miércoles, 18 de abril de 2012

Los calatos

Los pequeños monstruos, totalmente calatos, se hallaban ocupados, arrojándose desde lo alto de una peña, jugueteando sobre el río. Sentado en la pendiente, sobre un montículo de arena, a tres metros de la orilla, los observaba. No sé por qué, pero me vino una necesidad de pensar. Entonces crucé las piernas, me acurruqué temblando y me dediqué a observarlos con más detenimiento. Cuanto más los observaba, más sentía una libertad especial, pero llena de rumores. Encogido en esa posición, tiritando de frío y con el pelo totalmente mojado, dejé correr mis ojos, milimétricamente, sobre mi pequeño cuerpo desnudo. Al reaccionar, advertí sin sorpresa que era uno de ellos. Así me incliné adolorido y miré con singular pasión a mi pie que estaba encima del otro. Entonces, al levantarlo y llevarlo a mis ojos, me di cuenta de que un chorro delgado y rojo recorría disimuladamente por debajo de mis dedos. Experimenté automáticamente una sensación de incomodidad y de miedo; y en señal de protesta, me incorporé y me precipité para observarlo mejor. Descubrí allí que tenía un corte muy pequeño, pero profundo, que sangraba arrestado y sin parar. Esta sensación nubló mis sentidos e hizo estremecer mi cuerpo. Las lágrimas no se hicieron esperar y me puse a llorar en silencio. La debilidad logró que cerrara los puños dándome valor. ¡Qué carajo! Me empecé a burlar de mí mismo por estos sentimientos de cobardía. Ahora la herida me empezaba a doler explosivamente. Me di ánimos y, rengueando, bajé zigzagueante hasta la orilla del río. Al llegar, me senté y empecé a lavarla con unos chorritos de agua. Agua que levantaba con una de mis manos y lo hacía caer suavemente sobre aquel punto. Disimulando, trataba de que mis amigos no se dieran cuenta. Me dolía aún más, me ardía. Empecé a hablarme con severidad: ¡No seas cobarde, aguanta mierda!

Salido de las aguas, Moisés vino y se sentó a mi costado. Tiritaba y arrinconaba su cuerpo junto al mío. Lo sentí respirar profundamente y resoplar sobre las palmas de sus manos, con el fin de calentarlas. Temblaba al hablar, sus dientes castañeteaban. Poco después, dio un escupitajo al agua por el colmillo y se volvió a verme. Yo lo miré con temor. Sus ojos estaban rojos y fatigados. Cuando bajó la vista y vio mis pies, intuyó mi dolor, porque lo vi palidecer y removerse. En seguida, mirando en rededor, me dijo:

—Creo que te has cortado, huevón. ¿Fue dentro del río o en la orilla? ¿Traigo tu ropa? Mejor es que te vistas y te vayas a tu casa, te tienen que curar esa herida.

Su voz fue como un soplo o un silbido en el oído: no me hizo mucha gracia. Sabía que si se enteraba mi madre me iba a moler a palos. Me volví a mirar a mi costado, disimulando su pregunta. Entonces observé que los otros seguían jugando en las aguas del río. Giré mi cabeza y, avergonzado, lo miré: él estaba con las piernas estiradas y chapoteaba los pies sobre el agua. Le dije:

Ya está parando, ya está dejando de salir… Creo que ha sido un clavo. Lo voy a apretar y tratar de sacar toda la sangre sucia. ¡Puta, pero duele!

Se me ocurrió la ingrata idea de pararme y caminar más arriba. Lo que logró de que casi me caiga sobre las piedras al trastabillar por el dolor. Mi pie herido había aplastado una de ellas de irregular forma. Moisés me contuvo estirando los brazos y me ayudó a sentarme.

Ves, huevón, mejor traigo tu ropa. La herida se te puede infectar. A mi tío "chivito" casi le amputan una pierna porque en su chacra se hizo una herida con un gancho oxidado. No le hizo caso y esta se infectó. Un poco y no la cuenta.

