Esa
noche que él vino corriendo tras de mí, con los pelos erizados, como si hubiera
visto a su propia muerte, me dio miedo. Así fue como terminamos ese día. En
general toda la tarde que pasamos conversando fue una reunión rara. Su sermón,
su discurso hasta lo hizo palidecer, y yo traté de contenerme. Ya eran las
seis. Las seis y media. A las siete de la noche empezaron los sucesos.
Nos
saludamos y nos quedamos callados por un buen rato. Él me miró triste y serio. Nos
sentamos a la mesa y no tardamos en empezar nuestra charla. Conversábamos muy
amenos sobre lo que habíamos escrito sin darnos cuenta, por ya casi un año.
Allí estábamos, tan tranquilos, por primera vez, conversando en un lugar muy
agradable, y en nuestro distrito; que hasta yo estaba de buen humor y sentí
deseos de beber. Brindamos y él hasta me dijo que estaba emocionado por este
reencuentro. Tan emocionado estaba que no se le ocurrió mejor idea que
malograrme la noche. Se entretenía inventándose e inventándome destinos… Pidió
una botella de vino, y recorrió con sus ojos muy abiertos y por un buen momento
todo el lugar, hasta que nuestras miradas se cruzaron. No se me había ocurrido
nunca, pero el hombre se puso a hablar sin escrúpulos. Creía escucharse a sí
mismo. No había, pues, porque asombrarse. Al menos tuvo valor para decírmelo y
lograr aquello. Tuvo valor frente a mis ojos. Me rodeo para preguntarme, me dio
vino de beber para hacerme hablar. Al final estuvimos buceando en el fondo de
nuestras resacas ya vividas. Claro, él no entendió nunca que ya estaban hechos
pedazos. Me empezó a costar soportar la velada. Daba risa verlo allí, sentado,
lamentándose de los obstáculos que según él, yo le había puesto. Ya era tarde
para desmentir todas sus afirmaciones que no tenían sustento. Él había sido el
primero y se lo dije, pero no aceptaba razones. Más valía no pensar. Después de
escucharlo atentamente, le dije muy exaltada:
—No sé a
quién hará falta que yo demuestre lo que tú quieres saber. Sé que lo sabes,
pero te haces el desentendido. Además, no veo la necesidad en estos tiempos.
Yo
sabía más que nadie lo que él había sentido por mí. Se lo dije con pruebas
irrefutables, pero él me contuvo. Me tomó de la mano, me miró fijamente a los
ojos y se mordió preocupado un labio; y no aguantando mi mirada, me dijo:
—Sabes qué,
siempre fuiste muy cobarde y nunca fuiste capaz de enfrentar a tus traumas. Lo
malo es que yo tuve que pagar por algo que no había creado… ¡Eso es lo que
realmente me jode…! Ojalá que me escuches, te será útil.
Me
di cuenta que el trago se le había subido a la cabeza, así que opté por la
retirada. Me puse en pie y salí caminando sin parar. Él hizo lo mismo
siguiéndome a mis espaldas.
Me
había olvidado decir que aquella tarde, que luego fue noche, noté que él ya no
quería saber nada de lo que nos habíamos propuesto. Estar separados, pero a la
vez siempre juntos, como amigos. No soportaba eso. Él sabía que no podía ser,
pero insistía.
—Bueno. ¡Él
dice que toda la culpa es mía! ¡Es un grandísimo canalla! Hasta me da miedo que
pueda existir más gente como él en este mundo —me
decía mientras caminaba muy deprisa.
Cuando
llegué a mi casa, mientras subía las escaleras, encontré a mi hermana que se
hizo a un lado temerosamente, yo iba como un tren a carbón soltando humo. Poco
después, abrí la ventana que daba a la calle y lo vi allí, se encontraba
balanceando ligera y alegremente las manos y la cabeza. Claro, él no sabía que
yo estaba hecha pedazos y que hubiera sido capaz de lanzarle algunas
palabrotas. Ya no quise verlo, pero no sé por qué lo hice. Lo observé
interrogándome.
En
ese momento, todo mi ser y mis pensamientos llegaban a su límite. Me retiré a
mi cuarto y empecé a buscar desesperadamente la mitad de mí. Trataba de
refrescar el tiempo y de traducir la tragedia ocurrida. Literalmente, me di
cuenta que le fallaba el cerebro. De pronto, se me vinieron a la mente dos o
tres frases que podían describir a su poseído cuerpo. Aunque no me era posible
describirlo deliciosamente, como tenía que ser, porque la abundancia de
adjetivos hubiera llenado todo un relato; decidí tomar un pequeño tiempo y
luego ponerme a escribir.
Me
levanté y fui a sentarme en mi sillón al frente de mi escritorio. Encendí mi
computadora y luego me puse a escribir sin detenerme. Me dije:
—Si pues, no
lograré más que una caricatura de su comportamiento, que va a hacer morir de
risa a cualquiera cuando termine con la última frase.
Aunque
mi paciencia era grande, él ya lo había rebalsado. Se lo tenía merecido. Paré
de escribir y me asomé a la ventana de mi cuarto para tomar aire y darme más
valor. Me aparté de la ventana y volví a mi escritorio, con el propósito de
reventar las teclas sin parar. Me reía para mí misma de todo lo que en ese
momento escribía. De cuando en cuando me veía esforzada a contenerme y detener
por unos momentos mis dedos. Zigzagueaba algunos párrafos y los ponía a tono
con mi primera idea. Me deslizaba por todos los momentos que pasamos juntos y
recordaba la cara de idiota que siempre puso. Asumí alguna nostalgia. Comencé a
pasear entre mis recuerdos para sacar algo en concreto. El relato estaba
escrito, había terminado. Aspiro profundamente, luego me inclino sobre el
respaldar de mi sillón, botando después, todo el aire que contenía mi cólera.
Releí el relato dos o tres veces. Hice algunas correcciones para que no haya
ninguna duda.
—Mañana en
la mañana lo voy a volver a leer y luego se lo envío para que lo publique, a
ver si tiene valor –me dije a mi misma.
Le
di las buenas noches a mi relato y me fui a dormir. Acariciaba mi colcha, y me
cubría tapándome la cabeza por unos momentos. Era un verdadero goce retirarme
del combate callejero que habíamos tenido. Fatigada y rendida, sin pensar más,
me quedé dormida.
Libertad
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