi idea misma. Por eso se lo dije sin titubear. Ella quedó horrorizada por mis afirmaciones. No me lo creía. Pero era la verdad…

Sin girar, retrocedí unos pasos, alejándome de la puerta. Como pude, le dije algo amistosamente. Ella, en silencio, no me quitaba la vista de encima. Durante un rato, traté de disuadirla, e insistí con una palabrita que me salió del interior. Ella seguía demasiado caliente y por eso me miraba con cólera. Ya sin aguantar, volví a girar todo el cuerpo y agitando una de mis manos le dije adiós. pero. Mientras me alejaba, tambaleándome un poco por causa del alcohol. No osé mirar atrás ni me di cuenta si ella seguía en la ventana. Aunque sentía la mirada de unos ojos en mis espaldas, insoportables. Hasta que por fin doblé la esquina y sentí un alivio inmenso y tranquilizador.

Poco a poco, me alejaba, pero con una sensación de que ella me seguía. Creo que, confusamente aguardaba un milagro. Ya no estaba tan seguro de mis sentimientos hacía ella. Por eso, en mí caminar, de rato en rato, volvía mi rostro atrás para descubrirla. Sin darme cuenta, torpemente tropecé con la vereda, e inclinado, muy cerca del suelo, detuve ágilmente todo mi cuerpo y logré ponerme en los dos pies. Así, aunque con la cara pálida, logré erguirme lo mejor que pude, aparentando serenidad y destreza. Entonces di media vuelta y me fui calle arriba. Casi habría caminado unos metros, cuando el aire que soplaba superficialmente, logró encender mi borrachera. Creo que, por eso, me balanceaba y escupía absurdamente. Hasta me dieron ganas de mear. Por lo que, apurando el paso, busqué refugio en una calle oscura. Unos papeles escritos sobre el piso fueron el blanco de mi meada. No se me había ocurrido nunca jugar con ese chorro de líquido espumoso y amarillo. Cuanto más meaba, más experimentaba mi buen humor. Me reía solo, como un loco. Golpeé el suelo con el pie, sacudí mi órgano copulador y lo metí en su escondite. Hecho esto, levanté la cabeza y reflexioné:

—¡Una promesa es una promesa! No se puede jugar con los años vividos. Así soy yo. Y ella se lo merece. Así que: adiós y que alguien te pueda soportar —lo dije levantando las manos y mirando al infinito.

Luego de caminar un buen trecho, y ya en la calle más larga, encontré a un amigo que de pronto me abrazó efusivamente; lo sentí ligeramente borracho. Llevaba un fajo de papeles bajo el brazo. Me dijo que era su primera novela. Quieto y aún sorprendido, maquinalmente deslicé una de mis manos en el bolsillo de mi pantalón. Trataba de saber con cuanto de dinero contaba en esos momentos. Luego de averiguarlo, pegué mis brazos a su cuerpo y lo abracé.

—¡Te invito unas cervezas! —le dije.

No se opuso. Entonces caminamos juntos observando las calles en busca de algún lugar perfecto para charlar. Íbamos tambaleándonos un poco y hablando en voz alta. El viento silbaba algunos acordes musicales que salían de la calle siguiente. Apurando el paso llegamos al lugar perfecto (creo), porque una balada de nuestros tiempos sonaba rítmicamente, aunque confusa. Ingresamos y nos acomodamos en la mesa cerca de la puerta de salida. Una jovencita con minifalda y caminar sensual se acercó para tomar el encargo. 

—¡Por favor, un par de cervezas bien heladas... y dos vasos! —dijo, mi amigo.

A los minutos, llegó y dejó nuestro pedido. Se volvió a nosotros sin parar de hacer gestos sensuales con sus labios. Se sonría cada vez que yo la miraba con atención, y se mostraba tierna y sumisa cuando le sonreía. Yo me irritaba placenteramente sin saber por qué. Era una sensación extraña, algo que hacía vibrar mis sentidos. Me llené de confusión y le solté unas palabras muy coquetas, pero tiernas. Ella se alejó riéndose y elevando una de sus manos en el aire y moviendo el cuerpo inapropiadamente.

Mientras yo estaba encerrado en mis pensamientos alegres, por culpa de la chiquilla, entendía que muchos de mis mejores recuerdos ideados yacían en el otro mundo. Se lo había dicho. Y era libre por primera vez, y eso me excitaba por completo.

Le dirigí unas palabras a mi amigo, que me miró sonriente, pero sin hacerme caso. Se volvió y miró la espalda de la jovencita. Le miró las nalgas e hizo un gesto grosero mordiéndose los labios. No hubo en él contemplación ni vergüenza. 

—¡Está buenaza la niña...! ¡Qué tales curvas! —exclamó. 

Luego me permití ofrecerle un cigarrillo. Se lo encendí mientras me daba unos golpecitos amistosos en la espalda. Giró su cabeza y miró hacia el fondo, como buscando algo. Al no encontrarlo, se puso a hablar sobre su primera novela. Cada uno hablaba sin parar. Yo le contaba lo que me había sucedido hacía poco, muy detalladamente; que hasta creí que lo iba a desconcertar, pero mi amigo se prestaba a todo. No le dio importancia a mi perorata. Solo agitaba su cabeza afirmativamente. No hubo más. Cambié la conversación. Me apoyé en el respaldo de la silla, cerré los ojos, y poco a poco, mientras conversábamos, me quedé dormido. Él me puso la mano en el hombro y me sacudió, diciéndome:

—¡No es lugar para dormir!...

—Sí, disculpa…

Entonces llamó a la señorita con mucha originalidad. Esperaba así tomar revancha. Afirmaba insidiosamente que la muchacha lo había flechado. Parecía muy contento. No le di importancia. No era comparable con la pasión extravulgar y exótica que había sentido un siglo atrás.  

La jovencita de minifalda y caminar sensual se me acercó y cogió el dinero de mi mano y empezó a examinarme. Me miraba con sus ojos muy abiertos. Quiso decirme algo, pero se contuvo. Solo sonrió con ojos amorosos y tiernos. No hubo ningún inconveniente para devolverle aquella sonrisa con otra sonrisa. Daba gusto verla, y ver la cara de bobo de mi amigo. Comencé a encontrar la noche más agradable. Mi amigo refunfuñó y recogió sus papeles y me hizo un gesto indicándome la puerta de salida. Nos pusimos en pie. Al salir, tenía yo el aspecto de un hombre nuevo. Llegué a decirle “No, no, no… no es culpa mía”. Pero él no me hizo caso. No dijo nada. Por fin, y lentamente, nos encaminamos a nuestras casas. Antes, me detuve y me volví hacia él y levantando la mano, le dije adiós.

Loro

2 comentarios:

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      Un abrazo
      Lorenzo

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