Entonces Moisés trepó ligeramente la pendiente, bordeando algunas rocas, tropezando con latas de leche vacías y periódicos que envolvían desperdicios innombrables. Así, desnudo, llegó hasta donde estaba mi ropa. En ese mismo instante, en la otra orilla, los otros muchachos, salidos del agua, se divertían tirando piedras a unos perros. Uno fue alcanzado y se retiró aullando a toda velocidad. A veinte metros de donde salió aullando el escuálido perro, en el interior de una casucha hecha con palos y plásticos, un hombre bajito y esquelético, trajeado con ropa de mendigo, sentado, fumaba sin parar. Lo miré detenidamente. Parecía un insecto moviendo la cabeza: descargaba sobre nosotros una mirada de loco, como si quisiera ahuyentarnos o desaparecernos para seguir solo con su soledad y su vicio. Cuando se levantó y dio unos pasos, blandiendo los puños, sentí que estaba en una especie de mundo perdido, oculto, clandestino. Al dejar de darle importancia, alcé los ojos y pude divisar toda la pendiente del otro lado del río; era una especie de vertedero humeante, en donde los perros flacos y sarnosos se desplazaban en busca de comida… Volví a mirar mi pie herido; sentí que me punzaba como si mi corazón estuviera ahí y que todo el mundo lo sentía. Esto originó que me burlara de mí mismo: “¡Eres un huevón!”, dije. Me hablaba con severidad por lo estúpido que fui al dejarme pinchar por un vagabundo clavo.

Al poco rato llegó Moisés con mi ropa envuelta en forma de bola y me la lanzó como si fuera un balón de futbol. Sin poder atraparlas se desparramaron sobre mis manos. “Cámbiate y cúrate esa herida”, dijo. Luego, irguiendo el cuerpo, se zambulló en las aguas con mucho estilo. Nadaba con mucha fuerza, agitando sus brazos como loco: sacaba la cabeza para tomar aire y daba brazadas continuas, utilizando a su favor la corriente del río. Me puse a observarlo mientras me ponía en pie y me vestía. Y enseguida, bajé totalmente la vista y me quedé mirando mis zapatos de jebe. Me puse a estudiar su aspecto, sus formas y sus arrugas, los descoloridos y viejos que estaban. Entonces, algo de mi alma, de mi ánimo, pasó a ser parte de ellos. Disparaté por unos momentos sobre estas sensaciones que no podía entender. Protesté al recordar la diferencia que había con los otros niños que nunca nos acompañaban y que vestían de una manera distinta a nosotros. Volví a sentarme, había olvidado ponerme las medias; me las puse con cuidado, sin agitarme. Luego me incorporé apoyando mis manos sobre una roca; y, rengueando, empecé a subir la pendiente. Ya en lo alto, los miré a todos: parecían pequeños peces agitando el agua con los pies y las manos; algunos desaparecían zambulléndose.

Destejiendo la sonrisa, alcé la mano para despedirme: nadie me hizo caso. Solo el viento levantaba algunos papeles de periódicos amarillos, maltratados por el tiempo. Así les di la espalda y, después de dar algunos pasos, me detuve un instante para sujetar los ajados pasadores de mis zapatos. Inclinado, vi que una rata, furtivamente, ingresaba a un agujero; cogí una piedra y se la lancé, pero fue muy tarde, había desaparecido. Cerca de todo aquello, me sentí como una mosca revoloteando sobre un basural.

Una vez vuelto mis ojos a mis pies, me acomodé mejor y me puse de rodillas y eché a reír.

Hacía mucho calor y estaba todavía bastante claro el día.

Al levantar la cabeza, inconscientemente, a lo lejos, pude divisar a Katia. Después de errar en mis pensamientos, abrí más los ojos para observarla mejor. Entonces me di cuenta de lo graciosa que era saltando a la soga, jugueteando oronda muy cerca de la puerta de su casa. Allí se despachaba con infinita libertad. Viéndola así, me quedé paralizado por un instante. Había un sentimiento en mi interior que no conocía: era un sentimiento humillante. Pero mi ánimo saltaba de gozo viendo jugar a la chiquilla con sus amigas. Así caminé regulares pasos. Necesitaba acercarme más. Pero me detuve. Su papá, el gringo, estaba de espaldas a mí, recostado sobre una perezosa y con un periódico en las manos, que soslayadamente las veía jugar. Entonces sentí que todas aquellas sensaciones se desvanecían, se alejaban de mí.

Pensé por unos momentos retirarme a mi casa. Pero de pronto se produjo algo mágico. La niña se dio cuenta de que la miraba. Me había descubierto. Entonces, sonriendo, me quedó mirando atentamente. Y por su propio gusto, levantó las manos haciendo señas para que me acercara. Yo me volví a mis espaldas, creyendo que llamaba a otra persona. Pero era a mí a quien llamaba. Al volverme hacia ella y mirar al rededor, no pude ver al gringo; ya no estaba tendido en la perezosa, se había ido. Igual, yo tenía mucho miedo. Todos mis amigos le tenían mucho respeto y miedo al gringo. Él era de temer. Siempre nos correteaba aleteando la correa, arreándonos como si fuéramos animales.

Le hice señas para que no me llamara; le di la espalda. Tenía miedo y vergüenza. Después de unos pasos, lo pensé mejor. Tenía bastante tiempo por delante. No tenía más que deambular esperando a uno de mis amigos para que me acompañara. Nadie apareció. Entonces comencé a caminar rengueando, crucé la avenida con mucho esfuerzo, alejándome de la pendiente del rio. Bordeé parte del jardín que me separaba de ella. Parapetado, me quedé allí, tras un arbolito de guayaba. Las grandes flores de rosas rojas que inundaban aquel jardín, parecían observarme. Mientras que ella, dibujando en sus labios una bella sonrisa, parecía burlarse de mí. Entonces saltaba con más destreza sobre la soga que agitaban sus dos amigas. Provocado, yo tenía que seguir y quería seguir. Por eso ingresé mis manos a mis bolsillos, pero no encontré nada. De haber tenido una moneda me hubiera dirigido directamente a su casa. Ya que el gringo tenía una tienda de abarrotes. Hice comparaciones: observé que yo vestía mal y que llevaba una herida en mi pie. Ella, en cambio, llevaba la cabecita bien peinada y un vestido impecablemente limpio. Por eso me llené de tristeza y decidí marcharme. Entonces fue cuando por un momento no sentí miedo. Me puse orgulloso y decidí robarme una rosa de su jardín, como si fuera un trofeo de guerra. Pero descubrí que no era nada fácil por el estado de mi pie. Así, mientras dudaba, varias mujeres ingresaban y salían de la tienda. Algunas con aspecto cómico y mirada torva; otras vestían mal y cambiaban besos con otras: se miraban con ojos amorosos, tiernos e hipócritas. También había caras tristes y que no hacían más que contar las pocas monedas que llevaban.

Exaltado, sentí unas manos sobre mis hombros y me volví al instante. Observé, entonces, a un gigantesco hombre que me miraba sin parpadear. Llevaba, bajo uno de sus brazos, un paquete de flores recién cosechadas.

¿Buenas tardes? ¿A quién esperas? –preguntó arqueando las cejas.

Era el gringo. No dejaba de observarme con curiosidad, como si mirara una mosca desalada, herida. Tenía la frente arrugada, que conjugaba con su rostro visiblemente serio. Mi cuerpo empezó a temblar sin que pudiera contenerlo. Él no me inspiraba ninguna simpatía. Le tenía mucho respeto y miedo.

Noo, noo... a nadie… —dije balbuceando— Buenooos días… No, buenas tardes… Me he cortado el pie… y pensaba ir a su tienda para comprar un curita. Pero no tengo dinero. Voy a pedirle a mi mamá. Así que mejor ya me voy.

Me miró desconcertado. Y yo sentía como si hubiera cometido algún delito.

¡A ver, muéstrame ese pie…!

Dio media vuelta y dejó el paquete de flores sobre el tronco que servía de baranda. Después me estrechó la mano y me obligó a sentarme sobre el mismo tronco. Me levantó el pie herido e inmediatamente me sacó el zapato y la media. Inclinándose, lo observó con una expresión de dolor.

¡Ah, sí! —dijo—. Esto se ve muy mal.

Me sentía turbado y no me atrevía a mirarle al rostro. Pasó unos minutos cuando Katia apareció como por arte de magia. Parada ahí, se distraía mirando mi pie. Instintivamente, me volví hacia ella. Se me puso roja toda la cara de vergüenza. Mi orgullo estaba quebrantado. Ya soltado, a un descuido, me levanté de un salto y me puse en pie, sintiendo un dolor punzante que no quise compartirlo.

¿Qué pasa papá?

Este chico tiene una herida que me preocupa —le dijo, arrugando la frente.

Traté de volver sobre mi paso y traté de caminar. El dolor era muy fuerte. Al darse cuenta, el gringo me cogió de un brazo y me dijo, gritando:

Estate quieto muchacho de mierda y siéntate ¡carajo!... 

Me senté casi de inmediato en medio de una atmósfera terrible para mí. Katia me miraba apenada. Mi desesperación aumentó al verla mordiéndose los labios, como si sintiera el dolor. Comprendiendo la gravedad, el gringo me tomó sobre sus brazos y me levantó. Entonces caminó con el paso apurado directo a su casa. Las amigas de Katia, que aún tenían la soga entre sus manos, empezaron a murmurar. Callaron cuando pasamos. Luego las escuche hablar tras de nosotros. Sin entenderlo, ya estaba en el interior de la casa de Katia, sentado en un sofá y sintiendo un aroma de frescura y limpieza. Permanecía callado, como esperando una interpelación. En esos momentos la puerta se abrió e ingresó una señora con rostro adusto y que murmuraba entre dientes: llevaba un maletín conteniendo objetos para curaciones. Presentaba rasgos muy parecidos a los de Katia. Luego me enteré de que era su tía, la hermana del gringo y a quien llamaban Estrella. Una señora muy buena moza de unos cincuenta años, que no había tenido la suerte de encontrar a su príncipe azul. Al mirarla tan hermosa y seria, me di cuenta de que ese príncipe nunca existiría en este mundo ni en este tiempo. 

¿Qué le ha pasado a este chico? ¿Tú, cómo te llamas? ¿Vives cerca de aquí? —me interrogó.

Quería encontrar un hueco en donde meterme y desaparecer. Todo mi cuerpo parecía morir de parálisis. Para mi suerte, solo mis ojos daban signo de vida y se paseaban bordeando toda la habitación. En su recorrido, vi sobre la mesa una fuente llena de frutas frescas; a su costado, una llena de panes rellenos de mermelada y mantequilla. Y yo estaba con mucha hambre.

Mi nombre es Pepe… —dije balbuceando—. Vivo en el barrio de abajo, a la altura del poste ocho y medio, a la espalda de la comisaría...

Me cogió el pie y lo puso sobre una banca acolchada, que lo sentí frío. Katia, parada allí, me miraba a la cara de rato en rato. La veía hacer unas muecas de dolor con sus labios. A sus espaldas, detrás de los vidrios de una mampara, un herbaje, y unas plantas con muchas flores, estaban quietos y muy mojados. Y de allí, mientras observaba todo a mi alrededor, y de pronto, me vino un dolor absoluto cuando la tía de Katia empezó a limpiar con fuerza la herida. Yo resistía inmutable, estático, como queriendo ser un héroe; aunque tenía la boca torcida. Todos nos quedamos quietos y callados cuando el gringo se separó y le dijo algo a la tía de Katia, pero que no pude escuchar, y se marchó.

¡Bueno, ya está!... Déjalo así hasta mañana. Luego dile a tu mamá que te cambie las vendas…

Pálido y hambriento me puse en pie cogiéndole el hombro a mi enfermera. Le di las gracias y las buenas tardes y empecé a caminar rengueando. A cada paso, sacudía los dedos vendados con disimulo. Katia me miraba con el rostro triste. En mi camino me encontré con una puerta de madera tallada, muy original para mí: era la de entrada al comedor y que estaba abierta. Ya en el umbral, vi todo el jardín que adornaba a la otra que daba a la calle. Todo allí era de otro mundo, ningún lugar se parecía a la de mi casa. Apuré el paso para salir, aunque miré un rato ese jardín incontaminado de tristeza. Cuando estaba dispuesto a abrir la puerta, sentí que alguien me llamaba. Era Katia que me daba alcance con dos panes rellenos de mantequilla y mermelada.

Toma. Son para ti. Mi tía te los envía —Me los entregó agitándolos y preguntando —. ¿Cuál es tu verdadero nombre? Porque Pepe no es nombre, es un apodo.

No le respondí. Ignoro si inconscientemente. Solo cogí el primer pan y me lo llevé a la boca para darle un gran mordisco. Ella me miró elevando las cejas y llevándose los dedos a los labios, tapando su sonrisa. La observaba discretamente, simulando buen humor, aunque preocupado por lo que me iba a suceder cuando llegara a casa con el pie vendado. Las recomendaciones de Katia, exclamando, para que cuidara el pie herido, me hicieron sonreír con la boca llena. Cuando me atreví a decirle mi verdadero nombre, la vi estremecerse.

—Qué nombrecito el tuyo.

Después estuvimos en silencio, mirándonos por unos segundos, como si algo extraño pasara y no sabíamos qué era. Bueno, a esa edad, quién sabe…   

Cuando ella se despidió, le quedé mirando su espalda, sus cabellos largos y crespos, y su vestido celeste que cubría todo su cuerpo. Pude darme cuenta de que yo le simpatizaba, porque al despedirse me regaló un gesto, una sonrisa, y me regaló una mirada tierna con sus enormes y hermosos ojos zarcos.

Loro

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